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Adiós Babilon, nos vemos en el infierno


Corrimos por las callejuelas hasta hallar nuestra mansión abandonada. Agarramos los abrigos de la pila de ropa invernal que habíamos dejado en el patio, hace cinco días. Trepamos por la rama de árbol que creaba un hueco en la pared. Corrimos por los crujientes pisos de madera escuchando cómo todo se desmoronaba. Desde una de las ventanas vi unas luces en las calles.

Todos nos detuvimos alrededor de los tablones de la ventana, contemplamos las temblorosas luces del camino hasta que Petra supo qué eran.

—Son soldados. Morbock y los hijakcs los habrán enviado. Quieren custodiar el portal para que no nos vayamos.

—No van a llegar —sentenció Sobe.

Era cierto, no podrían atravesar el portal sin un Abridor y dudo que Izaro nos haya seguido, estaría ocupada tratando de salvar a Finca si es que no había...

Sacudí la cabeza. No podía pensar en eso. No ahora que sabía que había jugado con fuego al hacerme su amigo.

Sobe encendió la linterna y sonrió:

—Nadie me creerá que con esto golpeé a un sanctus.

—Corrección —dije—. El sanctus se dejo golpear por eso.

Sobe se encogió de hombros con una sonrisa picara y nos señaló un corredor con el haz de su linterna. Corrimos en esa dirección. Todo en la casa sonaba el triple de fuerte, el traqueteo de nuestros pasos se oía como el redoble de un tambor.

El sonido de un golpe grave y el de un estampido me hizo saber que derribaron una puerta y que se precipitaron al interior. Los gritos de monstruos y hombres y los pasos metálicos se detuvieron después de entrar. Nosotros hicimos lo mismo. Lo único que se oía era el bosque agonizante.

Sabía lo que se proponían. La casa crujía tanto que esperaban un movimiento nuestro para saber dónde estábamos. No nos quedaba mucha distancia al portal, sólo subir dos pisos, doblar por un pasillo y ya. Pero había monstruos y no sabía qué tan rápidos eran. Podían alcanzarnos.

Afuera se había echado a llover otra vez. El viento hacía temblar la estructura y el bosque muriendo nos recordaba que debíamos irnos. Después de unos minutos de expectante silencio decidimos movernos pero lenta y sigilosamente.

—El silencio no es mi punto fuerte —susurró Sobe.

—Shhh —le dije.

—Pero mi hermano murió así cuando...

—¡Shhh! —lo reprendimos Petra y yo al mismo tiempo.

Nos recostamos en el suelo y comenzamos a arrastrarnos, Sobe tenía la daga desenfundada en una mano y se deslizaba con presteza militar. Alcé las cejas y él se encogió de hombros. Había muchos muebles abandonados como repisas y despensas. Reptamos hasta la escalera. Nos pusimos de pie y comenzamos a subir. Para Petra no era problema caminar sin hacer ruido, lo tenía chupado ella siempre era sigilosa, a veces me preguntaba si tocaba el suelo a caminar. Para mí no era la cosa más fácil que había hecho pero podía arreglármelas. Pero con Sobe era otra historia. Todo marcha bien hasta que un peldaño se quejó bajo el peso de Sobe que puso los ojos en blanco como diciendo «Se los dije» y echó a correr sin consultarnos.

Las masas de soldados y monstruos rápidamente se movieron en el piso de abajo. Subimos la escalera a toda máquina pero uno de los monstruos del campamento nos había alcanzado, era un ave negra. El pájaro medía lo mismo que una motocicleta y hacia un ruido parecido al graznar, aleteó sobre nuestras cabezas buscando un objetivo.

Al parecer buscaba al que tenía aspecto de ser atacado regularmente porque batió sus alas, se declinó en mi dirección y trató de agarrarme de la remera pero tracé un círculo ascendente con anguis mientras Petra lo acuchillaba por detrás. El pájaro aulló de furia y se desquitó con mi espalda, dejando todas sus garras marcadas. Perdí el equilibrio, caí en un peldaño, sentía el corazón palpitar en mis omóplatos y la sangre desbordarse.

Sí, era la segunda vez que me atacaban la espalda en la misma noche.

—¡Fíjate! —chilló Petra como si fuera mi culpa.

Petra desenredó unas tres cuentas de su brazalete, eran de color pardo. Se detuvo en el rellano de la escalera. Ya sabíamos de cuáles se trataba, así que contuvimos el aliento. Ella arrojó las cuentas al interior de la escalera donde el pájaro-godzilla estaba posado y nos contemplaba con enfado. Rápidamente una nube de color azul se alzó y erizó. El vapor envolvió a la bestia y su cuerpo cayó inconsciente en cuestión de segundos.

Los demás soldados que trataran de subir la escalera caería dormidos por días, yo una vez había aspirado ese vapor y era como si un golpe en la cabeza hubiera tenido hijos con un poco de formol.

Recordaba aquel pasillo, teníamos que cruzarlo, doblar y entonces estaríamos en el corredor donde se encontraba el portal.

Pero nunca lo tuvimos así de fácil.

Hubo un derrumbe en la casa, todo se sacudió. Caímos al suelo. Cuando estaba preguntándome qué sucedió una masa enorme y oscura derribó la pared. Los ladrillos sonaron ensordecedores al caerse como dominós e izaron una nube de polvo que me hizo toser. Entonces la masa, que era un árbol, él árbol más grande que había visto en mi vida, se desplomó en el piso que nos encontrábamos. Y sí, también derribó el suelo para seguir rompiendo los pisos inferiores.

En primaria tenía un amigo llamado Bobby Fischer, fue uno de los pocos amigos te tuve cuando creía que era un confronteras. Bobby Fischer había tenido que mudarse porque en una tormenta un árbol derrumbó todo su techo y gran parte del primer piso. Había ido en bicicleta hasta su casa y visto lo que creí una inmensa bola demoledora en forma de palo. Pero ese palo era una astilla en comparación con lo que había atravesado el suelo para seguir cayendo.

Una vez que el árbol cayó hubo un momento de calma para que luego el piso comenzara a derrumbarse también. Primero se inclinó en cincuenta grados, los muebles comenzaron a deslizarse. Yo también me resbalaba hacia el agujero. Parecía que estaba en un tobogán, pero el final de ese tobogán no me enviaría a una caja de arena, me enviaría a los pisos inferiores, es decir a los monstruos o como un fatalista le diría, a mi propia muerte. Oí el grito de Petra a mi espalda. Sobe clavó su navaja en el suelo y se sostuvo con amabas manos.

Convertí a anguis en un cuchillo dentado con la punta curva como una garra y lo clavé en el suelo pero un escritorio creyó que sería divertido deslizarse en picada en el mismo lugar donde me encontraba. A regañadientes me solté y el mueble pasó a mi lado. Sobe me agarró del brazo pero sólo para que no cayera por la abertura del suelo.

—¡Jonás, me resbalo! —gritó mirando la única mano que se aferraba a su daga.

Lo solté y me agarré de una cortina. Era como trepar un tobogán por la rampa, casi imposible. Como también era de esperarse la cortina no aguantó mi peso. La tela podrida comenzó a rasgarse.

—¡Jonás, agárrate de algo! —me gritó Petra como si yo intentara caerme en un agujero de cincuenta metros de profundidad ¡Porque quería!

Traté de afirmar mis pies en el inclinado suelo, cuando lo logré, trepé y me aferré del marco de la ventana, subí mi cuerpo y me recosté allí. La casa crujía como un barco hundiéndose. Gritos se escurrieron de la abertura en la pared que había hecho él árbol, venían desde el jardín. Eran los monstruos y soldados que lograron salir del derrumbe. Se apelotonaban en un círculo y agitaban sus faroles con combustible.

—¡Matémoslos! ¡Al diablo si Gartet los quiere! ¡Al diablo si son parte de la profecía! ¡Yo quiero verlos muertos!

—¡Mátalos!

—¡Mátalos de una maldita vez! ¡Enseñenle que no siempre se pueden esconder en los portales como ratas en un hollo!

Los que tenían los faroles se dirigieron con determinación hacia la casa ruinosa que crujía, un árbol se desmoronó y casi los aplastó pero no aminoraron la marcha. Treparon el árbol como si fuera una valla y cuando estuvieron a los pies de la mansión arrojaron los faroles uno en cada piso. Escuché los cristales quebrarse y el fuego arder en los pisos de abajo. Uf, genial.

—Esto es por robarme mi camión.

—¡Esto es por ci CD de Sinatra!

—¡Te hicimos un favor al sacártelo! —gritó Sobe.

Los monstruos y soldados aullaron de júbilo en el jardín, algunos comenzaron a bailar, otros tomaron selfies y unos cuantos se quedaron viendo la fogata ardiente que éramos nosotros.

No se me ocurría cómo trepar el suelo desnivelado. Petra estaba apoyándose contra el marco de una puerta y desenredando uno de sus brazaletes, era el látigo de oro que a veces comprimía en una pelota pequeña. Cuando la serpiente dorada se desenredó, comenzó a mecerla como un péndulo hacia Sobe que estaba más cerca.

—Agárralo —le indicó.

—No, gracias. Prefiero conservar mis dedos.

—¡Agárralo! —ordenó con poca paciencia— ¿Esperas una invitación? Muévete, no te dará si quiera un moretón, lo estoy meciendo suave. Vamos hice esto millones de veces. Incluso lo usé de cuerda para saltar.

—Qué linda historia...

Sobe hizo una mueca, tomó aire, se corrió con los hombros su cabello mal cortado de la cara y al momento que extrajo la daga del suelo se arrojó hacia el látigo de Petra y lo asió en el aire como si fuera una liana. El impulsó lo hizo golpearse contra una pared pero aun así no se soltó. Petra comenzó a subir el látigo dorado pero le costaba mucho.

Una sección de techo se desmoronó a mis espaldas. Estaba cubierta de fuego, una de las farolas se había propagado en el piso de arriba. El humo me cubrió y sentí la herida de mi espalda llenarse de polvo, lo que de verdad dolió. Grité y mis amigos también.

Los monstruos de afuera rieron. Como tengo la mejor suerte del mundo los restos en llamas incandescentes no se deslizaron como todos los muebles sino que permanecieron ardiendo en el lugar.

La cortina de humo era tan espesa que no me dejaba ver nada. Cerré los ojos. Sentía que se me quemaban cuando los abría como cuando miras al sol sin anteojos oscuros.

—¡Jonás! ¡Jonás!

Me llamaban y comprendí que por el humo y la oscuridad no podían verme.

—¡Sigo vivo! —les respondí—. Por ahora.

Entonces comprendí que Petra no podía alcanzarme con su látigo, con una soga ni con una plataforma hidráulica. Estábamos en extremos opuestos del salón, ni siquiera hubiera servido una escalera. El fuego detrás de mi espalda comenzaba a trepar. Ojalá yo trepara con la misma agilidad que esas llamas o al menos con agilidad. De repente recordé a Finca ¿A ella le gustaría ese fuego? ¿Le encontraría un lindo significado que no sea la muerte?

Ya había mucho fuego y humo. Las flamas trepaban del piso de abajo, se asomaban por la brecha que había abierto el árbol al desmoronarse como si quisieran curiosear. El techo se derrumbaba. En fin, todo se caía a pedazos.

Sentía mis pulmones quemándose y mi piel asándose a fuego lento como en una parilla. Esa noche los monstruos comerían Jonás a la barbacoa.

Me había llevado muchas decepciones de ese mundo, había hecho amigos y los había perdido. Había tratado de conseguir información del futuro y lo único que me dio el sanctus fue un recuerdo del pasado. Al menos había destruido el bosque y debilitado las fuerzas de Gartet, Nisán podría arreglárselas para restaurar el orden. Babilon se había salvado.

Yabal ya no tendría que vagabundear ni enlistarse en patrullas de vigilancia, tendría oportunidades. Y todas las personas de los campos de refugiados volverían a sus hogares. Al menos alguien volvería a casa.

Pero eso no me dejaba triste, me había embargado una oleada de decisión y valor. No se me ocurría cómo llegar hasta allá y no dejaría que ellos pagaran por eso. Algunos (los críticos) pensaran que ese heroísmo no es real, como en las pelis cuando alguien esta muriendo y dice con su último aliento «Sálvate» las personas normales suplicarían por ayuda y se aferrarían de la vida, o de tu ropa, para no morir. Pero yo ya había admitido que, si mi vida fuera una caja de leche, ya había caducado.

—¡Jonás!

—Váyanse sin mí.

—¿Estás de broma? —preguntó Petra—. No es momento para bromas. No vamos a dejarte. O nos vamos todos o no se va nadie.

—No te dejaremos ¿A quién le echaremos la culpa cuando lleguemos al Triángulo? —preguntó Sobe.

—No sean tontos, no hay manera de que llege al portal, está casa se cae a pedazos. No hay tiempo. Váyanse.

—¡Escúchame bien montaña de estiércol! —gritó Petra desde el otro lado, estaba tan furiosa que no la reconocí—. ¡Agarra los cuchillos, úsalos de asideros y trepa esta puñetera rampa o juró que yo misma te arrojó al fuego! ¡Así que mueve tu horrible trasero de una vez!

—Hazlo Jo y por favor rápido, no me dejes mucho tiempo solo con ella.

La ola de decisión y valor había sido sepultada por un tsunami llamado «Petra enojada» Miré los brazales con cuchillos que habían pertenecido al hermano de Tamuz. Desenvainé dos cuchillos largos como escarbadientes. Podía hacerlo, tenía que saltar y enterrarlos en la madera. En el Triángulo te entrenaban para esas cosas.

Enterré uno en la madera, sólo quedo su empañadura sobresaliendo. Luego el otro un poco más cerca. Me aferré de ellos y fui trepando como lo haría un alpinista en una monta de hielo. Cuando llegué Petra y Sobe me subieron. Había fuego en las paredes, era casi imposible caminar. El suelo amenzaba con desmoronarse y se caían pedazos llameantes de techo.

—¡Casi llegamos! —esperancé.

Un fragmento de techo se desplomó. Ah sí, estaba cubierto en llamas.

—¡Tenías que hablar! —me recriminó Sobe.

Retrocedimos y tratamos de tomar otro camino. Nos metimos en una habitación, el humo se condesaba como un horno, los hornos no eran inquietantes si no estabas dentro de uno.

Petra señaló un palmo de pared derruida. Escalamos unos escombros, emergimos en otra habitación, buscamos la puerta de salida, tanteamos las paredes hasta que encontré el picaporte. El calor quemaba los ojos, las cenizas en el aire te hacían toser y el humo te hacia lagrimear. La puerta estaba cerrada, con llave, ese dia teníamos tanta suerte como un vendedor de helados en la Antártida.

Golpeamos la puerta repetidas veces, la aporreábamos con nuestros propios cuerpos como arietes pero éramos las bolas-humanas-demoledoras más patéticas de la historia. Finalmente Sobe tomó carrera, e impulsó todo su peso en una patada que desplomó la puerta en el suelo. Nos precipitamos tosiendo al exterior mientras escuchábamos los crujidos de la casa, el derrumbe del bosque y las canciones a coro que cantaban a fuera mientras nos veían arder. Sonaban como un ritual. Sobe cogía con ambas piernas, andaba como un ganso con problemas de equilibrio. Lo ayudé a caminar.

Cuando llegamos al corredor donde estaba el portal casi no lo identificamos, estaba sumido en condensadas nubes negras.

Nos faltaba el oxigeno y dábamos tumbos en lugar de caminar. Sobe ya no era el único que arrastraba los pies. De repente sentí una brisa fría en la cara que fue como una golpiza que me trajo a la realidad. Creí ver un copo de nieve planeando entre el humo. Se desintegró rápido.

Lo atravesamos juntos.

En un momento estaba rodeado de fuego y en otro me encontraba cayendo sobre la nieve. Nos habíamos llevado un poco de cenizas y humo lo que dejó una mancha oscura en el blanco del suelo. Era de noche, un hombre ebrio nos vio desde la otra acera y corrió tambaleante hacia nosotros.

Mi mejilla helaba. Comprimí la nieve en mi mano como si no creyera que habíamos regresado a Canadá, en la colina del parlamento. Sobe y Petra habían dejado de toser. Estaban inconscientes. Petra se encontraba en eso, giró su cabeza hacía mí.

—Tú también me cuidas —susurró, parecía que soñaba y hablaba dormida.

—¿Qué?

—En la casa abandonada, si no hubieses podido escapar del fuego yo tampoco habría escapado.

No comprendí lo que dijo ¿o sí? pero ella había cerrado los ojos y se había desvanecido. Unos pasos firmes llegaron, una figura se inclinó para mirarla. Cuando quise decirle al hombre que nos dejara tranquilos yo también me fui. 

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