CAPÍTULO III: El genio vuelve
Dos horas más tarde, el autobús colegial se estacionó en la entrada de la casa, haciendo crujir las piedritas debajo de sus neumáticos. La puerta se deslizó y una niña pelirroja salió del vehículo.
-Adiós Martin, adiós Eva, adiós a ti también Pablo -dijo la niña, agitando la mano derecha. Con la izquierda sostenía una mochila púrpura, similar a la mochila rosada que llevaba puesta a sus espaldas.
Un coro de voces infantiles respondieron desde el interior del autobús:
-¡Adiós Leticia!
El autobús dio marcha atrás y continuó su ruta por la carretera. Leticia no paró de saludar hasta que el vehículo desapareció de su vista, en un recodo de la calle. Después se dio la vuelta y corrió hacia su madre, que la esperaba en el portal de la casa con las manos juntas sobre el pecho.
-¡Te he dicho que no corras bruscamente! -fue lo primero que dijo su madre cuando la niña brincó sobre ella en un fuerte abrazo.
-Sólo han sido un par de metros, ma -contestó Leticia, esforzándose por sonreír, pero sin poder ocultar la agitación en su voz, pues a pesar de que la carrera hubiese sido corta bastaba para que su cara se coloreara de rojo, al encendérsele las pecas de las mejillas.
-Bien, ¿quieres agua? No corras de esa forma otra vez -siguió diciendo su mamá, mientras ayudaba a que Leticia se quitara el abrigo escolar.
-Sí, ma, es que estaba tan feliz de verte -contestó Leticia.
-Aww, cariño, ¡pero si me ves todos los días!
Cuando entró en la sala, lo primero que vio Leticia fue una copia casi exacta de sí misma desplomada sobre el sofá, con un diccionario abierto sobre la cara. Anabelle dormía con la boca abierta. Fue entonces que recordó la mochila que colgaba de su mano izquierda.
-¡Ma! -exclamó, cuando su mamá regresó con el vaso de agua. Leticia dio un sorbo y continuó-, ¿sabes lo que hizo Anabelle hoy?
Y como si ese nombre accionara un interruptor en el cerebro de Anabelle, la aludida abrió los ojos y se sacó el diccionario de encima con un violento ademán.
Leticia dio otro sorbito a su vaso de agua.
-Pues resulta que Anabelle -sorbito-, sí, la necia de Anabelle -sorbito-, se fugó de clases...
Anabelle ensanchó los ojos y se levantó del sofá.
-Su maestra vino a verme a la salida -continuó diciendo Leticia, entre sorbo y sorbo, como una periodista que da las noticias de manera desinteresada-, me entregó su mochila y me dijo que Ana se fugó. Pidió permiso para ir al baño y nunca volvió. Allí está su mochila. ¿No te parece un acto reprobable, mamá?
Su madre ya estaba encima de Ana gritando:
-¡ANAAAAA! ¿Se puede saber QUÉ significa ESTO?
-¡MAMÁÁÁÁ! -gritó Ana a su vez, mirando con rabia a Leticia.
-¡ANA! -repitió su madre-, ¡no me respondas!
-¡LETICIAAA! -gritó Ana-, ¡qué chismosa! Me sentí mal y volví a casa -trató de explicar, sin dejar de fulminar a su hermana con la mirada.
-Sí, sólo que se te olvidó contarme la parte en la que salías del salón sin avisarle a tu profesora y te escapabas -contestó su madre, furiosa-; además, no es cierto que te sientes mal. Te ves perfectamente saludable, ahora que lo pienso.
-¡AYYYY! -gritó Anabelle, sin poder controlarse ya, y con los brazos como zombi se lanzó sobre Leticia, enfurecida, jalándole de los cabellos y dispuesta a sacarle los ojos.
Leticia gritó:
-¡Maaa, sácamela de encima!
Y de inmediato empezó a sollozar. Su madre las apartó, tirando del abrigo de Anabelle. Tomó a la niña por los hombros y la empujó sobre el sofá, intentando mantener la compostura. La miró furiosa y la retó.
-¿Ves lo que has hecho? -gritó enojada.
Ahora Leticia lloraba desconsoladamente, mirando su cabello desgreñado como una reina a la que le han roto la corona.
-¡La has hecho llorar! -dijo su madre.
-Mamá, ella empezó -se defendió Ana, sentada en el sofá con la actitud de una leona salvaje.
De pronto el llanto de Leticia se mezcló con una tos seca y el semblante furibundo de su madre palideció. Al instante toda su ira se esfumó. Se arrodilló delante de Leticia y le agarró las manos con suavidad.
-Ven, siéntate, aquí -le dijo, conduciéndola al sofá-, ¿quieres un poco más de agua? Oh, diablos, el vaso se rompió. ¡Ana! ¡Busca la escoba!
Anabelle se levantó del sofá, sin sorpresa alguna. Cogió la escoba y barrió los pedazos de vidrio del suelo. Mamá rebuscaba en la mochila de Leticia con las manos temblorosas.
-Cariño, ¿en qué bolsillo metiste el inhalador? -preguntó, y Anabelle vio que algunos trozos de vidrio estaban desperdigados muy cerca de las rodillas de mamá, así que pasó la escoba cerca de ahí, frotando las cerdas contra el pantalón de su madre. El corazón le latía descontroladamente. Odiaba que la regañaran, y tal vez, solo tal vez, cuando retroalimentaba su ira se sentía más fuerte que los demás, más alta, más grande. Pero mamá no notó la escoba, tan concentrada estaba en encontrar el bendito inhalador. Así que Ana alejó los trozos de vidrio, con cuidado, y se apartó para buscar el recogedor.
-En el de atrás, ma -contestó Leticia, que parecía que iba a desmayarse de lo nívea que estaba.
-¡Anabelle! ¡Busca otro vaso de agua! -dijo su madre.
Anabelle dejó caer el recogedor al piso, indiferente, y se dirigió a la cocina.
-¡De plástico, Anabelle! -gritó mamá.
«Anabelle busca aquello, busca esto otro...». Llenó el vaso de agua y de regreso pensó en lanzárselo encima a su hermana. La idea hizo que el pequeño diablito de su hombro se riera burlón. El angelito del otro hombro la hizo entrar en razón. "No, no... no es momento de enfurecer más a mamá", pensó Ana, y ofreció el vaso a Leticia, que seguía llorando sin cesar.
¡Cómo lloraba esa niña! Parecía que iba a vaciarse por los ojos. Tosió, tosió cada vez más fuerte y se puso colorada. Mamá le ponía y le quitaba el inhalador para que tomara aire. Sus manos temblaban. Incluso Ana se preocupó y se sintió culpable por zarandearla.
-Ma, me siento mareada.
-Mi vida, tranquila, toma agua, ahorita te prepararé algo para que comas.
Sollozando, Leticia sorbió el vaso de agua.
"Wow", pensó Anabelle, depositando los pedazos de vidrio sobre el recogedor, "¿de qué le sirve beber agua si la vuelve a derramar por los ojos?". Poco a poco Leticia se fue calmando y mamá también. Incluso Ana se fue calmando. Cuando Leticia la miró, con ojos cristalizados, y dijo: "No quería molestarte" a Ana se le encogió el corazón.
-Pero no pensé que mamá se molestaría tanto por lo que habías hecho, pensé... -susurró con voz ahogada- ...que te hablaría con más suavidad.
Su madre parpadeó con rapidez. Anabelle sabía que parpadeaba así cuando se sentía incómoda.
-Vamos, Leticia -farfulló-, está bien, no hiciste nada malo. Pero tienes que entender que fugarse está mal. Anabelle ya me ha hecho travesuras similares y es hora de que entienda que debe comportarse como una muchachita disciplinada.
Ana seguía un poco molesta, pero ahora comprendía que había exagerado lastimando a Leticia. Qué barbaridad, ¿qué le pasaba aquel día? ¿Realmente se estaba volviendo loca? Sus ojos se humedecieron.
Después de que Leticia se recuperara del acceso de tos, mamá sirvió la cena y le dijo a Anabelle:
-Tú y yo hablaremos seriamente después, muchachita desobediente.
No comieron juntas en el comedor. Papá y Carlos estaban fuera todavía, y Anabelle sabía que era probable que mamá le contara a papá, y aunque papá no solía regañarla, sí la sermoneaba y los sermones la aburrían, la hacían sentir tonta.
Mamá era tan atenta con Leticia y verlas a las dos juntas, comiendo en la mesa, mientras ella permanecía en el sofá saboreando un plato que ni siquiera le gustaba (vegetales, ¡puaj!), la llenaba de recelo. Mamá le preguntaba por la escuela a Leticia, que qué había hecho, que con quién había jugado, que si se había sentido cansada... ¡poco más y le metía la misma cuchara en la boca! ¡Ni que Leticia no tuviera manos! Ana se acabó su comida, lavó su plato a regañadientes y se fue a su habitación. Cuando Leticia se ponía mala, mamá y papá dormían con ella, así que el dormitorio le quedaba libre a Anabelle. Al menos eso era bueno.
Se sentó ante el alféizar, mirando el patio.
Su madre tocó la puerta poco después. Ana abrió, secándose las lágrimas antes. No iba a permitir que su familia la viera como una debilucha, ya para eso estaba Leticia.
-Lo siento, mamá -dijo Ana-, hice mal, pero no mentí. Realmente me sentía mal y por eso me fugué y no le dije a la maestra porque tenía miedo de que no me diera permiso de venir.
-¿Qué es lo que tenías? -preguntó su madre, con suavidad.
-Me dolía mucho la cabeza -mintió Anabelle-, pero cuando llegué a casa, después de un rato, se me quitó.
-Oh -dijo su mamá-, debí estar más atenta y darte algo para el dolor -y suspiró con melancolía-. El trabajo. Demasiado trabajo me tiene muerta. Lo lamento.
-No te preocupes, mamá -la tranquilizó Ana-, ahora me siento mucho mejor.
-¿Realmente no me mentiste?
-No, mamá.
-Pero te fugaste.
-Sí, mamá, lo hice.
-Eso está mal.
-Lo sé, mamá.
-¿No lo volverás a hacer?
-No, mamá.
-¿Me lo prometes?
-Si no me crees, está bien -respondió Ana, un poco seca-, pero no lo volveré a hacer.
-Ana -dijo su mamá, poniéndole una mano sobre el hombro con suavidad-, no me molesta tanto que te hayas fugado, me molesta más que hayas atacado a Leticia. Ella sólo hizo lo que creyó correcto.
-Ya sé.
-Por favor, Ana, sé que no tienes tanta paciencia, pero te suplico que seas paciente con tu hermana. Es más frágil que tú. Ponte en sus zapatos. Para ella no debe ser fácil. Compréndela. Sí sabes que ella te quiere, ¿verdad?
-Mamá -intentó razonar Ana, como otras veces, como tantas otras veces anteriores -Leticia es muy mimada, y ella lo sabe. Se aprovecha de eso. En las mañanas me despierta a las seis con su deprimente música de piano. En el colegio me pide que le cargue los libros. Siempre le hacen las comidas que quiere, ¡siempre!
-Es lo que tú crees -respondió mamá-, pero Leticia es una buena hija.
-¿Y yo no? -soltó Ana, a la defensiva.
-No digo que no -contestó su madre-, pero a veces eres más difícil de tratar.
-¿Es porque no soy una chica perfecta como Leticia? ¿Una mimada?
-Ana, por favor -y ahora el tono de su madre había adquirido un dejo de severidad-, te pido que te pongas en los zapatos de tu hermana. Trata de entenderla. Sé paciente con ella. A ambos las queremos por igual, pero tú eres más fuerte y debes proteger a tu hermana y quererla. Así como ella te quiere.
-Sí, por favor, se nota -contestó Ana, con desdén.
-Como quieras, Ana -finalizó su madre-, pero no olvides: ponte en sus zapatos. No es fácil para Leticia.
Le dio un beso en la frente y salió del cuarto. Ana volvió la vista a la ventana y ya a iba a suspirar tristemente, pero la voz de Beldán la sacó de sus cavilaciones.
-Oye, muchacha, he estado explorando tu casa y tengo una queja.
La cara del genio, reflejada en el cristal de la ventana, provocó tal susto en la niña, que quedó tirada en el suelo con las piernas hacia el techo.
-¡Tonto! -dijo enfadada, poniéndose de pie-, por tu culpa me romperé un hueso si sigues dándome esa clase de sustos.
-Sí, sí... -replicó el genio, ya sentado sobre el alféizar, con su ademán de brazo, característico cuando deseaba restar importancia a algún asunto-, mi queja es que tu casa es un basurero. ¡No se puede salir de ella, ni mucho menos entenderla! He estado saltando de libro en libro en aquel sótano feo que tienes y no consigo hallar ni un sólo buen camino. Siempre acabo retornando al mismo lugar.
-¡No me interesa! -dijo Anabelle-. Tú me dijiste que tengo tres deseos diarios. ¿Verdad? Todavía me restan dos, ya que no se ha acabado el día. Se me han ocurrido un par de cosas interesantes.
-¿Cómo? ¿Vas a desear que tu casa deje de ser un basurero? Aunque eso podrías hacerlo tú misma si quemaras ese montón de libros viejos e inútiles que almacenan en el sótano y por toda la casa.
-No -replicó Ana-, eso puedes hacerlo tú si tanto te molesta. Quiero desear otra cosa.
-Mmm, quemar los libros por mi cuenta... No es tan mala idea -murmuró Beldán, para sí.
-Deja de ignorarme -se quejó Ana-, ¿no se supone que eres mi guía?
El genio Beldán pareció entrar en razón y la nube de pensamientos traviesos que sobrevolaba su cabeza se esfumó.
-¡Cierto! Tengo que ser cortés y bonachón contigo. Dime, querida, ¿qué es lo que deseas?
Anabelle recordó entonces las palabras de su madre y una intensa curiosidad abocó en su pensamiento.
-Deseo... -comenzó.
-¡Ah! -la interrumpió Beldán-, antes necesito aclararte algo.
Hizo aparecer nuevamente el libro mágico en su mano y hojeó con atención las páginas, pasándoles el dedo delicadamente, pero con rapidez.
-¡Aquí! Las reglas de los deseos. ¿Sí sabías que habían reglas? ¡Qué divertido! Ajam, dice así: queda tajantemente prohibido desear dinero infinito. Uff, no, no, imagínate la declaración de impuestos... Queda tajantemente prohibido desear que el planeta explote. Algo muy solicitado, pero lastimosamente, ilegal... Ajam, bla, bla, bla, la mayoría tiene que ver con deseos que ponen en aprieto el equilibrio universal. ¿En serio quieres escuchar todo eso? Son cien mil reglas.
-¡Dah! No, sólo concédeme mi tonto deseo.
-Bueno, hagamos lo que siempre se hace en estos casos. Pídeme el deseo que quieras y ya veré yo si puedo concedértelo o no.
Ana tomó un suspiro profundo y dijo, por fin:
-Bien, entonces deseo poder vivir en los zapatos de mi hermana Leticia, al menos durante un día.
-Qué extraño -dijo el genio-, qué deseo tan raro. ¿Y para qué quieres vivir en los zapatos de tu hermana por un día?
-Porque quiero entender cómo es su vida -respondió Ana. Las palabras de su madre resonaban en su consciencia, «ponte en sus zapatos, para Leticia es muy difícil»-, quiero saber qué es lo que siente, qué es lo que piensa; quiero saber si realmente me quiere, si es verdad que está tan enferma o solo lo hace para que nuestros padres se apiaden de ella.
-Muy lindo y todo, pero sigo sin entender qué tiene que ver una cosa con la otra...
-Bah, ¡es porque eres un tonto! Sólo concédeme mi deseo y ya está -Anabelle lo alentó, porque todavía dudaba si aquello que deseaba era buena idea, si no se arrepentiría después. Probablemente sí se arrepentiría, pero la curiosidad siempre había sido su verduga.
-Bien, bien, señorita, si tanto insiste -contestó el genio-, sus deseos son órdenes.
Y el libro, como aquella primera vez, desapareció de su mano con un estallido de coloridas nubes y en su lugar se materializó el hermoso arpa, con su brillante revestimiento de oro y su penacho de plumas. El genio se preparó, cerró los ojos y recitó con su angelical voz la corta estrofa:
-Que el noble corazón de Ana,
para entender eso que tanto ansía,
pueda vivir, durante todo un día
en los zapatos de su hermana.
Y rasgó las cuerdas del instrumento. El sonido de una melodiosa nota fue lo último que escuchó Anabelle, antes de caer en un profundo sueño.
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