
XXVII
EL FIN DE LOS AMORES DEL FANTASMA
Ahí termina el relato escrito que me dejó el Persa.
Pese al horror de una situación que parecía consagrarlos definitivamente a la muerte, el señor de Chagny y su acompañante se salvaron gracias a la abnegación sublime de Christine Daaé. Y la boca del daroga mismo me contó el resto de la aventura.
Cuando fui a verle, seguía viviendo en su pequeño piso de la calle de Rivoli, frente a las Tullerías. Estaba muy enfermo y yo tenía que recurrir a todo mi ardor de reportero-historiador al servicio de la verdad para decidirle a revivir conmigo el increíble drama. Seguía siendo su viejo y fiel criado Darius quien le servía, y quien me precedía hasta él. El daroga me recibía en un rincón de la ventana que da al jardín, sentado en un amplio sillón donde intentaba erguir un torso que no había debido carecer de belleza. Nuestro Persa aún tenía unos ojos magníficos, pero su pobre rostro estaba muy cansado. Se había rasurado completamente la cabeza, que cubría de ordinario con un gorro de astracán; iba vestido con una amplia hopalanda muy sencilla, dentro de cuyas mangas se divertía inconscientemente haciendo girar los pulgares, pero su mente seguía siendo muy lúcida.
No podía recordar los antiguos trances sin verse dominado por cierta fiebre y, a migajas, hube de arrancarle el sorprendente fin de esta extraña historia. A veces, se hacía rogar mucho tiempo para responder a mis preguntas, y otras, exaltado por sus recuerdos, evocaba de forma espontánea delante de mí, con un relieve sobrecogedor, la imagen espantosa de Erik y las terribles horas que el señor de Chagny y él habían vivido en la morada del Lago.
Había que ver el temblor que lo agitaba cuando me pintaba su despertar en la penumbra inquietante de la habitación Luis Felipe..., tras el drama de las aguas... Y éste es el fin de la terrible historia, tal como me la contó para que completase el relato escrito que había querido confiarme:
Al abrir los ojos, el daroga se había visto tendido sobre una cama... El señor de Chagny estaba tumbado en un canapé, junto al armario de espejo. Un ángel y un demonio velaban sobre ellos...
Tras los milagros e ilusiones de la cámara de los tormentos, la precisión de los detalles burgueses de aquel pequeño cuarto tranquilo parecía haber sido inventada con el designio de desanimar el espíritu del mortal lo bastante temerario como para extraviarse en aquel dominio de la pesadilla viviente. Aquella cama-barco, aquellas sillas de caoba encerada, aquella cómoda y aquellos cobres, el sonido con que aquellos pequeños cuadros de puntilla hecha a ganchillo estaban puestos en el respaldo de los sillones, el péndulo y, a cada lado de la chimenea, los pequeños cofrecillos de apariencia tan inofensiva..., en fin, aquella estantería adornada de conchas, de acericos rojos para los alfileres, de barcos de nácar y de un enorme huevo de avestruz..., todo ello discretamente iluminado por una lámpara con tulipa puesta sobre un velador..., todo aquel mobiliario que era de una fealdad doméstica conmovedora, tan pacífica, tan razonable, «en el fondo de las cuevas de la Ópera», desconcertaba más a la imaginación que cualquiera de las fantasmagorías pasadas.
Y la sombra del hombre de la máscara, en aquel pequeño marco anticuado, preciso y limpio, resultaba más formidable todavía. Se inclinó la sombra hasta el oído del Persa y le dijo en voz baja:
—¿Estás mejor, daroga...? ¿Miras mi mobiliario...? Es todo lo que me queda de mi pobre miserable madre...
Y además le dijo cosas que ya no recordaba; pero —y esto le parecía muy singular— el Persa tenía el recuerdo preciso de que, durante esa visión caduca de la habitación Luis Felipe, sólo habló Erik. Christine Daaé no decía una palabra; se desplazaba sin ruido y como una hermana de la caridad que hubiera hecho voto de silencio... Traía en una taza un cordial..., o un té humeante... El hombre de la máscara se la cogía de las manos y la tendía al Persa.
En cuanto al señor de Chagny, dormía...
Derramando un poco de ron en la taza del daroga y señalándole al vizconde tumbado, Erik dijo:
—Ha vuelto en sí mucho antes de que pudiésemos saber si usted estaba todavía vivo, daroga. Se encuentra muy bien... Duerme... No hay que despertarle...
Erik abandonó la habitación un momento y el Persa, incorporándose sobre un codo, miró a su alrededor... Sentada en una esquina de la chimenea distinguió la silueta blanca de Christine Daaé. Le dirigió la palabra..., la llamó..., pero aún estaba muy débil y volvió a caer sobre la almohada... Christine se acercó a él, le puso la mano sobre la frente, luego se alejó... Y el Persa recordó que entonces, al irse, ella no tuvo ni una mirada para el señor de Chagny que, a su lado, cierto, dormía tranquilamente..., y volvió a sentarse en su sillón, en la esquina de la chimenea, silenciosa como una hermana de la caridad que ha hecho voto de silencio...
Erik regresó con unos frasquitos que depositó sobre la chimenea. Y muy bajo, para no despertar al señor de Chagny, le dijo al Persa, tras sentarse a su cabecera y haberle tomado el pulso:
—Ahora los dos estáis a salvo. Y pronto os devolveré a la superficie de la tierra, para agradar a mi mujer.
Tras lo cual se levantó, sin más explicaciones, y volvió a desaparecer.
El Persa miraba ahora el perfil tranquilo de Christine Daaé bajo la lámpara. Estaba leyendo un librito de lomo dorado como el que se ve en los libros religiosos. De La Imitación hay ediciones así. Y al Persa aún le resonaba en los oídos el tono natural con que el otro había dicho: «Para agradar a mi mujer...».
Muy suavemente, el daroga volvió a llamar, pero Christine debía de leer muy lejos, porque no oyó...
Regresó Erik..., hizo beber al daroga una poción, tras haberle recomendado no volver a dirigir una palabra a «su mujer» ni a nadie, porque podía ser muy peligroso para la salud de todo el mundo.
A partir de ese momento, el Persa recuerda todavía la sombra negra de Erik y la silueta blanca de Christine, que seguían deslizándose en silencio por el cuarto y se inclinaban sobre el señor de Chagny. El Persa aún estaba muy débil, y el menor ruido, la puerta del armario de espejo que se abría rechinando, por ejemplo, le daba dolor de cabeza..., y luego se durmió como el señor de Chagny.
Esta vez no debía despertarse sino en su casa, cuidado por su fiel Darius, quien le informó de que la noche anterior le habían encontrado contra la puerta de su piso, donde debía de haber sido trasladado por un desconocido que se preocupó de llamar antes de alejarse.
En cuanto el daroga recuperó sus fuerzas y su responsabilidad, envió en busca de noticias del vizconde al domicilio del conde Philippe.
Le contestaron que el joven no había aparecido y que el conde Philippe había muerto. Habían encontrado su cadáver en la orilla del lago de la Ópera, del lado de la calle Scribe. El Persa se acordó de la misa fúnebre a la que había asistido tras el muro de la cámara de los espejos y no dudó ya del crimen ni del criminal. Conociendo a Erik, reconstruyó el drama, ¡ay!, sin esfuerzo. Tras haber creído que su hermano había raptado a Christine Daaé, Philippe se había precipitado en su persecución por la ruta de Bruselas, donde sabía que todo estaba preparado para semejante aventura. Al no encontrar a los jóvenes, había regresado a la Ópera, había recordado las extrañas confidencias de Raoul sobre su fantástico rival, había sabido que el vizconde lo había intentado todo para penetrar en los sótanos del teatro y, por último, que había desaparecido, dejando su sombrero en el camerino de la diva, junto a una caja de pistolas. Y el conde, que ya no dudaba de la locura de su hermano, se había lanzado a su vez en aquel infernal laberinto subterráneo. A ojos del Persa, ¿se necesitaba más para terminar encontrando el cadáver del conde a orillas del lago, donde vigilaba el canto de la sirena, la sirena de Erik, aquella portera del lago de los Muertos?
Por eso el Persa no vaciló. Aterrado por aquella nueva fechoría, y sin poder seguir en la incertidumbre en que se hallaba sobre el destino definitivo del vizconde y de Christine Daaé, se decidió a contarle todo a la justicia.
Pero la instrucción del caso se había confiado al señor juez Faure y fue en casa de éste donde llamó. Puede sospecharse la forma en que un espíritu escéptico, pedestre, superficial (lo digo como lo pienso) y en modo alguno preparado para semejante confidencia, recibió la declaración del daroga. Éste fue tratado como un loco.
Perdiendo la esperanza de hacerse oír alguna vez, el Persa se puso entonces a escribir. Dado que la justicia no quería su testimonio, tal vez la prensa lo aceptaría, y acababa de trazar cierta noche la última línea del relato que fielmente he transcrito aquí cuando su criado Darius le anunció un extranjero que no había dicho su nombre, cuyo rostro resultaba imposible ver y que había declarado simplemente que no abandonaría el lugar hasta haber hablado con el daroga.
Presintiendo inmediatamente la personalidad de aquel singular visitante, el Persa ordenó que lo introdujeran en el acto.
El daroga no se había equivocado.
¡Era el Fantasma! ¡Era Erik!
Parecía muy débil y se apoyaba en la pared como si temiera caer... Tras quitarse el sombrero, mostró una frente de palidez de cera. El resto del rostro estaba oculto por la máscara.
El Persa se había erguido ante él.
—Asesino del conde Philippe, ¿qué has hecho de su hermano y de Christine Daaé?
Ante este apóstrofe formidable, Erik vaciló y guardó un instante de silencio; luego, después de arrastrarse hasta un sillón, se dejó caer en él lanzando un profundo suspiro. Y allí dijo con cortas frases, con breves palabras, con aliento escaso:
—Daroga, no me hable del conde Philippe... Estaba muerto... ya... cuando salí de mi casa..., estaba muerto... ya... cuando... la sirena cantó..., fue un accidente..., un triste... un... lamentablemente triste... accidente... ¡Se cayó de forma torpe, simple y natural en el lago...!
—¡Mientes! —exclamó el Persa.
Entonces Erik inclinó la cabeza y dijo:
—No vengo aquí... para hablarte del conde Philippe..., sino para decirte que... voy a morir...
—¿Dónde están Raoul de Chagny y Christine Daaé?
—Voy a morir.
—¿Raoul de Chagny y Christine Daaé?
—... de amor..., daroga..., voy a morir de amor... así es..., ¡la amaba tanto...! Y la sigo amando, daroga, porque muero por ella, como te digo. Si supieras qué bella estaba cuando me permitió besarla viva, por su salvación eterna... Era la primera vez, daroga, la primera vez, ¿oyes?, que yo besaba a una mujer... Sí, viva, la besé estando viva y estaba hermosa como una muerta...
El Persa se había levantado y había osado tocar a Erik. Le zarandeó por el brazo.
—¿Vas a decirme de una vez si está muerta o viva?
—¿Por qué me zarandeas así? —respondió Erik haciendo un esfuerzo... Te digo que soy yo el que va a morir..., sí, la besé viva...
—Y ahora ¿está muerta?
—Te repito que la besé así en la frente..., y que ella no apartó su frente de mi boca... ¡Ah, es una joven honesta! En cuanto a si está muerta, no lo creo, aunque eso no me afecte... ¡No, no, no está muerta! Y sólo faltaría que me enterase de que alguien ha tocado un pelo de su cabeza. Es una joven valiente y honesta que te salvó la vida, para colmo, daroga, en un momento en que yo no habría dado dos céntimos por tu piel de persa. En el fondo, de ti nadie se preocupaba. ¿Por qué estabas allí con aquel jovencito? Ibas a morir además. Palabra que ella me suplicaba por su jovencito, pero yo le contesté que, dado que había girado el escorpión, por ese hecho y por su buena voluntad yo me había convertido en su prometido y que ella ya no necesitaba tener dos, cosa bastante justa; en cuanto a ti, tú no existías, no existías ya, te lo repito, e ibas a morir con el otro prometido. Pero, escúchame bien, daroga, cuando gritabais como posesos debido al agua, Christine vino a mí, con sus grandes ojos abiertos, y me juró, por su salvación eterna, que consentíaen ser mi mujer viva. Hasta entonces, en el fondo de sus ojos, daroga, siempre había visto yo a mi mujer muerta; era la primera vez que veía en ellos a mi mujer viva. Era sincera, dado que juraba por su salvación eterna. No se mataría. Asunto concluido. Medio minuto más tarde, todas las aguas habían vuelto al Lago y yo estiraba tu lengua, daroga, porque creí, palabra, que te quedabas allí... En fin... Estaba decidido que yo debía transportaros a los dos a vuestra casa en la superficie de la tierra. Por último, cuando me dejasteis libre el suelo de la habitación Luis Felipe, volví a ella completamente solo.
—¿Qué habías hecho del vizconde Chagny? —le interrumpió el Persa.
—Ah, tienes que comprender una cosa, daroga, no iba a devolverle así como así a la superficie... Era un rehén... Pero tampoco podía conservarlo en la morada del Lago, debido a Christine; entonces lo encerré en un lugar muy confortable, lo encadené limpiamente (el perfume de Mazenderan le había vuelto débil de carácter) en el panteón de los comuneros que está en la parte más desierta de la más lejana bodega de la Ópera, debajo del quinto sótano, a donde nadie va nunca y desde donde no se puede oír a nadie. Muy tranquilo, volví junto a Christine. Ella me esperaba...
En este punto de su relato, parece que el Fantasma se levantó de forma tan solemne que el Persa, que había vuelto a su lugar en el sillón, hubo de levantarse también, como si obedeciera al mismo movimiento y dándose cuenta de que era imposible permanecer sentado en un momento tan solemne, e incluso (me lo dijo el Persa mismo) se quitó, aunque tenía la cabeza afeitada, su gorro de astracán.
—Sí, ella me esperaba —continuó Erik, que se puso a temblar como una hoja, pero a temblar con una verdadera emoción solemne—..., me esperaba muy erguida, viva, como una verdadera novia viviente, por su salvación eterna... Y cuando avancé, más tímido que un niño pequeño, no escapó..., no, no..., se quedó..., me esperó..., creo, incluso, daroga, que un poco..., oh, no mucho..., pero que un poco, como una novia viva..., que adelantó la frente un poco... Y..., y..., yo la... besé... ¡Yo..., yo..., yo...! ¡Y ella no murió...! Permaneció de forma completamente natural a mi lado, después de besarla así..., en la frente... ¡Ay, daroga, qué bueno es besar a alguien...! Tú no lo puedes saber..., pero yo..., yo... Mi madre, daroga, mi pobre miserable madre nunca quiso que yo la besara... Ella escapaba..., arrojándome mi máscara..., ninguna otra mujer..., nunca..., nunca... ¡Ay, ay, ay...! Ante una felicidad como aquella, lloré... Y caí llorando a sus pies... y le besé los pies, sus piececitos, llorando... También tú lloras, daroga, y también ella lloraba..., el ángel lloró...
A medida que contaba esto, Erik sollozaba y el Persa, en efecto, no había podido contener sus lágrimas ante aquel hombre enmascarado que, con los hombros sacudidos y las manos en el pelo, lanzaba al mismo tiempo estertores de dolor y de ternura.
—... ¡Oh, daroga, sentí correr sus lágrimas sobre mi frente por mí! ¡Por mí! Eran cálidas..., y dulces..., sus lágrimas corrían por todas partes debajo de mi máscara, se mezclaban con mis propias lágrimas en mis ojos..., corrían hasta mi boca... ¡Ay, sus lágrimas..., por mí! Escucha, daroga, escucha lo que hice... Me quité la máscara para no perder una sola de sus lágrimas... ¡Y ella no huyó...! ¡Ni murió. __! Siguió viva, llorando..., sobre mí..., conmigo... ¡Lloramos juntos...! ¡Señor del cielo, me habéis dado toda la felicidad del mundo...!
Y Erik se había desmoronado, lanzando estertores, sobre el sillón.
—¡Ay, no voy a morir aún..., inmediatamente..., pero déjame llorar! —le había dicho al Persa.
Al cabo de un instante, el Hombre de la máscara prosiguió:
—Escucha, daroga..., escucha bien esto..., mientras yo estaba a sus pies... oí que decía: «¡Pobre desventurado de Erik!», ¡y me cogió la mano...! Como comprenderás, yo no era ya otra cosa que un pobre perro dispuesto a morir por ella..., como te lo digo, daroga. Figúrate que yo tenía en la mano un anillo, un anillo de oro que yo le había dado..., una alianza... Se la puse en su manita y le dije: «Toma, coge esto..., coge esto para ti... y para él... Será mi regalo de bodas..., el regalo del pobre desventurado de Erik... Sé que amas a ese joven..., no llores más...». Con una voz muy dulce ella me preguntó qué quería decir; entonces le hice comprender, y ella comprendió enseguida que yo no era para ella más que un pobre perro dispuesto a morir..., pero que ella, que ella podría casarse con el joven cuando quisiera, porque había llorado conmigo... Ay, daroga..., piensa que cuando le decía esto era como si desgarrase tranquilamente mi corazón en cuatro trozos, pero había llorado conmigo... y había dicho: «¡Pobre desventurado de Erik!».
Era tanta la emoción de Erik que hubo de advertir al Persa que no le mirase, porque se ahogaba y se veía en la necesidad de quitarse la máscara. A este propósito, el daroga me contó que había ido a la ventana y que la había abierto con el corazón sublevado de piedad, pero teniendo mucho cuidado de mirar la cima de los árboles del jardín de las Tullerías para no encontrarse con la cara del monstruo.
—Fui entonces a liberar al joven —prosiguió Erik— y le dije que me siguiera junto a Christine... Delante de mí, en la cámara Luis Felipe, se abrazaron... Christine tenía su anillo... Hice jurar a Christine que, cuando yo estuviera muerto, una noche ella vendría, pasando por el lago de la calle Scribe, a enterrarme con gran secreto con el anillo que habría llevado hasta ese minuto..., le dije cómo encontraría mi cuerpo y lo que tenía que hacer... Entonces Christine me besó por primera vez en la frente... (¡no mires, daroga!), aquí, en la frente... en mi frente... (¡no mires, daroga!), y luego los dos se fueron... Christine ya no lloraba..., sólo yo lloraba, daroga, daroga... ¡Si Christine cumple su juramento, pronto volverá...!
Y Erik se había callado. El Persa no le hizo ninguna pregunta más. Se había tranquilizado sobre el destino de Raoul de Chagny y de Christine Daaé, y ninguno de los de la raza humana habría podido, tras haberle oído esa noche, poner en duda la palabra de Erik, que lloraba.
El monstruo se había vuelto a poner la máscara y había reunido sus fuerzas para despedirse del daroga. Le había anunciado que cuando sintiera cercano su fin, le enviaría, en agradecimiento al bien que le había hecho en otro tiempo, lo que más quería en el mundo: todos los papeles que Christine Daaé había escrito durante esta aventura para Raoul, y que ella había dejado a Erik, y algunos objetos que procedían de ella, dos pañuelos, un par de guantes y un lazo de zapato. A una pregunta del Persa, Erik le informó que, nada más verse libres, los dos jóvenes habían decidido ir en busca de un sacerdote a algún lugar apartado donde ocultarían su felicidad y que, con tal designio, habían tomado «la estación del Norte del Mundo». Finalmente, Erik contaba con el Persa para que anunciara su muerte a los dos jóvenes tan pronto como éste recibiera las reliquias y los papeles prometidos. Para ello debería pagar una gacetilla en los anuncios necrológicos del periódico L'Époque.
Aquello era todo.
El Persa había conducido a Erik hasta la puerta de su piso, y Darius le había acompañado hasta la acera sosteniéndole. Le esperaba un simón en el que Erik montó. El Persa, que había regresado a la ventana, le oyó decir al cochero: «A la explanada de la Ópera».
Luego el simón se había perdido en la noche. El Persa había visto por última vez al pobre desventurado de Erik.
Tres semanas más tarde, el periódico L'Époque publicaba esta gacetilla necrológica:
«ERIK HA MUERTO».
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