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CAPÍTULO I - El ruido de la guerra

Anabelle se aburría un montón en la clase. Escuchar a la señora Matilde hablando de Historia era como escuchar una puerta oxidada que se abría y se cerraba. ¡Pero qué voz tan irritante! Desplomada en su asiento, la cabeza de Anabelle oscilaba sobre sus hombros amenazando con caer en un profundo sueño. Ya no entendía de qué estaba hablando esa vieja, si de Cristóbal Colón descubriendo América o América cubriéndose con Colón, o si del Mediterráneo, o del Centroterráneo o el Extremoterráneo. Las palabras de la maestra Matilde se enmarañaban todas y Anabelle miraba el reloj de la pared anhelando que sonara el timbre de salida, pero las horas parecían prolongarse infinitamente, separándose unas de otras como si entre ellas hubiera un universo en expansión.

¿Habrá sido el aburrimiento? ¿Acaso un mal sueño? ¿Una mágica alucinación? Anabelle nunca supo qué ocasionó que escuchara ese murmullo molesto. Parecía provenir directamente desde la pila de libros de Historia que estaba sobre el pupitre. Un murmullo que se acrecentaba más y más. Sonidos de tanques, sonidos de espadas chocando, sonidos de escudos de madera rompiéndose, potentes cañones siendo detonados, un griterío salvaje de hombres en idiomas desconocidos, motores de aviones, como rayos que pasaban velozmente sobre su cabeza; bombas estallando, disparos, flechas, lanzas, piedras, fuego, ametralladoras, granadas... ¡Cielos! Era una fiesta de ruidos la que obligó a Ana a cubrirse las orejas para no escuchar.

Sus nervios se encendieron con el escándalo aquel y echó un vistazo a sus compañeros de clase para saber si alguien más lo había notado. Su amigo Tobías estaba metiéndose un dedo en la nariz; el raro de Felipe sostenía su barbilla sobre su mano, cuando vio que Ana lo miraba, esbozó una sonrisa boba; Clara, en la silla de al lado, se examinaba con suma delicadeza las uñas pintadas. El resto de alumnos yacían en sus asientos, congelados ante el hipnótico parloteo devorador de almas de la maestra Matilde. Todos convertidos en piedra; cerebros áridos cuya única neurona danzaba al ritmo de una coreografía fitness tratando de mantenerse activa para no hundir sus caras en el brazo de la silla.

«Esto es raro», pensó Anabelle, y tamborileó sus nerviosos dedos sobre la libreta de Christy, que se sentaba detrás de ella.

-¿Escuchas eso? -susurró.

Christy pronunció un suave «¡shht!» y después preguntó:

-¿Qué cosa?

-El ruido de la guerra -respondió Ana, lúgubremente.

Christy pensó «¿y ahora a esta loca qué mosca le picó?», aunque no sería la primera vez que su amiga la interrumpía para decirle cualquier tontería en los momentos más inoportunos de la clase.

Pero esta vez Ana hablaba en serio.

-¿Acaso la maestra dejó una radio encendida? -dijo.

-¿De qué radio hablas, Ana? -preguntó Christy, que ya le parecía que esa clase le estaba aflojando los tornillos a todos.

-La maestra tiene una radio en el pupitre y está transmitiendo sonidos de la guerra -aseguró Ana, como en el limbo.

Christy sacudió la mano delante de los ojos perdidos de su amiga.

-Ana, ¿te sientes bien? -preguntó.

-Creo que no -respondió Ana-, tengo que ir al baño.

Y saltó de su asiento, como un resorte. Cuando pasó delante del pupitre, el montón de ruidos se volvió tan estridente que prácticamente no lograba escuchar más nada. «De seguro esa radio...», murmuró y estiró el cuello para mirar detrás de la pila de libros de la maestra, buscando el condenado aparato. Sin embargo, no había ninguna radio. Qué extraño, el ruido parecía provenir desde el mismo interior de los libros.

La señora Matilde llamó su atención carraspeando su garganta.

-¡Ejem! ¿Se le perdió algo, muchachita? -preguntó, con un tono de severidad.

Se oyeron algunas risitas somnolientas en el fondo del salón -los estudiantes estaban tan agotados que aquella risa parecía más un lamento que otra cosa-. Christy, que seguía sin comprender nada, se dio una ligera palmoteada en la mejilla cuando Ana contestó:

-Quiero ir al radio.

-¿Perdón? -dijo la maestra, confundida.

-Digo... eh, ¡quiero ir al baño! -Ana agitó su cabeza, espantándose el desconcierto-. Por favor, maestra.

La señora Matilde, vacilante, le otorgó el permiso y Anabelle salió disparada del salón de clases, rumbo al patio. Poco a poco los ruidos de la guerra perdieron intensidad.

-Uff, qué alivio -dijo para sí misma, ahora que podía respirar aire fresco, lejos de la algarabía y de esa estúpida clase.

Caminó felizmente hasta la espléndida fuente de la escuela y allí, de pronto, escuchó los gritos de entusiasmo de una multitud y el estruendoso ruido de motores de coches de carreras. Pero en el estacionamiento no había nadie, y la calle que pasaba detrás de la valla también estaba desierta.

-¿Qué significa esto? -murmuró Ana-. ¡Ay no! ¡Estoy escuchando voces raras! -Se tapó los oídos con ambas manos, como si oír cosas se hubiese convertido en un pecado -¡Ay no! ¡Me estoy empezando a volver loca!

Así que, terriblemente asustada, echó a correr hacia la salida de la escuela, saltó de dos en dos los escalones de la escalinata y esquivó al enorme conserje Humbert, a tal velocidad que su falda ondeaba con el viento como la bandera de un barco pirata. Tan rápido que no se fijó en la valla publicitaria que habían colocado esa misma mañana al frente de la escuela sobre un alto poste de luz:

«¡No te pierdas este martes 27 de febrero -decía el anuncio- la Gran Copa Final en la Pista Nacional de Carreras! Sé parte de la enardecida multitud y apoya a tu competidor favorito. ¿Quién podrá llevarse el tan anhelado Campeonato Nacional?...»

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