CAPÍTULO II - El genio del libro
-¿Quién eres tú? -cuestionó en un perfecto español, apuntando a Ana con un dedo acusador.
Ana se incorporó como pudo.
-Soy Ana -respondió, tratando de asimilar lo que estaba sucediendo.
Debajo de su sombrero púrpura, la faz pensativa del hombre examinaba a Anabelle.
-¿Cómo es que me ves? ¿Cómo es que me oyes? ¿Y cómo es que llegué a este lugar? -el hombre lanzaba estas interrogantes al aire, hablando consigo mismo-. Esta no es mi historia. ¡Aght!, debí saltar a una página equivocada.
-Estás en mi sótano -dijo Ana, amablemente-, tú saliste de aquí -y levantó el libro negro que sostenía en sus manos.
El hombre soltó otro grito que ponía los pelos de punta. «Pero qué hombre tan asustadizo», pensó Ana. Como un rayo, se esfumó y una nube rauda voló hasta el regazo de Ana, le arrebató el libro y volvió a estallar al lado del armario. El hombre apareció tras la explosión, hojeando las páginas de su libro. Era como una nube mágica y Ana, boquiabierta, trataba de entender lo que había pasado.
-¡Es increíble! -expresó Ana-, ¿quién es usted y cómo puede hacer eso?
Pero el hombre no estaba dispuesto a entablar una conversación con la niña, o al menos, no en ese momento. Frotó el libro con su negro pantalón, lo sopló, lo sacudió y lo examinó buscando algún deterioro y al convencerse de que permanecía en buenas condiciones, suspiró aliviado. En tanto vio a Ana, delante de él, observándolo con fascinación, declaró:
-Eso no te incumbe, pequeña roba libros. Ahora mismo me marcharé y no quiero que le cuentes a nadie lo que acabas de presenciar, ¿entendido?
-¡No, no te vayas! -suplicó Ana-, ¡necesito tu ayuda!
Pero el hombre ya estaba caminando hacia el otro extremo del sótano, sumido en un hilarante soliloquio:
-Pequeña roba libros, pequeña roba historias, ¡aght! ¿Cómo se atreve a sacarme de mi casita? -decía-, no, ya los niños no respetan a los adultos -farfullaba estas recriminaciones poniéndose un dedo en el mentón y mirando a todas partes-, ¿cómo se supone que saldré de aquí? Ah, todo es culpa de la pequeña roba libros, de no haberme sacado de mi morada yo seguiría creyendo que todo estaba bien. ¡Me arrancó de mi feliz ignorancia! Todo por la roba libros. Roba historias. Asalta historias, eso es, una asalta historias.
Y mientras repetía «pequeña asalta historias» con su brazo hiperactivo iba tirando al suelo viejos trastes, apartando muebles del camino, lanzando libros de un lado a otro, como si quisiera abrir un túnel en medio de los objetos del sótano. Esto molestó mucho a Ana, porque aparte del irritante ruido que hacían los objetos al caer al piso, ese desconocido se creía en la potestad de desordenar la casa -su casa- como si le perteneciera. Y no. Solo ella, Anabelle, podía desordenar su casa de ese modo.
-Oye viejo loco, ¡ven acá! -gritó.
De nada le sirvió el tono de rabia que profirió, porque el hombre ya se había esfumado en medio de otra colorida nube explosiva. Y de inmediato, el silencio que había disfrutado en compañía del extraño hombre se esfumó junto con él y el tropel de voces y ruidos regresaron y le cayeron encima como una lluvia que cae de repente y hace repiquetear estruendosamente el tejado. Anabelle se espantó ahora sí de veras, porque mirando alrededor del armario, se dio cuenta de que estaba rodeada de un montón de libros, cuadernos, libretas y toda clase de papeles.
-¡Ahhhhh! -gritó y cayó al suelo tapándose las orejas y apretando los ojos-, ¡no seré capaz de soportarlo más! -se quejaba-, ¡moriré! ¡espero que me recuerden como la maravilla que fui!
Y así como vino el ruido, como una lluvia pesada, así mismo se fue, como si de pronto el sol hubiera despejado todas las nubes.
Otra vez había silencio.
-¿Qué? -inquirió Ana, mareada por la cantidad de cambios que estaba experimentando aquel día.
Y la voz del hombre le respondió:
-Momento, momento... -había vuelto a aparecer delante de ella, alto y brillante, hojeaba su curioso libro con profundo interés y daba vueltas por la habitación con paso de guardia real-. ¡Eso es! -exclamó cuando llegó a una página, entonces cerró abruptamente su libro-, ¡pequeña roba historias! ¡Oh, qué tonto he sido! -y se echó a reír de buena gana-, no es una asalta historias, es una salta historias, la primera "a" estaba de más. Oh, niña, ¿cómo me dijiste que te llamabas?
-Soy Anabelle -contestó Ana, aturdida.
-Sí, sí, Ana, eso poco importa -contestó el hombre, de repente entusiasmado. Ana, por el contrario, pensaba que era absurdo que le preguntara su nombre si luego iba a decir que no era importante, nadie nunca le había dicho que su nombre no fuera importante-, ¡wow!, jamás me esperé conocer a una saltadora de historias y menos así.
A Ana ya no le daba el seso.
-¿Qué? -repitió.
-Disculpa por esa fea primera impresión -dijo el hombre-, me presento, soy Beldán, un genio de los deseos, un guía para saltadores de historias y mi obligación aquí es ayudarte a volver a casa.
A Ana lo que decía el supuesto genio ya le estaba pareciendo una completa babosada.
-¿Volver a casa? -dijo, frotándose los ojos-, ¡pero si ya estoy en casa!
El genio la ignoró completamente. Se puso a leer su libro y pasaba las páginas echándoles una rápida ojeada.
-Ajá, sí, y este... también puedo concederte deseos, pero sólo tres veces al día -dijo después de unos minutos-, así que niña, piensa muy bien lo que vas a desear.
Dicho esto, procedió rápidamente a arrastrar un pesado baúl y a sentarse sobre él, cruzando las piernas e irguiendo la espalda con gallardía.
-A ver, siéntate a mi lado y pídeme lo que quieras -anunció, sonriendo complacido.
-Si de verdad eres un genio de los deseos -dijo Anabelle, sin moverse de su sitio-, mi primer deseo es poder dejar de escuchar esos molestos ruidos que salen de los libros, de los cuadernos y de cualquier cosa que cuente algo. Por favor, ¡ya no lo soporto! son más molestos que mi hermana Leticia.
El genio soltó una estridente carcajada y casi se cae de su banquito improvisado.
-Definitivamente eres una saltadora de historias -dijo, enjugándose las lágrimas-, todos desean eso la primera vez. No te preocupes más, tus deseos son órdenes, pequeña.
Y el libro que había estado sosteniendo en su mano se esfumó como neblina y en su lugar reapareció el arpa que había estado tocando al principio. Ahora que era más grande, Ana pudo notar mejor que se trataba de un arpa de oro, reluciente, con penachos de plumas talladas en sus costados. El genio Beldán elevó el arpa, cerró los ojos y cantó, con una sonrisa:
-Desaparezca de tus oídos el mal,
prohíbanse las letras ajenas,
pues nos basta con las de tu mundo real
en el que ya hay tantas canciones buenas.
Y con un único rasguido de cuerdas, un resplandor iluminó el sótano cegando a Ana, que volvió a caer al piso, molesta por haberse caído otra vez a causa de las explosiones tontas de semejante ser. Cuando la luz desapareció, se encontraba sola en el sótano. No había rastro ni del genio, ni de su libro, ni de su arpa de oro. Sin embargo, Ana comprobó con satisfacción que los ruidos molestos habían acabado. No se escuchaba ninguna voz, ninguna conversación... nada, nada, todo era tal y como antes. Ana sonrió de oreja a oreja y gritó:
-¡Entonces sí es un genio de verdad! ¿Pero en dónde se metió?
Y lo buscó en el sótano, en el jardín, en el zaguán, en la sala, en la cocina, hasta en el despacho de mamá, a la que le preguntó si había visto un libro negro con inscripciones moradas. Su mamá abrió un cajón de su escritorio, agarró un diccionario de tapas negras que tenía y sin apartar la vista de su computadora, se lo entregó a Ana.
-Toma -le dijo.
Cuando, minutos más tarde, se tiró en el sofá, exhausta de buscar, abrió el diccionario en un página al azar y fingió que leía con una voz exagerada:
-Significado de idiota: dícese de todas las personas del mundo excepto Anabelle.
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