Una niña de cinco años me deja como idiota
Una vez había visto una película de miedo donde el villano emergía de las sombras y decía una frase crack y luego los personajes gritaban. Entonces enfocaban un primer plano de la chica que más gritaba y ella cubría su boca con manos temblorosas. Creí que eso hacían las personas cuando eran pilladas desprevenidas pero me equivoqué. La mitad enmudeció y Sobe, Miles y yo largamos una risilla incrédula que murió rápidamente.
Una sonrisa truculenta era lo que se extendía en los carnosos y húmedos labios de Adán. Dante retrocedió un paso, luego dos, tres y por poco casi salió del claro.
Adán sonrió satisfecho como si esperara esa reacción y se adelantó. Más guijarros crujieron y un puñado de personas adultas emergieron detrás de las columnas y los muros caídos como si fueran burbujas bullendo en agua. Sólo se limitaban a tener los ojos fijos en Dante. Reconocí algunos rostros, eran los profesores del Instituto. Todos estaban vestidos con ropas lujosas y de oficina.
Un hombre con chaqueta de tweed y un teléfono celular en la mano se aproximó hacia nosotros, encabezando el cúmulo de adultos. Estaba enfadado, lo podía ver en su expresión y actuaba como si su tiempo valiera oro. Tenía el cabello oscuro y ondeado en las puntas y se veía lustroso como la seda. Su otra mano se encontraba unida a la de una mujer muy guapa. Sus ojos verdes estaban entornados como si se toparan con algo que despreciaba.
—¿Qué sucede Dante? —preguntó articulando las palabras con diplomacia y altivez. Alzó su barbilla bifurcada—. Me cuesta mucho pagar ese internado ¿Por qué te fuiste otra vez? ¿Sabes por qué huiste? Yo sí. Porque ibas a fracasar. Fracasas como hijo, como estudiante modelo, no haces nada bien. Eres un trotamundos y como todos los de tu especie estás destinado al fracaso, a equivocarse. No vales nada, igual que una persona muerta. Tienes el mismo valor que un cadáver. Y tu nombre rima horrible. Te equivocas todo el tiempo —negó con la cabeza—. Me decepcionas. Nos decepcionas a todos. A veces me pregunto por qué no te dejé en ese orfanato.
No sabía qué hacía el hombre allí. Sin duda era el padre adoptivo de Dante pero su familia eran confronteras y no querían estar involucrados con el mundo de los trotadores.
Nunca había visto a Dante llorar pero estaba a punto de hacerlo, comprimiendo sus labios y mordiéndose la mejilla como si el dolor físico pudiera aminorar el sentimental. Su tic nervioso con las manos se había desvanecido, estaba petrificado y herido. Miles tenía la boca ligeramente abierta y no comprendía lo que sucedía, escrutaba todo con una lánguida curiosidad. Iba a gritarle al matrimonio, que se largaran de allí, que ellos eran los que decepcionaban pero algo me detuvo. Tony.
Tony se desplazó detrás de una columna peinando el remolino de cabello que tenía sobre la cabeza. Sobe alzó el calibre entre ambos, amputándolo con el arma. Lo hizo con una rapidez tan deslumbrante que el escepticismo de sus ojos era por la decisión con la que había actuado y no porque Tony se encontrara allí. Aunque no tenía intención en usar el arma. Lo supe por el temblor de su muñeca.
Pero el Tony que se acercaba no era el que yo conocía. Había una expresión en sus ojos y era de pena y miedo. Los ojos de Tony eran los ojos de alguien que está a punto de perderlo todo. La piel de Sobe se tornó blanca como la nieve, de repente su mano temblaba convulsamente sacudiendo el cañón del arma.
La mirada de Sobe se humedeció. Su labio tembló.
—Tony... vete. Tony, por favor, no me hagas esto... vete.
Tony también estaba por llorar pero se esforzaba por no hacerlo, sonreía retiradamente como si le doliera curvar los labios. Sus ojos gélidos estaban empapados de terror, ansiedad y tristeza como si estuviera a punto de hacer algo que lo mataría.
—¿Sabes que es lo más triste? Que la última vez que hablamos como amigos yo te dije que te fueras. ¿No lo recuerdas? ¿Por qué actúas como si lo hubieras olvidado? La Sociedad nos seguía y yo me sacrifiqué por ti —las lágrimas fueron más fuertes que Tony y se resbalaron por sus mejillas—. Ellos me atraparían y me cambiarían, estaría muerto y vivo a la vez, y yo lo sabía pero decidí aceptar el peor de los castigos por ti ¿Olvidaste eso? ¿Por qué me olvidaste William? Eras como mi hermano.
—No, n-n-no —las rodillas de Sobe temblaban, la amargura teñía su voz—. No te olvide. Jamás te olvidaría Tony, pero ya no eres tú el que está vivo. Lo lamento. Lamento lo de esa noche. Debieron atraparme a mí.
—¡Me abandonaste! ¡Sabías lo que me harían! —gritó Tony cayendo de rodillas y llorando desconsoladamente.
Sobe estaba llorando, bajó el cañón del arma sin fuerzas, sus hombros temblaron.
Nunca había visto a Sobe llorar, nunca pasaba, era más inusual que Berenice riendo o un mago aficionado con verdadero talento.
—No Tony, yo no tenía idea... creí que nos volveríamos a ver, me lo habías prometido. Me prometiste que te esperara. Me dejaste solo. Te esperé por semanas en ese lugar, te busqué hasta que comprendí que no volverías. Estaba sólo. Te dije que si caías, caeríamos juntos pero me engañaste... hiciste que te abandonara. Jugaste al héroe como siempre lo hacíamos pero esa vez fue sin mí.
—Me dejaste morir...
Sobe sollozó, estaba en el suelo, temblaban y sus manos caían inútiles entre las piernas.
—No sabes lo que me duele verte. Me rompes el corazón...
—¡ME OLVIDASTE! ¡ERA TU HERMANO Y ME OLVIDASTE! —gritó con dolor.
Noté que tenía a anguis en la mano, su peso me quitó de mi estupor. Fue entonces cuando me percaté de los gritos y dejé de contemplar a Tony. Desvié la mirada hacia el resto de mis amigos. Berenice lloraba arrodillada delante de un Wat agonizante, él se retorcía de dolor como aquella noche pero ella no podía hacer nada más que sostener su cabeza. Petra estaba discutiendo con un matrimonio que la sostenían del brazo y la arrastraban lejos de allí pero ella se resistía. Corrí hacia Petra hasta Miles se metió en mi camino. Andaba de espaldas y nos llamaba a gritos:
—¡Chicos! ¡Petra! ¡Berenice! ¡Oigan, ayúdenme con esto! —estaba retrocediendo. Huyendo de... ¿de Chucky? El muñeco con la cara deformada y los cabellos electritos tan rojizos como los de Miles lo perseguía con un cuchillo. Miles estaba blanco como el papel, desenfundó un arma y le apuntó.
Los disparos resonaron como truenos, pero las balas no aminoraron la marcha de Chucky. El grito de Berenice me perturbó, Wat Tyler estaba aullando agónico y ella no podía hacer nada más que verlo morir. No tenía hemorragia que detener ni herida que sanar. Escarlata chilló de dolor. Me volví buscándolo y lo encontré a unos diez metros olisqueando un cadáver. Era... era yo.
Estaba hinchado y de un ligero color azulado, cubierto de tierra, pero era yo. Verme muerto me revolvió el estomago. Escarlata olfateaba mis manos gélidas y me daba empellones con el hocico como hacía para despertarme por las mañanas pero mis yertos ojos estaban fijos y muertos en el horizonte.
—¡No! —gritó Petra con todas sus fuerzas— ¡No volverán a encerrarme! ¡No volveré allí! —le gritaba a los adultos pero ellos hacían oídos sordos mientras uno la sostenía de las piernas y el otro de los brazos. La elevaron del suelo. Petra se revolvió pero no pudo liberarse— ¡Marvus! ¡Marvus, no dejes que lo hagan! ¡No! ¡Marvus, ayúdame!
—¡Petra!
No sabía a cual de mis amigos ayudar primero. Miles estaba en el suelo luchando a brazo partido con Chucky y su esposa. Los tres con cuchillos en ristre. Sobe estaba consolando a un niño que era igual a Tony, el niño le gritaba que todo era su culpa. Berenice veía morir a Wat. Petra era raptada. Escarlata quería despertarme y Dante gritaba teatralmente hacia el cielo sosteniendo un desaprobado en su mano.
—¿No sabes qué hacer verdad? —preguntó una voz que sonaba como unas uñas arañando una pizarra—. Tantos miedos sin resolver. Insignificante niño. Lo miedos no se resuelven.
Me volví poco a poco describiendo medio círculo, localicé de dónde provenía la voz, justo por encima de mi hombro, y retrocedí. Era un hombre que medía cinco metros, con piernas tan largas y delgadas como postes, su piel era purpura y porosa y su cabello erizado con estática de un color verde mar. Me recordó a los trolls de hule con los que solía jugar Ryshia pero allí acababa todas las similitudes. Su nariz aguileña medía lo suficiente como para hacer una decena de chistes sobre ella. Estaba vestido con una bata que competía con la sábana de motel de Izaro. Sus manos de proporciones considerables se enrollaron alrededor de su barbilla. Sonrió y se asomó una hilera de dientes puntiagudos que pendían a gritos un ortodoncista.
—¿Qué eres?
—¿Qué o quién? Porque ambas preguntas acarrean respuestas diferentes —parpadeé tratando de asimilar lo que tenía enfrente. El hombre suspiró—. Tú debes saber quién soy, ya que llegaron aquí con el único propósito de encontrarme. Pero seguramente desconoces qué soy.
—¿Eres el sanctus?
—Preguntas tu respuesta —observó, una sonrisa divertida se asomó por sus labios, examinó mi mirada perdida y desorientada, luego se contempló a sí mismo como si buscara manchas en su bata de loquero y elevó sus ojos—. ¿Te doy miedo?
—No —respondí alzando la cabeza, tratando de endurecer mi voz y manteniéndome firme ante los gritos y llantos que escuchaba tras mi espalda. Estaba haciendo tanto esfuerzo por no correr hacia ellos que sudaba—. Sólo es que nunca vi a alguien... ya sabes, con ese aspecto.
—Ah —parecía decepcionado—. Puedo arreglar eso.
De repente en menos de un par de segundos cambió. Se cuerpo comenzó a encogerse y su piel purpura se tornó oscura como el café. Antes de darme cuenta tenía frente a mis ojos a una niña de cinco años con la piel morena, el cabello ensortijado y una bata que parecía un camisón de fantasma. El sanctus me dedicó una sonrisa inocente que sólo se vio morbosa.
Recordé lo que Sobe había dicho de los sanctus. Que ellos se fanatizaban por un sólo sentimiento. Localicé a mis amigos, seguían igual que antes, huyendo, llorando o gritando. Sus ilusiones no los dañaban sólo los hacían tener mucho...
—Miedo —murmuré—. Eres un sanctus del miedo. Asustas a las personas.
La niña revoloteó los ojos.
—Agradece que no sea un sanctus de la sabiduría porque de otro modo no podría soportar esta conversación.
—Oye, vinimos a hacer un trato. En paz. Deja de asustar a mis amigos.
La niña sonrió como si hubiera esperado que dijera eso.
—Ah, niños trotamundos, me encantan los niños trotamundos...
—Soy un adolescente, pero gracias.
—Adolescente, niño, adulto... es lo mismo si eres trotador. Los jóvenes trotamundos son muy maduros. Casi todos. Tienen ¿Cuánto? ¿quince años? Pero fingen que pueden hacer cosas como adultos. No los culpo, su esperanza de vida no es tanta como para madurar a los veinte. Aun así me gusta porque los únicos niños que tienen cientos de miedos y creen haberlos vencido pero siguen allí como su manera de negar lo perdidos que están. Tus amigos pueden vencer sus miedos pero no quieren. Cada persona necesita de los miedos —la niña hablaba con pasión lo que se veía extraño y perturbador—. Un mundo sin miedos no tendría nada de excitante, sería tan monótono y distante como una nube. Los miedos le dan color a la vida, expectativas, firmeza, fuerza...
—Ya, ya te gusta ver a los demás sentir miedo. Lo entendí, pero nosotros... nosotros te ofrecemos nuestros servicios a cambio de información y de verdad —hice una mueca al escuchar el llanto desconsolado de Berenice, los gritos de Petra y las voces de mis amigos. Al oírlos experimenté una sensación de vacío como si de me desangrara. Recordé lo poderoso que era un sanctus y combatí el impulso de liberar mi mal genio—, de verdad los necesito aquí conmigo. Ahora.
—¿Qué te hace pensar que yo quiero sus servicios? ¿Qué puedes darme? Yo puedo controlar la magia, la domino, hago lo que quiera con ella ¿qué puedes darme que yo no pueda conseguir? —preguntó el sanctus cruzándose de brazos.
Era el cuerpo de una niña pero su mirada profunda como dos cuencas oscuras la hacía ver como los niños que aparecen en las películas de terror con un hacha o con un demonio dentro.
—Todos, desde tiempos inmemorables, se han aprovechado de que puedo acceder a los conocimientos de los mundos. Creen que por darme cosas insuficientes y vanas yo les concederé el secreto de la riqueza o cómo derrotar a sus enemigos.
—Pues yo no quiero nada de eso —negué con la cabeza—, ni ellos. No deseamos poder, vinimos en busca de verdad. Así que ayúdanos —la siguiente palabra la sentí como si ascendiera vomito por mi garganta—. Por favor.
Los ojos se le iluminaron.
—Dilo otra vez.
—Ayúdanos.
Una sonrisa truculenta se ensanchó en sus labios.
—Eso no tontito.
No estaba a favor del maltrato infantil pero no puedo negar que la idea de golpearla cruzó por mi cabeza.
—Por favor, sanctus. Ayúdanos. Necesitamos saber algunas cosas y estamos dispuestos a darte favores a cambio, lo que sea. De verdad, de verdad, necesitamos tu ayuda. Por favor. Ayuda. Por fa. Vamos.
«Acepta maldito» Esbocé una sonrisa.
El sanctus meneó ligeramente la cabeza pero no en señal de negación más bien como si reprimiera un pensamiento perverso. La niña comenzó a caminar a mi alrededor trazando un círculo, su bata se arremolinaba con sus ligeros pasos. Tenía los pies morenos y descalzos sobre el polvo de las rocas o los cascotes que crujían bajo su piel pero se movía con tanta gracia y ligereza que parecía flotar y desplazarse como el viento. Se detuvo flanqueando la derecha de una columna acanalada y se apoyó en ella mientras continuaba examinándome.
—Jonás Brown —sonrió triunfante al ver mi expresión pasmada, me resultó raro que pronunciara mi nombre—, eres una persona difícil de descifrar. Eres alguien que actúa como torpe pero que piensa como inteligente...
—¡Yo no soy inteligente! —la interrumpí dándole la razón a lo primero que había dicho, pero no podía contenerme, no quería que hablara de mí como si fuera un libro que estaba a punto de leer. No mientras mis amigos sufrían tras mi espalda.
Pero no podía perder los estribos, esa cosa era la única oportunidad de recuperar a mis hermanos y saber si estábamos predestinados de alguna manera en la guerra. Me mordí la lengua y comprimí los puños hasta que los nudillos se me volvieron blancos como el hueso.
—Eres alguien altruista —prosiguió—, que siempre ayuda hasta a los que no ama pero también eres muy colérico. Crees que no puedes perdonar ciertas cosas —supe que se refería al agente que fingió ser mi padre —pero lo extraño es que no odias a nadie y la venganza no existe en tu mente. No olvidas jamás a las personas pero niegas la existencia de otras. Eres diplomático pero sueles hablar como si no tuvieras idea de nada —sonrió—. Eres una contradicción Jonás Brown. Una constante, perdida y pequeña contradicción. Y también una contradicción un poco ciega ¿Cuánto pesa lo que llevas en tus ojos?
Yo no quería ser una contradicción. Ya había conocido a una persona así, Tay, y ella parecía una loca.
—Libera a mis amigos —mascullé comprimiendo los dientes.
La niña se cruzó de brazos, suspiró y se desprendió de la columna escrutándome. No sé porque no dejaba de mirarme, no era una vista encantadora ni mucho menos bonita. Pero aun así ella me contemplaba como si quisiera descifrar algo en mi interior.
De repente los gritos de mis amigos se detuvieron y escuché un sonido sordo como sacos de harina arrojados a un camión. Miré atrás y estaban todos inconscientes en el suelo, extendidos como un rompecabezas. Habían caído en la posición en que estaban. Berenice parecía que oraba a Alá. Miré sus rostros para saber si se encontraban bien. Sus pestañas dibujaban sombras finas y ligeras en las mejillas, por suerte estaban descansando, sus semblantes eran tranquilos como si nada pudiera perturbarlos.
Localicé a Petra recostada de espaldas, el césped la rodeaba, tenía un brazo extendido y su cabello caramelo se le abría alrededor de la cabeza como un abanico. Su piel bronceada parecía pintada de colores cálidos. La niebla a su alrededor la envolvía y...
—Se despertarán en unos minutos y no recordarán lo que pasó pero sí se sentirán muy mal —garantizó el sanctus—. Ahora, hablando de nuestro acuerdo...
Sacudí mi cabeza preguntándome por qué estaba viendo aquello. Reafirmé mi voz y rogué no estar con el sanctus tanto tiempo a solas. La niña se había sentado sobre una columna acanalada, meció sus pies que suspendían en el aire y apoyó sus manos a los lados, rascando la piedra cincelada con un deje de aburrimiento.
—¿Sabes por qué tengo esta forma, Jonás Brown? Porque quería que hablara con soltura, no deseaba intimidarte con la otra complexión. Puedo adoptar la forma que quiera...
—Como un hijack.
—Oh, vamos no me subestimes. Ellos ocupan cuerpos, yo los cambió a través de las artes extrañas, el último ser que vi tenía el aspecto con el que me encontraste. Pero sin duda no soy un hijack. Yo lo sé todo, puedo descubrir lo que sea si es de mi antojo. Puedo manipular de tal manera las artes extrañas que no hay límites para mí. Nadie sabe lo que soy, soy como un misterio que mientras más piensas más consume tu cordura y merma tu paciencia...
—Ya entendí no tienes nada que ver con un hijack.
—Sueles interrumpir mucho, parece que no conoces la autoridad —afirmó con neutralidad.
—No —admití—, lo que también desconozco es el paradero de mis hermanos. Necesito saber dónde se encuentran, lo último que supe de ellos es que ya no están en Babilon pero necesito, de verdad necesito, saber dónde están. Este mundo es la última pista que tengo de ellos.
—¿Los perdiste? —preguntó inclinando la cabeza hacia un costado. Su voz de niña pequeña sonaba frágil.
Parpadeé. Había algo extraño ahí.
—Creí que lo sabías todo.
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