La risa del urutaú
El extraño volvió a reír ominosamente y salió del almacén. Apenas se fue, comenzaron los murmullos y algunos hombres decidieron salir a buscarlo. Pero, en cuanto traspasaron la puerta, debieron detenerse de golpe. El sol castigaba el pueblo con una lluvia de fuego pero no había ni rastros del hombre de negro. Sin embargo, detrás del monte, unas nubes abominables avanzaban sobre el cielo como buques de guerra. Negras y terribles, arrastraban un vendaval que sacudía los árboles y conmovía a la tierra misma con un clamor ronco que pronto hizo vibrar las copas y botellas del local, así como todos los vidrios de La Piedad y La Cruz. El resto de los hombres se levantaron también y salieron a ver el terrible espectáculo de la naturaleza, todavía incrédulos pese a la evidencia. Cuando el sol quedó eclipsado por la tormenta y el cielo se rieló con el primer rayo, todos miraron a Don Fermín, éste se sacó el sombrero e inspiró una bocanada de aire helado.
—¡Ahhh! —exhaló—. Siempre diluvia después de tanto fuego. Será una bendición para el campo, aunque algo seguro se pierda.
Entonces sonó el primer trueno y varias aves chillaron en el monte. Los hombres se apartaron y más de uno se santiguó discretamente.
—¡Cagones! —les gritó el viejo—. Tienen miedo de las paparruchadas de un cocorito. ¡Yo soy Fermín De Anchorena y Guzmán! Y naide me anda amenazando.
El segundo trueno estalló más cerca del fulgor del rayo que lo precedió y el aire se llenó de olor a quemado y electricidad. Esta vez los hombres huyeron al tiempo que empezaban a caer las primeras gotas, grandes como canicas.
—Don Fermín... —empezó el Ruso pero el viejo no lo dejó terminar.
—¡No te tengo miedo! ¿Oíste? —bramó mirando al cielo y al monte—. Ni así seas el mismísimo Mandinga me vas a llevar. Yo nací en esta tierra y en esta tierra me voy a morir... ¡pero cuando se me antoje a mí! ¡¿Me oís?! ¡Vos...no...decidís!
Apenas el viejo pronunció la última palabra un rayo terrible se estrelló contra La Gruta sacudiendo las piedras y haciendo temblar la tierra hasta El Cruce. Junto con la descarga llegó el trueno, un grito oscuro, terrible, bronco como el rugido de un dragón enfurecido y, al mismo tiempo, con una sensación de negra hilaridad.
El cielo pareció abrirse y las nubes vomitaron litros de agua helada como la muerte, arrastrados por un viento clamoroso y arrancó árboles de cuajo. El destello fue tal que los pocos que aún estaban junto al Ruso y Don Fermín quedaron enceguecidos por unos instantes. Cuando volvieron a abrir los ojos, el temporal había pasado. El cielo plomizo dejaba caer una lluvia continua pero natural y el viento y los rayos habían cesado casi por completo aunque las nubes aún roncaban débilmente. El suelo era un barrial plagado de hojas, ramas y tejas que la tempestad había arrancado y esparcido.
En medio de esa desolación yacía el viejo Fermín, quebrado como una muñeca rota, con las piernas dobladas una sobre la otra y los brazos extendidos a los costados del cuerpo. Una mueca de espanto le mantenía abiertos los ojos y la boca de la que colgaba un hilito de sangre. Desde la entrañas del monte brotó el llanto enloquecido y desgarrador del urutaú que pronto fue sustituido por su aguda y desquiciada risa, augurio de la desgracia.
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