32 | Efectos.
—¡YO LOS AYUDÉ A ATRAPARLO! ¡NO ME PUEDEN ENCERRAR AQUÍ!
—Eres menor, sólo te estamos protegiendo, será por cuarenta y ocho horas, tranquila.
—¡NO! ¡YO NO TENGO CUARENTA Y OCHO HORAS! —volví a gritar, pero la mujer sólo me ignoró y se fue, cruzando la oficina policial.
No había dormido en toda esa noche, el hambre ni siquiera se manifestaba y las veinticuatro horas desde que dejé el hospital pronto se cumplirían.
Entonces vi a Mia y a todos los demás aparecer. Esta se acercó a uno de los policías que vigilaba la salida y comenzó a hablar con él, distrayéndolo, dejando que los otros aseguren mi huida hacia el encuentro con mi hermano.
—Esto es lo que pidió —le dije al doctor, quien casi se cae de espaldas al ver el maletín lleno de dinero—, haga que él se quede conmigo. Ahora.
—Eh... Sí... Ahora... Ahora mismo.
Se fue casi corriendo, y, finalmente, mi inteligencia me abandonó.
Ya no pude escapar de los policías al verlos aparecer en el hospital debido a que fue el doctor quien los llamó.
—¡MI HERMANO SE ESTÁ MURIENDO, IMBÉCILES! —les grité resistiéndome a ser esposada—. ¡Ayúdenlo!
—¿De dónde sacaste ese dinero?
—¡¿Eso qué importa?! ¡ÉL VA A MORIRSE! ¡HAGAN ALGO!
—Llévatelo. —le ordenó un oficial a otro refiriéndose al maletín que tanto me costó ocultar de los federales.
—¡NO! —volví a gritar al borde del llanto—. Mi hermano... Por favor...
Ellos no hicieron caso, el joven tomó el dinero, dispuesto a alejarse, hasta que una mano que dejaba ver un traje negro hizo ruido al impactar contra el mostrador del hospital.
—¿Quién es usted?
—Alfredo Montero, abogado de Estela y Sergio Ferreira. —contestó el dueño de esa mano, estirando su tarjeta.
Me miró fijamente y después desvió sus ojos a las manos que me sostenían con fuerza excesiva.
—Están en problemas... —continuó, observando a los dos tipos—. En graves problemas.
Alfredo me liberó para después encerrarse con los federales y otros abogados en una de las oficinas del hospital, no sin antes ordenar al doctor que la operación de mi hermano sea realizada de inmediato.
Cuando salió me dirigió una mirada con la que me hizo saber que todo estaría bien.
—¿Por qué me ayudaste?
—Tenías razón sobre la carrera, Estela. Te estoy devolviendo el favor.
No contesté y empecé a alejarme.
—Sólo pido una cosa a cambio —me interrumpió Alfredo, haciendo que vuelva a mirarlo—, nadie debe enterarse de esto.
—Nadie sabrá esto.
Él asintió y yo me alejé confiando en su palabra de que arreglaría todo.
Eran las nueve de la noche, había pasado exactamente un día desde el accidente, la operación de mi hermano había empezado apenas hace un par de horas, así que, volviendo a recurrir a mis habilidades escurridizas, me escapé de Mia, Alejo y todos los demás.
—¿Dónde estabas?
Hillary agachó la cabeza sin tener una respuesta para mi pregunta.
—No me molesta lo de Elián.
—No tiene que molestarte. Se terminó.
—No, no se terminó, tú sí lo quieres, yo lo sé, lo reconociste antes de...
—Antes de que cayera en lo mismo. —interrumpí—. Antes de volver a arruinar mi vida.
—Lo siento.
—No, no es tu culpa.
—No has arruinado nada.
—¿No he arruinado nada? —cuestioné con indignación—. ¿Te hago un recuento de lo que acaba de pasar en las últimas veinticuatro horas?
—No es...
—Sergio, mi hermano, está a punto de morir, y yo... Yo volví a ser yo.
—Tú eres valiente, el ejemplo a seguir de muchos, de mí.
Una risa llena de odio hizo eco en medio de las calles.
Ella no dijo más y continuó siguiéndome hasta que quedamos frente a uno de los edificios residenciales, en donde estuve por última vez hace varios años.
—¿Qué vas a hacer?
Alcé los hombros, después de todo, tampoco lo sabía.
—¿Me esperarás? —pregunté.
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Siempre.
Sonreí con tristeza, le di la espalda y me adentré en el oscuro pasadizo, siendo guiada por las luces de colores.
Todo estaba igual, había muchas personas, la música era más fuerte de lo normal y el ambiente estaba lleno de humo.
Apoyé mi cuerpo en una de las paredes y me quedé estática, viendo con lentitud todo lo que pasaba a mi alrededor, consciente de que, si existía un infierno, tendría un lugar reservado en él.
Mi respiración era lenta, inexplicablemente podía oírla; sentía mi cuerpo contraerse cuando el aire abandonaba mis pulmones, entonces me quería quedar así, sin peso en mi interior, sin el dolor que reposaba en cada órgano que tenía, como si lo estuviera desgarrando con lentitud.
Después de todo, e igual que la última vez, estaba sola. Sucia. Como si fuera un elemento radioactivo que contaminaba lo que estuviera cerca.
El pecho se me rompía con cada inhalación que daba para sobrevivir, pero, irónicamente, también sentía que cada exhalación me desgastaba.
—Hola, Joe.
Él se encontraba de espaldas, metido en sus negocios, hasta que oyó mi voz.
—¿Estela?
Lo vi girar hacia mí con los ojos bien abiertos.
—Yo... Creí que no iba a volver a verte. —manifestó sin disimular su asombro—. ¡Pero realmente estás aquí!
—Necesito...
Dejó todo a un lado sin quitarme la mirada de encima, y una vez que sus manos estuvieron libres, sostuvieron las mías.
—¿Qué, Estela? ¿Qué necesitas?
—Necesito...
—Lo que quieras.
—Necesito que me des lo que solías darme.
Su rostro cambió y lo hizo aún más al observarme estirar el dinero.
—Creí que ya estabas mejor respecto a eso.
—Lo estoy.
—Entonces no deberías...
—No te lo estoy preguntando —lo reprendí apartando mis manos de las suyas—, toma el dinero y dame lo que te pido.
—¿Te sientes bien? Podemos hablar...
—No quiero perder el tiempo.
—¿Tu hermano...?
—Al diablo con mi hermano, ¿me lo vas a vender o no?
—No.
—¡¿No?!
—No puedo verte así de nuevo.
Una sonrisa irónica se formó en mi rostro, recogí los dólares y caminé hacia otro desconocido que cumplía la misma función.
—Voy a partirte la cara si se lo das —lo amenazó Joe antes de que me entregara la compra.
—Esto no te importa.
—¡Esto no está bien, Estela!
—Deja de tocarme.
—La última vez que lo probaste casi te mueres ahogada, no voy a dejar que pase de nuevo. Ven, te sacaré de aquí.
—No...
—Camina.
—¡NO QUIERO!
—¡AUNQUE NO QUIERAS!
—¡No me trates como tu maldita amiga, Joe! —lo encaré furiosa—. Es ilógico que te preocupes por mí si fuiste tú el que me adentró en esto.
No tuvo respuesta.
Tomé el pequeño frasco ocasionando que quien me lo vendió recibiera un empujón por parte del tipo que se apresuró a seguirme.
—No lo hagas.
—¿No tienes cosas más importantes que hacer?
—Tú eres importante. No puedes tomar eso, tiene efectos muy malos en tu cuerpo.
—No lo consideraste cuando me diste a probarlo por primera vez, ¿por qué ahora sí?
—Yo... Lo siento.
Me importaban muy poco las disculpas.
—Salgamos de aquí, Estela, hablemos.
—El hecho de que tú y yo hayamos tenido sexo no te da derecho a preocuparte por mí, Joe, eso fue hace años, no significó nada, y si crees que se repetirá, te equivocas.
—No estoy aquí por eso. Tengo miedo de que algo malo te pase, eres vulnerable...
—Soy Estela. No soy vulnerable.
Le di la espalda, pero él me tomó del brazo.
—¡Suéltame!
Sólo eso bastó para conseguir que un par de jóvenes intervinieran, aproveché aquello y logré perderme de su rango visual, llegando hasta un nuevo pasadizo, en donde estaban las parejas.
Mi cintura fue jalada por un extraño que me acercó a él, quien empezó a besar mi cuello para después besar mis labios, paseando las manos por todo mi cuerpo mientras yo me prestaba a la insinuación.
Lo que compré iba haciendo efecto poco a poco, empezó por adormecer mis extremidades, pero en un acto inesperado, hizo lo que se supone que no debía hacer.
Mis lágrimas empezaron a mojar el hombro de aquel tipo, quien se las limpió y, al ver mi indisposición, me hizo a un lado.
Me dejé caer lentamente hasta llegar al piso, junté mis rodillas hacia mi pecho y empecé a llorar. Era el único lugar en donde podía hacerlo sin tener miradas externas sobre mí. Eso era lo que me gustaba de las fiestas, podía sentirme sola sin estar sola. Todos estaban ocupados en su felicidad, no podrían notarme, y yo no quería ser notada.
Sin embargo, si hiciera una excepción, podría admitir que había un par de ojos verdes que me interesaban, que quería que volvieran a notarme, pero sabía que ni siquiera merecía que me recuerden.
—¿Estela? —me llamó Alejo apenas me vio entrar en el apartamento.
No hice caso, di pasos largos hacia el baño y cerré la puerta.
Me quité la ropa, me metí en la bañera, pero no abrí el caño, sólo me dediqué a ignorar el llamado de Alejo detrás de ese pedazo de madera.
Hacía frío a pesar de que todas las ventanas estaban cerradas, las lágrimas no dejaban libre mi visión, tanto así que ni siquiera supe cómo es que regresé a casa.
Los latidos de mi corazón provocaban espasmos en mi cuerpo, a veces dolor y a veces nada, como si estuviera viva, pero a la vez no.
—Estela... —me volvió a llamar él cuando logró entrar.
Se quedó de pie unos cuantos segundos frente a mi cuerpo desnudo.
—Está bien —pronunció, acercándose—, está bien —repitió mientras la voz se le quebraba—, estás conmigo.
Me tomó en brazos llevándome hasta la cama para después empezar a vestirme. Dejó que me recostara y me cubrió con las sábanas, limpiando sus lágrimas disimuladamente.
—No fue tu culpa —dijo luego de un larguísimo silencio—, no eres mala. Y no estás sola. Vas a estar bien, Sergio estará bien. —continuó, pegándome a sus costillas—. Todo se terminó.
No estaba segura respecto a eso. Todo apenas había empezado.
Cerré los ojos, permitiendo que mis últimas lágrimas acabaran de salir, y los abrí al percibir un contacto frío sobre mi hombro derecho. Hillary lo acariciaba, haciéndome saber que también estaba conmigo, y que, gracias a los efectos de la droga, al menos podía sentirla.
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