Capítulo 25 (Final 1º parte)
En toda su belleza, en todo su esplendor, jamás un reino, de todos los que había pisado, le había impresionado tanto como la belleza, la expansión y la increíble luz que rodeaba al Reino de las Olas.
Muros de piedra blanca, lisa y brillante que a simple vista podían pasar por cristales o perlas brillantes sacadas del mismo mar, de sus tesoros ocultos para dar vida a un reino que daba luz por sí solo, sin necesitar más que un simple rayo de sol, y eso era prácticamente lo que había, miles de rayos, luces en arcos que se rendían a la impresionante materia para compartir, con los espejos, haciendo de que unos a otros rebotasen la misma luz para dar resplandor a cada superficie o rincón oscuro, donde en cuyo lugar no había ni una sola sombra.
–Impresiona, ¿Verdad? –Cain, a su lado habló con orgullo y tan maravillado como si fuera la primera vez que veía su reino.
Ebolet con la sonrisa en sus labios le dijo que sí en un movimiento de cabeza. Había traducido millones de palabras para poder describir lo que se anteponía ante ella, un reino majestuoso lleno de riquezas y joyas revestidas en un manto de satén blanco, pero sus labios no podían definir con claridad y en una única palabra todo lo que observaba.
La palabra; maravilla, era una memez comparado con sus verdaderos sentimientos.
–Pues, esperar y veréis– añadió Cain con un misterio halagador en sus palabras–. El interior en más impresionante que la presentación.
–En tal caso, espero que estéis prevenido para servirme de apoyo, me parece que cuando ponga un pie en vuestro reino…desfalleceré.
–No lo creo, sois demasiado fuerte– bromeó–, pero…estaré preparado, mi señora.
La sonrisa que demostró el soldado de las Olas cuando le guiñó un ojo a su futura reina, llenó el corazón de Ebolet de una preocupante pero agradecida tranquilidad que deseaba más que un golpe en la espalda para animarla.
Estaba a punto de ser presentada ante su futuro esposo, estaba a punto de cruzar la línea de su futuro hogar, y estaba a punto de hacer ese cambio tan radical en su vida.
Miró ese mar, esas aguas cristalinas que ahora serían sus aguas y su mismo rostro se ondeó en el agua, en sus olas hasta que varias figuras, con cuerpos de pez en tonalidades diferentes, salieron, desde la profundidad para saludarla, rompiendo de esa manera su antigua imagen en el espejo del mar. Cada cuerpo la siguió hasta la entrada del reino como si ellos mismo fueran sus protectores.
– ¿Estas nerviosa? –preguntó Jeremiah colocándose a su espalda.
–Estoy aterrada– le confesó, al tiempo que observaba como Cain, se alejaba dando gritos a sus soldados para prepararse, luego, se giró cara él. Jeremiah la miraba con una ceja alzada.
–Después de saltar de un caballo a otro sin que la bestia se detuviera, escapar de unas águilas, enfrentarte a tres escorpiones salidos del infierno, salvar a tres reyes y sus guerreros de las adorables Amantrapolas– ese comentario lo pronunció con sarcasmo y provocó que su hermana sonriera.
–No olvides los Centuriones– le recordó Ebolet, ya que de todas las luchas esa y la última eran las que más presentes tenía. La razón era, nada más y nada menos que, la persona que los comandaba.
El recuerdo era él y no sus bestias.
–No había terminado, querida Orquídea.
Al escuchar ese apelativo Ebolet, sintió un estremecimiento y todo por dos recuerdos, la afición en que se había convertido su flor en ser llamada así por Catriel, y el vivo recuerdo de Tristan. No obstante, trató de disimularlo, por suerte, su hermano notó ese ligero temblor y lo interpretó como una muestra de nervios o terror, como ella misma había pronunciado momentos antes, ya que después de arropar sus hombros con sus brazos y abrir las comisuras de sus labios en una sonrisa para que ella se sintiera bien, continuó:
–Lo recuerdo– dijo con pesar–, como recuerdo el animal salido del propio infierno, aquel que casi te devora… Disculpa, te devoró. Ese es un recuerdo que nunca olvidaré– rectificó mientras sus labios hacían una mueca de disgusto. Jeremiah se pasó la mano por la cabeza, retirándose el cabello y sonrió de nuevo–. Después de enfrentarte a todos esos seres, a todas esas aventuras, peligros y locuras ¿ahora le temes a un rey?
–Temo otra cosa, algo completamente diferente– reconoció con pesar, mientras dirigía una mirada al horizonte, fijando su vista en la perdida imagen de un fondo de mar para no pensar sobre nada más.
–Mil recuerdos nacerán que harán olvidar los mil recuerdos que has grabado de este viaje.
Jeremiah retiró unos cabellos de la muchacha que habían caído hacia delante y los dejó caer por su espalda, sin retirar la mano comenzó acariciar el resto de su cabello en un gesto que sólo fuera para el consuelo. Los hombros de Ebolet decayeron sin fuerzas gracias a ese toque y se apoyó en la dura madera que se ofrecía de barandilla.
–Sólo hay un recuerdo que preciso olvidar, más que el motivo que me ha atraído hasta aquí o el hecho de convertirme en reina.
–Pues en ese caso deja de temer, porque te aseguro que conseguirás olvidarlo todo… Hermanita.
Ebolet dejó mirar tal despampanante reino y su horizonte para dar vista y dejar que sus ojos se volcaran, con una mirada cálida en los de su hermano.
–Os haré caso, mi rey… Sin embargo, y muy a pesar– bajó su mirada y señaló el vestido, manchado, rasgado y completamente indigno de una princesa que cubría su cuerpo–, me parece que debería preocuparme por mi apariencia. Presentarme de esta forma… Me hará parecer…
–Absolutamente nada. Sufrimos nuestros contratiempos ¿Qué quiere ese rey?– preguntó Jeremiah con incredulidad–. Si le ofende tu apariencia y tiene el calor de mostrarse insultado… Me encargaré de decirle, sin tapujos; que viniera él mismo a recogeros al Reino de la Luz.
Ebolet no pudo reprimir una risilla e imaginase a su hermano, atacando al rey de las Olas. Estaba segura que si Variant le faltaba el respeto, Jeremiah le demostraría lo bien educados que eran en el Reino de la Luz.
–En vez de salir de un viaje largo, parezco salir de una batalla campal– añadió Ebolet.
–Eso mismo es lo que acabamos de vivir– reconoció él con una sonrisa.
–Igualmente, no parece una excusa tan...
–Tan nada– interrumpió con voz seria, después alzó la mirada y esos ojos castaños los clavó en ella con decisión–. Estas preciosa, y si ese rey se atreve a decir algo de tu aspecto, te cogeré en brazos y volveremos a casa.
Escuchar esa palabra y añadirle el recuerdo de su hogar, de sus jardines o el simple color de las paredes de sus aposentos, suavizó a la vez que estrujó su corazón. No mostró ningún signo más, o al menos lo intentó, la máscara que se posaba en su rostro como un velo caído en forma de cortina era cada día más fuerte pero su hermano, era tan difícil de engañar que dudó que ese falso sentimiento, de sonrisa fingida, efectuara un labor de engaño sobre Jeremiah, así que, decidió continuar con la conversación antes de que él abriera la boca o decidiera ahuecarla con un gesto tan familiar como un tierno abrazo de oso.
–Después del viaje tan arriesgado por el que acabamos de pasar ¿volverías sin conseguir nada?
Tanto la pregunta como los ojos de la princesa fueron directos a su hermano con una escondía y cómica burla. Jeremiah abrazó más fuerte a su hermana y le dio un beso en la coronilla.
Finalmente, el abrazo de oso.
–Volvería contigo, eso es mucho más que todo el oro de un reino.
El barco dio un tirón y ambos hermanos se separaron.
Atrancaron en lo que parecía un embarcadero con una larga y ancha pasarela blanca llena de arcadas decoradas con estrellas y caracolas de mar en tonos azules tan claros como el cielo despejado que brillaba sobre sus cabezas. Las velas, de colores fuertes con el emblema de los Wakxadis se enrollaron con rapidez y los cuerpos, incluyendo el de Jeremiah, se pusieron en movimiento para tocar lo más parecido a tierra que se podía calificar en todo el Reino de las Olas.
Los primeros en despedirse fueron las águilas que decidieron permanecer en el barco hasta retomar el viaje con los dragones. Galo y su hermana abrazaron a Ebolet y le desearon un feliz matrimonio, el rey, en un comportamiento un poco extraño, besó su mano, mientras le dedicaba una picarona sonrisa que provocó un rubor intenso en las mejillas de la princesa.
Finalmente, tras ver como su hermano pasaba por la pasarela puesta para ayudar a los tripulantes en bajar, miró una última vez a su espalda, a los guerreros que los habían acompañado, ayudado y salvado. Otro recuerdo de valerosos hombres que llevaría con ella. Una pequeña ojeada y se dio cuenta de que, Catriel y los hermanos; Jorell y Meir, no estaban, es más, habían desaparecido. Suspiró y de nuevo, levantó la mano y se despidió de cada uno de los presentes.
Antes de bajar del barco, una enorme mano se apoderó de su muñeca y la frenó. Cuando se giró, se dio con un enorme torso cubierto de pieles de animales. Alzó la mirada con la sonrisa en los labios y el Wakxadi le devolvió la misma sonrisa.
–Mi señora, desearíamos ofrecerte un regalo, sinos permites unos segundos.
Ebolet se giró hacia su hermano, él, Dalila, sus propios hombres y los guerreros de las Olas esperaban pacientemente a que la princesa bajara, pero ella sólo miró a Jeremiah, este un poco confundido, aceptó con la cabeza para darle permiso en aceptar esa ofrenda, ya llegaban con unos días de retraso, no sucedería nada si ese retraso se ampliaba a unos minutos más.
Finalmente, Ebolet se giró hacia el Wakxadi y aceptó el ofrecimiento.
El jefe de los Wakxadis la acompañó a la bodega de carga, justo donde Ebolet había pasado la noche, sólo que antes de entrar a esa gran sala, se desvió por un segundo camino y se sumergió en uno de los pasillos laterales que no había visto antes. Su acompañante abrió una puerta que había al final de tal siniestro lugar y se retiró a un lado, después, con gran educación, señaló con la cabeza que entrara. Cuando Ebolet se deslizó en su interior la puerta se cerró tras ella en un golpe seco y se quedó en la soledad de ese lugar. Miró con ceño esa madera astillada hasta que un crujir a su espalda le puso la piel de gallina. Lentamente se giró, con la cabeza gacha y el corazón en un puño.
La figura del guerreo que se ponía ante ella como todo poderoso, era difícil no distinguirla. Ebolet conocía perfectamente cada curva, gesto y dibujo de su cuerpo como si ella misma lo hubiese creado, pero todo se debía a que, simplemente, lo tenía bien estudiado y memorizado en su cabeza como los miles de recuerdos que guardaba de su reino.
El crujir se hizo más fuerte en el momento que el enorme cuerpo de Catriel daba un paso. Ebolet que caía de su ensoñación para terminar dándose cuenta de que había caído en una trampa se dio la vuelta para alejarse del peligro, pero en el momento que colocó la mano encima del picaporte la voz de Catriel la frenó al instante.
–Yo de vos, me lo pensaría antes de irme.
– ¿Es una advertencia o una sugerencia? –preguntó Ebolet manteniendo su mano cerca de su salida.
–Lo que deseéis–ronroneó él–, pero terminareis prestándome atención.
Ebolet tomó una intensa bocanada de aire y cerró los ojos, el problema es que, el aroma de Catriel llegó a ella y una parte de su cuerpo decidió que sería una buena idea escuchar, la otra, la defensiva, le golpeó desde su interior para que no demostrara tanta sumisión a ese hombre.
–No os temo –pronunció al tiempo que dejaba caer sus dedos en el metal y presionaba.
–Os lo advierto princesa, si os vais, le contaré a vuestro futuro esposo todos nuestros encuentros. Creo que pondrá una gran atención al encuentro en la bañera, y podré darle muchos detalles, lo tengo grabado a fuego en la memoria. –Ebolet se giró abruptamente con el semblante anonadado y lo miró. En ese tiempo, Catriel había avanzado unos pasos, no lo tenía súbitamente cerca pero si podía diferenciar bien sus gestos y la sonrisa que resplandecía en su boca–. O será posible que le interese más el último, el sufrido en las cuevas. No sólo yo estaba desnudo, vos, mi querida Ebolet, lucíais hermosa con esa camisola de tirante fino… Podría decirle y adelantarle de qué color es la aureola que gobierna ese tenso pezón y…
–Basta– lo cortó con la respiración acelerada–. ¿Qué queréis?
Catriel se cruzó de brazos y tuvo el valor de rascarse la barbilla en un gesto de burla, no sin antes asegurarse de un rápido vistazo en que el anillo no lo llevaba puesto. Ebolet no se lo había puesto, y eso sólo podía significar una cosa.
–Me preguntáis; ¿qué quiero por mi silencio? o ¿qué quiero en general?
–Os pregunto; ¿qué queréis para poder dejarme en paz?
Los labios de Catriel se ampliaron, esas comisuras se estiraron pero la sonrisa no era una demostración de felicidad, fue grosera, hasta el punto de mofa y descarada victoria.
–Sabes lo que quiero, Ebolet. –Catriel dejó caer sus brazos y borró su sonrisa para terminar mirándola con seriedad.
El pecho de la princesa se hinchó en un repentino movimiento y su respiración, tras ese golpe se aceleró. Claro que sabía lo que deseaba ese rey, lo sabía porque desde que su viaje se había reducido a la cercanía y a la constante provocación (cosa que ella también había promocionado), no había dejado de insistir en ello.
–Un beso– pronunció en voz alta.
–Correcto– coincidió con ella y sintió el orgullo de saber que en la cabeza de la princesa, el recuerdo continuaba presente como una dulce palabra o un precioso atardecer–. Un beso tuyo, un beso de ti y un beso que no tenga que robar.
–Al menos reconocéis que me robáis los besos…
–Todos los que habéis deseado.
El precario deseo, la íntima necesidad de su corazón y el amor que le procesaba a ese rey habían delatado todos sus sentimientos al entregarse a él con toda la facilidad que una presa acorralada se entrega a su asesino. Aterrorizada y sin salidas, dando pasos lentos mientras el corazón y los pulmones dejaban de funcionar.
Así se había sentido siempre cuando Catriel andaba cerca de ella o cuando ese color verde de ojos se fijaba en la silueta de curvas perfectas de la princesa.
–Me parece que no comprendéis el significado de la palabra deseo.
–No sólo la comprendo perfectamente, también la he visto en tus ojos, en ese negro, brillando y resplandeciendo. –Catriel, que había pasado de la educación para tratarla con derechos, levantó el mentón y en su mirada se grabó la misma seguridad que salió de su voz–. Sí temes que descubra algo que he sentido, visto y vivido durante todo el camino, estar tranquila, ya lo descubrí, y esas riquezas encontradas, me han encantado. Adoro la forma en que te estremeces cuando estoy cerca de ti.
La audacia de sus comentarios con la nota risueña que había en su voz hicieron ruborizar a la muchacha, quien parpadeó por la sorpresa de tal descarada declaración, pero, que se podía pedir de un bárbaro que arremetía sin piedad, tanto de boca como con el cuerpo, contra ella sin pedir permiso en más de una ocasión, quien no le había importado tratarla de sirvienta a esclava o sin la mínima educación.
–Sabéis que, un beso no cambiará nada.
–No pretendo cambiar nada, las cosas seguirán su camino. Cada destino tiene su línea en un entrecruzar de caprichos que aun sin desearlos, se topan con nosotros. Cada cual elige qué camino tomar, nadie empuja un alma a controlar que paso dar–. Catriel ladeó la cabeza ligeramente y se lamió los labios–. Hay un camino, un cruce y un único destino.
–Y el nuestro se rompe hoy– sentenció Ebolet con voz firme.
–Puede– dijo Catriel sin convicción en la voz.
–Puede no, este es el final, Catriel. Nuestros caminos se cruzaron, pero nunca se juntaron, jamás dos vidas tan distintas, tan enfrentadas podían terminar ser unidas. Nunca serán una.
–Somos iguales Ebolet, sólo que tú, todavía no te has dado cuenta, pero–Catriel levantó la mano para acallar la siguiente queja de ella, esperó y al observar que Ebolet se mantenía callada y a la espera, prosiguió–: no te he traído aquí para especular sobre nuestras vidas, ni mencionar nuestras diferencias–. Catriel dio dos pasos hacia delante con la barbilla alta y la seriedad cubriendo sus labios–. Te he traído para recibir un beso de tus labios, una ofrenda o una despedida, como quieras llamarlo. Tan sólo te pido un último deseo, mi deseo ¿puedes concedérmelo?
–Vuestra codicia no tiene límites.
–No lo sabéis bien– murmuró débilmente Catriel, acortando la distancia.
Aquella muchacha no sabía lo peligrosamente cerca que estaba de averiguar lo muy codicioso que era cuando deseaba algo. Todos y cada uno de los nervios de Catriel estaban completamente tensos, preparados para liberarse si así ella lo mencionaba. Deseaba arrollarla con sus bazos, arrancarle ese vestido maltrecho que llevaba puesto y cubrir cada pulgada de aquel delicioso cuerpo con el suyo. Pero lo que hizo fue ignorar parte de su imprudente y decadente desafío y esperar a que ella diera el primer paso, después, una vez los labios ya fueran suyos… Que los dioses le ayudaran.
–No soy nada vuestro. Elegís mal al darme ordenes o pedirme un deseo después de ese comportamiento grosero que he tenido que soportar durante todo el viaje –replicó ella, alzando la adorable barbilla.
Ebolet vio cómo se encendía la chispa de desafío en esa verde mirada llena de fuego.
–No me culpéis de defenderme contra esa boca desafiante que tenéis.
–No merecéis nada de mi parte. Yo también he actuado con mis propias defensas y si os ha molestado mi comportamiento, tendréis que reconocer que, es únicamente gracias a vos –advirtió ella, sacudiendo rebelde su oscuro cabello.
Catriel, impulsado ya por la corta paciencia que se agotaba, la cogió del bazo y la miró directamente a los ojos para que no hubiera ninguna posibilidad de malinterpretar sus palabras.
–Ebolet, te lo pido con educación –su educación era simplemente decir las cosas a base de bufidos y la mandíbula tensa–, puedo hacerlo a mi manera pero antes de notar tu respuesta, tendría que controlar esas manos e incluso esos pies para poder disfrutar ambos del beso, y no tengo tanto tiempo como me gustaría como para proceder de esa forma. Dámelo sin más.
Ebolet se sentía cada vez, más débil bajo el ardor de su mirada depredadora. Comprendía demasiado tarde que lo había llevado demasiado lejos. Su mirada de pura posesión hacia que un escalofrío le recorriera la columna. La intensidad primitiva que leía en sus ojos le hacía pensar que nada le gustaría más que tirarla en el suelo, como un animal y violarla como un temerario y salvaje vikingo.
Era la primera vez, en todo el viaje que percibió un gran y claro peligro. A ese hombre nunca nadie podría controlarlo.
Se mordió el labio y dio un paso hacia atrás, quedando completamente encerrada al chocar contra la puerta. Tal vez se había equivocado en sus cálculos, de repente no veía ninguna sensatez en negarse a lo que claramente, ese bárbaro podía obligarla sin decir ni una sola palabra, tan sólo en alarga un brazo y ya sería suya.
El tembloroso cuerpo de la princesa se venció un poco hacia delante, apoyó sus manos en el torso duro de él. Catriel aguantó la respiración, mientas observaba como esos labios se acercaban, para su desesperación, demasiado lentos hacia los suyos. Ebolet se puso de puntillas y estiró su cuello, todo lo posible para acercarse a él. Catriel no puso nada de su parte, la dejó trabajar a ella, ella era quien lo tenía que besar y así actuó, controlando cada célula de su cuerpo en no aplastarla contra él para arremeter con pasión contra sus labios de una vez, una arrebato que comenzaba a quémale por dentro. Lo soportó como un héroe y se ocupó en observar la delicada figura tratando de alcanzar el sabor de sus labios.
Por fin los labios se encontraron, se rozaron y ella lo besó, como bien él le había pedido, lo único que no fue como a él le hubiese gustado, tan sólo fue un casto beso y se retiró antes de que Catriel pudiese notar el mínimo calor que ella podía desprender.
Ebolet se retiró y lo miró, Catriel, confundido se dio cuenta de que ya había terminado y no estaba muy de acuerdo con el deseo concedido.
–Eso no es un beso, princesa– ronroneó y lo oyó soltar un juramento al cógela de la cintura y pegarla de nuevo a él–. Pero es una buena invitación de aquello que me ofrecéis.
–No es…
–Ahora, hazme el favor, y bésame bien –interrumpió y estampó sus labios contra los de ella.
Su beso tan fiero y posesivo como los de siempre, tan cálido y arrebatador que le fue imposible luchar contra él. Y su sabor, como lo recordaba, salado a la vez que dulce, tierno a la vez que salvaje e increíblemente, una cosecha hecha por el propio Catriel, su deliciosos sabor particular.
Las manos dejaron de luchar en el mismo instante que ella rodeaba con sus pequeños brazos el cuello de él. Catriel gruñó, rugió con devoción al sentir la rendición y egoístamente comenzó a grabar la prueba de su posesión, su nombre por todo el delicioso cuerpo de ella, una marca para que Variant, cuando la tuviera delante no la tocara y si se atrevía hacerlo, observara, con amargura y furia como Catriel de Galinety tenía sus iniciales marcadas en dorado en la piel de ella.
Sintió el aliento de Catriel contra su mejilla y como esos brazos la rodeaban con más fuerza, casi llegando alzarla en el aire, sujetándola contra su cuerpo, y no se equivocaba. Catriel la llevó a una especie de banco de madera con varios cojines y la tumbó con delicadeza. Una de sus piernas se interpuso entre las de ella y a Ebolet no le quedaron fuerzas para negar que ese hombre se colocara en el centro.
Lo amaba, era demasiado tentador y cometería una tontería de la cual se arrepentiría toda su vida si no permitía que ese beso se alargara. Deseaba el beso más que él, y deseaba ese final de su viaje y para calmar la sed de su descompuesto corazón.
Con cuidado y despacio, Catriel se acomodó, tensando sus brazos a cada lado de Ebolet para no caer inerte por las mil sensaciones que ella le procesaba, que esa Valquiria, loca y tremendamente arrebatadora, le trasmitía con la misma facilidad que un volcán en erupción, soltando bolas de fuego por todo su cuerpo y quemando la piel que ya ardía sin remedio. Se encajó, a la perfección entre las piernas de ella, con destreza sintió el hambre de ella y no pudo evitar restregarse, lo que parecía un poco se convirtió en una dulce necesidad y agradecida ella emitió un sonido de satisfacción.
Catriel orgullosos de ser el responsable de tal grito gutural se separó un poco de ella, simplemente para ver esos ojos resplandecer como luciérnagas de noche, pero aparte de encontrarse con unos ojos brillantes, también encontró el brillo de varias gotas caer por sus mejillas.
– ¿Te he lastimado? –preguntó con una nota dulce llena de preocupación. Ebolet negó con la cabeza–. ¿Y por qué lloras?
–Vuestro tiempo se termina, y pensáis perderlo con una simple pregunta.
–No– contestó secamente–. Pero no pienso ver como lloras por el error que crees que estás cometiendo al responderme. Variant es un cerdo que no se te merece.
Ebolet se incorporó bruscamente con la ayuda de sus brazos y nada más chocar contra el cuerpo de Catriel, este se retiró de su cercanía como si ella lo hubiese golpeado. Ese gesto, junto con la crítica hacia Variant, terminó con la pasión y comenzó a enfurecerla.
–No he pedido consejo de vuestra parte. –Se levantó, dejando a Catriel sentado y con el semblante salvaje. Lo miró furioso y alzó la barbilla–. Ya tenéis lo que deseabais. Ahora me iré.
Catriel, un poco más retrasado reaccionó y consiguió frenarla antes de que llegara a la puerta. La tomó del brazo con fuerza e instó a su cuerpo para que se girara, lo consiguió pero el rostro con el que se cruzó, fue el peor de todos los que tenía grabados en su memoria.
–Suéltame– le gritó ella con la voz hirviendo.
Se sentía dolida. Su último encuentro, un beso había terminado en la típica discusión que tanto habían arrastrado durante el viaje. ¿Por qué nunca podían llevarse bien? ¿Por qué las peleas si pertenecían al mismo bando? ¿Porque Catriel era tan bipolar?
Se había sometido a eso, a esa penitencia, todo porque, no volvería a velo, pero ahora, todo terminaba del mismo modo que había comenzado, mal.
–No– insistió él sacudiendo su cuerpo.
–Me esperan…
–No te merece– escupió Catriel entre dientes.
–Tampoco tú– respondió Ebolet con los ojos llenos de dolor.
Fue un golpe bajo para Catriel, un golpe que podía o bien consumirlo o bien avivarlo, sólo que en ese caso lo dejó de piedra, callado y rendido.
Ebolet aprovechó y se quitó su brazo de encima de un empujón, luego, le dio la espalda para salir de la interna sala pequeña donde la habían metido. Consiguió abrir la puerta, pero al mismo tiempo, la gran mano de Catriel la cerró de nuevo y su cuerpo se pegó al de ella.
–Eres demasiado para él, y tal vez para mí, pero yo...
Él se interrumpió bruscamente.
Ebolet se giró y lo miró por encima del hombro. Sus ojos devoraban los rasgos del rostro que lo había acosado desde que la conociera aquella noche en una bañera, asimilando la belleza y la valentía de esa mujer.
No era amor, conocía ese sentimiento, pero si dependencia, la necesitaba casi tanto como el aire para respirar. Ebolet lo había cambiado.
– ¿Y tú qué?– insistió Ebolet apoyando la mano en el picaporte a la espera.
– ¿Quieres irte? –Ebolet parpadeó por el drástico cambio de conversación.
De todas las respuestas, de todos los comentarios y de todas las blasfemias, hubiera deseado un insulto o un grito ofensivo a esa pregunta hecha desde la pura integridad, desde la derrota y donde la detección de la seriedad o la falta de rastro de sentimientos en su voz dejaron claro que no existía algo por lo que luchar.
Una ayuda para poder abrir la puerta. En eso se había convertido la pregunta de Catriel.
–Sí– contestó Ebolet con firmeza.
Catriel aceptó con un movimiento de cabeza y se retiró para dejarla salir.
Nada más abrir la puerta dos enormes cuerpos se sobresaltaron, e inmediatamente le bloquearon el paso. Ebolet miró a Jorell y Meir respectivamente con la ceja lazada, estos atónitos pasaron sus miradas de Ebolet a Catriel quien gobernaba todo el maco de la puerta, hizo una seña, mandando una orden para que la dejaran pasar e inmediatamente esos cuerpos se abrieron como si una mano invisible los hubiese empujado al mismo tiempo. La princesa pasó por el medio de ellos, pero antes de llegar a la escalinata, la voz de Catriel la frenó, y aunque no se giró para mirarlo directamente a los ojos, sí que esperó para escuchar que le decía.
–Recordar una cosa, princesa– comenzó con un nivel de voz neutral y suave–. El agua no es vuestra vida, tenéis demasiado fuego en el interior como para dejaros llevar por sus olas o soportar que ese cálido abrigo húmedo, apague esa llama que arde con intensidad en vuestro corazón.
La intención, si era la de que conseguir que ella sucumbiera después de lo sucedido, fue errónea, pero intensamente dolorosa. Su corazón había dejado de latir y su pecho se aplastaba contra ella de una forma asfixiante.
–Puede, pero no habéis pensado en que tal vez, prefiera la fría luna de la noche, que el cálido sol de la mañana– declaró sin voz.
Tras esa declaración se puso el anillo en su dedo y en alto para que él lo viera. Catriel lo vio con lentitud, una lentitud irritante, molesta y dolorosa. Después, con una empatía sobrecogedora, Ebolet se marchó con la cabeza alta.
El cuerpo tenso de Catriel se endureció como si en sus venas hubiesen volcado hierro fundido, ardiendo a altos grados, nadando en su interior como una serpiente reptante, fina y poderosa. No dejó de mirar el lugar por donde Ebolet había desaparecido hasta que uno de sus valientes guerreros, el mayor de los hermanos, apoyó una mano en su hombro y lo animó para continuar.
En un estado de nervios destrozados Ebolet se encontró con su hermano, Dalila, Arnil y Kirox, los guerreros de las Olas se había adelantado para avisar a su rey.
– ¿Está todo bien? –preguntó Jeremiah clavando los ojos en ella con gran preocupación.
–Sí– contestó recomponiéndose y empujando cada uno de sus sentimientos en su interior, encerrado bajo llave, descuartizando cualquier pena que gobernara su rostro y acallando el fuerte latido de su corazón–. Estoy lista.
Los cinco cuerpos se prepararon para hacer su entada en ese reino. Jeremiah encabezaba la marcha seguido de Arnil y Kirox, Dalila y Ebolet los seguían, dando pasos lentos y marcados, mientas figuras cercanas a ellos se dejaban ver, se aproximaban en silencio o murmurando mientras fijaban sus ojos en ella, figuras con la mitad de sus cuerpos llenos de escamas. Sirenas hermosas que salían del agua con sus cabellos lanzados al viento como un látigo en movimiento y los hombres, más respetuosos se asomaban y directamente bajaban la cabeza cuando ella, su futura reina pasaba ante ellos, no obstante, ninguno pudo evitar ver ese rostro, la belleza de la princesa y la marca, tan extraña como hermosa que gobernaba su perfil.
Y al final de tal distinguido puente, la entrada, igual de señorial, igual de hermosa e igual de impactante, tres cuerpos, dos hombres y una mujer esperaban de pie justo a los pies de la escalera central que daba a la entada de tal magnífico hogar. Ebolet reconoció a uno de ellos, el que más alejado estaba de la insólita pareja, era Cain, con lo cual, supuso que el hombre del centro, el más altivo que guardaba los bazos a la espalda se trataba de su futuro marido.
Ebolet se detuvo a dos metros de distancia y contuvo el aliento. El rey Variant de Grecios era sumamente atractivo, un hombre no sólo apuesto, poseía una belleza juvenil, cálida y dulce, con unos preciosos ojos claros, tan claros como el mar en un día soleado y un cuerpo contoneado y tan cuidado como cualquier guerrero que los había acompañado.
Él fue el primero en acercarse, seguido de una muchacha con los cabellos tan rubios como el oro y con la misma preciosa mirada que aguardaban en los ojos que miraban con gran entusiasmo a Ebolet.
–Querida, Ebolet.
Su voz distinguida fue como una relajación para sus oídos. Un sonido dulce, cantarín y tan bello como su apariencia. Ebolet estaba impresionada y cuando Variant alargó la mano para saludar, ella no parecía caer de su primer impacto. Él con una sonrisa ladeada y una mirada engreída se acercó un poco más a ella, encorvó su espalda y tomó el mismo la mano de la muchacha, esa mano donde decoraba el anillo de su muestra de compromiso, fijó los ojos, sólo unos segundos, en esa joya brillante antes de volverlos de nuevo hacia ella. Ebolet dio un respingo, pero no evitó ese contacto, es más, ella lo ayudó para que el saludo formal se hiciera.
–Disculparme– consiguió pronunciar Ebolet.
–Vuestra muestra no necesita un perdón– pronunció él con mucha delicadeza y marcando cada palabra como si cantara–. Responder con esa preciosa sonrisa sólo hace que me llene de orgullo al saber que os he elegido como esposa.
Ebolet sintió como la cara le ardía cuando se ruborizó
–No soy tan especial– murmuró con nerviosismo.
–Para mí sí, Ebolet, y mucho.
Variant sonrió más ampliamente y ella le devolvió esa natural demostración. Sin retirar la mirada, él levantó la mano de ella hasta sus labios y la besó, Ebolet notó como el rubor alcanzaba su escote, pero extrañamente lo que más le preocupó fue que ese roce, esa mirada y ese contacto, aun después de ver lo atractivo que era, no le había causado absolutamente nada. No había sentido absolutamente nada, ni una pequeña tirantez venida por un nervio, ni un pequeño cosquilleo en su estómago.
Apartando la mirada de Ebolet, Variant soltó su mano para alargarla de nuevo a un lado. La joven muchacha que se había mantenido en silencio a sus espaldas se acercó y tomó esa mano.
–Esta es mi hermana, Semiramis– presentó Variant. Semiramis, sonrió con timidez y se acercó a Ebolet.
–Encantada. –La misma voz, el mismo sonido angelical y de balada–. Es un placer tenerte en nuestro reino– pronunció con sinceridad y una educación sobrecogedora.
Decían que las sirenas tenían un don en la batalla y era su voz. Ese sonido cantado podía dejar a su enemigo tan embelesado que nunca podría percatarse del enemigo que se le acercaba en silencio, hasta incluso, decían que, el dolor sufrido por esa estocada, se apagaba gracias al sonido de sus voces que causaban un efecto de sedante. Relajaban a la víctima hasta la muerte.
–Ella se encargará de ti. Acompáñala, lo tienen todo preparado...
Un jaleo a sus espaldas acalló la explicación de Variant. Todos se giraron para ver como dos hombres, con lanzas plateadas cortaban el paso de Catriel y sus hombres.
–No podéis pasar, rey Catriel de Galinety– dijo uno de ellos con la cabeza gacha.
Catriel, que hervía como un demonio y deseaba arrancarle la cabeza a alguien a causa de haber presenciado el encuentro de Ebolet y Variant (algo que no se parecía a como lo había imaginado él en su mente), miró a ese guerrero con ceño.
– ¿Y eso quien lo decide? ¿Vosotros?… Inútiles– lo último lo susurró y sólo sus guerreros lo escucharon.
Jorell y Meir no pudieron evitar soltar una carcajada, pero un vistazo hacia delante, hacia la persona que se acercaba a ellos, acallaron esa burla para ser sustituida por un sentimiento más negro: la ira.
–No. Nuestro rey– repuso el otro guerrero, tan cabizbajo como su compañero.
– ¿Sucede algo?
Variant acababa de unirse, sólo que, se mantenía en la lejanía. Ese rey no se arriesgaba, mantenía las distancias y se resguardaba cobardemente detrás de sus soldados.
–Retira a tus mascotas de mi vista– sugirió Catriel con voz amenazante.
–Deberíais ser más educado– comenzó Variant, manteniendo esa sonrisa cínica y esa correcta forma de hablar–. Yo no voy a vuestro reino a faltar el respeto a vuestros hombres.
– ¿Y me da lecciones un profesional en las mentiras y las traiciones?
Tentó cruzándose de brazos. La distancia era grande pero dos movimientos y se desharía de los soldados que se entrometían, después, dos pasos y tendría el cuello de Variant retorcido entre una sola mano.
–Mis guerreros obedecen órdenes, sería un poco estúpido que los retirara después de indicarles que hagan su trabajo.
– ¿Retenerme?– sugirió Catriel con mofa.
–Mirar en que reino estáis, no es el vuestro…
–No me tratéis de idiota, sé que reino piso– interrumpió con voz más alta.
Hubo unos momentos de silencio, Catriel ya tocaba la exasperación, estaba en las ultimas decimas de calentón y ese rey no dejaba de tentar a su suerte.
–Os doy las gracias por traer a mi futura esposa a su hogar– Catriel sonrió y soltó un bufido tras una sonrisa irónica, Variant continuó y no demostró una molestia por ese gesto ofensivo–, pero ahora ya no necesito vuestros servicios. Podéis proseguir vuestro viaje y volver a vuestro reino.
–Esa decisión no es vuestra– declaró Catriel con la voz ardiendo.
Estaba deseando ponerle las manos encima. Lo necesitaba, era la única forma de descargar toda la frustración y adrenalina que sentía en cada músculo de su cuerpo.
– ¿Y a quien le corresponde?– preguntó Variant incrédulo.
–A Ebolet, vengo por ella.
Atento a esos ojos, Variant, quien había escuchado la familiaridad con que ese rey trataba a su prometida, no pudo evitar apretar los puños. Desvió la mirada de Catriel a Ebolet, esta miraba al rey de los Drakos con un extraño anhelo en sus pupilas. Algo que incomodó al rey de las Olas pero decidió no mostrarlo.
– ¿Qué decís, querida? ¿Queréis su compañía?– preguntó Variant con una ceja alzada.
Ebolet se sobresaltó y tragó saliva. Su respiración que no había dejado de ser agitada en el mismo momento que el rostro de Catriel había vuelto aparecer después del beso, se cortó radical, como si le hubiesen golpeado en el estómago con fuerza.
–No– contestó finalmente con voz firme y la barbilla alta, mientras fijaba esos ojos negros en el rey en cuestión.
–Ya habéis escuchado– Variant, orgulloso y con la sonrisa renovada, levantó una mano y señaló con el brazo estirado, a la espalda de Catriel–. Ahora, salir de mi reino.
La mirada, perpetua del rey de los Drakos se fijaba en Ebolet con sentimientos de traición. La furia y el dolor se mezclaban con un resultado peligroso. Su cuerpo, un trozo de carne que le quemaba se unió al fuego de su dragón interno, otra bestia que gruñó más fuerte de lo que él podía gruñir, sus músculos, como si fueran huesos en movimientos crujieron cuando consiguió dejar que el aire entrara a sus pulmones.
Ebolet… Te castigaré por esto.
Sus palabras, en silencio parecieron salir de su cabeza y volar, porque la princesa se estremeció y abrió la boca para soltar, tal vez un grito, o simplemente un gemido de dolor. No estaba muy seguro, pero sabía que había producido en ella ese toque que a él lo dominaba. Ella sabía que era lo que Catriel estaba pensando en ese momento.
Ebolet se colocó la mano en el pecho y a continuación, sin ningún gesto de despedida, le dio la espalda y subió la escalinata, como reina de ese reino fantasma, hacia la entrada.
Sus ojos no podían, por mucho que lo deseara retirarse de ella, de su espalda, de su cuerpo. Catriel esperó, esperó paciente que ella se diera la vuelta, que lo mirara por última vez. Pero eso no se produjo.
Ebolet ya no volvió su vista.
Ebolet… juro que esto me lo pagaras.
Finalmente, Catriel, con más rabia que antes, le echó un vistazo al rey de las Olas y con la misma amenaza en su mirada, ofreció una reverencia y se dio la vuelta, pero antes de irse, sabía que no podía desaparecer así como así, no después de todo, y aunque cada uno de sus pensamientos estaban más que presentes en el futuro castigo que le iba a dar a ese rey, al quitarle aquello que más deseaba y poseyéndolo… No podía marcharse sin una buena despedida.
–Volveremos a vernos, y os aseguro que… en mi reino, mis hombres no os impedirán pasar.
–Llegado el momento, estaré preparado– reafirmó Variant con la barbilla alta.
Catriel quiso reírse, pero en el estado en el que se encontraba su risa en vez de graciosa, resultaría aterradora. A Variant no le costaba fanfarronear con mucha facilidad cuando estaba bien cubierto.
–Que así sea, porque en nuestro próximo encuentro, la sangre teñirá nuestras ropas y no habrá hombre por el medio– el último comentario lo pronunció con una doble intención.
–No será bueno comenzar una guerra, bastante…
–Variant– lo interrumpió Catriel, mirándolo con sus ojos dorados por encima de su hombro–. Esto no será una guerra, será un acuerdo entre tú y yo. Nadie más.
Y se marchó dejando esa amenaza en el aire. Variant sintió el roce de sus palabras y miró, sin darse cuenta la zona por donde había desaparecido Ebolet, de pronto sintió un terrible terror y el miedo de la incertidumbre se apoderó de él y de todos sus pensamientos. Se acercó a Cain y con una orden aumentó la guardia en torno a su reino y las puertas del aposento donde dormiría Ebolet.
Acompañaron a ambas muchachas a una estancia que sería su futuro cuarto, un lugar que compartiría la intimidad con el que sería su esposo.
Los enormes ventanales estaban a la intemperie, tan sólo unas finas cortinas de lino blanco camuflaban el interior para las vistas del exterior. El lugar tan acogedor como toda la casa, lucia por la luz que entraba de fuera y los muebles, en colores claros escaseaban, tan sólo una cama en el centro, un tocador con un gran espejo a un lado, un enorme sofá en forma de estrella de mar al lado de uno de las arcadas que daban al exterior y una preciosa bañera enorme y redonda en otra pequeña sala junto a la habitación.
Mientras Semiramis, explicaba cada rincón del reino, haciendo una ruta virtual seguida de sus palabras, Dalila se tumbó en la cama agotada y Ebolet se dirigió a la zona del baño. El agua estaba preparada, tibia y con aromas florales que daba un color blanco al agua.
–Está lista. Si deseáis daros un baño, mandaré llamar a las damas para que se encarguen de vosotras.
–Me encantaría– agradeció Ebolet con una voz calmada, mientras le dirigía una sonrisa a Semiramis.
Se obligó a relajarse en los brazos del agua. La sensación de desolación y de amargura se desvaneció en el mismo momento que se hundió dentro, sumergiéndose entera y cerrando los ojos. Cada uno de sus pensamientos luchaban por mantenerse a raya, pero todas sus imágenes giraban en torno a Catriel y como había actuado ella, se sentía culpable y profundamente denigrante al tratar a un hombre como él de esa forma. Igualmente ya era tarde, no volvería a verlo.
Luchó por aparentar tranquilidad mientras las mujeres, que Semiramis había enviado, se encargaban tanto de ella como de su prima. Habían comido en la habitación, mientras Jeremiah había compartido mesa con su futuro esposo. Semiramis las había disculpado ante ellos, estaban agotadas y necesitaban ese descanso, por eso nadie las había molestado. Pero ahora, para la cena exigían su asistencia y muy a su pesar, tuvo que prepararse para reunirse con su hermano y sus guerreros.
Dalila que iba por el tercer bostezo, se encontraba más fatigada que nerviosa y preocupada. Ebolet aprovechó ese cansancio para retener a su prima en la cama y ejecutar el plan de acción que había discutido con Minos.
– ¿Por qué no te quedas aquí?– propuso con cariño–. No tienes por qué asistir.
–No quiero dejarte sola.
–No estaré sola, estaré con Jeremiah, Arnil y Kirox– le dedicó una sonrisa para finalizar.
El cuerpo de Dalila cayó en la mullida cama y sus hombros se abatieron.
–Sinceramente estoy muy cansada. Si no te importa, aceptaré tu propuesta.
Ebolet sonrió pero un gesto de pena en el rostro de su prima la retuvo un poco más en la habitación.
– ¿Qué te sucede? –Dalila aturdida la miró con ceño.
–Nada.
–Te conozco. ¿Qué te pasa por la cabeza?
Dalila se sonrojó y comenzó a jugar con la tela de su vestido, mientras agachaba la vista avergonzada a sus manos.
–Creo que– tartamudeó nerviosa–, después de todo– alzó la vista y miró a su prima, el rubor la teñía de oreja a oreja–, echo de menos a Minos–. Sacudió la cabeza como si sus palabras fueran una locura–. Sé que es un terrible error y que ese rey es un engreído y…
Ebolet soltó una carcajada y agradeció en silencio ese cambio de conversación que actuó a favor de ella. Al menos consiguió olvidar una parte de dolor que la consumía.
–Pensaba que no te gustaba.
–Y no me gusta –asumió con una queja, y al decirlo con tanta pasión no se había dado cuenta de que se había delatado.
–Está bien, lo que tú digas.
–No me gusta –insistió pero esa insistencia, perdía fuerzas.
Ebolet se arregló las faldas, tomó una capa para tratar de camuflar algo de ese exótico vestido que mostraba más que tela había y se dispuso a salir, pero antes de correr la cortina, se frenó y miró a su prima de nuevo. Dalila se disponía a desvestirse para meterse en la cama que iban a compartir esa noche, aunque sería ella la única que dormiría ahí.
–Me parece que volveréis a encontraros –pronunció al tiempo que dejaba a Prismancita en el borde del tocador.
Dalila, con ceño observó cómo su prima desaparecía, después se giró y de repente, cayó encima de la cama dormida. A continuación, el aleteo de Prismancita reverberó en el silencio, mientras, rápida y casi fugaz, regresó al cabello de su ama, quien se disponía a entrar en el gran salón donde todos la esperaban.
Su entrada fue tan esperada como todos imaginaban y como los descendientes del Reino de la Luz esperaban. Ella era su futura reina y el silencio que la prosiguió y la acompañó hasta que se hubo sentado en su trono, al lado de Variant fue eterno y lleno de respeto. Su prometido, con una preciosa sonrisa en los labios la ayudó a sentarse, besó su mano con devoción y terminó tomando asiento a su lado.
–Estáis preciosa –murmuró contra su oído–. Deseo veros con las galas de nuestras nupcias, seguramente resplandeceréis–. Luego sin necesitar decirle nada más, continuó hablando con Jeremiah y los últimos preparativos que se llevarían a cabo al día siguiente.
Atenta a las mesas expuestas Ebolet se dejó llevar por los deliciosos manjares que tenía ante ella, pero la comida, por muy apetitosa que resultara a la vista, no entraba por su boca. La boca de su estómago estaba completamente cerrada y todo a causa de la última mirada que Catriel le había dedicado.
Un rostro lleno de furia y una mirada llena de amenaza.
–Ya se ha ido, el barco de los Wakxadis los dejaran cerca de la frontera del Reino de las Gorgonas– le informó Arnil y no pudo evitar sentir como el corazón se le rompía en pedazos–. Ebolet– Arnil posó una mano encima de la suya y se acercó un poco más a ella–, sé que esto me va a doler mucho más preguntarlo que asumirlo, pero… ¿Estáis segura de que esto es lo que queréis?
–Sí –contestó únicamente Ebolet sin mirarlo.
La cena pasó tan lenta como el día, la noche, esa oscuridad que ya los arropaba no parecía hacer mella en su estado, ni las funciones o los espectáculos que habían organizado para entretener a sus invitados. Nada, su sonrisa era tan falsa como el tacto que tomaba su mano, como las gracias que le daba a Variant cuando este, en un momento cariñoso posaba sus dedos encima de los de ella y los acariciaba. Disimuladamente Ebolet, había retirado esa mano y dejado encima de sus muslos, pero Variant siempre encontraba la forma de volver a tomar aquello que le pertenecía insistiendo una y otra vez en rozarla o besar los dedos que tanto anhelaba.
En el momento que Semiramis, dejaba de tocar su arpa, finalizando una melodía de lo más bella y dando un toque especial con su voz, Ebolet decidió que ya era hora de aposentarse.
Con educación y dando las buenas noches a su hermano y a sus guerreros, la princesa se dirigió a la salida. Cada comensal se levantó de su asiento y esperó, en silencio, igual que cuando había entrado, hasta que ella desapareció.
Anduvo por el pasillo metida en sus pensamientos, en los recuerdos y maldijo por pensar tanto, por recordar tanto o por no poder borrar nada, deseaba estamparse contra una pared para poder, de ese modo provocar una amnesia perpetua, pero observando el modo en que la mala suerte se había cogido de su mano, estaba segura que ese golpe causaría otro mal peor que una leve rendición de descanso.
Estaba tan contornada en sus asuntos que no escuchó los pasos que la seguían en las sombras, no hasta que llegó al límite de su habitación.
–Siento que la comida no ha sido de vuestro agrado.
Ebolet se sobresaltó cuando escuchó la voz de Variant a su espalda. Se giró y posó en su rostro esa máscara postiza que casi llevaba como un arte decorativo a la hora de esconder sus sentimientos.
–No mi señor, la comida estaba deliciosa…
– ¿Cómo lo sabéis si no habéis probado bocado?– preguntó con intención y clavando unos ojos expresivos en ella.
La respiración de Ebolet se agitó y Variant supuso que sería a causa de él. Se acercó a ella, a ese cuerpo que lo había atormentado cada noche y cada día desde que la viera a través de la esfera de cristal.
–Lo siento si eso os ha ofendido– pronunció tensa y con la vista baja–. Simplemente estaba agotada, ha sido un viaje muy duro...
–Y muy largo– repuso él con un tono duro.
–También.
Pude sentir como la respiración de él caía sobre su cabello, hasta su vista alcanzó a ver parte de las ropas meciéndose delante de ella. Variant había acortado la distancia y tan sólo estaba a un palmo de ella.
–Decirme una cosa. –Él posó sus dedos debajo de su barbilla y levantó el rostro de Ebolet para que lo mirara–, ¿Catriel se atrevió a tocaros en algún momento?
La princesa sintió un estremecimiento, la nota de Variant era salvaje dentro de lo más controlada posible, pero le resultaba amenazante. Miró sus ojos y el brillo de ese sentimiento se reflejaba correctamente en cada pupila.
– ¿Por qué pensáis eso? –por suerte para ella su voz había sonado muy natural y no causó ningún cambio en rostro de él–. Jamás me dejaría tocar…
– ¿Ni por mí? –sugirió Variant con un ronroneo.
Ebolet alzó el mentón y en ningún momento dejó de ver esas pupilas y lo mucho que se expandían por sus retinas.
–Mañana me convertiré en vuestra esposa.
Sintió la bilis al pronunciar la declaración. Algo que había tenido completamente sumido durante todo el viaje, algo que había gritado a los cuatro vientos y a cada ser que se había cruzado en su camino para tratar de matarla, y ahora, ahora que había llegado y que esa predicción se haría realidad, sintió vértigo, miedo, mareo y una inmensa soledad.
–Lo sé– dijo él cortante.
– ¿Y no podéis esperar?
La necesidad de echar a correr le gritaba desde el interior, e incluso quiso quitar esos dedos de su cara. Pero la falta de respeto en un movimiento tan imprudente no era la forma correcta de comenzar con un matrimonio.
–Sinceramente… Me cuesta esperar cuando no sé cuántos hombres os han puesto la mano encima ni…
–Con esto, –Ebolet levantó el anillo y se lo mostró–. Difícilmente.
La nuez de Variant subió y bajó cuando tragó saliva. Ebolet había dado en el clavo al importunarlo con el vergonzoso recuerdo de dos regalos que habían causado más males que bendiciones.
–Espero que me perdonéis por el velo y el anillo. –Su tono, hasta su rostro habían cambiado. Conseguir que un rey te implorara era algo imposible, pero por lo visto a Ebolet, no se le daba tan mal–. Todo lo hacía para protegeros.
–Ya da igual. Y ahora, si me lo permitís… Me gustaría descansar, mañana será un día muy largo.
–Por supuesto. – Variant sonrió y Ebolet se dispuso a darse la vuelta–. Pero antes–, la tomó del brazo y la frenó, ella se giró y lo miró de nuevo a los ojos, una mirada que se posaba en la princesa con mucha decisión–. Darme un beso de buenas noches.
Su respiración se cortó completamente y todo su cuerpo se tensó radicalmente. Variant subió su mano por el bazo de ella, por el contorno de su hombro, el cuello y la curva de su babilla, mantuvo la mano ahí, a la espera de la otra para poder atrapar el rostro de la princesa. Ebolet quieta y sin poder evitar lo que estaba a punto de suceder, esperó a que esos labios se fundieran con los de ella.
El beso, sólo un choque de labios se produjo, y aunque Variant gruñó y se cernió más sobre el cuerpo de la muchacha, ella misma no hizo nada por tomar el cuerpo que la mantenía presa porque no sintió nada.
El primer toque con los labios de Catriel la había consumido voraz y hambrienta, la había derretido como la mantequilla haciendo que su cuerpo se entregara al del dragón con una facilidad sorprendente. El beso con Tristan, una locura voraz, había actuado de la misma forma y tan desesperada como si necesitara su aliento, su propio aire para poder subsistir en este mundo. Sin embargo, con Variant no había más que indiferencia, un beso extraño de un cuerpo extraño.
Ni frío ni calor. No sentía nada por él… Y eso era un serio problema.
¿Cambiaría todo algún día? ¿Llegaría a sentir todos los síntomas de desfallecimiento con ese hombre? ¿O nunca conseguiría vencer la inoportuna sensación de Catriel sobre su piel? ¿Amaría a Variant del mismo modo que amaba a Catriel?
Sólo esperaba que sí, porque él era su futuro.
Variant se retiró y la soltó. Su respiración estaba agitada y su mirada cristalina se fijaba en ella con aplomo, el rasgo de una pequeña luz de ira disimulaba los sentimientos que ocupaban todo su cuerpo. El beso, aunque había notado, para su decepción, que ella no había reaccionado, para él había sido todo lo contrario. La deseaba, la adoraba y le enseñaría a complacerlo hasta que ya no pudiese vivir sin él.
Terminaras dándome todo lo que te pida, o bien a las buenas o a las malas. Se dijo.
–Os acostumbrareis a mí y mañana os mostraré porque– dijo con voz dura y se dio la vuelta, con la espalda completamente tensa para marcharse.
Ebolet recuperó el aliento y se permitió unos segundos de soledad, observando cómo se alejaba en la oscuridad y meditando severamente que hoy, todo había cambiado y nada volvería a ser normal.
Su vida estaba sumida al fracaso y a vivir en una torre llena de pena, dolor y abandono, pero así lo había decidió y ya no había vuelta atrás. Mañana seria reina y la esposa de Variant de Grecios. Era tarde para escapar.
Se dio la vuelta y con los hombros completamente hundidos como su moral entró en sus aposentos, la oscuridad inundaba todo, pero pudo darse cuenta de que, Dalila ya no estaba.
La noche, sobre sus cabezas describía las figuras como sombras borrosas y no definidas, oscuros cuerpos camuflados para los ojos y para aquellos que guardaban en las murallas. Un barco robusto, de madera se mantenía a flote, quieto y a la espera.
Catriel de Galinety, en la proa apoyado con un pie en una de las esquinas del principio de esas bestias de mar, con la barbilla en alto, prepotente, orgulloso y con el semblante de un bárbaro, más que la apariencia del mismo barco en el negro mar, más aun que la impresionante figura del Reino que miraba sin parpadear, a la espera y en silencio, un encuentro o una señal.
Ella lo había echado, sin decirle absolutamente nada. Esa mujer le había dado la espalda con una facilidad sorprendente, él se había quedado pasmado a la vez que enfurecido. Esa imagen se repetía una y otra vez en su cabeza.
Vos lo habéis querido por las malas… Y yo siempre cumplo mis promesas.
– ¿Qué hacemos aquí, Adonay? ¿A que esperamos? –Jorell se acercó por uno de sus lados y miró, con ceño lo que su Adonay miraba con tanto interés.
–A que tu rey se decida– contestó Galo, sin mucho interés, mientras observaba una esquina de la vela que se había soltado, ondear en el viento.
– ¿Qué se decida? ¿A qué? –insistió Jorell mirando esta vez al rey de las Gorgonas.
–Espero un encuentro, un aviso– murmuró Catriel sin menear ni un sólo músculo.
–Pensaba que ya lo tenías claro, por eso habías esperado hasta dejar el paquete en el Reino de las Olas. Para continuar con la alocada tradición de tu reino.
Sentado en uno de los bidones vacíos que se desperdigaban por cubierta, Galo miró con atención el perfil del rey de los Drakos, un semblante sin signo vital de sentimientos, tan sólo la fijación, casi obsesiva en un rincón del reino que acechaban.
Catriel no respondió ni objetó absolutamente nada de ese comentario hecho con sarcasmo del rey de la Gorgonas, no dijo nada hasta que un reflejo, un movimiento de unas enormes alas llamaron su atención.
–Minos ya se lleva a su presa– anunció Catriel.
El cuerpo de Jorell se aventuró a la barandilla y vio, como tres cuerpos ondeaban el cielo y se alejaban a gran velocidad hacia el este, una de aves portaba un bulto envuelto en telas que se mecían con el viento alrededor de las alas y el mismo cuerpo que la llevaba.
–Escurridiza águila loca– exclamó Galo levantándose de un salto y observando como esas águilas surcaban el cielo oscuro hasta desaparecer en el horizonte.
– ¿Se lleva a Dalila? –preguntó Jorell incrédulo.
–Sí–contestó Galo dando un golpe de admiración en la madera donde, luego, se apoyó con los codos–, al final ese rey se lleva su premio…
–Rapta su premio– lo corrigió Catriel.
– ¿Qué no piensas cometer la misma locura?–le preguntó con ironía Galo. Catriel le dedicó una mirada siniestra donde le aconsejaba que se callara, Galo simplemente sonrió.
– ¿El qué? –Meir, que se había mantenido en silencio, se acercó por su espalda con la respiración acelerada.
–Adonay ¿Qué pensáis hacer? –la pregunta, que parecía inofensiva había salido con voz temblorosa.
–Por el momento, esperar– anunció Catriel devolviendo su vista a esa terraza.
– ¿A quién?–repitió Jorell.
Galo soltó un bufido y se cruzó de brazos.
– ¿Veis esa terraza? –Catriel alargó un brazo y con el dedo extendido señaló uno de los balcones del piso de arriba–. Donde se sacuden las sábanas blancas, las únicas telas que lucen ese color en todas las habitaciones que dan al exterior, ¿lo veis?
–Sí– contestaron al unísono Jorell y Meir, alargándose sobre la madera para poder ver mejor.
No había nada, solo las cortinas de las que Catriel hablaba moviéndose al ritmo del viento, con lentitud y misterio.
–Espero a que ella salga, a que se despida de nosotros.
– ¿Ella? ¿Quién?
–Ebolet– respondió Galo con voz crispada.
No entendía este cambio, esta forma de perder el tiempo, esta última decisión de Catriel en esperar, ¿esperara a qué? Todo apuntaba a que ese rey había cambiado de opinión, o que sólo sus pensamientos estaban sufriendo un terrible enredo mental ya que no hacía nada de lo que tenían planeado.
– ¿Y si no sale? –preguntó Meir muy interesado.
–Le desearemos un feliz matrimonio…
–Eso no era en lo que habíamos quedado– interrumpió Galo a Catriel, con una voz furiosa y la espalda tensa mientras se encaraba hacia el rey de los Drakos.
Catriel se enderezó, procurando demostrar una altiva apariencia, pero lo salvaje de su rostro enmudeció a Galo, quien sorprendido por cada rasgo de ese hombre, retrocedió lentamente y suavizó sus gestos.
Había visto muchas iras, muchas rabietas venir de hombres que estaban completamente locos, de hombres que amaban la guerra y se bañaban con la sangre de sus enemigos, pero esta era diferente. En la cara de ese rey había miles de sentimientos y ninguno claro y aunque siempre le había conmovido enfrentarse a Catriel y se trataba de un guerrero con el cual daba gusto luchar, en ese mismo instante, ese rey no era precisamente un luchador, sino, algo peor, algo salido completamente del inframundo del reino de Hades.
–Ella… –Catriel se mordió la lengua furioso–, lo ha cambiado todo y por ello, también mis pensamientos. Así pues, podéis esperar o marcharos, vuestra ayuda me da exactamente igual.
Su explicación fue demasiado intensa y vacía pero precisa, Galo decidió no preguntar más.
–Esperaré a que os decidáis– pronunció con voz gutural demostrando valentía.
Después del silencio emitido y la tensión que repartían esos dos reyes, la tos de Meir, los expulsó de sus mundos para devolverlos de nuevo al barco donde estaban.
– ¿Y si sale? –intervino Jorell en un tono suave para relajar el cuerpo de su rey. Lo consiguió, Catriel retiró la mirada furiosa de Galo para dirigirla a él y cada uno de sus gestos se relajó.
–Nos la llevaremos esta noche –sentenció firmemente.
– ¿Vais a secuestrar a Ebolet? –preguntó Meir con una nota de diversión en su voz.
Catriel se sorprendido un poco de que su hombre se expresara con tanta felicidad. Iban a cometer una locura, la mayor de todos sus tiempos, y esos hombres lo animaran en vez de hacerlo desistir (aunque lo dudaba mucho), no sabía cómo interpretarlo.
– ¿No es lo que hace un Galinety con su compañera? –preguntó Catriel con sarcasmo a su guerrero.
Galo, farfullando una maldición se alejó de ellos y de la terrible calentura por la que estaba pasando Catriel. Meir y Jorell se sentaron en los mismo bidones donde el rey de las Gorgonas había estado sentado anteriormente, y esperaron la señal de la princesa junto a su rey mientras, susurraban entre ellos la alegría que les producía que Ebolet se convirtiera en su reina. Catriel, sin embargo, permaneció inexpresivo, en sumo silencio y atento a cualquier movimiento que se produjera en esas cortinas.
Tan sólo la esperaba a ella.
Si se mostraba, si salía al exterior, volvería a por ella, pero si Ebolet no salía… Retomaría su viaje. La decisión era de ella. Por fin, alguien en toda su vida le daba la oportunidad de elegir un destino, aunque ella no lo supiera todavía.
Pero la espera se convirtió en un infierno. No sabía cuánto tiempo había transcurrido, las estrellas, aquellas con las que había comenzado a su lado, habían hecho un largo recorrido y sobre sus cabezas ahora los observaban otras más y tan brillantes como sus hermanas. Esas pequeñas luciérnagas parecían brillar más que nunca, parecían atentas, como él, a esa terraza, a cualquier figura que se escondiera entre las cortinas, a cualquier figura que se presentara para despedirse de su amor y a cualquier extraño movimiento en la lejanía.
Surcó el viento, veloz al pasado y la noche continuaba tan calmada y solitaria como antes, tan llena de soledad que hasta el mismo rey, que no se había movido comenzó a sentir el peso de su pecho con fuerza.
–Ebolet.
Ni el susurro, ni la llamada consiguieron que ella acudiera a su encuentro, que ella se manifestara. Catriel cerró los ojos, abatido, desolado. Había permanecido en la incertidumbre imaginándose que ella, que su Orquídea, le daría el último adiós, pero sus esperanzas habían pasado de cero a ninguna.
Su última imagen de ella, esa que siempre guardaría en el recuerdo era la frialdad y la espalda recta que le había mostrado, nada más.
Apretó la madera casi al punto de astillarla y soltó el aliento, tan helado como su sangre, tan insípido como su ser y tan ahogado como los pulmones bajo su pecho.
Se dio la vuelta para ordenar a lo Wakxadis que salieran de esas aguas de una vez pero el rostro de Galo, mirando un punto sobre su hombro lo acalló. Lentamente, aguantando la respiración se giró y se topó con la mejor visión de su vida.
Ebolet no sólo había cruzado la arcada que daba a la salida, se encontraba en la terraza, recta, con la vista fija en el punto donde se hallaban. Una ráfaga de aire le trajo su aroma y un suspiro femenino, Catriel lo absorbió con frenesí mientras dejaba que sus labios se ampliaran en una sonrisa y todo su cuerpo se relajara.
<<Es nuestra>>
Le rugió su dragón con ambición.
<<Sí>> Contestó Catriel con la misma decisión. <<Nuestra>>
–Prepararos. Vamos a recuperar a nuestra reina– ordenó con la voz llena de un terrible misterio, como un cazador preparado para atrapar a la presa que había caído en su red y con el júbilo de haber conseguido lo que quería.
Los guerreros con los mismos sentimientos, lo siguieron.
Ebolet lo había decidido, su ruego silencioso, su llamada traída en el aire había llegado a ella, por fin, un poco tarde pero había contestado y se mostraba ante él como la princesa valiente que siempre había demostrado ser sin saber lo que estaba a punto de suceder le.
–Te voy hacer mía, Ebolet de Geneviev.
Y en la noche brilló el oro, el oro silencioso que se perdió por el cielo oscuro para llegar, silencioso y envuelto en la invisibilidad hacia el Reino de las Olas, y recuperar a su Orquídea Blanca.
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