1. Aparente calma
Una frenética sensación de incertidumbre se arremolinó en el pecho de Michell. La oscuridad siempre le había parecido inquietante, misteriosa, un terreno donde quedaba en desventaja mientras el mal ganaba potestad, y por más que llevaba años batallando contra las fuerzas ocultas que la gobernaban, no podía evitar estremecerse cada vez que volvía a ese tétrico mundo.
Desde donde se encontraba fue testigo del poder de esa oscuridad; consumió todo a su paso como las furiosas llamaradas de un incendio.
Aspiró y suspiró. No dejaba de repetirse que todo iba a salir bien. Tenía fe en que así sería.
Entonces, una mano hizo contacto con la suya. Pero no la impresionó. Al contrario, le dio paz.
Aún en aquellas tinieblas a su alrededor, Elías le sonreía, su mirada aguamelada y confiada era el apoyo que necesitaba, y la sonrisa adornada por aquella barba perfectamente pulcra la convencía de que así sería.
Michell quería creerlo. Siempre había salido bien. Sentía que por cada paso que daba, Dios la fortalecía para dar uno más a ciegas.
Del otro extremo, un pequeño grupo indicaba lo contrario con sus gestos de ego inquebrantable y sus sonrisas con las que se declaraban vencedores.
Pero no se dejó intimidar. No era la primera vez en la que debía enfrentarse a personas como ellos. Eran humanos, pero con el corazón de un demonio, incrédulos especialistas en destruir el trabajo de otros, su trabajo.
A veces la aterraba pensar en la corrupción y malicia del mismo ser humano. Si algo le había enseñado tantos años como investigadora de lo paranormal, era que los peores villanos no siempre eran los espíritus demoniacos que enfrentaba a diario, sino aquellos de carne y hueso. En cada gira mediática o conferencia siempre se topaban con un par de ellos.
Michell solo mantuvo sus facciones delicadas inamovibles. Sus ojos miel no dieron marcha atrás ni por un momento, y su objetivo tampoco. Tenía claro cuál era su misión y no se permitiría dejar pisotear. Su tamaño no era el más imponente, pero se había ganado el respeto en cada lugar al que iba gracias a su carácter.
—En vivo en cinco, cuatro, tres, dos... —escucharon tras bambalinas al director.
Las primeras luces se reflejaron como un disparo imprevisto sobre su tez canela. A pesar de la rutina, aquello nunca dejaba de sorprenderlos de cierta forma.
—Espíritus demoniacos... ¿mito o realidad? —Un hombre de traje creó suspenso con sus palabras. Era el único iluminado en el escenario, el silencio se extendía entre el público, ansiosos a cada palabra, mientras que el equipo de producción hacía sonar una melodía inquietante—. Desde el origen de nuestra civilización, antiguos textos y pinturas describen las historias de antiguos seres de gran poder oscuro que han influenciado la forma en que funciona nuestro mundo. Los adoraron, les construyeron templos, hicieron tratos con ellos. Algunos los llamaron dioses; otros... demonios; mientras que otro porcentaje rechaza de lleno su existencia.
»Tantos años después, ¿siguen presentes en nuestro mundo? ¿Son acaso la respuesta a los misterios y sucesos inexplicables que influyen en la política mundial actual? Yo soy Gary Numan, y los invito a desvelar estas respuestas en...
—¡Descifrando el misterio! —gritó el público entre aplausos y gritos eufóricos.
Gary Numan sonrió mientras saludaba a los siempre fieles espectadores de su programa. Los aplausos y aquel interés que reflejaba el auditorio día a día eran como una inyección de adrenalina para un veterano de la televisión como él.
—Y para llegar al fondo de estas cuestiones, nos acompaña en esta tarde el académico y astrofísico ganador del nobel, el doctor Germán Atlas. —El público recibió con aplausos al hombre de bigote y traje. Con una pierna cruzada sobre la otra, solo movió su mano a cada dirección—. Junto a él, conocida en todo el país por exponer los secretos detrás de falsos casos paranormales, ¡la investigadora Amanda Wilsmorth! —Cuando las luces se reflejaron en ella, la pelirroja de mirada venenosa movió los dedos de su mano mientras dedicaba una sonrisa falsa a Elías y Michell—. Desde la Academia Global de Historia Antigua, el posdoctor en mitología arcaica, ¡Iroh Nakahara!
El hombre de facciones orientales y traje añejo parecía llevar toda su vida detrás de misterios remotos, lo indicaban los pliegues en su piel. Nakahara fue el único en levantarse de su silla y saludar con una leve reverencia a los dos bloques de fanáticos de Numan.
»Y, por último... —La tensión en las palabras de Gary hacía que el auditorio no le quitara la mirada de encima—, los investigadores paranormales más famosos del momento, ávidas leyendas que se dedican a cazar a la misma oscuridad, mundialmente conocidos por su exitosa investigación El Caso de Luis Galiano en la ciudad colombiana de Perla Norte, ellos son...
—¡Michell Betancourt y Elías Escudero! —exclamó la audiencia, levantándose de sus sillas con aplausos eufóricos.
Solo entonces las luces se encendieron para ellos y todo el escenario terminó de estar iluminado. Lucían más empoderados que nunca, se notaba en la sonrisa confiada de ambos y la elegancia de sus trajes.
—No hacía falta toda esa introducción, Gary, pero sin duda te agradezco nos tengas en tan alta estima —comentó Elías—. Tus palabras son bien recibidas por Michell y por mí.
—¿Qué te puedo decir, amigo? Ustedes dos enloquecen al público a través de internet y el mundo entero —respondió con una sonrisa que fue alimentada por sus seguidores—. No hay lugar en este país donde no se haya escuchado hablar de El Caso de Luis Galiano, el tema que nos concierne hoy aquí, y es que cuando se habla de una historia tan... impactante como esta, te puedo asegurar que siempre se busca conocer más y más, escudriñar cada detalle, investigar hasta la última pista, por más que el asunto nos ponga los pelos de punta.
—Ese es el deber ser de un buen investigador, Gary, y te felicito por ello —contestó el astrofísico Atlas—. Entre mejor se conocen los detalles, hay más pruebas sólidas que contraponer en esta antítesis a la ciencia, esta... aberración al verdadero significado de las cosas, como el creer que una persona podría tener el don de ver más allá de lo físico. —Recostado a un lado de su silla, Germán Atlas lucía despreocupado por las palabras que soltaba—. ¿No es así, señorita Betancourt? —Le sonrió.
Michell dejó escapar una ligera risa impostada. Cada palabra de Atlas había sido un dardo de fuego que valientemente evadió sin dejarse afectar.
—Antes del mundo ser físico, doctor Atlas, primero fue espiritual, un poder eterno que antecedió al todo que hoy perciben sus sentidos —respondía sin siquiera mirarlo a los ojos, concentrada en lucir serena y sofisticada ante el lente de las cámaras—. Para eso están hoy como evidencias las cosas hechas, para recordar que lo espiritual fue primero... una pena que no se lo enseñaran en su cuarto doctorado.
Un aplauso resonó tras bambalinas. Era la Michell que el público conocía y adoraba, una mujer imponente y precisa, que no necesitaba de muchas palabras para desarmar con sabiduría a sus opositores.
—Eso sin duda suena interesante. —Antes de que Germán Atlas pudiera replicar, Gary Numan intervino—. Estoy seguro de que, al igual que yo, nuestro público se interesa en saber, Michell... ¿cómo funciona ese don espiritual? Es fascinante la manera en la que el Expediente Paranormal número veinte narra la forma de transportación de tu consciencia a otro lugar ajeno a nuestra realidad.
—Es algo inesperado, Gary, siempre es difícil de explicar, ¿sabes? —Sintiéndose más cómoda, Michell cambió de posición en su silla—. Porque nunca sabes en qué momento ocurrirá. Todos somos portadores de una energía espiritual, todo está cargado de ella en un eterno balance de bien y mal. —Unió sus manos en apoyo a sus palabras—, pero existen algunas personas, objetos y lugares que emanan un poder mayor de negatividad. Esa energía choca de alguna forma conmigo como una alerta, y entonces sucede. A veces ocurre cuando menos lo espero. Solo siento la repulsión, y al abrir mis ojos, puede ser otra época, otro día o cosas mucho peores que he tenido que experimentar.
—Una prodigio del ocultismo, un puente del más allá, una oráculo de lo invisible... una médium, la llaman en internet —comentó Amanda Wilsmorth, enredando unos mechones de su cabellera roja entre sus dedos—. ¿Y sabes qué tienen en común todos ellos, Gary?
Numan negó con la cabeza, intrigado por completo, mientras levantaba sus manos en refuerzo a sus palabras.
—Señorita Wilsmorth, ¡por favor ilumínenos!
—Que tarde o temprano, todos terminan en el manicomio. —Sonrió.
Un silencio aplastante se instauró en el escenario. Amanda no agregó más palabras, sus ojos terminaban de destilar sus pensamientos al respecto.
—Verás, Amanda, esa habilidad es lo que hace de Michell una psíquica, una mujer con un don incomprendido por el mundo, pero otorgado por Dios para la misión que hemos venido llevando a cabo con éxito. —Ahí estaba Elías Escudero, siempre a la defensa de su esposa. No eran dos mentes unificadas, no eran una misma cara de una personalidad iluminada, eran un complemento del uno al otro, eso era lo que los hacía especiales y el mayor temor de sus enemigos.
—Dios, siempre todo lo que hablan ustedes dos se resume en eso —agregó Atlas con tono irritado—. ¿No conocen otra respuesta? Doctor Nakahara —habló al asiático—, usted ha estudiado a varios dioses a lo largo de su carrera, por favor corríjame si me equivoco, los demonios con los que dicen luchar el señor Escudero y la señora Betancourt, ¿acaso no han sido considerados dioses también por otras culturas? Entonces, ¿cuál es la línea que separa a su dios de ser otro más de los demonios de los que dicen defender a nuestro mundo?
Gary Numan solo miró al doctor Iroh Nakahara, impaciente a la respuesta. Intentaba ocultar la satisfacción que le generaba la tensión en el debate, no dejaba de pensar en el rating disparándose a cantidades deseadas.
—En efecto, mi estado doctor Atlas, civilizaciones antiguas veneraron y construyeron templos y estatuas en honor a figuras como Anubis, Asmodeo, Baal, Belial, entre muchos otros, que por la tradición hebrea han sido señalados como demonios.
—¿Acaso eso quiere decir, señor Escudero y señora Betancourt, que todo lo que no se ajuste a sus creencias o filosofías, es, por descarte e imposición, un demonio a satanizar? —presionó Atlas.
—Eso no es lo que... —contestó Michell.
—¿Somos entonces un grupo de demonios para ustedes? —interrumpió, alzando la voz—. ¿Somos malos y despreciables acaso ante su naturaleza? ¿Somos demonios por el simple hecho de ir en desacuerdo a su misión?
Elías suspiró hondo por el tono bélico de Atlas, en el fondo pudo reconocer las sonrisas maliciosas de Wilsmorth y Nakahara, pero lo que más lo sorprendió fue el fuego en la mirada de Gary Numan, eso era lo que buscaba desde el comienzo el presentador, lo único que le importaba en realidad, lanzar la chispa, avivar la llama, y esperar a que el incendio los devorara ante el ojo del mundo.
No podía creer que había caído en la trampa. Solo deseaba contar al mundo sobre su misión, evangelizar con su trabajo, pero no faltaban seres como Numan, dispuestos a lucrarse con polémicas y llegar al éxito sin importar a quién arrastrara en el proceso. Era el mundo real, y a veces odiaba tener que reconocer que así era el ser humano.
Michell lo había advertido antes, por eso no dejaba de sentir nervios. Algo en ella, su don, le advertía que no terminaría bien.
Elías estuvo preparado para responder, pero el programa fue silenciado en el punto más crítico del debate. Sofelle Degron acababa de apagar la radio de su auto, desde donde seguía la transmisión. En ocasiones escuchaba el programa de Gary Numan, los misterios que trataba en cada episodio le resultaban fascinantes, pero aquello había sido demasiado.
No necesitaba sugestionarse con ese tipo de pensamientos que iban en contra de sus creencias, bastante pacíficos que eran sus días en Villa Degron como para indisponerse por aquel acalorado debate religioso donde Elías y Michell habían sido acorralados.
Siempre había sido empática por los demás. No todos valoraban su habilidad, el don con el que creía haber sido bendecida, aunque en ocasiones se cuestionaba si en realidad era una bendición, o más bien una maldición.
Jamás en su vida había escuchado hablar sobre Michell y Elías o sobre El Caso de Luis Galiano, pero cada palabra dirigida con odio hacia ellos la sintió en carne propia. No fue algo aislado, así sucedía desde que tenía memoria. Ese era el motivo por el que conducía su auto campestre a mitad de carretera.
El hogar de abuelos del pueblo vecino necesitaba ayudas, medicinas y alguien que pudiera dar una mano con la pintura de la sala principal. Ella no pudo negarse cuando la administradora del asilo fue a buscarla en Villa Degron. No podía decir no a alguien que realmente la necesitara, era lo que la hacía sentir que la vida valía la pena, el ayudar a los demás la hacía sentir... humana.
Por suerte, Villa Degron no estaba lejos. Agradecía que su pueblo no fuera retirado como otros del mismo estado. Lo primero que la recibió fue un aviso a orilla de carretera: «Bienvenido a Villa Degron, el refugio de la calma».
Dio un suspiro de alivio mientras seguía el camino.
Reconocía la niebla y el aire frío que la envolvía. Finalmente estaba en casa. No recordaba haberse ido alguna vez más de unos cuantos kilómetros, o un día en el que deseara salir de allí. En Villa Degron tenía todo lo que necesitaba, paz, armonía con la naturaleza, un trabajo y la única persona que le importaba más que a nadie en el mundo: su padre.
Le tomó unos cuantos minutos terminar de adentrarse al poblado.
Un rayo de luz se coló por el vidrio. Por alguna razón que desconocía, la familia Constantine acostumbraba a dejar la farola de afuera encendida, sin importar que estuvieran en plena mañana. Sentado en una mecedora colonial, el viejo y sonriente líder de la familia le extendió la mano en cuanto reconoció el carro.
Sofelle disminuyó la velocidad por unos segundos para responder el saludo. Era la primera casa que se vislumbraba en el pueblo, y sin falta, el señor Rickman solía mantener sentado afuera en su mecedora.
Desde ahí, Villa Degron la abrigó con su magia colonial y una sensación de haberse perdido en el tiempo. Las casas eran cabañas, todas con algún agregado en madera, rodeadas por un ambiente natural, con calles anchas llenas de vida e inmutable paz.
Estacionó la camioneta justo en frente de la Cafetería de Lane. Colgantes de bombillas y mesas de picnic señalaban el camino hacia la casa convertida en negocio. Nunca se cansaba del familiar ambiente de ese lugar.
Sofelle subió las tres gradas de madera y empujó la puerta, activando el sonido de la campanilla.
—Ey, Sofelle, ¿por qué no me sorprende? —saludó Lane con una gran sonrisa de oreja a oreja. Su perfecta dentadura blanca hizo contraste con su piel morena. Podían pasar los años, pero para ella Lane era un alma que no envejecía—. Imaginé que vendrías, por eso te preparé el menú de hoy.
Desde atrás de la barra del bar, Lane tomó con sus fuertes brazos dos pacas y las deslizó por la plancha. Sofelle Degron las detuvo mientras tomaba asiento.
—¿Tan predecible soy?
—Bueno, no es como si tuvieras otro lugar en el pueblo a donde ir —bromeó, provocándole una sonrisa.
—Tienes un punto.
—¿Qué tal estuvo Vallecroix? —preguntó mientras limpiaba una copa con un pañuelo.
—Ya sabes... cajas de dientes perdidas, olor a avena cocida, abuelos con alzhéimer que te saludan cada tres minutos y te cuentan la misma historia una y otra vez. —Tomó una bocanada de aire y soltó un suspiro—. Toda una aventura.
Lane soltó una risa por lo bajo.
—No sé cómo es que lo sigues haciendo.
—Supongo que me acostumbré. Ya sabes... cuidar a papá no es fácil desde que mamá murió. He aprendido a tener muuucha paciencia.
—Para ninguno de nosotros lo fue la muerte de Lara —comentó con la mirada baja.
—La vida es dura, Lane, pero aquí seguimos, luchando por los que aún están y nunca olvidando a los que se fueron.
—Esa es mi niña. —Sonrió con orgullo.
—Lane, sabes que tengo treinta. ¿Cuándo dejarás de llamarme así? —preguntó con falsa ofensa.
—Es algo que simplemente nunca se hace. Si no, pregúntale a tu padre.
—Sí, hablando de él... lo mejor será que me vaya de una vez a ver cómo sigue —dijo, deslizándose de la silla con los almuerzos—. No queremos ver enojado al señor Degron, bastante habrá tenido con que lo dejara solo desde ayer.
—Suena como a que amaneció más gruñón que de costumbre. —Rio, levantando la mano en despedida—. Salúdame a tu padre.
—Siempre lo hago.
Con otro ruido de la campana, Sofelle abandonó la cafetería de Lane. Una vez subió al auto, solo tuvo que andar unos pocos metros. Su padre, como fundador del pueblo, había destinado una de las casas más centrales, ubicada frente al parque, para residencia de la familia.
Tan pronto como bajó, la recibieron los cálidos saludos de algunos lugareños. Después de todo, en Villa Degron desde hace años que vivían las mismas personas y frecuentaban los mismos sitios; todos se conocían como viejos amigos.
Sofelle avanzó por el verdoso jardín que se esforzaba en mantener. Si de su padre dependiera, desde la muerte de su madre que la residencia Degron se hubiera convertido en la casa más decadente de todo el pueblo, en el terreno maldito del que especularían niños y jóvenes.
Estuvo a poco de tocar la puerta, cuando, para su sorpresa, se abrió para ella como por arte de magia. Se sobresaltó por un segundo.
—Sofelle, hija, Dios sea contigo —saludó el padre Nicodemo, bendiciéndola.
Nicodemo estaba más entrado en años. Su cabello se había cubierto por completo de plata y las arrugas se multiplicaron en su tez negra, pero seguía siendo el mismo faro de luz que durante muchas generaciones había mantenido enfocados a los degronenses.
—Padre, qué agradable sorpresa. —Esbozó una sonrisa amplia—. ¿Cómo está papá?
—Un poco... apartado —contestó con la calma que tomó su voz con el paso de los años—, pero estoy seguro de que saber que estás aquí de nuevo le hará bien.
Desde que Sofelle tenía memoria, el padre Nicodemo no dejaba pasar ni un solo día sin visitar a su padre. Ni siquiera se detuvo tras la muerte de Lara Degron; al contrario, los encuentros se tornaron más largos que de costumbre.
Jamás escuchaba sobre qué hablaban, las sesiones eran privadas, pero en el fondo la hacía sentir bien que su padre recibiera la ayuda que tanto necesitaba.
—Gracias por cuidar de él en mi ausencia.
—No hay de qué, hija. Hoy debo viajar a las afueras del pueblo, los Neuman me requieren de nuevo, pero cualquier cosa que necesites, sabes que estaré presto a ayudar en la parroquia.
Nicodemo le dio dos amistosas palmadas suaves en el hombro y continuó su camino.
Sofelle terminó de ingresar a su hogar. La decoración era tan modesta como ella. Por unos segundos su reflejo se vio en el espejo de la sala, pantalones vaqueros, botines, un buzo ancho, cabello castaño con destellos de rubio, cachetes ruborizados por el clima y un rostro delicado con apenas una pasada de polvos.
Dejó el bolso y las pacas de los almuerzos sobre el comedor, esperando el mínimo indicio de alguien.
—¿Padre? —El silencio fue la única respuesta. Tanta quietud le parecía casi sobrenatural—. Ya llegué. ¿Padre?
Sofelle se adentró más en su hogar, cuando escuchó un chillido de la madera. Se giró hacia el origen, una figura se acercaba desde una zona oscura de la casa, sus pasos eran lentos y pesados, como si le costara caminar.
Poco a poco, la silueta fue definida por la luz como un hombre curtido de mirada fría y semblante severo, era alto y robusto, pero lucía encorvado por la muleta con la que apoyaba su difícil caminar.
—Hija... qué bueno verte. —En contravía a sus palabras, ni un músculo pareció tensarse en su rostro, Jair Degron se mantenía inexpresivo como de costumbre—. ¿Qué tal Villacroix?
Una sonrisa se formó en los labios de Sofelle. Hacía tiempo que su padre había perdido la voluntad de sonreír, de rendirse ante cualquier sentimiento que implicara emotividad, pero ella lo conocía. No necesitaba ver en él un rostro resplandeciente para reconocer la voluntad y el amor de su corazón, la preocupación y el orgullo. Si algo le había enseñado servir, era que los corazones más duros, a veces, eran los que más habían sido maltratados por la vida, pero en el fondo aún ardía una chispa de pasión.
Con toda la paciencia que la caracterizaba, Sofelle se acercó a él y le sirvió de apoyo para el resto del camino.
—Vamos, te lo contaré todo mientras almorzamos.
En el punto más alto de la noche, la bruma se propagó por Villa Degron como única dueña y señora; cubrió cada calle, cada esquina, cada lugar cayó bajo su asedio. En el día, el pueblo era tranquilo, pero en la noche, excedía cantidades insanas de paz, tanto que rozaba lo siniestro.
Los únicos valientes que se atrevieron a quebrantar aquel voto solemne fueron dos hombres que trastabillaban de un lado a otro bajo los efectos del alcohol. Caminaban abrazados, empujándose en ocasiones mientras estallaban en risa por los intentos del uno de hacer caer al otro con zancadas.
Cualquier mal paso era una burla sin fin, un pecado a los ojos del enemigo al acecho y una violación a su ley. El pueblo era su territorio, pero el parque era su palacio.
El joven de piernas más largas logró derribar a su pareja al enredarle el pie en el camino. De inmediato, su acompañante cayó de frente y el dolor en el pecho no tardó en manifestarse.
El parque mantenía un dictamen de silencio, una nada imperecedera que fue violada de manera arbitraria por las risas del joven en pie.
El mal no gustaba de la diversión, extinguía el juego con llamas y borraba destellos de luz con estocadas de oscuridad, y en ese momento, demandó el peor de los castigos a los trasgresores de su ley de tinieblas.
El viento sopló con fuerza y levantó sus gabardinas, provocándoles corrientazos gélidos que sintieron como filos de espada. Pero cegados en su juego, la joven pareja fue inocente al emerger de un nueva compañía.
Entonces, una risa inocente se hizo escuchar.
A unos pasos de ellos, tras un pozo de piedra, una niña parecía entretenerse por los juegos de los jóvenes.
Solo así la notaron, pero se escondió al ser vista. Sumidos en su espectáculo, siguieron forcejando para hacerla salir. La niña asomó unos centímetros de su cabellera negra, luego rio de nuevo y ellos rieron con ella.
La niña parecía entrar en confianza, querer acercarse.
—Ven, pequeña, no seas tímida.
—¿Estás perdida, nena? Déjanos llevarte a casa.
La menor volvió a su refugio y el silencio se instauró entre ellos como una barrera durante unos segundos.
Ambos cruzaron sus miradas, confundidos, y con un asentimiento de cabeza acordaron acercarse.
Sus pasos fueron lentos y desconfiados, pero no se detuvieron, siguieron avanzando poco a poco. Cuando finalmente estuvieron lo suficiente cerca, se arriesgaron a mirar detrás del pozo. Su sorpresa fue casi estremecedora, estaba vacío.
—Tú también la viste, ¿no es así, Matt? —preguntó el más alto, de cabello oscuro.
—Sinceramente, Nath, ahora no estoy seguro de si la vi o si fue el vodka jugando con mi cerebro.
—Tienes razón, mejor volvamos a tu casa.
Ambos sacudieron la cabeza, sus ojos se entrecerraban. Estaban dispuestos a marcharse, cuando un rechinante sonido los detuvo.
En ese instante desearon estar solos, pero podían jurar que estaban equivocados. El sonido se repetía, cercano y escalofriante, erizándolos de pies a cabeza. La terrible caída de la temperatura no ayudaba a calmar los nervios.
Matías sintió un viento rozar su espalda. Pasó saliva con dificultad y, armándose de valor, dio un giro hacia atrás. Su mano tembló frenéticamente al levantarla para mover a Nathaniel, con un jalón lo obligó a ver lo que él.
Rodeada por una negrura inquebrantable y una bruma espectral, una niña de bata blanca que no aparentaba tener más de diez años se mecía en los columpios, haciendo rechinar los hierros oxidados con cada movimiento. Intentaron verla al rostro, pero mantenía la cabeza cabizbaja, con largos cabellos azabache cubriéndola.
—¿Tú-tú-tú ve-ves la niña en lo-los columpios? —musitó Matías.
Nathaniel no respondió, el nudo en su garganta le impedía articular palabra alguna.
—Triste y solitaria la niña escapó. —Con voz dulce y desolada comenzó a cantar una melodía suave al ritmo de Itsy Bitsy araña.
—Nath... —susurró Matías, agarrándolo del brazo.
—Luego fue al pozo y una moneda arrojó —siguió cantando, con su mirada decaída—. Apareció un amigo y su deseó cumplió.
—¿Pequeña? —preguntó Matías, Nathaniel seguía inamovible—. ¿Me escuchas?
—Ya no estaba sola, con su amigo jugó. Juntos por siempre... —La voz sufrió un cambio abrupto, ya no fue infantil, fue tan gruesa y retumbante como el eco de un ejército en batalla—, el mal a Villa Degron gobernó.
La cabeza de la menor se desfasó hacia ellos en un crack. Entonces la vieron, pálida como cadáver en descomposición y con profundos ojos oscuros que evocaron en ellos la infinidad del abismo.
Los corazones de ambos se aceleraron estrepitosamente. El movimiento de la menor fue tan brusco que Matías cayó al suelo, mientras que Nathaniel al fin reaccionó y huyó tan lejos como sus piernas le permitieron.
Fue ahí cuando Matías la vio regresar directo al pozo a una velocidad tan sorprendente que apenas se veía su borrosa figura. Pero, a diferencia de ellos, no caminó, sus pies ni siquiera tocaron alguna superficie, se mezcló como una bruma maligna, confundida en la noche.
Aún con bombeos frenéticos en su corazón, las piernas de Matías pudieron responder y, al igual que Nathaniel, huyó para nunca más volver allí.
El mal se había filtrado, fiel a su promesa. Confundía con calma, pero ocultaba verdades funestas en la belleza de lo aparente. Era sagaz. Una barrera lo separaba de su gobierno, el tiempo le era un juego, y una temporada de horror recién estaba por comenzar.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro