VII. Bailar a tres cuartos
Cuando fuiste novio mío,
por la primavera blanca,
los cascos de tu caballo
cuatro sollozos de plata.
La luna es un pozo chico,
las flores no valen nada,
lo que valen son tus brazos
cuando de noche me abrazan.
~Zorongo, Federico García Lorca (Fragmento).
·⊱✵⊰·
El destino, en el peor momento, puso a Atel frente a mí después de hacerme creer que no volvería a verlo nunca. Un vacío se formó en mi estómago mientras recordaba, involuntariamente, lo feliz que me habían hecho aquellas noches que pasé entre sus brazos, murmurándole disparates al oído, en la oscuridad de la habitación que él rentaba en el pueblo donde yo vivía. Entonces, volvió a mí su imagen descompuesta, suplicándome que no lo dejara a pesar de la distancia, jurándome que me revelaría todo sobre él con tal de que le conservara en mi corazón. Mas yo quería convertirme en alguien nuevo al llegar a la academia de Oriza, dedicarme con pasión a la ciencia que tanto adoraba y dejar atrás lo que hubiese vivido antes de conseguir la oportunidad de estudiar lejos de casa. Deseaba desprenderme de todo, y eso incluía a Atel. No obstante, en contra de todos mis pronósticos, ahí estaba él, como prueba de que yo jamás podría elegir mi camino libremente.
¿Qué clase de entidad atroz se había encargado de construir mi destino? ¿Estaría divirtiéndose, siquiera?
Tal vez era un castigo por haber sido tan desconsiderado al despedirme de quien me adoraba.
Me valí de toda mi fuerza para recobrar la compostura y saludar a Atel con un beso en la mejilla, como lo había hecho con Irid. Él carraspeó después de separarnos, como si también despertara de un trance.
—¡Cuánto tiempo! —exclamé—. Ya ni siquiera me acordaba de ti.
Atel rio ligeramente, ofuscado todavía.
—Confieso que yo tampoco. Estando de viaje, se olvidan muchas cosas, supongo.
—¿Visitaste todo el reino?
—Todo el reino y algunos lugares un poco más lejos. Gruis no me gustó, su rey es muy poco hospitalario, pero la ciudad de Seikia es impresionante. Deberías darte un tiempo y conocerla... Podría llevarte algún día.
Negué con la cabeza.
—Me caga viajar. Es muy cansado, y tampoco me imagino divirtiéndome mucho en lugares donde nadie me conoce.
—Yo creo que vale la pena. —Atel miró a los músicos—. ¿Bailar sí te gusta? Vamos, acaba de empezar mi pieza favorita.
Me tomó del brazo y me llevó hasta la pista de baile, donde los invitados nos hicieron un espacio, volviéndonos el centro de atención. Hice lo posible por mantener la distancia, sin embargo, Atel hacía que me acercara con cada paso que daba. Entonces, intenté concentrarme en la música.
Aquello funcionó hasta que, por accidente, nuestras miradas se cruzaron.
Ese instante fue suficiente para volverme consciente de su respiración, peligrosamente cerca, así como de sus labios rosados y los dos lunares que marcaban su pómulo izquierdo. No fui capaz de hablar, como Zaluz me indicó que lo hiciera; sabía que me sería imposible concentrarme en bailar, hablar de nimiedades e ignorar a Atel al mismo tiempo.
La fortuna rara vez me favorecía. No obstante, aquella vez me ayudó un poco haciendo que el baile terminara pronto, y antes de que Atel pudiera pensar en bailar de nuevo, me encontré con un par de personas que, se supone, debía de conocer.
—¡Deian, amigo, qué milagro! ¿Cómo estás? —Dasylirion, con los modales ligeros que Zaluz me había descrito perfectamente, me abrazó, sosteniendo una copa en una mano—. Te envíe una carta, pensé que no ibas a venir. Llevas desaparecido más de dos semanas.
—Has adelgazado mucho. ¿Todo bien? —preguntó Adhara, la chica que acompañaba a Dasylirion.
Este último la miró con desaprobación.
—¡No le digas eso! —Volvió a abrazarme—. ¡Siento mucho lo de tu hermanito! Pero mira, está bien que hayas venido, así te despejas un poco y dejas de pensar en él, aunque sea un rato.
Dasylirion tomó otra copa y me la ofreció. Intenté cederle la bebida a Atel, pero descubrí que alguien se lo había llevado a la pista de baile. Tuve que aceptarla entonces y decir que estaba esforzándome por superar la muerte de Albiz. Me habría gustado conocerlo para no mentir tanto como lo estaba haciendo.
Cuando la situación se animó, Dasylirion me miró con suspicacia.
—¿Y qué? ¿Hoy vas a probar suerte con ya sabes quién?
Claramente, no sabía.
—¿Con quién? —pregunté, fingiendo no entender su indirecta.
—¡Ay, amigo, pues con el amor de tu vida! —exclamó con obviedad—. Al menos el de este mes.
Enmudecí. No tenía noticia alguna de aquel supuesto amor del duque de Oriza, y si yo no lo sabía, era porque Zaluz seguramente tampoco tenía idea.
Creía que Zaluz lo sabía todo.
—¡Oh! Pues... —Mordí mi labio inferior pensando en una respuesta—. Es que... No le he visto.
—¡Está enfrente de ti! —murmuró Dasylirion, moviendo mi rostro hacia un grupo de invitados a unos pasos de nosotros.
—Ese vestido amarillo le queda divino —agregó Adhara, con una mezcla entre admiración y envidia.
Dasylirion me empujó ligeramente en dirección a la persona que, al parecer, había encandilado a Deian. Negué con la cabeza y me detuve, pero el amigo del duque me quitó la copa, casi intacta, de las manos y volvió a empujarme, insistiendo en que yo no solía actuar con tan poca confianza. Solo así me hizo ceder, no sin que antes me despidiera de él con una seña obscena que jamás en mi vida había usado, pero creí que para el duque sería común. Dasylirion me mostró su lengua en respuesta.
Me acerqué a la persona del vestido amarillo y la saludé con una sonrisa. Tomé su mano para llevarle a bailar la siguiente pieza, e intenté aplicar todo lo que había aprendido con Zaluz. No sabía cuánto habría interactuado el duque con el amor de su vida, pero logré inferirlo por la forma en que se acercaba a mí y me devolvía las sonrisas. Cuando lo creí oportuno, comencé con la perorata: halagué su vestido, levanté su mentón con un seductor movimiento que me había enseñado Zaluz y, sin notarlo, terminé llamándole «Capullo», en vista de que desconocía su nombre. Pareció encantarle.
Ignoro la cantidad de manos que besé aquella noche. Bebí sorbos de un montón de copas diferentes, hablé con docenas de personas, aparentando conocerlas, y bailé con muchas más, contando entre ellas a Adhara y Dasylirion. Las fiestas de la realeza eran muy peculiares: había personas de todo tipo, y algunas incluso tenían un aire terriblemente extraño. En cierto momento vi a un par de mujeres, una de edad avanzada y piel grisácea, y otra más joven, vestida con muy poco cuidado, que seguían con la mirada las vueltas de los jóvenes en el salón de baile como si pudieran comerse la energía que desbordaba de sus sonrisas.
Por más que lo evité, me crucé con Atel un par de veces. Me alejaba de él en cuanto podía. Su presencia me distraía horriblemente.
De pronto, la música cesó. Las personas comenzaron a hacer un espacio al centro de la pista de baile y esperaron. No tardé mucho en entender por qué.
El príncipe se acercó al espacio que ahora estaba vacío y con elegancia extendió una mano hacia un costado. Alguien de la multitud la tomó y se colocó frente a él para comenzar un romántico vals que, al parecer, era reglamentario en la fiesta.
Para mi sorpresa, no fue Tara quien compartió con el príncipe la única pieza que él bailó esa noche. Fue Irid Salvinia.
No me importó separarme bruscamente de Adhara, que tenía su brazo entrelazado con el mío, para buscar a mi amiga entre el montón de gente que observaba la danza de los nobles. Nadé en el mar de invitados hasta encontrarla, parada junto a su padre.
El doctor Velasco era el médico de cabecera de la familia real; conocía detalles sobre la enfermedad que prevalecía entre ellos y se dedicaba a hallar formas de contrarrestarla, aunque con poco éxito a pesar de los años de investigación. Por lo que había escuchado, su lugar en la corte, así como su profesión, habían sido heredados por generaciones, y todas ellas habían dedicado sus vidas a estudiar la aparente maldición de la familia; de haber conocido el caso antes, habría ayudado a Tara a descubrir su origen, dado que ella también se estaba preparando para continuar con aquel linaje de médicos.
La inteligencia de mi amiga, además de la posición privilegiada del doctor Velasco y su familiaridad con la realeza, le habían dado a ella la oportunidad de acercarse al príncipe. Tara estaba perdidamente enamorada de él y, por lo que me había contado, la Estrella de Ónix también la adoraba. Por eso no comprendí la razón por la cual este último bailaba con Irid Salvinia esa noche.
—Joven Deian —saludó el doctor Velasco, inclinando la cabeza al verme—, ¿está todo bien?
—Sí, solo necesito hablar con su hija —murmuré, intentando restar importancia a mi llegada—. Hay algo que no me cuadra.
Me paré a un lado de Tara; ella miraba su reloj de bolsillo como si con eso pudiera ignorar lo que sucedía frente a sus ojos. Tomé su brazo y lo entrelacé con el mío para llamar su atención.
—Güey... ah, Tara —pronuncié con urgencia—, ¿qué está pasando?
Tara me miró de arriba abajo. El entusiasmo que tenía cuando llegué a la fiesta se había esfumado de su rostro.
—Se me hace raro oírte hablar así —contestó en voz baja, guardando su reloj.
—He pasado horas intentando ser la Estrella de Jade, cambiar de papel no es fácil y, si no hablo como él, seguro tendré problemas. Pero ese no es el punto. ¿Por qué el príncipe no está bailando contigo? ¿Es porque aún no hacen público lo que pasa entre ustedes?
Ella se soltó de mi brazo y juntó sus manos.
—En parte, sí —respondió, todavía desmotivada—. Lysil... El príncipe no cree que sea un buen momento para revelar que somos cercanos. Dice que no quiere ponerme en peligro. Aunque creo que yo sé hacer eso sola —esbozó una pequeña sonrisa.
—Pero el príncipe podría haber ocultado eso sin necesidad de bailar con Irid Salvinia.
—Ese baile no era opcional —respondió con acidez—. Como el príncipe dijo que no tenía pareja, el Consejo decidió que bailaría con Irid. Quieren comprometerlos, porque les preocupa la pureza de la dinastía Salvinia, pero el príncipe ya me dijo que no hará caso, y yo también he hablado con Irid. No va a haber boda.
—No me convence —repliqué—. A decir verdad, confío poco en el príncipe. Si es capaz de comprometer la vida de un desconocido por salvar la suya, no me imagino qué otras cosas puede hacer para mantener su posición.
—Es que no lo conoces bien. Estoy segura de que no hará nada que termine por lastimarme.
—Más le vale. Aún no sé si merezca que arriesgue mi vida por él y no soportaría verlo hacerte daño.
—¿Dejarías de protegerlo?
Me encogí de hombros. En realidad, no estaba muy seguro de poder enfrentarme a las consecuencias si aquello sucedía, pero me molestaba que al príncipe no le importara su amor por Tara tanto como debía. Ella no merecía a alguien que pusiera su posición sobre alguien tan valioso como ella. Habría respondido eso en aquel instante, pero no quería restarle valor al cariño que le tenía Tara al príncipe. Volví a repasar a los invitados con la mirada mientras pensaba en lo que podría decirle a mi amiga. Las mujeres de apariencia extraña que había visto ya no estaban.
Cuando sentí que tenía una buena respuesta, alguien se acercó a nosotros.
Perdí el aliento cuando reconocí a la persona que se había parado junto a mí; estaba seguro de que Atel no nos había visto, así que intenté respirar lo menos posible para que aquello no cambiara. Sin embargo, en un momento infortunado, Tara volvió la mirada hacia él y le sonrió.
—Atel, ¿dónde estabas? —preguntó ella con familiaridad—. No te volví a ver entre la multitud después de que bailaste con Deian.
Por reflejo, levanté la mirada. No supe cómo logré mantenerme en pie cuando mis ojos tropezaron con los suyos, pero no iba a desperdiciar ese milagro; carraspeé y tomé el reloj de bolsillo del duque de Oriza con indiferencia.
—Yo sí lo vi un par de veces —comenté, poniendo atención a las manecillas, mas no a la hora. Atel rio ligeramente.
—Estuve saludando a mucha gente. No les hizo gracia que desapareciera por tanto tiempo.
Tara se soltó de mi brazo y se acercó más a Atel. Creí estar empezando a estorbar en su conversación cuando, vagamente, los oí pronunciar el nombre «Deian». Atel tuvo que decirlo más alto para que reaccionara; lo miré, confundido, y volví a sentir que se me vaciaba el estómago. Por fortuna, pude ver por el rabillo del ojo al príncipe, que se acercaba a mí. Era mi oportunidad.
—¡Lysil! ¿Ya estás libre? —exclamé con alivio, caminando hacia él para huir de los profundos ojos de Atel. Tomé el brazo del príncipe como lo había hecho con Tara y me alejé, indicándole con una seña a mi amiga que volvería en un rato.
El príncipe me dirigió hacia un jardín que había en aquel mismo piso, a unos pasos de la entrada del salón de baile. En el centro había una pequeña torre sobre la cual ondeaba la bandera de Carya, y algo más lejos estaba la balaustrada que apuntaba hacia la ciudad, bajando la colina. Apenas se veían pequeñas luces a lo lejos. No había nadie además de nosotros en el jardín, y el bullicio del salón de baile impedía que se escuchara cualquier cosa de la que habláramos ahí.
—No tengo tanto tiempo para conversar —comenzó el príncipe con un suspiro—, pero te agradezco de nuevo por tu ayuda, Ehrel. Me da mucho gusto conocerte.
—A mí me habría gustado más conocerle gracias a la Universidad de Carya, presentándole uno de mis proyectos, Alteza.
El príncipe sonrió.
—Háblame de tú. Es lo mínimo que puedo permitirle al protector del reino. —Me señaló con la mano extendida, enfundada elegantemente en un guante blanco—. Las Estrellas Salvinia te debemos la vida. ¿Cómo está Deian?
Muerto, pero, ¿qué se le iba a hacer?
—Está a salvo—respondí—. Se despidió de Zaluz y de mí cuando nos fuimos de Oriza.
El príncipe sonrió.
—Ya debió haber llegado a su casa de campo entonces. El plan era que él se pusiera a salvo ahí después de prepararte para este baile.
Intenté sonreír de vuelta. Mi rostro no era muy expresivo, sin embargo, fingir me estaba saliendo de maravilla esa noche. No tenía idea de la casa de campo (otra cosa que reclamarle a Zaluz), pero logré disimular mi sorpresa al enterarme.
—He estado usando este baile para buscar sospechosos cercanos a la familia —agregó el príncipe—. Aunque no he podido descubrir gran cosa, sí hay alguien que me da muy mala espina. Es familia lejana, pero casi toda ha fallecido a estas alturas, así que es de los pocos que quedamos. Pertenece a la corte porque se casó con un pariente nuestro que murió hace algunos años; heredó su título, pero está enferma desde hace tiempo y ahora no para de deambular por Senna acompañada de una mujer que tampoco me da mucha confianza. Debe ser astróloga o hechicera, seguro pudiste verla en el salón de baile. ¿No te pareció una pareja muy extraña?
El frío se apoderó de mis hombros cuando recordé la imagen de las dos mujeres extrañas que había visto en la fiesta.
—Vaya que sí. Pero, ¿por qué estaría ese par tan interesado en acabar con la familia? Si una de ellas está tan enferma como dice, ni siquiera tendría sentido que ascendiera al trono, en caso de que pudiera hacerlo.
El príncipe titubeó.
—Su astróloga debe estar buscando alcanzar algo a través de ella. No puedo explicármelo de otra manera. Tal vez cree que con magia puede dirigir a Carya mejor que como lo hace la dinastía Salvinia.
—Los astrólogos solo leen el cielo, Alteza.
—Ser astrólogo es el primer paso para incursionar en magia poderosa —afirmó con escándalo—. Hay que tener mucho cuidado con eso, e impedir que lo utilice a su conveniencia. Aún no tengo muchas pruebas, pero creo que aquella mujer y la viuda de la familia podrían tener algo que ver con todo esto. Ambas estarán en el palacio unos días más, mi guardia va a vigilarlas. Si puedes obtener información acerca de ellas, sería maravilloso.
Asentí con la cabeza, aunque intenté ignorar su petición. No podía pensar en aquellas mujeres sin sentir desconfianza. Abrí la boca para cambiar de tema, pero antes de que pudiese decir palabra, desde el otro extremo del jardín llegó el alarmante ruido de cristales cayendo, junto con un grito que pudimos reconocer de inmediato.
·⊱✵⊰·
✵2772 palabras.
✵N. A.: Para dar un poquito de ambientación, dejo el vals Alejandra, de Enrique Mora:
https://youtu.be/I_Hx69ICaFY
Gruis, el lugar que visita Atel y cuyo rey no es muy hospitalario, aparece en otras dos historias de mi perfil: Un Café para el Evangelista y el cuento El Escribiente, que se encuentra en la antología de Efímeros. Suceden en un futuro cercano a los sucesos de EFDE, por si desean viajar así como lo hizo Atel.
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