Cuando llegaron a la escuela, había un tumulto de personas festejando lo que parecía ser una fiesta de cumpleaños. Una guirnalda con enormes letras, sobre la entrada, rezaba: FELICIDADES ANABELLE. Papá estacionó el coche y entraron a pie, siendo recibidos por el conserje Humbert y una tropa de niños. Todos saltaron al ver a Anabelle, corrieron en círculo y cantaron «¡cumpleaños feliz!, ¡cumpleaños feliz!». Uno de los niños se alejó del grupo y corrió la voz de que Anabelle había llegado. Maestros, inspectores, alumnos, otros papás, e inclusive la directora, salieron a los pasillos al encuentro de la niña más querida del colegio. La muchedumbre la escoltó a través de los corredores, como si se tratara de una celebridad, hasta llegar al aula de clases. Ahí sus compañeros , Christy y la maestra Matilde los recibieron con una sonrisa de oreja a oreja y un gran pastel, que con ayuda de otros niños, depositaron sobre el pupitre. El salón estaba adornado con globos de helio, guirnaldas, arreglos florales y había una mesa, muy larga, sobre la que estaban dispuestas en filas, muchas botellas llenas de jugos, refrescos, y vasos para los invitados; platitos que contenían cheetos, galletas con chispitas de chocolates, malvaviscos, cerezas y churros; bolsitas de regalos, con más dulces y juguetitos. Y los niños estaban ataviados elegantemente, los varones con sacos y corbatas a la medida y las niñas con vestidos de seda, guantes y abanicos, como si se tratase más de una reunión de gala que de un cumpleaños.
«Pero yo no estoy de cumpleaños», pensó Anabelle, que en realidad cumplía en octubre, pero daba igual, pues tenía que ser una de las consecuencias de tan hilarante historia que había escrito. Quizás la tratarían así siempre, de lo cual no se podía dar menos que satisfecha. Y sin resistirse ante tantas delicias, pidió tajantemente a todos que se callaran y que le sirvieran un buen pedazo de pastel, un buen tazón con helado y un refresco. Ordenó también que le acomodaran una alta silla, acolchada, en medio del salón, desde la que pudiera observar a todos desde una altura considerable. Y los estudiantes allí presentes obedecieron, presurosos, cumpliendo las fantasías de Anabelle, ascendida a reina.
-¡Ahora todos a comer! -dictaminó, y tanto los papás, como los estudiantes y la propia maestra Matilde, se sentaron a disfrutar de sus platillos.
Después de llenarse el estómago, Anabelle exigió que colocaran música en unos parlantes que habían traído del salón de música y mientras la música sonara, pidió que cada persona allí presente hiciera una fila y le entregaran un regalo.
-Ya que hoy estamos celebrando mi cumpleaños, es deber de todos que me obsequien algo -dijo.
La primera en llevar su regalo fue Christy, que le obsequió un fabuloso collar de perlas, con una tapa en forma de corazón que se abría mostrando una diminuta fotografía de Anabelle.
-Así, cada vez que mires tu collar, recordarás lo hermosa que eres y sonreirás, sonreirás iluminando el mundo con tus dientes de perla -expresó Christy, con nobles ademanes.
Anabelle se sonrojó de emoción y se colocó el collar. Entonces Christy le acercó un espejo y Anabelle pudo verse a sí misma y deleitarse con su espléndida apariencia. Después siguió abriendo, uno por uno, los envoltorios de los regalos que las personas le traían. Juguetes de todo tipo, juegos de mesa, cartas, cuadernos, libros, bolsos, zapatos de lujo, vestidos, un set de maquillaje, incluso un celular de última generación; cuando abría un nuevo regalo ya se había olvidado del anterior. Los iba amontonando todos por el piso, con los envoltorios por un lado, formando una colina de objetos, como los tesoros que custodiaba Smaug el Dorado.
Cuando se acabaron los regalos, la maestra Matilde reclamó la atención de todos, porque unos niños querían interpretar una pequeña obra teatral en honor a Anabelle. Entonces un grupo de niños se situaron en medio del aula, formando un círculo alrededor de una morena de pelo ensortijado. El papel que interpretó la morena fue el de Momo, la mágica niña que tenía la habilidad de escuchar a los demás.
Al final de la obra, los niños dijeron:
-Anabelle es como Momo, porque cuando le hablamos, todos nuestros problemas encuentran solución.
Lo siguiente que hicieron, una vez terminada la obra, fue dirigirse al salón de actos y, por si fuera poco, dos maestros de educación física levantaron el sillón en el que Anabelle estaba sentada, y la trasladaron en procesión hacia el salón, donde se proyectaría una película. La misma tenía como protagonista a la propia Anabelle, así que todos tomaron asiento y permanecieron atentos al filme, en el que se interpretaban las valientes hazañas de la heroína Anabelle en la gran pantalla. En la película, todos los niños de la escuela estaban enamorados de Anabelle, con una fascinación que rozaba en la idolatría, pues Ana se movía por el mundo, junto a su secuaz Leticia, impartiendo justicia contra los malos. En ese momento Leticia, rezagada por haber tenido que tomar un autobús para ir a la escuela, llegó y se sentó al lado de Ana y aplaudió con cada escena en la que Anabelle peleaba y hacía comentarios sabios.
-Oh, mira -decía Leticia, en voz baja-, lo hermosa que te ves.
Y Ana, que estaba hipnotizada con el largometraje, respondió de forma mecánica:
-Gracias, tú también te ves hermosa.
Pero cuando se percató de lo que había dicho, se ruborizó y contempló a Leticia disimuladamente y no, en esa historia Leticia no se veía tan hermosa, lucía en apariencia más desgarbada y repelente, porque así la había descrito. Los ojos, ligeramente saltones; los labios, ligeramente torcidos; los brazos, ligeramente huesudos.
-Quiero decir -corrigió Ana-, no eres tan bonita como yo, pero tampoco estás tan fea.
Y Leticia volvió a soltar el suspiro de resignación que le causaba a Anabelle ese sentimiento tan irritante, pero no dejó que eso le arruinara la película y siguió mirando a la pantalla. Al final todos los malos morían y la reina de Nosédonde la declaraba dama de honor, y se inauguraba una ciudad con su nombre, de la que la convirtieron en alcaldesa. En ese punto del relato una poderosa somnolencia la atacó (seguro por atiborrarse de tantos dulces), de modo que exigió a sus padres que la cargaran de regreso al auto, mientras Leticia corría a su lado, abanicándole el rostro con sus manos y susurrando «descansa, hermanita linda».
Estuvo dormida durante todo el trayecto y no se dio cuenta de que sus padres la instalaron en un dormitorio mucho más grande, solo para ella. Era la medianoche cuando se despertó de su letargo. La sábana le cubría hasta el pecho. Entonces se vio a sí misma, diminuta, en medio de esa enorme cama y se movió de un lado a otro buscando el borde, pero no lo encontró, por más que estiró las piernas y los brazos. Solo pudo palpar, con sus dedos, varios de los peluches que la rodeaban.
Dormir en aquella cama gigantesca era como estar en un mundo de peluches. Los abrazaba, pero al poco rato los soltaba porque se tornaban calientes y, sin embargo, ella, continuaba sintiendo frío. Se ajustó la sábana alrededor del cuerpo, como una capa con capucha, y exploró aquel prado infinito de peluches, buscando algo que la calentara, una hoguera tal vez. De entre los peluches, había un suave pony, sobre el que cabalgó y recorrió kilómetros y kilómetros, cruzando cordilleras de mantas, hondonadas de terciopelo, saqueando aldeas de muñecos de felpa y no encontró ninguna hoguera. En cambio, se topó varias veces con gélidos ríos de lágrimas y páramos de nieve blanca. Cuando enterró la mano en la nieve y la sacó, llena de algodones, se dio cuenta de que la nieve era su propia almohada. Miró al cielo: la Vía Láctea no era visible, ni siquiera una aurora boreal. Y comenzó a nevar en aquellos campos nevados de la cama y Anabelle caminó al lado de su pony hacia un pinar en el que resguardarse. Se acurrucó al pie de un abeto y abrazó a su pony, tratando de dormir. No había nadie en esa pradera. Nadie más que ella y su pony. Y se preguntó en dónde estaba la cama de Leticia, ¿por qué Leticia no estaba en la otra cama? ¿Por qué no había otra cama? ¿Por qué la suya era tan enorme?
Se sentó al borde del colchón y miró a todas partes del dormitorio. Sintió que las paredes se le venían encima y salió corriendo hacia la sala. Allí se encontró a Leticia, descansando de lado sobre el sofá. Anabelle se sentó a su lado, somnolienta, y susurró:
-Ella no es Leticia.
Observó sus rasgos exagerados y pensó que debía describirla más linda, porque Leticia era más linda, mucho más linda, realmente. De todos modos, ¿qué importaba? Lo único que deseaba era encontrar esa hoguera. Así que se acostó al lado de su hermana, estiró la manta para que la cubriera a ambas y allí, en ese estrecho espacio del sofá, encontró el calor que estaba buscando. ¡Y, oh, sus párpados cedieron y se quedó dormida de inmediato!
***
Al día siguiente, Leticia la despertó de un empujón que la hizo caer al suelo, porque hasta en esa historia la niña se movía un montón en sueños. Anabelle despertó de golpe, literalmente. En eso su madre apareció en la sala, tras haber escuchado el ruido, y tomó a Leticia por los hombros:
-¿Qué hiciste, niña malcriada? -preguntó enfadada.
Leticia abrió los ojos, confundida.
-¿Ah? ¿Eh? -tartamudeó.
Y Anabelle tuvo que ser testigo de cómo mamá la regañaba, con rabia y de manera injusta, a la pobre Leticia. Ella intentó defenderla.
-Mamá, fue culpa mía, no la regañes a ella -decía Anabelle, acostumbrada como estaba ser siempre la que causaba estragos en casa.
Sin embargo, mamá se arrodilló a su lado, con una sonrisa desagradable y falsa.
-Mi reina, ¡nunca tienes la culpa de nada! -dijo mamá-, ven, vamos a desayunar todos los dulces que quieras.
La proposición calmó un poco los ánimos caldeados y de pronto estaban los tres juntos (mamá, papá y Anabelle) en la mesa del comedor, disfrutando la comida de buena gana, mientras Leticia permanecía en un rincón, suspirando melancólicamente.
-Bien -se dijo Ana, cuando estaba de camino al colegio (esta vez sus padres se habían quedado en el auto y Leticia, igual de rezagada que siempre, la habían dejado en casa a medio vestir y le tocaría tomar el autobús)-, supongo que en el colegio debe ser más tranquilo estar ahora que no hay fiesta y todo parece normal. Me pregunto en dónde estará Christy.
Y como si la hubiera invocado, su amiga apareció a su lado, sonriente.
-Llama y allí estaré -dijo.
-Wow -respondió Ana-, me alegra que estés aquí, Christy. Vamos a dar una vuelta por el colegio. Háblame de cualquier cosa, cuéntame de ti, ¿tus papás ya solucionaron los problemas que tenían?
-Oh, ¿qué importan mis padres? -contestó Christy-, lo único que importa en esta vida eres tú, mi querida amiga. Anda, cuéntame lo que te apetezca. ¿Qué puedo hacer por ti hoy? ¿Quieres que te compre un helado? ¿Quieres un paseo por el parque?
Anabelle estaba exhausta de que todo en ese mundo se tratara de ella, quería conocer la vida de las demás personas. ¡Y eso que no había pasado más que un día!
-Lo del helado, definitivamente no -contestó Ana, que había almorzado una tarta de guineo-, vamos al parque.
Y en el parque Christy estuvo adherida a su brazo, preguntando si le podía servir en algo, si tenía algún secreto que confesarle, si algún compañero le gustaba, si había soñado alguna cosa interesante... En lugar de una amiga, actuaba como una fanática y dicha actitud acabó por agobiar a Ana, que ya no aguantaba que todo el mundo la persiguiera como admiradores, pidiéndole sonrisas, abrazos y ofreciéndole favores.
En lugar de volver a la clase, cuando sonó el timbre eligió fugarse (de todos modos, en esta historia sus caprichos no serían un problema). Ana huyó despavorida por las calles de la ciudad, con el corazón a mil. No era tan divertido ser el centro del universo, pensaba, y que todo el mundo la tratara como si fuera perfecta. Deseaba encontrar un sitio apartado para poder estar sola y meditar lo que haría a continuación. Después de correr varias cuadras, decidió desviarse por un callejón que, en la vida real -su verdadera vida- nunca había explorado. Sintió una gran curiosidad por ver lo que se escondía ahí, pero cuando entró al callejón, que se abría como un estrecho pasadizo entre dos edificios altos, no encontró literalmente nada.
Era un espacio de su vida vacío, y cuando digo «vacío» seguramente no consigan imaginarlo, ya que nadie comprende la verdadera naturaleza del vacío.
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