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El mal en el pozo

El mal filtra su poder en el mundo, carente, silencioso; se manifiesta agradable, pero se alimenta de la nostalgia y de lo doloroso del recuerdo; toma forma, convirtiendo en esperanza los anhelos más íntimos de una vida que se ha quedado sin tiempo. El mal luce como alguien que fue, pero en su actuar desvela sus intenciones profanas. El mal sabe de engaño, y desventurados son aquellos que ceden a su juego demoniaco, como en esa noche blasfema del 8 de noviembre de 1985, cuando corrompió con maldición los cimientos de Villa Degron.

Con nada más que una linterna de farol iluminando el sombrío sendero hacia la hacienda de la prestigiosa familia fundadora, el padre Nicodemo avanzó primero. En su otra mano, el gran crucifijo temblaba con ímpetu, con su biblia a punto de resbalarse entre el sudor de sus dedos, estaba preparado espiritualmente para hacer frente a la amenaza que yacía entre la noche.

O eso se convencía de creer.

El señor y la señora Degron le seguían los pasos de cerca, tan temerosos como agradecidos. Les había advertido que necesitaban mantener la fe, ser seguros en cada movimiento, o de lo contrario, su sombrío enemigo lo usaría en su contra.

Nicodemo era el único capaz de ayudarlos sin hacerles señalamientos por el grave pecado cometido. No existía un alma en el pueblo que no los acusara de los horrores causados. Muerte, pestilencia y locura era lo único que se ceñía sobre el desesperanzado poblado desde que ellos habían accedido al trato con la misma muerte.

Nicodemo no estuvo de acuerdo en nada de lo que hicieron, pero no era momento de sermones. Había un tiempo para orar, otro para instruir, en ese entonces era determinante el de actuar.

Villa Degron se quedaba sin tiempo, y él lo sabía bien.

Las pocas canas que se le comenzaban a brotar en el cabello oscuro indicaban experiencia. El hombre de piel tostada se mostraba fuerte ante ellos, como la roca firme a la cual sujetarse en tan calamitoso momento de adversidad. Pero lo que la familia Degron desconocía era que, en su corazón, el padre Nicodemo también temía, y temía en gran manera.

Y si existía algo de lo que el mal se alimentaba con placer, era del miedo.

La espesa niebla que cubría el rededor a la hacienda les provocaba un desasosiego mortal. Nunca antes había sido así. Pero desde que el portal estaba abierto, muchas cosas habían cambiado en Villa Degron. El presagio cobró fuerza con los sonidos repentinos que se camuflaron en el exterior, parecían provenir de todas partes y a la vez de ninguna. Grillos, cantos de aves y silencios inquietantes, todos en una perfecta sinfonía sobrenatural.

Aun así, siguieron el camino. Su destino no fue la desmesurada mansión campestre que se les alzaba por delante, que con su fachada de madera envuelta en las tinieblas, le otorgaba un aspecto macabro como nunca antes habían contemplado. Ellos dieron la vuelta al terreno, acercándose al origen del espesor nebuloso: un pozo añejo de piedra, cubierto por maleza y un aplastante hedor a muerte.

Allí el frío de la noche los envolvió en todo su furor, como si los embargara con una sensación de acecho. Estar en medio del campo, solos, a la intemperie de la oscuridad, era como andar en medio de un campo de fusilamiento.

La familia sentía la energía cada vez más estremecedora, chocaba contra ellos en el pecho, provocándoles una ansiedad indescriptible. Era el pozo. Ese maldito pozo, decían en el pueblo. Era el inicio del mal en todo Villa Degron.

—Santamaría, madre de Dios... —musitó entre temblores la señora Degron, aferrándose con firmeza de la camándula que rodeaba su cuello. Las ojeras y ojos hundidos en su mirada eran testigos de sus noches en vela—... ruega por nosotros pecadores...

Una risa cantarina resonó de repente. Los tres se giraron a la derecha con un sobresalto, por donde una sombra pareció moverse fugaz hacia el granero.

—No soporto verla... no así —comentó con ojos llorosos el señor Degron. Su elegante porte y altura eran reducidos a nada en aquel estado deprimente—. Todo esto es nuestra culpa.

—Ella no es Arianelle... nunca lo fue. Recuérdalo siempre, hijo, el enemigo juega con nosotros —habló el padre Nicodemo, tornando firme su mirada—. Tomaron las decisiones equivocadas en el pasado, pero ellas no marcarán su futuro. No si no se lo permiten. En la tribulación es donde es puesta a prueba nuestra fe, aférrense al señor su Dios y el mal no ganará esta batalla.

—Eso es más fácil decirlo que vivirlo, padre —respondió el señor Degron mientras se persignaban—. No cuando nosotros fuimos quien le dimos el poder para salir.

—Pero ahora, por un poder superior, el del Señor nuestro, lo regresaremos a la prisión de donde nunca debió salir ese demonio.

—Confiamos en usted.

Se detuvieron frente a la entrada del granero. Los recibió un viento helado que meneó sus abrigos. Las campanas de viento sonaron todas a la par, terminándolos por erizar desde la punta de los pies a la cabeza.

Era una advertencia.

In nomine Patris, —inició su encomendación, con los Degron siguiendo el ejemplo, mientras llevaba el crucifijo de marmól al frente—, et Filii, et Spiritus Sancti. Amén.

Las luces se encendieron y apagaron, intermitentes; las tablas de madera en la fachada vibraron con poder. Hasta la distancia en la que se encontraban sentían los fuertes estremecimientos de la tierra que anunciaba el inicio del abominable terror.

—Gran y glorioso Príncipe de los Ejércitos Celestiales, San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla —pidió Nicodemo, y del interior de la granja se escuchó una embestida de baldes chocando contra las paredes—. Tú que libraste con poder y gloria la guerra de las estrellas, tú que comandaste a tus ángeles para desterrar al Infierno a los enemigos de nuestro Padre, a ti clamamos en esta batalla.

La estructura no paraba de temblar, pero no tanto como la pareja entumecida tras el sacerdote. Los Degron cerraron sus ojos, concentrados en sus plegarias donde el «Padrenuestro que estás en los cielos» no dejó de resonar.

—¡En el nombre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor! —El eclesiástico sintió su dedo meñique ser movido brutalmente fuera del crucifijo en contra de su voluntad. Por fuera había sido un tirón sin compasión, pero, por dentro, su cuerpo se quemaba como tortura con látigos de fuego—. Fortalecido por la intercesión de la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, —El dedo pulgar se apartó, provocándole lágrimas en los ojos—, y de todos los santos —masculló por lo bajo, pero tomó fuerza para exclamar—: ¡te expulsamos de entre nosotros, quienesquiera que sean, espíritu inmundo!

La tierra se movió aún más fuerte, y en consecuencia, el sonido de un motor los alertó. Las luces del tractor se reflejaron contra la pareja. En cuestión de segundos la máquina salió disparada al objetivo.

—¡Padre, Lara, no! —El señor Degron saltó sobre ellos y los empujó fuera del camino, pero no fue lo suficiente rápido para levantarse—. ¡Argghhh! —exclamó entre lágrimas, la primera llanta delantera había pasado por encima de su pierna.

¡Bromm!

El tractor rastrilló el motor a toda máquina; la segunda rueda terminó por hundirle la extremidad en la tierra y la sangre salió expulsada en múltiples direcciones. El crack en el hueso hizo estremecer todo su sistema.

—¡Dios mío! —dio gritos uno tras otro.

El tractor continuó camino hasta impactar de lleno contra el grueso tronco de un árbol. No muy lejos de allí, el señor Degron lloraba sin consuelo. Intentaba levantarse, intentaba moverse, intentaba hacer algo, pero era incapaz en todos los sentidos. Sentía como si su pierna se hubiera ido para siempre.

—El enemigo no ganará. —Nicodemo se arrastró entre jadeos hacia el crucifijo que había caído a unos metros de él.

Sus dedos aún dolían, pero intentó ser lo más fuerte que pudo. Por los Degron, por el pueblo, por todas las almas inocentes arrebatas por ese mortal enemigo.

—Jair, Jair. —Se le acercó Lara, temblorosa. Miraba del rostro pálido y ensangrentado de su esposo hacia la pierna magullada. Ver la carne viva le provocaba náuseas—. Háblame, cariño, no te vayas. —Le dio suaves palmadas en los cachetes—. Vuelve, vuelve conmigo, Jair, por favor.

La única respuesta que Lara Degron obtuvo fue un quejido. Los ojos de su esposo se entrecerraban. Al menos aquello le dio un poco de alivio en medio de la tormenta, pero por lo grave de la situación, sabía que no era conveniente permitirle dormirse.

—Tenemos... tenemos que irnos —pidió Lara entre temblores—. ¡Mire como está Jair, padre! Esa... cosa casi lo mata. Ya no necesitamos más advertencias. Debemos irnos y dejarlo en paz. Es demasiado peligroso para nosotros.

El semblante de Nicodemo luchaba por no palidecer. El desespero y la frustración se asomaban por su mirada, pero el impulso por mostrarse firme en aquel momento lo obligaba a arrojar todos esos sentimientos bajo llave.

—Tú misma lo acabas de confirmar, Lara. Es demasiado peligroso para nosotros. No podemos permitir que un mal de ese tipo ande libre en Villa Degron. ¡Mira a tu alrededor, hija! —Un atisbo de terror se reflejó en sus facciones—. Villa Degron está maldita.

En medio de su inconmensurable dolor, Jair asintió.

—Tiene razón, Lara —musitó entre dientes, tembloroso—. No... dejes que te infunda su miedo. Esa cosa ya no es nuestra hija, y se merece el peor de los castigos por haber insultado su memoria.

Otra risa infantil resonó en las lejanías. Los trigales se menearon con el viento y una sombra se movió fugaz entre ellos.

Lara tomó de nuevo su camándula, mientras que Nicodemo se giró en un sobresalto.

—¡Muéstrate, quienquiera que seas! —demandó hacia la aparente nada—. El poder de Cristo te lo ordena.

Arianelle —arrastró entre susurros el viento, en un eco inquietante que no parecía tener fin. Era seseante como serpiente, burlón como demonio, inocente como niño, pero a la vez estremecedor como las tinieblas.

El padre Nicodemo se giró hacia el granero. Ese había sido el origen, pero luego vino de los trigales, de la casa, del pozo, de las sombras. El mal estaba en todas partes.

—¡Ese no es tu nombre, monstruo! —enfrentó Lara.

Una risa cantarina retumbó a su alrededor. Se ocultó de nuevo entre el monte. Hacia allí fue donde Nicodemo dio sus siguientes pasos. Mantener el crucifijo firme en esa dirección pareció funcionar. Hubo silencio.

O eso creyó.

Por el rabillo del ojo distinguió una sombra ascender a su espalda y un escalofrío lo recorrió. La sentía elevarse como un espantapájaros encorvado.

—Pa...padre —masculló Jair.

Una súplica ahogada lo motivó a girarse. Lara Degron flotaba en el aire, sus pies protestaban por haber sido sacados del suelo mientras con sus manos intentaba liberarse de las cuencas de la camándula que friccionaban su cuello y la dejaban sin aire.

Nicodemo no alcanzó a levantar su arma bendecida, cuando un feroz viento sobrenatural lo aventó por los aires mientras Lara Degron caía de lleno contra el suelo.

—¡Laraaa! —gritó el señor Degron, arrastrándose en el áspero césped para alcanzar a su ahogada esposa.

El sacerdote se concentró en recuperar la cruz. Estiró la mano para alcanzarla, pero sintió una aplastante fuerza tocar su pierna y de un solo movimiento lo apartó de ella.

En ese instante todo pareció perdido.

Un nuevo agarre sujetó al sacerdote. La fe murió junto a la esperanza de librar al poblado de la corrupta evangelización de calamidades que se extendía cada día entre los lugareños.

La bruma que salía del pozo aumentaba con cada minuto. Jair lloraba de dolor. Estaba a escasos pasos de alcanzar a su esposa, solo unos centímetros, pero tan corta distancia fue para él semejante a kilómetros. Lara no parecía responder. Nicodemo lucía resignado, en sus adentros solo rogaba que Dios tuviera misericordia de su alma.

Entonces, una luz se iluminó al final de aquel túnel de terror. El reflejo llegó a ser tan potente y aplastante que obligó a la oscuridad a dar un paso atrás.

Jair se giró hacia el origen de las luminarias. Le costaba reconocerlos a la distancia, pero eran antorchas, y quienes las sujetaban eran los mismos habitantes de Villa Degron, habían asistido en masa al lugar que todos temían y que antes habían jurado no pisar.

Un hombre acuerpado iba a la cabeza del tumulto. Lane había trabajado como obrero desde el inicio en la edificación de Villa Degron, lado a lado con el señor Jair, y había sido testigo de la aflicción que lo atormentaba desde que Arianelle dio aquel salto mortal al pozo.

Se había encargado de convocarlos, de unir a los desconsolados habitantes por un mismo objetivo: acabar de raíz con la maldición de la muerte. Lane fue el primero en clavar con toda su fuerza dos estacas unidas en forma de cruz. Dos más siguieron el ejemplo, y uno a uno se sumaron en la tarea.

—Dios nos ha oído —celebró Nicodemo con un suspiro de alivio.

Cinco. Diez. Veinte. Cada vez eran más y más cruces unidas alrededor como una barrera protectora que obligó al profano espíritu a retirarse. Un sonido bestial se prolongó como si una jabalina hubiera atacado al corazón de la bestia.

Todas las luces en el granero se encendieron y apagaron en rápidos segundos de intermitencia y el viento sopló más fuerte que antes. Pero ni las feroces ráfagas hicieron que Nicodemo diera marcha atrás.

Con el pecho en alto y todas sus inseguridades desechadas, el eclesiástico extendió con firmeza el crucifijo en última advertencia.

—¡Espíritu de las tinieblas! —Las tablas del granero temblaron como si fueran un acordeón—. ¡Por el amor a Cristo, la firmeza de los ángeles y el temor al Dios Supremo, te ordeno regresar a la prisión de oscuridad de donde saliste! —Un último clamor sacudió por completo el ambiente—. ¡Regresa y permanece atado por el resto de los tiempos, enviado del mal! ¡En el nombre de Dios! ¡Amén!

La oscuridad, debilitada por completo, reveló su forma. Como una bruma estrepitosa y pesada a la vista que ardía en químicos de muerte, todo el mal fue expulsado de regreso al fondo del pozo cual trueno en medio de la tormenta. La niebla alrededor también retrocedió en cámara lenta.

El sacerdote dejó caer su cruz hacia el fondo, y un espantoso desgarro suplicante retumbó en los oídos de los presentes. Los habitantes del pueblo avanzaron todos en grupo. Como un solo cuerpo, levantaron la pesada tapa de piedra con la que sellaron el acceso al hoyo y clavaron más cruces alrededor.

Acercaron al sacerdote un frasco de agua que él bendijo antes de rociarla en el portal al abismo.

Con una señal de la cruz, se permitieron dar un respiro.

—¿Se acabó? —preguntó Lane—. ¿Lo logramos, padre? ¿Ganamos?

—No, Lane... no se ha acabado aún —susurró Jair, acercándose con dificultad al grupo. Dos personas lo ayudaban a mantenerse pie mientras él avanzaba con su única pierna en buenas condiciones.

—¿Qué más nos ocultas? —inquirió el hombre con voz exhausta.

—Nada. No oculto nada, pero si permitimos que algún curioso coloque un pie en estas tierras alguna vez, el pozo podría volver a ser abierto y el mal volvería a habitar entre nosotros.

—Jair tiene razón —murmuró con dificultad una abatida Lara. Había recuperado el sentido justo a tiempo para presenciar el horroroso encierro del espíritu—. Debemos clausurar este lugar para siempre.

Nicodemo sintió el fulgor de las antorchas. Se giró hacia la comunidad agrupada a su alrededor, todos asentían en acuerdo.

—Debe hacer que seamos fieles a un juramento... un compromiso que no podamos quebrantar... una ley divina —agregó el señor Degron—. Solo usted puede hacer que sea posible, padre.

Nicodemo analizó por unos segundos la determinación de los Degron y de todo el pueblo que los apoyaba. Suspiró hondo y finalmente asintió.

—A todo el pueblo que me escucha —vociferó Nicodemo—: hemos ganado una batalla, pero estoy seguro de que la guerra de la luz contra la oscuridad continuará. El mal buscará la forma de manipularlos, acecharnos, despertar en nosotros el deseo, la curiosidad, seducirnos con sus engaños para que seamos su conducto. Por eso, aquí y ahora, es preciso que todos hagamos un juramento. ¡Hermanos de la comunidad de Villa Degron, de rodillas ante el Señor!

Lane fue el primero en obedecer. Lara y las personas a su alrededor poco a poco hicieron lo propio. Solo Nicodemo, Jair y quienes lo sostenían permanecieron en pie.

—Repitan después de mí —pidió Nicodemo—: bendito sea el poder que desciende de lo alto. —El coro comunal retumbó al instante—. Hoy, la luz del Señor ha ganado una batalla. Dios nos dio la victoria, y por eso, yo juro ante Dios todopoderoso y ante ustedes hermanos, que lo que hoy vimos y vivimos guardaremos en secreto hasta el fin de nuestros días. —Los lugareños repetían con fervor el juramento—. Mis labios no lo hablarán y de mi mente esta historia no saldrá. Ni mis hijos, ni los hijos de mis hijos, lo sabrán, para no ser tentados por la oscuridad. Mis pies estas tierras nunca más pisarán, y que este pacto sea guardado hasta el final. Amén.

—Amén —concluyó la comunidad.

—Pueden ir en paz.

Paz... un concepto que carecía de todo sentido en aquel momento. El mal había dejado una huella difícil de borrar. Niños y jóvenes se habían suicidado, cultivos y ganados se perdieron. Estaban seguros de que nada volvería a ser como antes, pero mantenían la firme convicción de que ese poder corrupto sería prisionero perpetuo y nunca más volvería a manifestarse.

Todos marcharon de regreso al pueblo, dispuestos a reparar lo perdido y ayudarse entre sí como la unida comunidad que en otrora habían sido. Confiaban en que el juramento sería respetado, en que la página de oscuridad finalmente había pasado.

Pero eran ignorantes.

El mal buscaba puertas para manifestarse, silencioso, cauteloso. El mal sabía de engaño, se camuflaba en cada rincón como una sombra al acecho. El mal marcaba grietas, era inmune al paso del tiempo; la eternidad era su tablero de juego, y ya había vaticinado el día en que volvería a corromper a los aparentemente tranquilos límites de Villa Degron, y esa vez, juraba hacerlos abandonar toda esperanza y reinar sin misericordia.


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