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CAPÍTULO XI - El libro de los genios

Y aquel extraño país o mundo parecía más bien un cielo eterno, y había un montón de hombres y mujeres, niños y ancianos, todos unos genios, haciendo... literalmente nada.

-Míralos -dijo Carla, señalando a las colinas de nubes, en las que los mencionados individuos reposaban bajo el delicado sol-, se dedican a dormir la mayor parte de sus vidas. Cuando desaparecen es porque sus pupilos abren sus libros en la página correcta. Muchos de ellos son tan vagos que se esconden en la introducción, los anexos o las sinopsis de la contraportada, partes del libro que nadie suele leer.

Anabelle ahogó una sonrisa colocándose un dedo sobre los labios, después de todo era de las pocas personas que solía leer únicamente las sinopsis de la contraportada.

Los genios no cesaban de aparecer y desaparecer en aquel prado infinito y cada vez que lo hacían estallaban en nubes coloridas, comportamiento que recordaba mucho a los fuegos artificiales durante el día o a las palomitas de maíz.

-¿Y cómo vamos a encontrar a mi genio entre tantos genios? -resopló Ana, porque la misión se le figuraba tan imposible como encontrar una aguja en un mar de dientes de león.

-Pues buscándolo, naturalmente -contestó Lacey, resuelta, y emprendió el vuelo sin dirección alguna, seguida por las dos niñas.

El paisaje no cambiaba por más que avanzaban. Después de la sorpresa inicial, El Libro de los Genios resultaba bastante monótono.

-¿Pero cómo? -preguntó Anabelle.

-Todos los genios llevamos algo que nos identifica, fíjate bien -declaró Lacey-, encuentra la diferencia.

Y Anabelle vio cómo cada genio portaba sobre su regazo un objeto y, asombrosamente, ninguno se repetía. Entre ellos, había un genio que abrazaba una guitarra eléctrica morada y otro abrazaba una guitarra acústica; había uno que descansaba sobre un acordeón, al que tomaba por cojín; había otro aferrando un violín y otro que sostenía una tetera entre sus dedos. Al ver al genio de la tetera, Anabelle no pudo evitar murmurar para sí: «ese tiene que ser el genio original de la mayoría de historias».

-Todos somos originales -contestó Lacey, muy ofendida.

Había genios despiertos y genios dormidos, algunos somnolientos y otros más vivos; señores con cabellos de plata, como la luna, y niños con rizos de oro, como el sol; hombres regordetes, como capullos y damas finas y elegantes, como las flores. Los había pequeños y gigantes; David's y Goliat's; delgaduchos, cual mástiles, ataviados con sombreros anchos, cual paraguas; uno tocaba en el piano una dulce sonata, otro cantaba ante el xilófono un amargo soneto. Carla y Anabelle flotaron a bordo de una nube y recorrieron millas de distancia, escuchando miles de canciones, ronquidos y otros ruidos mágicos, hasta que oyeron un arpa y Anabelle gritó:

-¡Ese es!

Y allí estaba el bribón, sobre una nube alta, cantando como siempre. Cuando vio a las dos niñas y a la pequeña genio que se acercaban volando, pegó tal grito que su nube se tiñó de un gris tormentoso y lanzó resplandores de truenos.

-¡Ya deja de gritar! -exclamó Anabelle, cuando aterrizaron en la nube gris-, eres muy malo, ¡me abandonaste!

El genio esbozó una sonrisa temblorosa, repuesto de su terror inicial.

-¿En serio? -dijo-, yo no recuerdo haberme ido a ninguna parte.

Mientras el genio recogía su arpa, que había tirado al suelo del susto, a Anabelle se le ocurrió una idea brillante.

-Salgamos -pidió a Lacey y a Beldán, a la vez-, salgamos del Libro de los Genios, de vuelta a mi casa, en donde está el libro de Beldán.

Y así ocurrió. De un momento a otro, ya no estaban en el valle nuboso, sino de vuelta en la casa, pero en la casa de Carla.

-Creí que dije que saliéramos hacia mi casa -dijo Anabelle, profundamente decepcionada.

Beldán, sentándose en el sofá, con las piernas cruzadas, dijo:

-No se puede, está en las normas. «Un Saltador de Historias sólo saldrá de El Libro de los Genios por el mismo lugar por el que entró». Artículo 783.

-Eso no tiene ningún sentido -se quejó Ana.

-Claro que lo tiene -replicó Beldán-, ¿a ti te gustaría que cualquier loco esté entrando y saliendo por el libro de tu genio?

-No -respondió Ana, lanzando un suspiro-, pero de todas formas nunca estás conmigo, así que da igual.

-Ya estoy aquí -dijo Beldán, haciendo una reverencia sobre el sofá.

Entonces Carla, pegando saltitos de ansiedad, tomó a Anabelle por los hombros y la sacudió.

-Vamos, Anabelle, ¿recuerdas que te dije que era una suerte encontrarte, ya que nos podríamos ayudar mutuamente? ¡Ya casi lo tienes! Ahí está tu genio, sólo tienes que desear la pluma mágica, el hechizo para recordar toda tu vida y escribir tu propia historia. Mira, este es mi plan: cuando hayas terminado de escribir La Historia de Anabelle me invitarás a entrar y yo podré guardar mi libro dentro de tu libro, ¡a salvo por fin! ¡No más peligros de hurto! ¡No más escondites! Mi libro reposará en un anaquel de tu cuarto, sano y salvo, y yo podré visitar los libros que me dé la gana sin preocuparme de que alguien destruya mi historia principal.

Y Carla aplaudió de emoción, y Lacey voló alrededor de sus manos, dejando tras de sí una estela de brillitos, pero Anabelle no estaba satisfecha.

-¿Y dónde meteré yo mi libro cuando lo haya escrito? -cuestionó.

-Pues dentro del mío -respondió Carla, dando más aplausos.

-Imposible, Carla. No se puede meter un libro dentro de un libro que ya está dentro de ese primer libro. Habría que sacarlo, primero.

-Tienes razón, Ana, pero más absurdo, para mí, es que no se pueda hacer.

Anabelle recordó el episodio frente al local de comida rápida.

-Es como si metieras un vaso dentro de un envase -dijo Ana- y luego quisieras meter el envase dentro del vaso, sin sacar el vaso del envase.

-¡Ay! -chilló Carla-, no se vale que uses mis propios ejemplos en mi contra. Está bien, meteremos mi libro dentro del tuyo y ya veremos después qué hacer con el tuyo.

Anabelle se cruzó de brazos. Ella también quería que su libro estuviera a salvo.

-Esto no me convence -dijo.

-Vamos, Anabelle, confía en mí -suplicó Carla-, habla con Beldán.

Y Anabelle, reflexionando un rato, accedió. Solicitó su deseo al genio, que las había estado escuchando desde el sofá, con las piernas cruzadas en posición de monje meditabundo, bostezando de aburrimiento. El genio, sin objeciones (se había cansado de escapar de Ana, ya) le concedió los tres deseos del día: el libro en blanco, la pluma mágica y una pócima de la memoria. Carla aplaudió y la guio hasta el escritorio de su cuarto y con un ademán rápido tiró al piso todos los objetos que tenía sobre la mesa; arrastró una silla e invitó a Anabelle a sentarse.

-Vamos, que esto puede tomarte mucho tiempo, aunque tú no lo sentirás así.

Anabelle se sentó, indecisa. De pronto le pareció muy tedioso ponerse a escribir un libro entero sobre su vida, pero recordando su casa, a los abuelos, a Christy, el colegio y los días felices que pasó en Los Aledaños adquirió el valor necesario para destapar el frasquito con la pócima y probar un sorbo. Apenas la primera gota de poción descendió por su garganta, Anabelle fue capaz de recordar la época más antigua de su infancia. Como los disparos de una cámara, las escenas pasaron delante de sus ojos y vio a mamá levantándola en sus brazos, a papá peinando sus cabellos, se vio a sí misma jugando con Leticia y persiguiendo a Carlos por el patio. Anabelle, entonces, mojó la pluma en el tintero y descubrió, con alivio, que escribir el libro no costaba ningún esfuerzo. Su mano se deslizaba sobre el papel como si estuviera acariciando un estanque de agua y creando ondas con su dedo. Así que escribió y escribió y, detrás de ella, Carla y Lacey se movían de un lado a otro a velocidades impresionantes, pues estaban pasando horas que Anabelle no percibía mientras escribiera. Y cuando llegó a la parte más reciente de su vida, anotó lo siguiente:

«¿Habrá sido el aburrimiento? ¿Acaso un mal sueño? ¿Una mágica alucinación? Anabelle nunca supo qué ocasionó que escuchara ese murmullo molesto. Parecía provenir directamente desde la pila de libros de Historia que estaba sobre el pupitre. Un murmullo que se acrecentaba más y más. Sonidos de tanques, sonidos de espadas chocando, sonidos de escudos de madera rompiéndose, potentes cañones siendo detonados, un griterío salvaje de hombres en idiomas desconocidos, motores de aviones, como rayos que pasaban velozmente sobre su cabeza; bombas estallando, disparos, flechas, lanzas, piedras, fuego, ametralladoras, granadas... ¡Cielos! Era una fiesta de ruidos la que obligó a Ana a cubrirse las orejas para no escuchar.»

Entonces hizo una pausa. El tiempo volvió a transcurrir de manera normal. Anabelle descubrió, a través de la ventana, que el sol ya estaba poniéndose. Carla dormía sobre la cama.

-Lo que escribas no hará efecto en mí -dijo el genio Beldán, cruzado de brazos desde la puerta de la habitación. Se veía tan alto y serio ahora-, sé que estás pensando en qué pasaría si me describieras de una forma distinta. No podrás, simplemente. Puedes cambiar todo lo demás, pero yo soy un sujeto mágico y no puedes controlarme ni crear a otros con el mismo poder que yo.

-De todos modos -contestó Ana-, no pensaba cambiar nada. Volveré a mi vida tal y como era.

Cuando Anabelle terminó de escribir el libro ya era de noche. Devolvió la pluma al tintero. Se estiró en la silla, fatigada y vio su faena terminada. No se atrevió a volver las páginas hasta el principio. No quería saltar hacia la edad en la que era casi una bebé. Tampoco podía avanzar hacia el futuro. Había dejado de escribir justo en el momento previo al deseo de «vivir en los zapatos de su hermana», porque sin duda esa fue la peor equivocación que cometió jamás. En lugar de eso, escribió que estaba tan extenuada, que cuando el genio apareció, simplemente le pidió que la dejara dormir tranquila. Por lo que la última frase del libro decía, literalmente, «Anabelle durmió toda la noche».

Sonrió complacida y se tronó los dedos. Se encaramó en la silla y saltó hacia el escritorio, apuntando hacia el libro para no fallar. Repito que no intenten esto en casa si no son Saltadores de Historias, porque podrían lastimarse.

Anabelle se sumergió en la última página y pronto cayó de vuelta en su habitación, sobre la cama, rebotando y perdiendo el equilibrio. Cayó al piso envuelta en la sábana gritando «¡auch!» y vio, debajo de la cama de Leticia, con sorpresa, que no había ni un solo paquete de galletas, sino más bien la caja de sus zapatos. Esos condenados zapatos. Y después ocurrió una de las cosas más extraordinarias, y ya sé que a lo largo de esta historia le han pasado muchas cosas extraordinarias a la pobre Anabelle, pero esto era un nivel superior. Fíjense cómo comenzó esta anécdota tan peculiar:

La puerta de la habitación se abrió y Leticia entró. Cuando la pálida niña vio a Anabelle, como un bulto de sábanas que emergía del suelo, profirió un grito de espanto:

-¿¡Cómo!? -gritó, tapándose la boca con ambas manos-, ¡te acabo de ver en el jardín hace unos segundos!

-Siempre he estado aquí -contestó Anabelle, rascándose la cabeza-, no es posible que...

Y se interrumpió, porque vio el reloj despertador de Leticia, que marcaba la hora: 8:00 de la mañana. Y recordó la última frase que había escrito «Anabelle durmió toda la noche». Y recordó también que cuando dormía toda la noche, solía despertarse a eso de las 6:00 de la mañana. Y comprendió que era ya algo tarde para seguir en la cama. Entonces, una corazonada se enterró en su pecho, debilitando la fuerza de sus piernas.

-No me digas... -empezó a decir, y se asomó a la ventana que daba al jardín.

Cuando vio lo que allí vio, casi se desploma para atrás de la estupefacción. ¡En el jardín había una copia exacta de ella misma que no era Leticia!

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