Vino y locura:
El campamento estaba cubierto de nieve tras lo que había sido una ligera nevada. Al parecer el señor D había decidido permitir que algo del clima exterior entrara a nuestra burbuja protectora, era una vista ciertamente agradable.
—Wow—dijo Nico al bajarse del autobús—. ¿Eso es un muro de escalada?
—Así es—respondí.
—¿Para qué chorrea lava?
—Para hacer las cosas un poco más difíciles... Ven. Te voy a presentar a Quirón.
Me volví hacia Zoë.
—Quieren que... ¿reporte su llegada?
Ella estaba muy tiesa, claramente incómoda con estar en el campamento, pero al final asintió.
—Dile que estaremos en la cabaña ocho. Cazadoras, seguidme.
—Les mostraré el camino—se ofreció Grover.
—Ya conocemos el camino.
—De verdad, no es ninguna molestia. Resultaba bastante fácil perderse por aquí si no tienes...
Tropezó aparatosamente con una canoa, pero se levantó sin dejar de hablar.
—... como mi viejo padre solía decir: ¡Adelante!
Zoë puso los ojos en blanco, pero supongo que comprendió que no podría librarse del sátiro. Las cazadoras cargaron sus petates y arcos, y se encaminaron hacia las cabañas.
Antes de seguirlas, Bianca se acercó a su hermano y le susurró algo al oído; lo miró esperando una respuesta, pero Nico frunció el entrecejo y se volvió.
—¡Cuídense, guapas!—les gritó Apolo a las cazadoras. A mi me guiñó un ojo—. Tú, Percy, ándate con cuidado con esas profecías. Nos veremos pronto.
—¿Qué quieres decir?
En lugar de responder, se subió al autobús de un salto.
—¡Nos vemos, Thalia!—gritó—. ¡Y se buena!
Le lanzó una sonrisa maliciosa, sabiendo algo que ella ignoraba. Luego cerró las puertas y arrancó. Tuve que protegerme con una mano mientras el carro del sol despegaba entre una oleada de calor. Cuando volví a mirar, el lago despedía una gran nube de vapor y un Maserati remontaba los bosques, cada vez más resplandeciente y más alto, hasta que se disolvió en un rayo de sol.
Nico seguía de mal humor. Me pregunté qué le habría dicho su hermana.
—¿Quién es Quirón?—me preguntó—. Esa figura no la tengo.
—Es nuestro directos de actividades—respondí—. Es... bueno, ya lo verás.
—Si no cae bien a esas cazadoras—refunfuñó él—, para mí ya tiene diez puntos. Vamos.
El campamento estaba muy vacío. No sólo debido a que la mayoría de campistas únicamente venían en verano, sino que si sumábamos las bajas y desapariciones los números eran deprimentes.
Charles Beckendorf, de Hefesto, avivaba la forja que había junto al arsenal. Los hermanos Stoll, Travis y Connor, de Hermes, estaban forzando la cerradura del almacén. Varios chicos de Ares se habían enzarzado con las ninfas del bosque en una batalla de bolas de nieve. Y nada más, prácticamente.
Me pregunté si Clarisse estaría bien. Había desaparecido en combate hacia un mes, aproximadamente. No habíamos recibido noticias de ella desde que salió a una misión en solitario, y no daba signos de regresar pronto.
La Casa Grande estaba decorada con bolas de fuego rojas y amarillas, como luces de navidad, que calentaban el porche sin incendiarlo.
Dentro, las llamas crepitaban en la chimenea. El aire olía a chocolate caliente. El señor D y Quirón se entretenían jugando una partida de cartas en el salón.
Quirón llevaba la barba más desgreñada en invierno y el cabello ensortijado algo más largo. Ahora que no tenía que adoptar la pose de profesor podía permitirse una apariencia más informal.
Nada más vernos, sonrió.
—¡Percy! ¡Thalia! Y éste debe ser...
—Nico di Angelo—dije—. Él y su hermana son mestizos.
Quirón suspiró aliviado.
—Lo han conseguido, entonces.
—Bueno...
Su sonrisa se congeló.
—¿Qué ocurre? ¿Dónde está Annabeth?
—¡Por favor!—dijo el señor D con fastidio—. No me digan que se ha perdido también.
Normalmente, me limitaba a ignorar al señor D, pero era difícil ignorarlo tan alterado como estaba yo.
—¿A qué se refiere?—preguntó Thalia—. ¿Quién más se ha perdido?
En ese momento entró Grover, trotando con aire alelado. Tenía un ojo morado y la marca de una bofetada en la cara.
—¡Las cazadoras ya están instaladas!—anunció.
Quirón arrugó la frente.
—Las cazadoras, ¿eh? Tenemos mucho de que hablar por lo que veo.—Le echó una mirada a Nico—. Grover, deberías llevar a nuestro joven amigo al estudio y ponerle nuestro documental de orientación.
—Pero... Ah, claro. Sí, señor.
—¿Un documental de orientación?—preguntó Nico—. ¿Será apto para menores? Porque Bianca es bastante estricta...
—Es para todos los públicos—aclaró Grover.
—¡Genial!—exclamó el chico mientras salían del salón.
—Y ahora—añadió Quirón dirigiéndose a nosotros—, tal vez deberían tomar asiento y explicarnos la historia completa.
Cuando Thalia y yo concluimos nuestro relato, Quirón se volvió hacia el señor D.
—Tenemos que organizar un grupo para encontrar a Annabeth.
Thalia y yo levantamos enérgicamente la mano.
—¡Ni hablar!—soltó el señor D.
Empezamos a protestar, pero él alzó la mano. Tenía en su mirada ese fuego iracundo que indicaba que algo espantoso sucedería si no cerrábamos la boca.
—Por lo que me han contado—dijo—, no hemos salido tan mala parados, después de todo. Hemos sufrido, sí, la pérdida lamentablemente de Annie Bell...
—Annabeth—dije con rabia. Ella había vivido en el campamento desde los siete años y, sin embargo, el señor D todavía pretendía aparentar que no conocía su nombre.
—Sí, está bien—dijo—. Pero han traído para reemplazarla a este niño latoso. Así pues, no creo que tenga sentido poner en peligro a otros mestizos en una absurda operación de rescate. Hay grandes posibilidades de que esa Annie esté muerta.
Quise estrangularlo. Era una injusticia que Zeus lo hubiera nombrado director del campamento. Se suponía que era un castigo por su mal comportamiento en el Olimpo, pero había acabado convirtiéndose en un castigo para nosotros.
—Annabeth podría estar viva—dijo Quirón, aunque me di cuenta de que le costaba bastante mostrase optimista. Él había criado a Annabeth durante todos los años que había pasado en el campamento—. Es una chica muy inteligente. Si nuestros enemigos la tienen en su poder, tratará de ganar tiempo. Tal vez simule incluso que está dispuesta a colaborar.
—Es cierto—dijo Thalia—. Luke la querrá viva.
—En tal caso—dijo el señor D—, me temo que deberá arreglárselas con su inteligencia y escapar por sus propios medios.
Me levanté airado de la mesa.
—Percy...—susurró Quirón, advirtiéndome. Yo ya sabía que con el señor D no podías meterte ni en broma. Ni siquiera siendo un chico impulsivo aquejado por THDA te dejaba pasar no una. Pero estaba tan furioso que me daba igual.
—Parece muy contento de haber perdido a otro campista—le dije—. ¡A usted le encantaría que desapareciéramos todos!
El señor D ahogó un bostezo.
—¿Tienes algún motivo para decir eso?
—Oh, desde luego que sí—repliqué—. ¡Que lo enviasen aquí como castigo no significa que tenga que comportarse como un estupido perezoso! Esta civilización también es la suya. Podría hacer un esfuerzo y ayudar un poco...
Me detuve en seco al notar como, en menos de un segundo, vides habían crecido a toda velocidad a mi alrededor y me habían inmovilizado en mi sitio con una fuerza anormalmente alta para unas plantas frutícolas.
—Debería arrojarte ahora mismo hasta la India para ver con qué heroísmo aúllas de camino al suelo.
Apreté los puños. Sabía que debía mantener la boca cerrada, pero el señor D se disponía o bien a matarme o a maldecirme para el resto de mi vida, y yo no iba a permitir ninguna de las dos ideas.
—¿Por qué me odia tanto? ¿Qué le he hecho yo?
La llamarada púrpura en sus ojos se avivó.
—Eres un héroe, chico. No hace falta ningún otro motivo.
—Deseo ayudar a mis amigos. ¡Cosa que usted sería incapaz de comprender!
—Humm, Percy—susurró Thalia, nerviosa—. Quizá deberías ser más amable, considerando tu posición a cuatro.
Las vides se aferraron entorno a mi con más fuerza.
—¿Nunca te he hablado de Ariadna?—preguntó el señor D—. ¿La bella princesa de Creta? A ella también le gustaba ayudar a sus amigos. De hecho, ayudó a un joven héroe llamado Teseo, también hijo de Poseidón. Le dio un ovillo de hilo mágico que le permitió salir del laberinto. ¿Sabes cómo la recompensó Teseo?
Tuve ganas de gritarle que no me importaba una mierda, pero no creía que el señor D fuese a terminar más deprisa por eso.
Además, conocía la historia.
—Teseo le dijo que se casaría con ella, ¿no es así? La llevó en su barco de regreso a Atenas. Pero a mitad de camino la abandonó en la isla de Naxos, según dicen por orden de Atenea.
—Por orden de Atenea, sí como no—gruñó Dioniso con mueca desdeñosa—. Yo encontré a Ariadna allí, ¿sabes? Sola. Con el corazón destrozado. Llorando a lágrima viva. Ella lo había abandonado todo, había dejado su vida entera para ayudar a aquel héroe tan apuesto que al final la dejó tiara como una sandalia vieja, y que para colmo se casó con su hermana.
—Muy mal echo—dije—. Pero eso ocurrió hace miles de años. ¿Qué tiene que ver conmigo?
Él me miró con frialdad.
—Yo me enamoré de Ariadna, muchacho. Curé su corazón herido. Y cuando murió, la convertí en mi esposa inmortal en el Olimpo. Allí me espera aún. Volveré a su lado cuando acabe este siglo infernal de castigo en tu ridículo campamento.
Me lo quedé mirando.
—Curioso que mencione toda éste historia. En especial considerando que se metió en éste mismo problema por perseguir a una ninfa del bosque.
La apariencia de Dioniso parpadeó, por segundos era el viejo hombre de siempre, por otros era un joven atlético que despedía poder celestial.
—La "ninfa prohibida" sí—murmuró—. O, quizá debería decir, la ninfa de la que mi padre se había encaprichado. Su castigo, el dejarme aquí, no es más que una rabieta por habérmele adelantado.
—Entonces, si su castigo es así de injusto, sea empático, maldita sea—gruñí—. ¡Si sabe que es una injusticia para usted, no la haga también una injusticia para el resto!
Su apariencia una vez más era la de siempre.
—Empatía... Sí, yo solía tener más de eso, cuando era humano—respondió—. ¿Quieres saber qué pasó? Otro héroe que seguro conoces bien, Perseo, pasó. Después de que su ciudad me rechazó me vengué, y eso no le gustó al pequeño rey. Peleamos, y recibí la golpiza más brutal de mi vida. Me ahogó en un lago, matándome, en efecto. Asesinó mi lado humano, permitiéndome ascender al Olimpo, ¿pero a que precio? ¿Cuanto de mi habré perdido al morir mi lado humano, eh?
—¿A qué...? ¿A qué es lo que quiere llegar?
—Lo que yo digo es que los héroes no cambian. Acusan a los dioses de vanidad. Deberían mirarse a ustedes mismos. Toman lo que quieren, utilizan a los demás cuando les hace falta, y luego acaban traicionando a todo el mundo. Disculpa, pues, si no siento mucho afecto por los héroes. Son una pandilla de egoístas e ingratos. Pregúntale a Ariadna. A Medea. O ya puestos, pregúntale a Zoë Belladona.
—¿Qué? ¿A qué se refiere?
Él hizo un gesto despectivo.
—No es importante ahora. Lo que sí es que recuerdes mis palabras, hijo de Poseidón: vivo o muerto, no demostrarás ser mejor que los demás. Sólo eres un héroe entre muchos que traicionará y se entregará al hedonismo, como todos los demás antes que tú, y como todos los que vendrán después.
Lo miré a los ojos fijamente.
—No—aseguré con firmeza—. Yo jamás me saldré del camino correcto, porque siempre estoy del lado de la justicia.
Las ramas de vid se desenroscaron de mi cuerpo.
Parpadeé incrédulo.
—¿Va a dejarme ir? ¿Así como así?
—Sólo por ésta vez. Eres demasiado obstinado—bufó—. Ni siquiera es divertido matarte si no te asustas y clamas por piedad.
Estaba a punto de responder algo sobre cómo los dioses son hipócritas al llamarnos de esas formas cuando perdonar una vida no es más que un capricho cualquiera para ellos. Y lo hubiera dicho si Nico no hubiese irrumpido en el salón seguido de Grover.
—¡Increíble!—gritó señalando a Quirón—. ¡O sea, que eres un centauro!
Quirón logró esbozar una sonrisa nerviosa.
—Sí, señor Di Angelo, en efecto. Pero prefiero permanecer en mi forma humana, en esta silla de ruedas, al menos durante los primeros encuentros.
—¡Wow!—Nico miró al señor D—. ¿Y tú eres el tipo ese del vino? ¡Genial!
El señor D apartó los ojos de mí y le dirigió a Nico una mirada de odio.
—¿El tipo del vino?
—¿Dioniso, no? ¡Wow! Tengo tu figura.
—¿Mi figura?
—En mi juego de Mitomagia. ¡También tengo tu cromo holográfico! ¡Y aunque sólo posees unos quinientos puntos de ataque y todo el mundo dice que tu cromo es el más débil, a mí me parece que tus poderes son increíbles!
—Ah.—El señor D se había quedado estupefacto, perplejo de verdad—. Bueno... es gratificante saberlo.
—Percy—dijo Quirón rápidamente—, tú y Thalia ya pueden irse a las cabañas. Anuncien a todos los campistas que mañana por la noche jugaremos un captura a la bandera.
—¿En serio?—pregunté—. Pero si no hay suficientes...
—Es una vieja tradición—repuso Quirón—. Un partido amistoso que se celebra siempre que nos visitan las cazadoras.
—Sí—musitó Thalia—. Muy amistoso, seguro.
Quirón señaló con la cabeza al señor D, que seguía escuchando con ceño las explicaciones de Nico sobre los puntos de defensa que los dioses tenían en su juego.
—Lárguense ya—ordenó Quirón.
—Entendido. Vamos, Percy—dijo Thalia, y me sacó de la Casa Grande.
—¿En qué estabas pensando?—me reprendió Thalia—. ¿Es que quieres otro enemigo inmortal, además del señor de los titanes?
—Lo siento—dije—. No pude evitarlo. Es demasiado injusto.
Se detuvo junto al arsenal y contempló la cima de la Colina Mestiza, al otro lado del valle. Su pino seguía allí, con el Vellocino de Oro reluciendo en la rama más baja. La magia del árbol continuaba protegiendo los límites del campamento, pero ya no extraía su poder del espíritu de Thalia.
Estar en el área de acción del Vellocino, incluso del otro lado del campamento, me era especialmente agradable. El dolor constante que me producía la Marca de Hércules desaparecía, permitiéndome disfrutar de la vida de forma más normal. Lastimosamente, el mero echo de que la marca y el vellocino contrarrestaran sus efectos sobre mi cuerpo entre ellos, causaba que cualquier otra magia y beneficio que pudiese darme el vellocino sencillamente no funcionaba.
No sabía si esa cosa hubiera podido recuperar mi ojo en otras circunstancias, pero no iba a descubrirlo mientras tuviese la marca, y la marca no tenía intenciones de irse.
—Percy, todo es injusto—murmuró Thalia—. A veces me gustaría...
No terminó la frase, pero su tono era tan triste que la compadecí. Con sus ropas y cabello negro, parecía un enorme cuervo, completamente fuera de lugar en aquel paisaje blanco.
—Rescataremos a Annabeth—prometí—. Aunque todavía no sepa cómo.
—Primero supe que habíamos perdido a Luke—dijo ella con la mirada extraviada—. Y ahora también a Annabeth...
—No pienses así.
—Tienes razón—dijo, irguiéndose—. Encontraremos la manera.
En la pista de baloncesto, varias cazadoras tiraban unas canastas. Una de ellas discutía con un chico de la cabaña de Ares. El chico ya tenía la mano en el pomo de su espada y ella estaba a punto de soltar la pelota y tomar su arco.
—Yo me encargo de sepáralos—dijo Thalia—. Tú pásate por las cabañas y avisa a todos del partido de captura la bandera.
—De acuerdo. Deberías ser tú la capitana.
—No, no. Tú llevas más tiempo en el campamento. Tienes que ser tú.
—Podríamos ser... co-capitanes o algo así.
La idea pareció gustarle tan poco como a mí, pero asintió.
Cuando ya se iba hacia la pista de baloncesto, la llamé una vez más:
—Oye, Thalia.
—¿Qué?
—Siento lo qué pasó en Westover. Debí... haberlos esperado, hacer un plan más pensado.
—No importa, Percy. Yo habría hecho lo mismo que tú estando en tu lugar.—Desplazó su peso de un pie a otro, como dudando—. ¿Sabes?, el otro día me preguntaste por mi madre y te mandé a la mierda. Es que... la estuve buscando después de estos siete años y me enteré de que había muerto en Los Ángeles. Bebía mucho y hace dos años, al parecer, mientras conducía de noche...—Parpadeó y tragó saliva.
—Lo siento.
—Sí, bueno. No... no es que estuviésemos muy unidas. Yo me largué a los diez años de casa. Y los dos mejores años de mi vida fueron los que pasé con Luke y Annabeth yendo de un sitio para otro. Pero aún así...
—Lo entiendo—murmuré—. Creo que... creo que debería de contarte también algo...
No le había contado a Thalia de los Doce Desastres y Pecados, en realidad no le había dicho a nadie desde que Tyson y Clarisse lo descubrieron, con una única excepción.
Estaba a punto de empezar a explicarlo cuando el chico de Ares desenvainó su espada h la cazadora cargó una flecha en su arco.
—Oh, mierda.
—Sí, luego te cuento—estuve de acuerdo.
Thalia echó a correr hacia la cancha para detener la pelea.
Recorrí las cabañas de una en una, avisando a todo el mundo del partido del día siguiente hasta que finalmente llegué a la cabaña de Poseidón.
Como siempre, en su interior no había nada, salvo mi camastro y un par de cuernos de minotauro colgados en la pared.
Saqué de mi mochila la gorra de béisbol de Annabeth y la dejé en la mesilla. Se la devolvería cuando la encontrase. Y la encontraría.
Me quité el reloj y activé el escudo. Chirriando ruidosamente, se desplegó en espiral. Las espinas de la Mantícora habían abollado la superficie de bronce en una docena de puntos. Una de las hendiduras impedían que el escudo se abriera del todo, de manera que parecía una pizza sin un par de porciones. Las bellas imágenes que mi hermano había grabado estaban deformadas. Sobre el dibujo en que aparecíamos Annabeth y yo luchando con la Hidra, daba la impresión de que un meteorito hubiese abierto un cráter en mi cabeza.
Colgué el escudo de su gancho, junto a los cuernos del minotauro, pero ahora me resultaba doloroso mirarlo. Quizá Beckendorf fuese capaz de arreglarlo. Se lo pediría durante la cena.
Estaba contemplando aún el escudo cuando oí un ruido extraño, una especie de gorgoteo, y me di cuenta entonces de que había algo nuevo al fondo de la cabaña: una alberca de roca de mar con un surtidor esculpido en el centro que parecía una cabeza de pez. De su boca salía un chorro de agua salada, y debía de estar caliente porque, en aquel frío aire invernal, despedía vapor como un sauna. Servía para caldear toda la cabaña y la inundaba de aroma a mar.
Me acerqué. No había ninguna nota, claro, pero sabía que sólo podía ser un regalo de Poseidón.
Contemplé el agua y dije:
—Gracias, padre.
La superficie se rizó de ondas. Al fondo de la alberca distinguí el brillo de una docena de dracmas de oro. Entonces comprendí el sentido de aquella fuente. Era un recordatorio para que siguiese en contacto con mi familia.
Abrí la ventana más cercana y el sol invernal formó un arcoíris con el vapor. Saqué una moneda del agua caliente.
—Iris, diosa del arco multicolor—recé—, acepta mi ofrenda.
Lancé la moneda a través del vapor y desapareció. Entonces advertí que no había decidido con quien hablar primero.
¿Con mi madre? Eso sería propio de un buen hijo. Pero ella ya se había acostumbrado a que desapareciera durante días, incluso durante semanas.
¿Con mi padre? Había pasado mucho desde la última vez que hablé con él. Pero no sabía si sería apropiado llamarlo por éste medio, quizá podría molestarse, no lo sabía.
Titubeé y me decidí por fin.
—Muéstrame a Tyson—dije—. En las fraguas de los cíclopes.
La niebla tembló un instante y enseguida apareció la imagen de mi hermano. Estaba rodeado de fuego por todas partes. Inclinado sobre el yunque, golpeaba con un martillo la hoja incandescente de una espada. Las chispas y las llamas se arremolinaban a su alrededor. Detrás de él, había una ventana con marco de mármol por la que solamente se veía agua azul oscuro: el fondo del océano.
—¡Tyson!—grité.
Al principio no me oyó a causa del estrépito del martillo y el fragor de las llamas.
—¡¡¡Tyson!!!
Se dio media vuelta y su único ojo se abrió de par en par mientras contraía el rostro en una sonrisa torcida.
—¡Percy!
Dejó caer la hoja de la espada y corrió hacia mí, tratando de abrazarme. La visión se emborronó y me eché hacia atrás instintivamente.
—Tyson, es un mensaje Iris. No estoy ahí de verdad.
—Ah.—Se situó otra vez en mi campo visual, un poco avergonzado—. Sí, ya lo sabía.
—¿Cómo está mi hermano de un ojo? ¿Qué tal va el trabajo?
Si alguna ventaja debía tener perder un ojo, era tener más en común con mi hermano cíclope.
Su ojo se iluminó.
—¡Me encanta el trabajo! ¡Mira!—Recogió la hoja al rojo vivo con sus manos desnudas—. ¡Le he hecho yo!
—Es increíble.
—He puesto mi nombre. Aquí.
—Impresionante. Escucha, ¿hablas mucho con papá?
Su sonrisa se desvaneció.
—No mucho. Está muy ocupado. Le preocupa la guerra.
—¿Qué quieres decir?
Tyson suspiró y sacó la hoja de la espada por la ventana, provocando una nube de burbujas. Cuando la metió adentro otra vez, el metal ya se había enfriado.
—Algunos antiguos espíritus del mar están dando problemas. Egeón. Océano. Esos tipos.
Sabía de que hablaba, los inmortales que regían los mares en la época de los titanes. El hecho de que ahora reaparecieran, precisamente cuando Crono, el señor de los titanes, y sus aliados iban recobrando fuerzas era muy mala señal.
—¿Puedo hacer alguna cosa?—le pregunté.
Tyson meneó la cabeza tristemente.
—Estamos armando a las sirenas. Necesitan mil espadas para mañana.—Miró la hoja que tenía en las manos y volvió a suspirar—. Los antiguos espíritus protegen el barco malo.
—¿El Princesa Andromeda?—pregunté—. ¿El barco de Luke?
—Sí. Ellos lo vuelven más difícil de localizar. Lo protegen de las tormentas de papá. De no ser por ellos, ya lo abría aplastado.
—Eso estaría bien.
Tyson pareció animarse, como si se le hubiera ocurrido otra cosa.
—¿Y Annabeth?—preguntó—. ¿Está ahí?
—Bueno...—Sentí que el alma se me caía a los pies. Tyson creía que Annabeth era la cosa más genial de este mundo desde la invención de la mantequilla de cacahuate, y a mí me faltaba valor para decirle que había desaparecido. Se pondría a llorar de tal modo que acabaría apagando la fragua—. No está aquí ahora mismo.
—¡Dile hola de mi padre!—Sonrió de oreja a oreja—. ¡Hola, Annabeth!
—Está bien—dije, tragándome el nudo que se me había echo en la garganta—. Así lo haré.
—Y no te preocupes por el barco malo. Se está alejando.
—¿Qué quieres decir?
—¡El Canal de Panamá! Eso está muy lejos.
Fruncí el ceño. Si el arco de Luke había ido tan al sur sólo podía significar que buscaba cruzar de una costa a la otra, y eso no podía significar nada bueno.
En el interior de la fragua resonó el bramido de una voz ronca que no logré identificar. Tyson dio un paso atrás.
—He de volver al trabajo. Si no, el jefe se pondrá furioso. ¡Buena suerte, hermano de un ojo!
—Bueno. Si tienes la oportunidad, dile a papá que...
Antes de que pudiera terminar, la visión tembló y empezó a desvanecerse. Me encontré otra vez en mi cabaña, ahora más solo que nunca.
Durante la cena me sentí abatido. Es decir, la comida era excelente como siempre. Las antorchas y los braseros mantenían caldeado el pabellón, situado a la intemperie. Pero teníamos que sentarnos con nuestros compañeros de cabaña, lo cual significaba que yo estaba solo en la mesa de Poseidón y Thalia estaba sola en la de Zeus, pero no podíamos sentarnos juntos. Normas del campamento.
Al menos el resto de cabañas tenían algunos campistas. Nico se había sentado con los hermanos Stoll como todos los nuevos campistas que se quedaban en la cabaña de Hermes hasta ser reconocidos.
Eso me hizo preguntarme qué sucedería con él. Sería peligroso que Hades lo reconociese, pero de no hacerlo se quedaría en la cabaña once, amargándose con los años. Mientras que si lo reconocía, ni siquiera tendría una cabaña en la que quedarse, ¿lo echarían del campamento? ¿Se quedaría en la Casa Grande? ¿Le permitirían quedarse en alguna otra cabaña? No lo sabía, y me preocupaba.
La única mesa donde parecían pasárselo bien era la de Artemis. Las cazadoras bebían y comían y no paraban de reírse como una familia feliz. Incluso Zoë sonreía de vez en cuando. Bianca daba la impresión de divertirse muchísimo. Se había empeñado en echar un pulso con una de las cazadoras, la misma que se había peleado con el hijo de Ares. La otra la derrotaba una y otra vez, pero a ella no parecía importarle.
Cuando terminamos de comer, Quirón hizo el brindis habitual dedicado a las cazadoras de Artemis. Los aplausos que sonaron no parecían muy entusiastas. Luego anunció el partido de captura la bandera que se celebraría en su honor al día siguiente por la noche, lo cual tuvo una acogida más calurosa.
Después desfilamos hacia las cabañas. En invierno apagaban las luces muy temprano. Yo estaba exhausto y me quedé dormido enseguida. Esa fue la parte buena. La mala fue que allí empezó la pesadilla.
Yo estaba algo desacostumbrado a las pesadillas, en comparación al resto de semidioses. Salvo algunos casos realmente importantes, rara vez había tenido malos sueños, debido a que antes solía adentrarme en mi mente para entrenar con Hércules.
Esa protección se había perdido en cuanto él se fue, pero bueno, con o sin él, esta pesadilla era una que no me hubiese perdido, de cualquier modo.
Annabeth estaba en una oscura ladera cubierta de niebla. Parecía casi el inframundo. No veía el cielo sobre mi cabeza: sólo una pesada oscuridad, como si estuviese en el interior de una cueva.
Annabeth subía trabajosamente la colina. Había antiguas columnas griegas de mármol esparcidas aquí y allá, como si un enorme edificio hubiese saltado por los aires.
—¡Espino!—gritaba Annabeth—. ¿Dónde estás? ¿Para que me has traído aquí?
Cruzaba un muro en ruinas y llegaba a la cima.
Jadeaba.
Y allí estaba Luke. Sufriendo tremendos dolores.
Se hallaba desplomado en el suelo de roca y trataba de incorporarse. La negrura a su alrededor parecía más espesa, como un remolino de niebla girando ávidamente. Tenía la ropa hecha jirones y la cara llena de rasguños y empapada de sudor.
—¡Annabeth!—gritaba—. ¡Ayúdame! ¡Por favor!
Ella corría a socorrerlo.
Yo quería gritar: "¡Es un traidor! ¡No confíes en él!" Pero mi voz no sonaba en el sueño.
Annabeth tenía lágrimas en los ojos. Extendía la mano como si quisiera acariciarle la cara, pero en el último segundo vacilaba.
—¿Qué ha pasado?—le preguntaba a Luke.
—Me han dejado aquí—gemía él—. Por favor. Me está matando.
Yo no acababa de ver lo que ocurría. Parecía forcejear con una maldición invisible, como si la niebla estuviera estrangulándolo.
—¿Por qué habría de confiar en ti?—le preguntaba Annabeth con voz dolida.
—No tienes motivos para hacerlo—respondía Luke—. Me he portado horriblemente contigo. Pero si no me ayudas, moriré.
"Déjalo morir"—quería chillar yo. Luke había tratado de matarnos a sangre fría demasiadas veces. No se merecía nada, ni la menor ayuda de Annabeth.
Entonces la oscuridad que se cernía sobre él empezaba a desmoronarse, como el techo de una cueva dura ge un terremoto. Caían trozos enormes de roca. Annabeth se adelantaba justo cuando se abría una grieta y se venía abajo el techo entero. Y lograba sostenerlo, no sé cómo. Impedía com sus propias fuerzas que todas aquellas toneladas de roca se derrumbaran sobre ambos. Era increíble, pero ella no habría sido capaz de hacer algo así.
Luke rodaba, libre de todo aquel peso.
—Gracias—lograba decir, jadeando.
—Ayúdame a sostenerlo—gemía Annabeth.
Él recobraba el aliento. Tenía la cara cubierta de mugre y sudor. Se levantaba tambaleante.
—Sabía que podía contar contigo—decía, y echaba a caminar mientras la bóveda temblorosa amenazaba con aplastar a Annabeth.
—¡¡¡Ayúdame!!!
—No te preocupes—decía Luke—. Tu ayuda está en camino. Todo entra dentro del plan. Entretanto, procura no morirte.
El techo de oscuridad empezaba a desmoronarse otra vez, oprimiéndola contra el suelo.
Me erguí en la cama, con las uñas clavadas en las sábanas. No se oía nada, salvo el gorgoteo de la fuente de agua salada. Era un poco más tarde de medianoche, según el reloj de mi mesilla.
Sólo había sido un sueño, sí, pero yo tenía cosas muy claras: que Annabeth corría un terrible peligro y que Luke era el culpable.
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