CAPÍTULO V - La caída de Ana
Cuando papá se acercó al mueble de la televisión, Anabelle tuvo que ocultarse detrás de las revistas. Papá estiró el brazo para coger su abrigo, que había dejado tirado allí, y mientras se lo ponía, dijo:
-Bueno, averigüémoslo, vayamos a la casa de los abuelos. Carlos, quédate con Leticia. Tu madre y yo buscaremos a Ana.
La tensión aumentaba. Ana sabía que su familia comenzaría a preocuparse. Oh, cuánto quiso decirles que estaba ahí delante de ellos, escuchándolos..., pero no se atrevió a que la vieran así tan pequeñita, del tamaño de un pulgar, ¡el susto que se pegarían!, y sabiendo cómo era su padre, tan miedoso de los insectos, quizás la confundía con uno y le soltaba un manotazo mortal a la pobre Ana, acabando con su vida. Oh, por Dios, en qué aprietos la había metido ese tonto genio.
-Yo tengo la culpa de que Ana se enojara -dijo Leticia, y Ana en su cabecita pensó: «sí, es toda tu culpa».
Y va la madre de inmediato a consolar a la niña:
-No, mi cielo, no es tu culpa, sino mía.
«Ja», pensó Ana, «cuando se entere de que Leticia está guardando dulces debajo de la cama ya verá si la trata con tanto cariño».
Y Carlos, nervioso porque sabía que Ana era muy imprudente, tratando de ocultar sus nervios dijo:
-Entonces es culpa de las dos.
-De ningún modo -dijo papá-. Yo también soy culpable por estar más pendiente de mi trabajo que de mis hijas.
Y de pronto todos estaban ahí echándose la culpa unos a otros. «Yo tengo la culpa», «no, yo soy el culpable, «no, toda la culpa es mía». «Cielos, pensó Ana, si esto fuera un juicio ningún abogado querría trabajar con ellos».
Y de pronto papá volvió a pasar su mano sobre el mueble de la televisión buscando algo, justo encima de los libros. Ana sintió que esa manota la aplastaría y con espanto corrió a ocultarse dentro del bolso de mamá.
-No encuentro mi billetera -dijo papá-, creo que la dejé por aquí.
-La dejaste sobre la mesita -dijo Carlos.
-Oh, cierto -contestó él, y fue a buscarla.
Y Ana, metida en el bolso de mamá, respiró aliviada. Pero el alivio le duró poco porque su madre agarró el bolso y se lo colgó al hombro, generando sacudidas en su interior que hicieron estremecer a la pobre Ana y le dieron ganas de vomitar. Ahora sí que se arrepentía de comerse ese pedacito de magdalena.
Los terremotos del bolso duraron varios minutos. Estaba muy oscuro y no había casi aire. Anabelle estaba a punto de asfixiarse, pero con mucho esfuerzo logró jalar el cierre del bolso y sacar su cabecita para mirar afuera. Estaban ahora dentro del coche de papá, a punto de arrancar. Mamá, a su lado y con el bolso sobre los muslos, decía nerviosa:
-Mike, creo que Ana piensa que yo la quiero menos que a Leticia -y se tapaba la cara con ganas de llorar.
Papá intentaba tranquilizarla:
-Es una niña, tan sólo está confundida, pero cuando la encontremos podremos hablarle. No te preocupes.
-Pero Mike, ¿y si no está donde sus abuelos? ¿Y si se escapó a la casa de alguna de sus amigas? ¿Y si se fue donde Christy?
-La buscaremos en todos lados si no está donde los abuelos -dijo papá-, pero no te preocupes, seguro que está con ellos atiborrándose de galletas.
Oh, papá, si supiera que ya no quería comer más dulces por el resto del día...
La casa de los abuelos era muy similar a la de sus padres, a excepción de la segunda planta (la de los abuelos sólo tenía una) y que, además, las ventanas estaban adornadas magníficamente con hierros ornamentales que representaban orquídeas y hojas. Los abuelos yacían en la entrada. El abuelo podaba uno de los setos del jardín cuando el coche de Mike franqueó el portón de los vehículos. El abuelo colocó su mano a modo de gorra, porque el sol ya había ascendido y le nublaba la vista. La abuela se asomó a la puerta y los vio bajarse del auto. De inmediato, se apresuró a recibirlos.
-¡Hola, hijo! ¿Cómo estás? ¿Y eso que vienen hoy tan temprano? -dijo la abuela.
-Estamos buscando a Ana, al parecer escapó de casa y nos preguntamos si no estaría con ustedes -contestó Mike.
El abuelo se acercó con la tijera podadora.
-¿Ana? -dijo-, oh, no, la niña no ha venido aquí esta mañana. Cariño, ¿viste a la niña aquí esta mañana?
-No, Gonzalo, no ha venido -contestó la abuela.
-¡Ay, Mike! -suspiró mamá, preocupada.
Estuvieron un rato conversando con los abuelos sobre Ana, que seguía metida en el bolso. Ella también escuchaba con atención todo lo que decían, pero pronto tuvo que abandonar su guarida cuando vio que la enorme mano de mamá se dirigía hacia ella buscando, seguramente, el pañuelo sobre el que ella estaba agazapada en la oscuridad.
«Hora de hacer desmayar a papá», pensó Ana y pegó un salto al exterior del bolso, deslizándose por la negra pared de cuero y cayendo en el pantalón de mamá. Trató de sostenerse del bolsillo de los vaqueros, pero había caído tan rápido que sus dedos no resistieron y se precipitó hacia el suelo. El abuelo, cuya vista no era del todo buena, vio una especie de sombra que se deslizaba por el pantalón de la mamá de Ana y dijo:
-Sara, creo que tienes un bicho en la ropa.
-¿¡Un bicho!? -gritó Mike-, ¡un bicho!, ¿¡dónde!?
***
-No te preocupes... Ya se fue -escuchó Ana, como si el abuelo hablara en cámara lenta, de modo que en realidad lo que escuchó fue algo como: «Noo... Tee... Preeoocuupees... Yaa... See... Fuuee...».
Escuchó dicha oración mientras caía desde el bolsillo de mamá, hacia el suelo, tan lentamente, que parecía que nunca llegaría al final (y de hecho esperaba nunca llegar por temor al dolor del impacto), como si de pronto el mundo entero se hubiera ralentizado. Anabelle tuvo la impresión de que se iba para siempre, de que entraba por un túnel sin retorno, de que se sumergía en un resbaloso tobogán a través del tiempo y del espacio, como eso de los puentes Einstein-Rosen que alguna vez habían mencionado en la clase de Ciencias Naturales.
Y de pronto, la imagen de su gigantesca mamá se transformó, de manera tan sutil que Ana apenas pudo percatarse a pesar de que no dejó de mirarla en todo el trayecto, y ya no se trataba de un monumental cuerpo visto desde abajo sino de una silueta hecha en su totalidad de nubes. La voz del abuelo se convirtió en el canto de un grupo de aves y la figura de todos desapareció, coloreándose de un celeste profundo. Y así, con esa rápida transición, Anabelle tocó el suelo y ya no estaba mirando a su madre desde abajo, sino a un cielo lleno de nubes, enormes nubes.
Aturdida, no pudo reconocer el paisaje que ahora la rodeaba. El sol se ponía en un horizonte adornado con altas montañas nevadas, había un extenso bosque de pinos a lo lejos y la mayor parte del terreno era un valle con ligeras ondulaciones. La hierba verde se mecía a son del viento. Anabelle había caído en mitad de un camino largo, que atravesaba todo el valle, y a pocos metros, una carreta traqueteaba en su dirección, tirada por dos caballos marrones. También la sorprendió haber regresado a su estatura normal y que las zapatillas de plástico ahora volvían a ser zapatillas reales.
Cuando la carreta estuvo justo delante de ella, alguien en el carro tiró de las riendas de los caballos y gritó «¡Shooo!, ¡shooo!». El conductor de la carreta se apeó y Anabelle pudo ver que se trataba de un señor de unos cincuenta años, alto, con un sombrero de ala ancha, la cara arrugada y una barba mal afeitada. Vestía un abrigo negro, pantalones grises de cuero y unas botas de vaquero. Extendió su mano para ayudarla a ponerse de pie y le preguntó, con una ruda voz:
-¿Qué haces tirada en medio del camino? ¿Acaso quieres que los caballos te pasen por encima? ¿Eso quieres, chiquilla?
-¿Qué es este lugar? -preguntó Ana, que ya no comprendía nada.
-¿Eres extranjera? Cabría de esperarse, por tus pintas tan extravagantes. Esta es la Tierra de Nadie, hogar del Río Grande, y yo voy al pueblo. Si quieres te puedo llevar, pareces muy confundida y allá te pueden ayudar.
-Gracias, pero no sé, usted es un extraño para mí...
-Y tú también lo eres para mí -se apresuró a contestar el señor-, es cuestión de confianza. Ambos estamos en la misma posición.
-Pero usted tiene una carreta -dijo Ana.
-Y tú tienes una ropa muy rara -contestó el hombre, astutamente-, estamos igual.
-No tiene sentido -dijo Ana.
-Nada en la vida tiene sentido, pequeña, pero aquí estamos. Bien, ¿quieres mi ayuda o prefieres quedarte aquí para que te coman los lobos cuando llegue la noche?
Así que Ana no tuvo más remedio que aceptar, contrariada, porque no tenía más nada que hacer. Se sentó en la carreta, al lado del señor de sombrero, que jaló las riendas, obligando a los caballos a proseguir la marcha.
El paisaje era agradable. A los lados del camino crecían flores violetas y la hierba se mecía con el viento. El señor silbaba feliz. En cierto punto del trayecto, empezó a contarle a Ana detalles de su profesión.
-Soy un mercader -decía orgulloso-, vengo a la ciudad a entregar unos pedidos, unos quintales de trigo de buena calidad, para hacer pasteles, pan y toda clase de delicias, ¿te gustan los pasteles? ¡Oh, qué cara acabas de poner! En fin, sin el trabajo de gente como nosotros las aldeas no podrían sobrevivir...
Sin embargo, a Ana poco le interesaban estas historias. Ella lo único que quería saber era cómo regresar a su casa o como encontrar a Beldán, de modo que le preguntó al mercader si de casualidad había visto a un hombre de saco y corbata púrpura, piel gris, sonrisa coqueta y ojos azules, que llevaba un arpa o un libro negro y que a veces se movía como si bailara.
-Es un hombre que aparenta ser muy feliz y buena gente -sentenció Ana.
Y el mercader negó con la cabeza y repitió que en el pueblo la ayudarían.
-Como te decía -prosiguió, sin tomarle importancia a la descripción que Ana había hecho del genio-, vendo quintales de trigo, y también de pienso para cerdos, así como maíz, oh, y cañas de azúcar también, cañas de la mejor calidad, que crecen en la tan lejana desembocadura de Río Grande. Pocos se aventuran hasta allá, pero yo con mis hombres hemos ido innumerables ocasiones. ¿Conoces el miedo en la Tierra de Nadie?
-El miedo, ¿me está preguntando qué significa el miedo? -preguntó Ana, desconcertada.
-Todos saben lo que significa el miedo en general, yo hablo del miedo de la Tierra de Nadie -dijo el mercader.
-No, no lo conozco -dijo Ana-, ¿cuál es?
-El miedo al Río Grande, naturalmente, debiste haberlo supuesto apenas mencioné el condenado río. Es un río maldito y... -entonces el señor bajó la voz, a un susurro, contemplando la crin de sus caballos-, te confieso algo.
-¿Sí?
-Tú me recuerdas a una hija que tuve, una niña pequeña como tú.
-¿Y qué le pasó?
-Se ahogó en el Río Grande. O mejor dicho, algo la ahogó.
Llevaban casi media hora de viaje y a lo lejos se vislumbró, brumosa, una aldea que recordaba mucho a esas aldeas que salían en las películas de vaqueros.
-Mira, ya estamos cerca, cuando lleguemos te llevaré a la comisaría -sentenció el mercader.
Anabelle se sobresaltó.
-¡Yo no cometí ningún delito! -exclamó.
El mercader se rio.
-Nada de eso, pero ellos te ayudarán a volver a tu casa.
Entonces los ojos de Ana se iluminaron. Sí, eso estaba mejor.
-Oiga, señor -preguntó Anabelle, antes de llegar a la aldea-, ¿a qué se refiere con que algo ahogó a su hija?
El mercader adquirió un semblante sombrío.
-Nada, nada. No debí decirte. Es solo que, en ese río hay algo muy extraño. Pero no le des importancia, probablemente nunca tengas que ir allá.
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