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2. Acecho en las sombras

Un hipnótico aroma a café inundó el aire, alterando los sentidos de Jair Degron. Pronto se escucharon golpeteos lentos contra la madera, uno tras otro, con notoria dificultad. Aquel sonido fue familiar ante los oídos de la joven que con alta experticia se movía de un lado a otro en la cálida cocina de la residencia.

Cuando el señor Degron al fin logró cruzar el umbral, dedicó una mirada a su hija, parado cual estatua frente a ella. No era una mirada fácil con la que ella pudiera empatizar, nadie en el pueblo, en realidad, leerlo resultaba difícil, pero los años le habían enseñado a Sofelle a conocer muy bien a su padre y, si bien no demostraba nada más allá de su inexpresión, sabía que esos ojos apagados denotaban amor, pero también sorpresa.

—Madrugaste.

—Buenos días para usted también, señor Degron —saludó ella, sonriente como de costumbre, terminaba de preparar el plato. Llevándose una tostada a la boca, en un ágil movimiento tomó dos tazas de café con una mano y el plato con otro, y terminó de llevarle el desayuno al comedor, luego regresó a él para tomarlo por el brazo—. Vamos, papá, te acompaño un rato.

—Es bastante temprano —comentó en murmullo, dejándose llevar con obediencia por su hija y acomodándose en el asiento—. Esto solo significa una cosa. ¿Con qué va a salvar el día hoy mi bella niña?

Sofelle sonrió por lo bajo. Él no dejaba de llamarla así por más grande que fuera.

—Recibí una llamada de la familia Neuman hace un rato, una de sus vacas de repente se enfermó y quieren que le dé un chequeo médico.

Por primera vez en muchos años, Sofelle percibió algo en su padre. Una expresión, algo que no era normal ver reflejado en su rostro, sus ojos habían parecido ampliarse de manera leve.

—¿Los Neuman? —cuestionó el señor Degron—. Hasta donde sé, ellos tienen su propio veterinario para su finca.

—Lo sé, también me sorprendió la llamada de la señora Magnolia —respondió pensativa, dando un sorbo a su taza de café—. Nunca antes habían necesitado mis servicios.

—Es extraño, Magnolia y Felipe pocas veces interactúan con el pueblo, nunca necesitaron a nadie más que sus propios empleados.

—No tiene nada de extraño —refutó, confundida—. Me necesitan, estoy disponible, así que con mucho gusto ayudaré en lo que pueda. De eso se trata trabajar.

—Lo sé, y no pretendo detenerte, solo... —Suspiró—, ten cuidado, ¿sí? Su finca está ubicada a las afueras del pueblo, no es un lugar al que suela ir mucha gente más que los trabajadores de los Neuman. Un camino, una decisión equivocada, puede ser el inicio de un viaje sin retorno.

Sofelle, completamente anonadada por las palabras de su padre, respondió con una risa seca y burlona.

—Papá, deja de hacer sonar la llamada de los Neuman como si fuera una nueva película de Camino hacia el terror. Esto es Villa Degron, literalmente en el letrero de entrada dice «el refugio de la calma» —enfatizó mientras se levantaba—. La estación de policía siempre está vacía, al hospital la gente solo va por citas de control y lo más peligroso que sucede aquí es que un perro corretee a una gallina.

—Hija, yo solo...

—Estaré bien, ¿sí? —Tomó su abrigo y se acercó a Jair con una mirada tierna—. Deja de preocuparte tanto por cosas que no van a pasar. Prometo volver en una sola pieza. —Le dio un beso en la frente antes de dar media vuelta. El señor Degron asintió en silencio, perdiendo su mirada en el camino dejado por su hija.

—Ruego por eso todos los días, mi niña... y porque Dios perdone los pecados de nuestra familia —susurró para sí, con el ruido del motor de fondo.

Dejar el pueblo atrás no fue problema. Villa Degron era un poblado pequeño, solo en cuestión de algunos minutos Sofelle ya se encontraba conduciendo por vías de tierra y piedra, con el frío viento entrando por la ventana y hondeando su cabellera castaña con tintes de rubio.

Mientras más se alejaba de la civilización, más se le hacía curioso el panorama que poco a poco se le alzaba por delante. Aquellas tierras eran ricas en hectáreas de maizales, amplias para todo tipo de cultivos y tan tranquilas que podía imaginarse viviendo en ellas algún día cuando fuera una mujer mayor, sin tener que preocuparse por nada más que disfrutar sus últimos años de vida.

Le pareció ideal, en la vida campestre siempre encontraba paz. Pero pronto esa idea salió de su cabeza cuando recordó el porqué seguramente nadie vivía alrededor.

No existían más de tres fincas en esa zona del pueblo. Una era propiedad de los Neuman, otra de una familia que, según su padre, había dejado Villa Degron hacía varios años y solo regresaba cada cierto tiempo para disfrutar sus vacaciones en el campo, la tercera... la tercera aún le causaba escalofríos. No necesitaba presentación, prefería pensar que no estaba allí.

Pero por más que Sofelle Degron quisiera obviar la realidad, el lugar se erigía para recordárselo.

A la lejanía del camino, a su vista saltó un paraje al que tétrico no alcanzaba a definir por completo. Destacó la inmensidad de una hacienda muy diferente al estilo colonial de las casas de madera en el pueblo, la construcción era en ladrillo gris, con al menos tres pisos si contaba el ático, y cubierta por maleza por donde la mirara, árboles secos, el césped había crecido con aspereza y era bastante alto. Puertas y ventanas estaban selladas con tablas e incluso a lo lejos lograba distinguir algunos cuervos posando sobre ella. Pero no era tan inquietante como alrededor. No se atrevió a contarlas, pero podía jurar que al menos más de cien cruces de madera rodeaban la finca, la mayoría alrededor de un sucio pozo sellado.

Todo alrededor de aquella propiedad era un misterio, como si la misma muerte hubiera puesto su mano sobre ella. Quizá esa era la preocupación de su padre, pero no necesitaba que se lo recordara, no era una niña curiosa, tenía la edad suficiente para reconocer un lugar peligroso donde lo viera.

Eran pocas las veces que recordaba haber pisado esa zona, y todavía seguía causándole pavor cada vez que la veía.

Por un momento recordó lo impactante que fue para ella verla por primera vez cuando era pequeña. Su padre, cuando era alcalde, había asistido junto con ella y su madre a la finca de la familia Neuman en una visita honorífica para entregarles un reconocimiento por su distinguida labor agrícola y ganadera en Villa Degron.

Ese día, Sofelle se perdió y un impulso frenético que nunca supo cómo definir la llamó a ese lugar. Estuvo cerca de entrar, cuando su madre la encontró justo a tiempo. Desde entonces surgió en ella curiosidad por aquel lugar, pero sus padres siempre buscaron la forma de evadir el tema. Cuando tuvo más edad, las pocas veces que preguntó le respondieron que ya estaba allí cuando su padre compró las tierras y que, por la limitada información que le dieron, era un cementerio donde descansaban soldados de la Segunda Guerra Mundial. Y nunca más lo refutó.

Guardaba respeto a los Neuman por haberse adaptado a vivir cerca de ese lugar, pero también sabía que siempre estaban demasiado ocupados con sus cultivos y ganado como para pensar en aquella hacienda.

Le tomó unos minutos más llegar a su destino. El aviso de «Hacienda Neuman» la recibió primero, y luego la misma señora Magnolia Neuman en persona, con su sombrero de paja, pantalón vaquero y camisa a cuadros.

—¡Sofelle, qué bueno que viniste! —saludó cordial la mujer.

—Siempre que me necesite, señora Magnolia, ahí estaré. —Sonrió mientras cerraba de un portazo, en su mano llevaba su maletín médico—. ¿Dónde está la vaca?

—Vamos, te mostraré —indicó, extendiendo su mano hacia el establo—. Sabes que solemos tener un veterinario interno, pero se ha ido de vacaciones con su familia desde hace unos días, y muy lejos de Villa Degron. No quisiera tener que molestarlo en su descanso.

—Pues en su ausencia, cuente conmigo.

—Siempre tan servicial. —Sonrió de vuelta mientras caminaba junto a ella—. Verás, no sabemos qué ha pasado hoy con Miley. Felipe abrió el establo como todos los días para sacar a los animales, pero entonces la encontramos decaída, la pobre no podía ni siquiera levantarse y su carita... su carita lo decía todo. Sabemos que los animales no pueden hablar, pero no necesitan palabras para expresarse. Perdonarás la urgencia de mi llamada desde temprano, pero realmente no sabíamos con quién más acudir.

—Entiendo la urgencia, no se preocupe, señora Magnolia.

Magnolia Neuman asintió, internándose junto con Sofelle en el establo. Tirada entre paja, allí estaba Miley, mugiendo con dolor agonizante. Para Magnolia fue inevitable tomarse las manos en una mezcla de ansiedad y preocupación, no soportaba verla así.

—Ay, chiquita... —Sofelle corrió a acurrucarse junto a Miley y la acarició con delicadeza. El dolor reflejado en los ojos de la vaca lo sintió como propio, su corazón se arrugó—. Vas a estar bien, ¿ok? Vas a sanarte y estarás de pie de nuevo, comiendo pasto con tus amigas vacas.

Magnolia sonrió con inocente esperanza. El carisma de la joven era sinigual, incluso con los animales. Ya entendía por qué Sofelle Degron era reconocida como la mejor veterinaria del pueblo, y ver aquella escena terminaba de confirmárselo.

—Sé que Miley está en buenas manos. Estaré en la casa para cualquier cosa que necesites.

Sofelle asintió.

—No tiene de qué preocuparse, señora Magnolia. Usted confía, entonces sucederá.

La sonrisa de Sofelle la terminó de tranquilizar y, convencida de que la veterinaria daría lo mejor de sí, Magnolia se marchó.

Pasaron varios minutos en los que solo fueron Sofelle y Miley. La vaca había dejado de mugir finalmente, la terapia y los medicamentos estaban siendo efectivos para combatir lo que Sofelle definió como una infección estomacal.

Sofelle se tomó un minuto para descansar y, deteniéndose a mirar la inmensidad del establo, llevó sus manos a las caderas y dio un largo suspiro.

—Sin duda algún día tendré uno de estos —comentó para sí.

Se propuso a dar media vuelta para volver con Miley, cuando un aplastante ¡tumm! retumbó a su espalda.

Sofelle dio un brinco mientras se giraba de vuelta. Un balde lechero vacío había caído sobre otros dos y provocado un estruendo que hizo saltar su corazón estrepitosamente. Magnolia Neuman no tardó en entrar al establo con el alma entre las manos, y vio a Sofelle apoyada de una de las vigas del establo, mientras que su otra mano estaba contra su pecho.

—¡Sofelle!, ¿te encuentras bien?

—Sí, señora Neuman. —Sacudió la cabeza, retomando la compostura—. Solo me llevé un susto. No sé de dónde salió.

—Lo siento tanto, a veces Felipe tiene la mala costumbre de dejar algunos baldes a la orilla del pasillo de arriba —explicó mientras se agachaba a recogerlos—. Venía justo para aquí cuando escuché el ruido.

—No se preocupe, cosas que pasan.

Magnolia se giró hacia Miley, la tranquilidad que percibió en ella hizo brotar una sonrisa en su rostro señorial.

—Lo lograste, ¡Miley se ve mucho mejor!

La felicidad en la mujer provocó una sonrisa en Sofelle.

—Justo terminaba con la paciente. —Entregó un frasco en manos de Magnolia—. Inyéctele este medicamento cada ocho horas durante cuatro días. Sufrió una fuerte infección estomacal, esto lo combatirá.

—Sofelle, querida. —La tomó de las manos—. De verdad no tengo cómo agradecerte, pero espero que esto sirva para compensar el gran trabajo que hiciste hoy con Miley. —Entregó un rollo de billetes en mano de la castaña—. Gracias por todo.

—No hay de qué, siempre es un placer. —Comenzó su marcha mientras guardaba el dinero en el bolsillo trasero de su pantalón—. Volveré en cuatro días para saber cómo sigue la paciente. Cuídese, señora Neuman, y tú también, Miley. —Se despidió con un ademán al salir.

En pocos minutos Sofelle ya estaba dentro de su camioneta dando vuelta a casa. Amaba de todo corazón su profesión, pero lo que más le agradaba era encontrarse con otras personas como Magnolia, que les dieran a los animales tanta importancia como lo merecían. Aunque la Hacienda Neuman era inmensa, no le tomó mucho tiempo salir de ella y, de nuevo, a sus ojos saltó durante el camino aquel siniestro paraje abandonado.

Un viento frío pareció recorrerla desde la parte baja de su espalda hasta el cuello. Sacudió la cabeza e intentó mantener su vista enfrente, en cuanto más rápido saliera de allí, menos tenía que pensar en ese deplorable lugar en decadencia.

—Padre, debiste demoler ese sitio —comentó por lo bajo, y procedió a encender la radio. Una melodía suave era justo lo que necesitaba.

La camioneta aceleró y pronto abandonó las afueras de Villa Degron, pero, imperceptible ante la luz y oculto como el abismo desde el interior de la casa sellada, el mal observó, paciente, silencioso, astuto. El mal no necesitó cuerpo, con su presencia hizo estremecer el día mismo. No tuvo necesidad de respirar, su oscuridad pronto sería el único aliento. No necesitó una plegaria, contaba los días en que castigaría con terror los pecados de Villa Degron, y cercana era su hora y su fecha.


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