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Las naciones son curiosas a la hora de matar el tiempo eterno entre sus manos. Así como los amigos siempre encuentran alguna entretención los días largos sin nada que hacer, los seres que se sienten emparentados entre sí también funcionan de la misma manera. Mitad jóvenes y nunca adultos, pasean por los largos senderos de su existencia haciendo y deshaciendo juegos y terribles realidades.
De todos los tipos de entretención, sin duda la que tenían los latinos eran de las más hilarantes. Sin mirar a quién obraban por el sólo hecho de satisfacer su curiosidad, entre otras cosas interesantes. A veces resultaba favorable y otras veces...
Otras veces, como en el caso de Sebastián Artigas, rozaban la osadía absoluta.
Y como adoraba molestar a su primo con desafíos que ponían en filo los conocimientos de ambos, fue que ese día había decidido tocar el punto que más los unía y más los hacía pelear.
El tango.
Martín Hernández, dueño de una incapacidad absoluta de negar un desafío, no dudó en ponerse a disposición de la propuesta y así fue que se preparó para el encuentro del cual sólo serían jueces sus más cercanos, que poco y nada tenían que ver con ese baile al que sólo admirarían para decidir un ganador... si es que era posible tal cosa. Siquiera sabían bien si debían elegir a alguien; sólo habían sido llamados y ahí estaban, viendo a los dos rubios lucirse con sus trajes de baile ceñidos, sus sacos y zapatos finos, sus pañoletas de seda y sus sombreros, como si fueran a alguna especie de torneo internacional.
Nadie sabía realmente cuál era el sentido definitivo de ese desafío, al final de cuentas. Tampoco, en realidad, sabían el del tango; algunos decían que era un cortejo, otro la manera de seducir clientes y prostitutas, otros para invitar a los amantes a copular con discreción entre los "bajos", y otros, como en los inicios, marcaban el ritmo de las peleas de los puertos en los que moría el más lento.
Se decía que el malevo había nacido producto de los pasos de combate y la música de los oscuros refugios que cantaban y tocaban melodías decadentes para aliviar los gritos de dolor y muerte cerca de ellos. Se decía, también, que la música había nacido por esos pasos y la muerte riéndose al compás entre los contrincantes.
Siempre se dijo mucho y sólo Argentina y Uruguay sabían, y a jamás nadie se lo habían dicho.
–Dejá de empolvarte la nariz bo'.
–Ya casi termino.
Eran dos hombres de riña. Se amenazaban con sus armas, mostrándolas en su cintura debajo de las tiras de cuero que las sostenían. Uno de ellos la mostró con una risa y pasó la lengua por la hoja. Esas, entre otras acciones, daban la previa de lo que desencadenaría en un combate callejero que con el paso de los siglos terminó siendo un baile desafiante.
–¿Dónde está mi dama de baile? –Susurró Sebastián con una sonrisa llena de malicia, mirando como Martín terminaba de ajustarse en una esquina.
–Vos sos la dama, sos más bajito que yo –Martín volteó mostrando de frente como quedaba su traje negro a rayas.
–El mundo es más bajito que vos; además depende más de la actitud que del tamaño, bien lo sabes –Se corrió el saco y le mostró el facón de plata tallado en la cintura–. Acordate: si termino dominando el baile vas a ser víctima de un deseo al azar de Luciano.
Este alzó las cejas gruesas y sonrió de la manera única en que lo hacía, agradado como primer público sentado junto a Benjamín, con quién compartía la nada desagradable visión de verlos vestidos de ese modo.
–¿Desde cuándo este agregado?
–Desde que se me ocurrió rescatarte de tu ignorancia cultural, despreciando a este hijo de ambos de los bajos fondos –Se acercó a Martín y le susurró al oído, acariciándole el hombro– ¡Ah! olvidé mencionar... este facón sí está afilado.
–¡¿Q–qué?! –A pesar de sus protestas la música comenzó y Sebastián lo empujó despacio, alejándose.
–Vamos...
–Hijo de puta. Estaba afilado y cómo te pasaste la lengua por él... agh ¡estás loco! –Se tapó la boca de la impresión y Artigas ladeó la cabeza con una sonrisa, negando divertido y siguiendo el ritmo inicial del bandoneón.
–Son técnicas, querido. No existirían los faquires si no las hubiera –Empuñó el facón con un gesto decidido.
–¡Alto! Y si vos fallás ¿qué?
–Hago lo que quieras –respondió su compañero, sin darle mayor importancia.
–¿Lo que sea?
–Sí.
–Okey...
Hernández finalmente se limpió las manos, entrando en personaje y bajándose el sombrero para evitar la mirada de los demás. Uruguay no tardó en imitarlo.
Sentado en su cómoda butaca, Benjamín posicionó lo mejor que pudo al lado de Luciano. Sentía que Martín lo disfrutaría mucho, pero de todas formas le pidió a Da Silva que no fuera severo con su amado en los castigos. La idea era que él también lo gozase ¿verdad?
Como si fuera una obra de teatro, al elevarse una nota del bandoneón ambos bailarines se miraron con fijeza, desafiantes. Caminaron unos pasos y chocaron hombro con hombro, girando los cuerpos hacia un costado sin dejar de observarse entre las alas de los sombreros, una boca a milímetros de la otra con un rictus duro. Sebastián empuñó el facón de nuevo, como amenazándolo con un vaivén, pero Martín ladeó la boca, sonrió de costado y se acomodó más el sombrero hacia adelante, con una mano en el bolsillo, volteando y dándole la espalda.
Al arrancar la primera parte Artigas fue quien lo buscó, caminando de nuevo rítmicamente hacia él para tomarlo del hombro y zarandeándolo para que lo vuelva a ver. El rubio más alto respondió y con la mano libre separó de sí a la mano atrevida, tomando la muñeca, girándola sobre la otra para sujetar su mano hasta tomar la posición de baile, Sebastián sosteniéndolo de los brazos y Martín de la cintura. Entonces, empezaron a girar con los pechos casi pegados uno al otro.
Argentina fijó las piernas en el suelo, separándolas y luego haciendo ángulo con el cuerpo para girar sobre su eje; en tanto Sebastián le rodeó sin soltarlo, moviendo sus piernas con más soltura en vaivenes circulares.
Brasil señaló levemente a Chile que el uruguayo era quien tomaba la posición que usualmente se veía en las mujeres, ya que contorneaban la figura principal de la pieza de baile. El hombre, en este caso Martín, era un eje fijo del cual el otro se servía para girar y demostrar sus intrincados pies sobre sí mismos o enredándolos en la pierna fija del otro, que simplemente tenía la tarea de conducirlo. Pero la actitud cambió cuando la postura se rompió y volvieron a girar ambos, equiparando los movimientos de las piernas, quebrando los pasos del otro con movimientos que impulsaban a no detenerse.
En el siguiente giro, Sebastián levantó de nuevo su facón y Hernández se soltó de él, agarrándose el sombrero, midiéndolo. El otro se paseó a su alrededor, le dio la espalda y volvió a enfrentarlo ya con el arma empuñada. Cuando la sacó y el filo estuvo en el aire, firme, Uruguay bajó la mano, acercándose rítmicamente. Y en una nota alta del bandoneón, Martín levantó su brazo para cubrirse en cuanto Sebastián levantó su puño y le golpeó con el filo, para esgrimirlo hacia atrás y alejarse, planeando un ataque mejor ante la defensa del otro.
El sorprendido se sacudió el traje y resopló, sonriendo de nuevo. Una mano se levantó y llamó al otro. Sebastián frunció el ceño, se quitó el sombrero y le lanzó a su primo un facón que este agarró en el aire, desenfundó con la rapidez de la música y cuando Uruguay atacó nuevamente, su compañero le contrarrestó su intento chocando los filos con fuerza, el ruido metálico que asombró a los espectadores.
Lentamente bajaron las cuchillas cruzadas y se miraron fijamente, acercándose; y cuando en un arrebato de la canción Sebastián levantó la otra mano y voló el sombrero de Martín, este simuló furia. Uruguay lo detuvo, tomó el puño libre y lo pegó contra el pecho, miradas mortales y más filosas que sus armas.
Entonces Artigas le colocó el puño atrapado detrás de su propia cintura y lo obligó a moverse lentamente, en vaivenes lentos que los arrastran a ambos. Un nuevo arranque hizo que Hernández se soltase e hiciera distancia con un golpe en el aire que el otro zafó yéndose hacia atrás, sin perder el ritmo. Se acercó de nuevo y lo intentó él, con el mismo resultado. Se acercaron, se enredaron de nuevo y los pechos se golpearon como los facones que se cruzaban.
La danza se hizo más rabiosa, más violenta, la adrenalina creció. Los golpes parecieron menos estéticos y gentiles. Ambos fruncieron el ceño, apretaron los dientes; no existía nada más que el rival. Giraron entre sí, mezclaron sólo las piernas. No hubo más tomadas de cintura pero sí amenazas de cortar y hacer sangrar.
Finalmente, en los últimos acordes, Sebastián logró girar sobre Martín y sorprenderle con el filo en la espalda; pero Martín enredó la pierna, dobló su cintura hacia atrás y cuando terminaba la canción tomó el brazo de su primo, inmovilizándole el facón al tiempo que apoyó el suyo sobre el cuello ajeno, apretándolo contra la yugular en el final de las últimas dos notas de la canción.
Benjamín se quedó en silencio, mirándolos atentamente, a punto de quebrarse ambas figuras como un reflejo en el agua incitante. Acabó por aplaudir, no pudo expresar de otra manera lo que llevaba encerrado en el pecho.
–Se superan día a día –dijo Luciano, aplaudiendo también.
–Nada mal, malevo porteño... –se alejó Martín con una sonrisa socarrona –. Lo que me inquieta es que no estás feliz porque admitís mi superioridad, sino porque te calienta tener eso en el cuello.
–¿Para qué negarlo? –Abrió las manos–. Bueno, perdí. Fue un buen movimiento ese ¿Qué querés que haga?
Martín miró a Benjamín.
–Decile, está a disposición.
–¡Hey!
–¿Qué? Es lo que yo quiera. Yo quiero que Benjamín decida.
Brasil miró al chileno, expectante. Benjamín, por su parte, los miró a todos con expresión bovina. La verdad es que no sabía qué pedir y miró a Martín un poco confuso.
–Me has tomado por sorpresa, como apenas estoy aprendiendo ni siquiera me acordé de que habían hecho una apuesta –admitió con un sonrojo evidente en las mejillas.
Se acercó a Argentina y lo besó con cariño, acariciándole la cintura.
– A ver... –Estiró su mano y le arrebató a su compañero el facón, mirándolo ensimismado. Martín observó con una sonrisa cómo los ojos castaños se perdían en el arma.
–¿Te gusta? –Sebastián enfundó el suyo y se lo guardó en la cintura sonriéndole a Luciano.
–Me... atrae mucho –musitó Alfaro con un hilo de voz. Se fijó entonces en Sebastián–. Te quiero a ti y a ti. –señaló a Hernández también. Tras eso, sonrió con malicia. Martín observó con atención a Chile y luego a Uruguay, tratando de comprender las intenciones tras aquella sonrisa.
–¿Qué querés hacer, exactamente?
–Quiero esa misma pasión en otros bailes –deja escapar con una amplia sonrisa –, me gustaría mirarlos... Saber como es que ustedes se aman, creo que la última vez que verbalicé eso no se concretó al final, ¿quieres mirar? –invitó a Luciano.
Los primos rioplatenses expresaron el bochorno al mismo tiempo y de la misma manera, como un reflejo gemelo. Tal fueron sus caras y su silencio incómodo que Luciano comenzó a carcajear.
–¡Você fala algo! el agasajado ha dicho lo que es gustoso para él. Y como su invitado, miraré ese baile também.
Ciertamente, hacía mucho tiempo que Martín y Sebastián habían dejado de jugar de esa manera. Luego de procesarlo bien, el argentino sonrió ampliamente.
–Yo te monto entonces, primito.
–¡¿Ah?! –Sebastián aún estaba fuera de sí.
–Perdiste. Y ya escuchaste a nuestro señor... –volteó y se acercó a él, sacándole el facón y apuntándolo–. Recordemos los buenos viejos tiempos, charrúa.
–¿Dejarme? Ni en pedo...
–¿Por qué? ¿Tenés miedo del tamaño?
–¡Ah! ¡Porfiado!
–Cerrá esa boca y vení para acá... –Lo agarró de la solapa, acercándolo y besándolo con fuerza, incitándole a sacar la pasión.
Benjamín se sintió muy animado por la idea y siguió observando, sus ojos captando cada movimiento de Martín y rogó porque su amor lo disfrutase como él lo iba gozar. Este encuentro sería de verdad algo sublime de contemplar.
Sebastián lo empujó pero fue inútil, el rubio más alto estaba sobre él, agarrándolo de la cintura y abriéndole más la boca. Finalmente el arrebato le ganó y le tomó el rostro, recordando ese sabor dulce, ese olor y tacto de sol de verano en las estepas, cuando ambos montaban a caballo y se jugaban carreras a ver quién atrapaba más ovejas y avestruces con las boleadoras en pleno galope.
Ciertamente, Antonio –a pesar de sus vaivenes en el continente– les había dado una infancia juntos bastante positiva; después se sumaría Daniel, pero sin duda Sebastián y Martín eran fácilmente confundibles. Y las causas iban más allá de la apariencia, la cultura y el voseo tan particular: eran simplemente, dos hijos del Río de La Plata.
Las bocas se unieron con más calma, los ojos cerrados. Ambos eran altos, pero Martín le ganaba a su primo casi por cinco centímetros, así que aprovechó eso para apoyarlo contra una pared, bajar y besar el cuello, morderlo en un punto preciso, demasiado preciso; porque Luciano conocía esa expresión de Sebastián, ese gemido ronco y los ojos hacia arriba, cuando le tocaban uno de esos puntos.
Sebastián giró la cabeza y pareció insultar entre los besos, sonrojado y presa del pudor. Enfocó a los otros dos y se ruborizó mas, sintiéndose más avergonzado aún, pero sin negar el placer que su primo le daba con la boca en la yugular y las manos en la cintura, tallándola y desvistiéndolo al mismo tiempo...
Todo ese cuerpo filoso y excitante como un facón.
–¡Nhgg! M–Martín...
–Sé que te gusta y cómo... mmm... dártelo...
–¿Cómo sabés...?
–Me acuerdo de las cosas importantes–le susurró entre dientes, lamiéndole la oreja, sacándole otro gemido. Cuando Sebastián ladeó la cabeza a un costado, Argentina se separó y le abrió la camisa, le tiró el saco y le aflojó el cinturón, tomando el facón entre los dientes para desvestirlo, el otro sin oponer resistencia, pero mirándolo como si fuera a matarlo.
Con el filo metálico entre los dientes, Martín le sonrió maliciosamente.
La escena era tan sensual que Benjamín intentaba no hacer notar su emoción. Ver a Martín desplegando esa intensidad no era un gusto que podía darse a menudo, siempre juguetón y suave.
Por su lado, Sebastián jadeaba, vencido y recostado contra la pared. Y hasta se veía voluntarioso, dada la capacidad avasalladora que tenía el jaguar para oponerse cuando no le gustaba algo. Bien parecía que el otro había tocado la clave secreta de ese cuerpo que se rindió de inmediato a los deseos de las manos que le sacaron el cinturón y abrieron los botones del pantalón, mostrando los resultados de recordar, a pesar de los años, ese secreto.
–Aún te gustan mis manos... –susurró, paseando las yemas de los dedos sobre la tela tirante por la carne dura debajo–. Y cuando estás con la boquita cerrada hasta quedas mejor... –Le sacó los lentes y los puso a un lado, tomando el facón con una mano y con la libre tomándolo del cabello, enredándoselo y tironeándolo para que levantara el rostro, sonrojado y sofocado. Con la boca entonces sacó la funda del cuchillo y con cuidado hizo que la punta del filo rompiera el botón y rajara la tela de la ropa interior, pasando la punta fría por la piel, apenas presionando.
–¿Qué?... ¡ahh! ¡¿Qué hacés?!
–Lo que sé que te gusta. Con tu morbo incluido... –Sebastián gimió con fuerza cuando el filo rasgó un poco más, sintiéndolo amenazante cortarle la piel. Martín se acercó a besarlo, rozándose con él, impaciente. Entonces le puso el filo en el cuello, debajo del mentón, sin presionar.
–Sé cómo controlar al charrúa, pasa que te olvidás siempre de estas cosas porque te conviene... las cosas que hacíamos en los establos a la noche. –le sugirió, sonrojando violentamente al otro.
–¡Ghhaaa! Ahhhh... mmhh...
La mano despejó los pedazos rotos de la tela y comenzó a acariciar, sacando la carne enhiesta a la vista de los demás.
–O lo que te gustaba jugar de noche cuando podías dormir conmigo. –Continuó, marcándolo con un tono posesivo que Argentina solamente había usado contadas veces en su existencia.
–Vos... eras... mmm ahhh,... –Sonrió de repente y rió al sentir el filo, relamiéndose–. Vos eras el puto que se dejaba coger.
–Cierto... lástima que ahora va a ser exactamente al revés. Y ¿sabés algo? –presionó el filo con seguridad–. Me vas a rogar que no pare...
Lo masturbó más fuerte, casi desnudándolo por completo con el facón en el cuello, logrando que gimiera desesperadamente cada vez que su primo volvía a ese secreto en la tierna piel de su garganta.
Benjamín se quiso meter, pero la mano firme de Luciano lo detuvo en su sitio, sometiéndolo a su vez. No debía intervenir: que Martín se dejase llevar era toda una proeza y más proeza era que Sebastián se dejara conducir de esa manera.
Aunque sonara muy mal, todos allí tenían muy claro quién mandaba a quién.
Eso le hizo sentir más orgulloso de su sol: realmente, cuando estaba de humor, someter al universo al chasquido de sus dedos era una tarea sencillísima para él. Y por otro lado estaba el uruguayo con esas palabras sucias, el brillo desafiante y al mismo tiempo rendido de sus pupilas pardas.
(Y el facón, diablos, sino conseguía que Martín usara el facón con él algún día era capaz de morirse de las ganas.)
Uruguay estaba derrotado. Habían encontrado su Talón de Aquiles, uno que Martín se esmeraba por mordisquear y lamer con fuerza, la lengua notoriamente se deslizaba por la piel ya enrojecida en el cuello; el uruguayo gimiendo agónicamente, rendido y resoplando, murmurando palabras sin moverse. Estaba completamente desnudo, rendido y entregado a aquel que lo había dominado con demasiada facilidad.
Y es que Martín tenía esa característica del golpe fatal. Después de todo, así eran los rayos del sol.
–Abrí la boca –le susurró, sin dejar de masturbarlo. El otro obedeció y le hizo morder el filo del facón–.Vamos a jugar a algo... –sugirió malicioso–. Si vos llegás a soltar el facón, te voy a hacer acabar sin que puedas descargarte ¿Entendés lo que te digo?
Sebastián lo miró con lujuria, sonrojado, sonriendo y sosteniendo el filo de acero, las miradas cómplices que hacían de eso un juego que, según se podía ver, dejaron bien ensayado en el tiempo.
Argentina se arrodilló en un ángulo para que los otros lo vieran bien y tomó el miembro rígido y comenzó a lamerlo, chuparlo y tragarlo de vaivenes, mirándolo con atención; en momentos, mirando a Benjamín y Luciano con picardía. Cada vez más rápido, cada vez más fuerte.
Su primo, luchando por no gritar ni soltar el facón, no le hacía nada en gracia aquella amenaza. Pero era difícil con aquel debajo, dándole espasmos de placer que le hacían temblar las piernas.
Sin darse cuenta Benjamín apretó la mandíbula, como si él mismo sostuviese el facón. Esa dominancia estaba afilada para someter a ese charrúa insensato, entrenada por años porque domesticar a Sebastián fue una labor que no cualquiera pudo llevar a cabo ¡Sino lo sabría el! Sonrió con desdén pensando en Arthur. Sin duda él se esponjaría de orgullo al ver este costado de su ahijado, pero no se sentiría más enamorado de lo que el mismo Benjamín, aprehendiendo en su memoria con ansiedad la manera invitante y descarada en que Martín lo miraba, complaciéndolo. Y la manera en que Alfaro le devolvió una mirada cómplice, rendida ante él.
"Haré lo que quieras... Amor... Lo que gustes..."
Realmente el charrúa peleaba contra sí mismo, gruñendo entre los gemidos callados, enojado por la rabia de sentir que no podía más y soltaría todo para gritar con gusto pero... no... No debía. Se había resistido a la educación del argentino por centurias, no podía rendirse por esto. Ladeó la cabeza a un lado y arqueó la espalda, empujando sus caderas con la misma violencia que el otro le marcaba, dándole señales a Martín de que la conclusión estaba cerca. Sebastián chocó la cabeza violentamente contra la pared, los ojos destellándole en dorado entre las pestañas, gimiendo y respirando agitadamente, cerrando los ojos con fuerza y ahogando un grito en la garganta cuando se tensó por completo para que Martín entrecerrara los ojos, recibiéndolo.
Y cuando el uruguayo creía que había terminado, su compañero se levantó, lo volteó y lo inclinó sobre una silla, abriéndole las nalgas en dirección a los observantes. Uruguay tuvo que sostenerse para no caer en cuanto su primo separó sus carnes y le devolvió parte de la semilla para lubricarlo, alejarse y juguetear con dos dedos, nalgueándolo con la otra mano.
–Sé exactamente lo que te gusta. Yo te crié–Se lamió de las comisuras la semilla restante, gustándola, recordando el sabor y sonriendo ante eso–. Hay cosas que no cambian...
Cuando estuvo seguro los dedos se metieron con pasión, haciéndole agachar la cabeza y gritar sin soltar el facón, alzando las caderas. Martín lo abrió más para los otros dos, mirándolos de reojo con más malicia que antes. Entonces, se abrió la pretina y dejó salir su miembro, poniéndose en un ángulo tal que lo vieran entrar con detalle. A Benjamín las piernas le flaquearon fatalmente y Luciano lo tuvo que sostener para que no se metiera en medio y tampoco se dejara caer de rodillas. Chile se sostuvo y empezó a relajarse, respirando hondo, callado porque el brillo rojo de sus pupilas le decía todo a su amado, absolutamente todo. Las miradas se cruzaron por un instante y Hernández tuvo la certeza de que el que iba a acabar sin correrse sería Benjamín, azotado una y otra vez su cuerpo como si él mismo estuviera blandiendo el látigo. El morbo resultaba exquisito y daba un poco de pudor mostrarse así ante alguien a quien siempre se esmeró en tratarlo de una forma suave y dulce.
"Eres perfecto, Martín. Hice bien en renunciar a mi propia cabeza por ti."
Sebastián se sostuvo con fuerza de la punta del mueble que encontró porque Martín comenzó a sacudirlo y penetrarlo con fuerza, chocando las nalgas contra su pelvis de manera rápida. Los gritos de Martín eran descarados, los golpes en la espalda y en la cintura eran precisos y parecía el cuadro hasta hecho desde hacía mucho tiempo, dos cuerpos que encajaban bien, que se conocían bien.
Luciano también tuvo que contenerse de no sumarse a la contienda y desear que ese filo realmente le dejara tajos carmesí en la espalda por el simple hecho de ver la sangre correr en esa piel blanca. Se mordió los labios ante la idea y cerró las manos en los brazos de Benjamín, completamente enloquecido e inquieto por lo que estaba mostrando Martín, un costado que ninguno de ellos dos jamás había visto y que parecía se había quedado solamente en la colonia, desterrado el recuerdo en ese instante, solo para ellos.
Como un regalo.
Pronto el rubio elevó su cabeza y empezó a insultar a Sebastián y este sonreía de regreso con el trozo de metal en la boca y gemía más, levantando más las caderas, empujándose, recibiendo los golpes con placer.
–Por favor... –rogó Alfaro conteniéndose con Luciano, porque el placer dolía en su vientre, encendido en fuego y lava ante esta visión tan estimulante–. Estócalo más amor mío y que suelte el facón –Su voz, vencida, estaba pidiéndole un último favor.
Martín le dio un reojo a Benjamín en el movimiento violento y sonrió con una ternura totalmente desconcertante. Se empujó un poco más y tomó con una mano las mechas del cabello ajeno, estirándole la cabeza hacia atrás y quitándole el facón de la boca en los últimos movimientos.
–Grita... para... mmmm... ahhhhhhh siii ... él...
Sebastián obedeció aunque casi sin voluntad propia, pues el orgasmo le estalló la cabeza y su grito superó al de Martín cuando lo secundó, estocándose unas últimas veces antes de tomar aire y dejar respirar al otro.
Tanto Luciano como Benjamín se quedaron quietos, esperando a que se disipara un poco la energía de la habitación. Lo que acababan de ver era algo que tenían que respetar hasta el último momento, sus almas extrañas lo sabían bien, pero de todas formas se advirtieron en la cercanía de los cuerpos.
Martín y Sebastián seguían unidos, pero apenas. El facón quedó en el suelo, aunque ahora eso diera exactamente igual ante el brillo en la piel blanca de Argentina.
Contra el reflejo del metal abandonado de un desafío engañoso, se alumbró el mismísimo sol.
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