CAPÍTULO X - Caída tras caída
De esta manera, Carla y Anabelle pasaron más ratos juntas. En la tarde engullieron un festín preparado por la madre de Carla. Un enorme pollo guisado, roscas de huevo, jugos de melocotón, panecillos con mermelada de frambuesa. A la mesa también se unieron Patrick, el gemelo de Carla, y su padre, un señor canoso, pero fuerte y jovial. Relataba interesantes hazañas de la milicia, que dejaron a Anabelle boquiabierta. La pequeña recordaba, con algo de nostalgia, la última cena similar que tuvo con sus padres. Entonces era Navidad y los abuelos estaban presentes y las risas estallaban por todas partes de la sala. Patrick, a diferencia de Leticia, era un niño saludable y divertido. Bromeaban todos sobre cualquier cosa y las conversaciones se desarrollaban de manera muy amena. Lo único extraño de aquella reunión familiar, era ver a Lacey bailando alrededor de los platos, sobre las servilletas, sin que nadie más que Carla y Anabelle fuesen testigos de su presencia. Como le explicó Carla, más tarde, los genios sólo podían ser vistos por los Saltadores de Historias.
Anabelle dejó reposar su soñadora faz sobre sus manos, disfrutando de la compañía de esas personas. Aquella sí era una familia perfecta. Una vida perfecta. Ojalá esa fuera su familia verdadera. Ya no le apetecía tanto volver a su casa.
Al cabo de unas horas, Carla dijo a Anabelle:
-Vayamos a visitar más historias -y eligiendo bien un libro que tenía marcado, le dio un empujón a Anabelle, que cayó otra vez, convertida en miniatura, a través de la hoja.
Las letras se transformaron en objetos reales. Los sustantivos sufrieron la metamorfosis de caracteres a personas, animales o cosas; los adjetivos les dieron colores únicos, olores y tamaños; los adverbios de tiempo hicieron girar el reloj; las preposiciones determinaron el género de aquellos nuevos seres que comenzaban la vida.
Las dos niñas visitaron, entre otros personajes memorables, a las sirenas del mar, a los dinosaurios del cretácico, a los vikingos del norte, a los alienígenas y sus civilizaciones de tipo 3, a los fantasmas del cementerio, y fueron testigos de sus andanzas. Carla era insaciable, saltaba de historia en historia, guardando el libro en el que había escrito su vida en los rincones más escondidos de los cuentos. Y volvía a buscarlo cuando «daba la vuelta» a un relato. «Dar la vuelta» a un relato era, según Carla, seguir los pasos del protagonista, hallar el final en donde se condensaba el mayor punto de energía mágica, salir de la historia por un túnel entre realidades y retornar al punto de partida, a la primera página. A la primera frase. En una de esas «vueltas» a Anabelle se le ocurrió preguntar:
-¿Todas las historias que visitamos están dentro de un libro?
Y esta vez no fue Carla la que respondió, sino Lacey, que iba a bordo del bolsillo de la camisa de Carla. En ese momento las tres chicas descansaban, sentadas, en lo alto de una hermosa duna, en medio de un desierto de colores. El cielo, de un azul muy oscuro, estaba cuajado de estrellas, y la Vía Láctea se vislumbraba a través del firmamento. Lacey señaló con su diminuta mano las estrellas.
-¿Ves aquello? Todo el universo está compuesto de historias, cientos de millones de historias que se extienden hasta el infinito. Podrías leer una y saltar a otra indefinidamente. Todas se conectan entre sí, aunque es cierto que los puentes que las comectan a menudo son tan delgados que es imposible notarlos. La entrada a una historia podría estar en cualquier parte. Los libros, Anabelle, no son más que una entre tantas, pues también podrías entrar a ellas mediante, por ejemplo, una canica tirada en el suelo, un reloj de pared descompuesto o incluso a través de una pestaña que cae de un ojo. Sé que suena absurdo. Créeme que nadie podría comprender en su totalidad tal lío, ¡ni siquiera yo!
-Pero tiene que haber una historia principal que comenzó todo, ¿no es así? Todas las demás serían ramificaciones dentro de ella -replicó Ana.
-Naturalmente -comentó Carla, a la que la idea le parecía de lo más factible-. ¡Así que aquel que logre llegar a esa historia principal y controlar su magia podría cambiar el curso de todo el universo!
Lacey soltó una risa escandalosa.
-¡Imagínate querer encontrar dicha historia! -exclamó-, ¡tardarías una eternidad! Incluso podría ser que no exista tal historia principal, sino que todas las demás sean al mismo tiempo la historia principal, o central, como prefieras llamarlas, pero dependiendo del punto en el que te encuentres, mirarás a las demás con mayor o menor importancia. Es como el universo observable: siempre estamos en el centro del universo observable, no importa desde qué galaxia lo observemos.
-¿Y quién escribió estas historias? -preguntó Anabelle, que aún no recibía una respuesta convincente.
-Oh, cualquiera -dijo Lacey.
-¿Cualquiera? -replicaron las dos niñas, al unísono.
-Así es. Cualquiera. Carla, tú lo entiendes mejor. Hasta ustedes pueden escribir historias. Esta es la particularidad de nuestro universo, que a cada segundo se crean miles de historias que, una vez escritas, no se borrarán jamás. Quizás las olviden y nunca sean leídas, pero allí prevalecen, en algún rincón de la existencia. Todos pueden crearlas y las criaturas que nazcan de dichas historias, probablemente nunca sabrán quiénes fueron sus creadores.
-¿Ni siquiera yo podría saber quién me escribió? -inquirió Anabelle.
-Quizás si subieras un poco más -explicó Lacey-, más arriba, por decir algo. Tendrías que escapar de tu libro para conocer a tu autor. Y sé que eso puede conseguirse, pero yo no poseo la magia necesaria. Con nosotros, los genios vulgares, sólo puedes entrar a historias que están dentro de tu historia y subir los peldaños hasta tu historia original. Sin embargo, no podríamos llevarte más arriba de eso, porque habrás llegado al tope.
Anabelle tragó saliva. Había obtenido una revelación y observó a Carla, para saber si ella comprendía la magnitud del problema. Ella miraba las estrellas, echada sobre la arena, y Anabelle supo que ignoraba por completo, incluso ahora, su condición de anexada. ¡Oh, Carla! ¿En realidad no le importaba ser una subcategoría de Anabelle? Si la genio Lacey decía que los Saltadores de Historias solo podían saltar a historias dentro de su historia, es decir, historias inferiores, ¿significaba que Carla...? ¡Oh, Carla! Como si fuera una oración subordinada dependiente de la oración principal: Anabelle plantó la semilla de la que Carla surgió.
¿Y la semilla que hizo surgir a Anabelle? ¿Quién la plantó entonces?
-Me gustaría conocer a la persona que escribió mi historia para decirle un par de cosas... ¿Cómo se le ocurre ponerme en tantos aprietos? ¿Que tenía en la cabeza? -dijo Anabelle.
-Y es gracioso que haya sido él quien escribió las quejas que acabas de pronunciar -señaló Lacey-, así como la respuesta que estoy dándote, y la respuesta a mi respuesta, sucesivamente, sólo que nosotros no podríamos notarlo. Nadie lo nota. Ahí está la magia. Y también podrías preguntarte quién estará leyéndote. ¡Uhhh! Son «los de arriba». Es posible que en este momento alguien, o muchas personas, estén observándote a través de las líneas que tu escritor trazó.
-Ahora me siento vigilada -masculló Ana, rascándose el cuello, recordando las tonterías que solía hacer cuando chapoteaba en la bañera a solas.
-Todos lo estamos -contestó Lacey, riéndose con ternura-. Incluso aquel que te escribió. A él también lo escribió alguien más. Y los demás de arriba, los que te estén leyendo, también los escribió alguien de mucho más arriba. Puede ser que en este momento detengan su lectura y miren a todas partes con nerviosismo, preguntándose «¿alguien estará leyendo justo ahora un libro del que soy yo un personaje? Si soy capaz de inventar una historia, ¿quién me asegura que no soy yo también la invención de otro escritor?». ¡Y no podrían notarlo!
Lacey se rio mucho con la idea.
-No podrían -repitió Ana-. Solo lo imaginarían.
-Así es.
-Y los que me están leyendo, ¿podrían conocer el final de mi historia antes que yo?
-Oh, desde luego. Sólo les bastaría saltarse todas las páginas y leer el último capítulo. Allí se darían cuenta de a dónde has llegado, aunque se perderían detalles de en medio.
De pronto Lacey y Anabelle escucharon un ruido extraño. Fue cuando se percataron de que Carla se había dormido sobre la arena y roncaba suavemente, bajo la luz de las estrellas.
La dejaron tomar la siesta y después de un rato regresaron al Libro de la Vida de Carla. Tocaron la puerta y Anabelle se sorprendió de ver cómo la madre de Carla las recibía, nuevamente, con el mismo diálogo de la vez anterior.
-Oh, pero si es la reina de la casa -y a continuación, procedió a abrazar a su hija, llenarla de besos y de nuevo notó a Anabelle, diciendo: -¿Y qué veo aquí? Trajiste una nueva amiga.
Carla, esta vez, se dejó de rodeos y dijo, rápidamente «ella es Anabelle, mamá y, por favor no, que ya comimos». Anabelle creyó que la señora se enfadaría cuando Carla cruzó la puerta presurosa, para ir a lanzarse sobre el sofá; sin embargo, la mamá de Carla se limitó a lanzar besos con sus palmas y decir:
-Mi casa es tu casa, Anabelle. ¡Oh, qué lindas son las amigas de mi hija!
Anabelle forzó una sonrisa y apartó la mirada rápidamente. Ahora la escena le resultaba un poco rara. Se situó en el sofá, al lado de Carla.
-¿Nunca te regañan? -preguntó, inocentemente.
-¡Claro que no! No hay necesidad. Son los padres perfectos. No regañan, no humillan, no se meten en mis asuntos -contestó Carla, con un tono de desinterés-. Mira, Anabelle, para mí la vida es más fácil ahora. No me debo preocupar por casi nada, pues todo tiene remedio para mí. ¿El manicomio en el que me encerraron? Pude escapar fácilmente en varias ocasiones, pero no lo hice porque quería experimentar nuevas sensaciones. Deambulé en La Tierra de Nadie durante semanas y aprendí muchas cosas. Eso es lo divertido. Con el libro que escribí sobre mi propia vida tengo un punto de anclaje en el tiempo. Puedo volver al mismo día una y otra vez y el tiempo no transcurrirá, ¿comprendes?
-Sí. No transcurrirá -repitió Ana, consternada.
-Sólo avanzará cuando yo quiera -reiteró Carla-, y tú, Anabelle, podrías disfrutar del mismo poder. ¿No te gustaría viajar por todas partes sin que nadie note tu ausencia? ¿No te gustaría equivocarte todas las veces que sea necesario sin sufrir las consecuencias? ¿No te apetecería hacer cualquier travesura sin repercusiones?
Los ojos de Anabelle se iluminaron. Se abría un millón de posibilidades. No más escuelas. No más tareas extenuantes. No más clases con la maestra Matilde. No más regaños de mamá. No más castigos por pelear con Leticia.
-Necesito encontrar al genio y pedir el mismo deseo que tú le pediste al tuyo. ¿Pero cómo lo encuentro?
Y Lacey, que siempre andaba saliendo de los escondrijos más inesperados, asomó su cabecita desde el interior de un vaso.
-¡Yo puedo ayudar! -dijo.
Saltó hacia la mesa y aplaudió con sus dos manitas. Una nube de polvos coloridos estalló a su alrededor y, cuando se disipó, el libro negro con inscripciones moradas yacías ante sus pies. Con sus brazos, levantó la tapa y fue pasando las hojas.
-En el libro de los genios, todos los genios habitan. Entren conmigo y encontrarán a cualquier genio que busquen -dijo Lacey-, ¡Vengan, queridas! ¡Vengan aquí!
Y diciendo «¡yupiii!» se dejó caer como una clavadista al interior de las páginas. Anabelle y Carla, tomadas de la mano, siguieron su ejemplo.
Fue como penetrar en un planeta gaseoso de color rosa pálido. Dieron vueltas por los aires, en ese paraje blanquecino, siguiendo el risueño canto de Lacey. Cayeron sobre una colina hecha en su totalidad por nubes de colores pasteles, suave como una almohada. Allí todo eran nubes, las montañas, las praderas, la hierba, los árboles, las casas. Absolutamente todo, pintado con la misma paleta nívea, poseía la consistencia del algodón.
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