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Capítulo 44

La abuela Belmont no era igual que su serio e intimidante hijo, o su fría e inexpresiva nieta. Era más como Matthew, despierta y ocurrente. Quizás no hablaba tanto como él, pero era directa.

—¿No estabas en el manicomio? —Arqueó una ceja y nos miró a los dos. Tuvo un segundo de curiosidad por mí.

Los tres tomamos lugar en el pequeño comedor junto a su cocina. Nos ofreció café y té para calentarnos el cuerpo mientras conversábamos. La circulación de mis dedos volvió a fluir con normalidad gracias al contacto con la taza caliente, se me relajó el cuerpo y desaparecieron mis temblores.

En lo que Matt le explicaba nuestra situación, yo examiné el lugar. Por dentro la casa parecía más pequeña. Traté de no hacer mucho contacto visual con la mujer que cada cinco segundos se giraba en mi dirección. Al parecer, quería que yo también dijera algo que complementase las ideas de Matt. Me apenaba hacerlo, más porque era totalmente ajeno a los Belmont y tenía el prejuicio de que eran gente seria e intelectual.

—¿Qué hay de tu receta? —objetó ella ante la propuesta de quedarnos un par de días.

Esa también era mi preocupación. Mis gestos hablaron por mí con mucha más claridad que las palabras. Matthew no podía estar bien sin medicación; dejarla tan repentinamente le haría empeorar rápido.

—Estaré bien —aseguró su nieto.

Se prolongó el silencio. La abuela se limitó a asentir con la cabeza en movimientos casi imperceptibles. Yo no sabía a dónde mirar, por eso me mantuve encogido en la silla, con la cabeza agachada y los dedos jugueteando bajo la mesa.

De repente, e interrumpiendo nuestra incómoda quietud, la abuela de Matt se aproximó a él y lo sostuvo de la muñeca. Le alzó el brazo únicamente para remangar su suéter y exponer las decenas de cicatrices frente a los tres.

—Tus cicatrices no me lo garantizan —Su voz se engrosó y sus delgadas cejas se fruncieron.

Matthew retiró a toda prisa el brazo para esconderlo de nuevo. Se encogió todavía más que yo en su lugar. Con la otra mano, sujetó su manga para que no volvieran a verse las marcas que tanto le avergonzaban. Fui capaz de apreciar en su comportamiento, en sus gestos, en sus ojos, lo mucho que odiaba lo que se hizo cuando estaba preso de sí.

La abuela Belmont accedió a ayudarnos, pero bajo estrictas condiciones que garantizaran el bienestar de su nieto. No debíamos abusar de su espacio y del tiempo de estancia, tampoco causar desastres. De lo contrario nos echaría o delataría, todo dependía de la situación.

Ella nunca me dirigió la palabra, fui como un mueble más en su casa inmensa. No me odiaba, pero tampoco parecía dispuesta a conocerme. No tuvo el interés suficiente ni para preguntar por mi nombre.

Mi habitación —que no compartía con Matthew— solo contaba con una cama ordinaria y una pequeña y alta ventana. En cierta forma, por las pocas cosas que había, recordé vagamente dónde solía dormir antes de escapar.

Me encerré a voluntad después de que la abuela le pidiera a Matthew charlar en privado dentro de la habitación contigua. En un inicio sentí mucha curiosidad por su conversación y hasta cierto rechazo de los Belmont. Pues, aunque mi opinión no importara demasiado, deseaba estar al tanto de la situación.

Terminé recostado en la cama, buscando restarle importancia al asunto. Como en casi todas las tardes de mi corta vida, miré hacia la nada para adentrarme y perderme en la densidad de mis pensamientos. Las sensaciones de vacío se intensificaron con el pasar de los minutos.

Aunque la casa de la abuela Belmont quedara de paso en el camino a nuestra desaparición, me sentí más abandonado que nunca. Yo no tenía a nadie. Además de Matthew, ¿a quién podía recurrir si lo necesitaba? Me hallaba solo, sin amigos a quienes contactar, sin familiares que accedieran a ayudarme. Y lo peor era que, poco a poco, mi condición estaba empeorando.

Todavía quedaban pastillas dentro de los bolsillos de mi sudadera, pero mi consciencia aún razonaba lo suficiente; no podía tomarlas, aunque lo creyera muy necesario. Solo que cada vez que mis dedos las palpaban, se me aceleraba el corazón.

Sostuve una por enfrente de mis ojos y la miré a detalle casi sin parpadear. Mientras yo creía equívocamente que tomar esto me ayudaba y tranquilizaba, las personas cercanas a mí afirmaban que me estaba matando. No me podía medir; estaba cerca de cometer un suicidio a largo plazo, por eso debía parar.

«Pero solo tengo a Matthew. Nadie más se enterará si muero».

Por más que intenté sacar de mi mente aquel repentino pensamiento, no pude. En su lugar, lo repetí una y otra vez. Solo Matt. Los demás ya no importaban porque los había dejado.

«¿Por qué estás pensando en la muerte justo ahora?», se lo atribuí al silencio y a la soledad porque me quise negar en todo lo posible a mis cada vez más vivas fantasías suicidas.

Me senté sobre la cama, metí ambas manos a mis bolsillos y saqué todas las pastillas. Las aprecié por un par de minutos en lo que decidía qué hacer. Tuve miedo de enloquecer si me deshacía de ellas, pero tomármelas tampoco era una buena opción.

«Desaparecerán esas fantasías, Carven», me decía mi subconsciente para que las tragara y cayera nuevamente en la tentación. Las apreté en el interior de mis puños, cerré los ojos, suspiré con dificultad. Si las tiraba, me sentiría ansioso. Si las ingería, culpable.

Matthew entró a la habitación justo cuando seguía con mi debate interno. Su repentina aparición causó que me sobresaltara. Por un momento olvidé lo que tenía en las manos y él de inmediato lo notó; su descontento fue inevitable.

Se acercó con rapidez, me tomó de la muñeca casi como su abuela hizo con la suya horas atrás, y me obligó a darle las pasillas sin tener que decir ni una sola palabra. No pude negarme, ya que no quería que entre nosotros surgiera un nuevo conflicto. Él tampoco se encontraba medicado y no sabía qué tanto podía afectar eso en su actitud pese al poco tiempo transcurrido.

—Las esconderé para ti —porque Matt también sabía que mi dependencia me haría perder la cordura si se deshacía de ellas.

Regresó a la habitación poco tiempo después. Ya más tranquilo, se sentó a mi lado en la cama. Desde que llegamos no habíamos conversado sobre nuestro presente y futuro gracias a la intervención de la abuela Belmont, por eso creímos que ese era el momento adecuado.

—Mi abuela saldrá dentro de unos minutos para comprar el medicamento que necesito —Se rascó el cuello y posó los ojos en la esquina de la cama—. Servirá para un par de meses.

Aunque la mujer estuviese enojada con él por cometer la estupidez de huir, no podía delatar a su nieto preferido por el amor que le tenía. Mientras nos quedamos, se propuso a cuidar de la salud mental de Matt. No quería que, una vez los dos solos en el exterior, nos enfrentásemos a peores dificultades gracias a su trastorno.

—Solo será por unos días, ¿de acuerdo? —Buscó mi mirada, sin mucho éxito—. Después desapareceremos, lo prometo.

Nunca habíamos levantado el meñique para prometer algo, por eso me lo tomé un poco a juego. Le respondí con el mismo gesto antes de balancear las manos un par de veces y asegurar así nuestra promesa.

La abuela se despidió desde las escaleras con un grito. Avisó que se demoraría porque iría a la ciudad. Antes de marcharse por la puerta, nos amenazó con que no podíamos abandonar la casa o alertaría a nuestras familias. Creyó que eso nos asustaría lo suficiente, o por lo menos a su nieto.

Matt se levantó antes de que continuáramos con la conversación y se dirigió a la pequeña ventana de mi habitación. Levantó la cortina muy poco, lo suficiente para que uno de sus ojos se asomara y visualizara a la abuela desaparecer a la distancia. No dijo nada hasta que la creyó lo suficientemente lejos de la casa.

—Hay que salir —dijo en cuanto soltó la cortina.

Sin que consiguiera esquivarlo me tomó de las manos, tiró de ellas para levantarme de la cama y me obligó a seguirlo hasta las escaleras. En un inicio no opuse resistencia e incluso fue una forma gratificante de despejar mi mente y volver a ahogar mis preocupaciones.

Con una sonrisa en el rostro examiné su espalda, la parte trasera de su cabeza, su mano sosteniéndome con dulzura. Pese a la oscuridad causada por el cielo nublado, Matthew brillaba con luz propia igual que en el pasado. Mi forma de verlo volvió a involucrar la admiración. Se veía bien, recobrado y despierto, en paz consigo mismo.

Bajamos las escaleras con lentitud; atravesamos la sala, el comedor y la cocina a trote porque la simple idea de desobedecer a la abuela nos animó a hacerlo cuanto antes. Las cortinas se mecieron, olía a humedad, tierra mojada, a sal. Y el aire también congelaba hasta el punto de irritar nuestras gargantas.

Dentro de la casa estábamos seguros, pero aburridos. Afuera se encontraba esa libertad que tanto buscábamos. Por ese motivo, de pie frente a la puerta trasera de vidrio, nos quitamos los zapatos para sentir la arena blanca entre nuestros dedos y bajo las plantas de los pies.

Hacía viento, pero el sonido de las olas era mucho más potente y tranquilizador. Bajamos unos pocos escalones y conectamos de inmediato con la naturaleza y su belleza grisácea. Gaviotas revoloteaban a lo lejos, no se veía a nadie caminar. El cabello se nos alborotó bastante, más a Matthew porque lo tenía largo. De nuevo se nos enrojecieron las mejillas, se nos enfriaron las manos y los pies.

Amé que todas esas ráfagas le descubrieran el rostro y me lo mostraran en su forma más pura y real. Fue complicado eliminar la curvatura de mis labios y soltar su mano. De nuevo me sentía feliz y, sobre todo, acompañado de la persona que más valor tenía para mí.

Comenzamos a correr. El frío no nos importó. Extendimos los brazos, nos reímos, dimos vueltas entre brincoteos e incluso gritamos por la euforia y la felicidad. Siempre estuvimos uno al lado del otro, dándonos unos cuantos empujones con los hombros o balanceando las manos que sosteníamos.

—Nunca había visto el mar —confesé de manera inevitable cuando noté que en verdad nos encontrábamos tan cerca de él.

El chico me observó con cierto asombro y confusión; no se lo creyó a la primera. Me contó en breves que esa ciudad había sido su hogar los primeros años de su infancia y que también solía venir con frecuencia hasta que ocurrió aquel incidente que lo cambió todo en su vida. Le gustaba mucho porque no era una playa vacacional, calurosa y húmeda como las que tanto vi en fotografías.

—Nevará aquí dentro de unos meses —Inhaló con profundidad y satisfacción—. Tenemos que volver para que lo veas.

Poco a poco nos acercamos al agua. En todo momento yo estuve detrás para observar e imitar los movimientos de Matt. Una vez en la orilla, mis pies se atrevieron a sentir la espuma que se formaba en el borde, también el movimiento de la arena gracias a los oleajes.

Mi acompañante se paró frente a mí y pateó el agua para salpicarme con ella. Todavía no quería que paráramos con los juegos aun tratándose de un momento de relajación. Respondí de la misma forma casi de inmediato para cobrar venganza. Y en cuestión de segundos, ambos ya nos habíamos empapado. Usábamos los pies, las manos, nos empujábamos o nos jalábamos de los brazos o la ropa buscando que el otro se cayera. Todo sin dejar de reírnos y divertirnos.

Nos rendimos luego de que los estómagos nos dolieran de tantas carcajadas y las energías se nos agotasen por culpa de los juegos. Recobramos el aliento uno junto al otro, a la orilla donde nuestros tobillos aún se cubrían de agua salada.

Contemplamos el horizonte en silencio, analizamos el movimiento de la playa, reflexionamos muy poco sobre la naturaleza, pero mucho sobre nuestro presente. Nada que no pensáramos antes hasta el agotamiento.

—Entremos —Se aventuró a decir para romper con la armonía.

Estupefacto, contesté que no era buena idea, que el agua nos quemaría por lo fría y que no teníamos ropa extra. Busqué todas las excusas posibles para no entrar. Mi miedo al mar obviamente no había desaparecido.

Sin embargo, se hizo de oídos sordos, me tomó de la muñeca y me jaló adentro de inmediato. Nos sumergimos con rapidez, aunque me resistí. Traté de retroceder en varias ocasiones, más cuando volvió mi latente temor a ahogarme como ocurría en mis pesadillas.

Matthew se resistió tanto como yo, solo que en dirección contraria. A cada forcejeo, él aumentaba la fuerza con la que me sostenía, llegando a lastimarme. Insistía demasiado.

—No quiero seguir avanzando —Tuve que sincerarme a medias—. No sé nadar.

—Entonces hasta que el agua nos llegue al cuello —Y continuó tirando de mi brazo con una sonrisa emocionada.

Tierra firme se hallaba cada vez más lejos. Tirité por el clima, el agua, el miedo. El mar ondeaba cada vez con más velocidad, se sentía denso. Me pesaba respirar por la presión y la angustia, por eso no me salían las palabras para pedir que nos detuviéramos.

Cerré los ojos, traté de controlarme y dejarme llevar sin éxito alguno. Aunque no quería molestarlo, no podía dejar de tener en la cabeza aquella constante inquietud de que Matthew me ahogaría tal y como en mis pesadillas. ¿Eran acaso una predicción de mi muerte?

Él percibió las sacudidas de mi cuerpo y escuchó mis agitadas inhalaciones por encima del ruido que las olas producían; solo por ese motivo paró con su caminata cuando el agua salada alcanzaba nuestro pecho.

—Ya no más —Conseguí hablar por encima del temor.

Me vi obligado a sostener su muñeca para que soltara la mía. Aunque quisiera verlo directo a los ojos para demostrarle una seguridad inexistente, solo podía vernos completamente rodeados por agua grisácea, oscura y cada vez más descontrolada. El viento que corría por todas partes parecía alterar la tranquilidad de las aguas, del cielo nublado, de mi propia existencia.

—Quiero que volvamos —De nuevo retrocedí, todavía preso de Matthew—. No me gusta el mar.

Además, me congelaba vivo. ¿Cómo es que él aguantaba una temperatura tan baja sin manifestar ni una pizca de incomodidad? Matthew asustaba, más cuando se comportaba de una forma indescifrable y extraña.

—Pero tus intenciones siempre fueron nunca volver —Finalmente contestó—, estuviéramos donde estuviéramos.

Yo no hablaba tan literal. Sí, tenía la esperanza de jamás volver a la ciudad donde me crie, pero no de hacer exactamente lo mismo en cualquier parte o situación. ¿Hablaba en serio o solo buscaba que viera que esas intenciones de desaparecer eran estúpidas? ¿Quería que me percatara de que siempre necesitaría volver a mi lugar de origen sin importar cuánto tiempo pasara?

Un trueno se oyó a varios kilómetros. El aire nos tapó los oídos gracias a la violencia con la que corría. La densidad de las olas y sus movimientos cada vez eran más fuertes que la firmeza con las que mis piernas se mantenían quietas.

Continué en silencio, con el rostro agachado y los labios apretados. No sabía si esta era una lección que Matthew quería enseñarme o yo mismo lo interpreté así en respuesta a mis inquietudes. No era capaz de entender lo que me sucedía y por eso, Matt sintió pena por mí; lo leí en sus ojos entrecerrados, en sus labios tensos, en esa mano que me arrastró para que me sumergiera con él en el mar.

—Regresemos, entonces.

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