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Cuentos de negra

—Parece que va a llover.

Cinco palabras; una frase demasiado común. Así, dichas en un insoportable día de verano, con el sol agrietando las calles de tierra y obligando a todas las casas a cerrar las celosías, no significan nada. O pueden condenar a todo un pueblo.

Doña Mercedes, doña Remedios y Celia bebían limonada fresca y se apantallaban con grandes abanicos llenos de arabescos. Entre tanto, las niñas jugaban con sus muñecas bajo la atenta mirada de las dos empleadas de la casa, María Juana y Luisa, quienes sorbían con fruición el tereré. Los azahares del naranjo y el limonero despedían un cálido aroma, mientras el sol jugaba a las escondidas con las hojas de la parra. Cada tanto, un fulgor insoportable cegaba a las mujeres al rielar la luz sobre el mosaico de las paredes.

Un rasguido cortó el silencio como el restallido de un relámpago. Inmediatamente, Merceditas comenzó a llorar al ver destrozada su muñeca favorita por la torpeza de Carmela.

—¡Basta, basta! —tronó María Juana—. O se comportan como señoritas o va a venir Mandinga a buscarlas.

—¿Quién es Mandinga, Marijuana? —inquirió Carmela algo asustada.

—Es el patrón de las brujas y las lechiguanas. Se aparece como un gaucho todo de negro, fino y elegante como un patricio, pero con el facón sin cruz... ¡Y se lleva a todos los chicos que se portan mal!— La anciana extendió sus manos como si fuesen garras y, haciendo una horrible mueca, gruñó.

—¡Mamaaaaá! —El grito de Merceditas resonó en medio del patio. Celia hizo un mohín de desagrado y cerró su abanico con un chasquido.

—¡María Juana, haz el favor de no asustar a las niñas con cuentos de negras!

—Sí, señorita Celia, disculpe.

Un instante después, las tres mujeres volvían a su cotilleo y las niñas jugaban a ser Mandinga.

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