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Un orgullo mortal:


Si había algo en lo que era bueno de verdad, era conduciendo barcos.

El Vengador de la Reina Ana respondía a todas mis órdenes. Yo sabía que cabos tensar, que velas izar y en que dirección navegar.

Avanzamos entre las olas a unos diez nudos. Para un barco de vela, bastante rápido.

Todo parecía perfecto: el viento a favor, las olas rompiendo contra la proa... Pero ahora que nos encontrábamos fuera de peligro, sólo conseguía pensar en lo mucho que extrañaba a Tyson y en la inquietante situación de Grover.

También pensaba en la forma en la que había acabado con Circe, trataba de convencerme a mi mismo de que fue algo justo, me estaba asegurando de que nadie más cayera en su trampa mortal. Pero a cada segundo me sentía más y más culpable, no por la hechicera, desde luego, pero sí por sus aprendices, que dependían de ella para sobrevivir.

Esperaba que me hubieran hecho caso y hubieran huido de la isla antes de que los monstruos empezaran a llegar, pero no podía estar seguro.

Y lo peor del asunto, aquel repentino impulso de violencia que había sentido había sido... satisfactorio, y me sentía sucio por ello. Acabar con un enemigo de esa manera no debería de sentirse nada bien, pero lo hacía. Eso era lo que de verdad me preocupaba.

Y no era como cuando acababa con un monstruo, ellos nunca morían, se reformaban en el Tártaro. Pero Circe, ella se estaría pudriendo en los campos del Hades en este momento.

Navegamos toda la noche.

Annabeth intentó echarme una mano con el puesto de mando, pero navegar no era lo suyo. Tras unas cuantas horas de balanceo, su cara se pisó de color guacamole y bajó a tumbarse en una hamaca.

Yo observaba el horizonte. Divisé monstruos más de una vez. Vi un penacho de agua tan alto como un rascacielos elevándose a la luz de la luna. Luego una hilera de púas verdes se deslizó entre las olas: un reptil, o algo similar, de unos treinta metros de largo. No tenía muchas ganas de descubrir de que se trataba.

También llegué a ver nereidas, los brillantes espíritus femeninos del agua. Les hice señas, pero desaparecieron en las profundidades, dejándome con la duda de si me habían visto o no.

Poco después de media noche, Annabeth subió a cubierta. Precisamente en aquel momento pasábamos junto a una isla con un volcán humeante. El agua en torno a la orilla burbujeaba y despedía vapor.

—Una de las fraguas de Hefesto—dijo Annabeth—. Donde construye sus monstruos de metal.

—¿Cómo los toros de bronce?

Ella asintió.

—Da un rodeo. Y ponte a buena distancia.

No necesité que me lo repitiera. Nos alejamos de la isla y muy pronto no fue más que un borrón de neblina roja a popa.

Miré a Annabeth.

—El motivo de que odies tanto a los cíclopes... o sea, la historia de como murió Thalia de verdad... Cuéntame, ¿qué ocurrió?

Apenas veía su expresión en la oscuridad.

—Está bien. Tal vez tengas derecho a saberlo—dijo por fin—. Aquella noche, mientras Grover nos llevaba al campamento, se confundió y tomó varios desvíos equivocados. ¿Recuerdas que te lo contó una vez?

Asentí.

—Bueno, pues uno de esos desvíos nos llevó a la guarida de un cíclope en Brooklyn.

—¿Cíclopes en Brooklyn?—pregunté.

—No podrías creer la cantidad de cíclopes qué hay, pero esa no es la cuestión. Aquel cíclope nos tendió una trampa; logró que nos separásemos en el laberinto de pasillos de una vieja casa de la zona de Flatbush. Además, era capaz de imitar la voz de cualquiera, Percy. Igual que Tyson en el Princesa Andromeda. Uno a uno, nos hizo caer en la trampa. Thalia creyó que corría a salvar a Luke. Éste creyó que me había oído gritar a mi pidiendo ayuda. Y yo... yo estaba sola en la oscuridad. Tenía siete años. No sabía cómo encontrar la salida.

Se apartó el cabello de la cara.

—Recuerdo que llegué a la habitación principal. El suelo estaba cubierto de huesos. Y allí estaban Thalia, Luke y Grover, atados y amordazados, colgando del techo como jamones. El cíclope había empezado a encender una hoguera en medio de la habitación. Saqué mi cuchillo, pero él me oyó. Se volvió y sonrió; empezó a hablar, y de algún modo averiguó cómo era la voz de mi padre. Supongo que la arrebato de mi mente. Me dijo: "No te preocupes, Annabeth. Yo te quiero. Puedes quedarte conmigo. Puedes quedarte para siempre"

Me puse tenso. El modo que tenía Annabeth de contarlo, incluso ahora, seis años después, logró ponerme más nervioso que el cuento de fantasmas más espantosos que hubiese oído en mi vida. La sensación era similar a la de mis pesadillas, pero sin el dolor de ser atravesado y cortado repetidas veces.

—¿Qué hiciste?—pregunté.

—Le clavé el cuchillo en un pie.

La miré fijamente.

—¿Estás bromeando? ¿Tenías siete años y apuñalaste a un gigantesco cíclope?

—Él me habría matado, pero conseguí sorprenderlo. Me dio el tiempo justo para correr hacia Thalia y cortarle las cuerdas de las manos. Ella se encargó del resto.

—Bueno, pero... eso fue muy valiente de tu parte, Annabeth.

Ella sacudió la cabeza.

—Nos salvamos por los pelos. Todavía tengo pesadillas, Percy. Con el cíclope hablándome con la voz de mi padre. Si nos costó tanto llegar al campamento fue por su culpa. Todos los monstruos que nos habían estado persiguiendo aprovecharon para darnos alcance. Ésa es la verdadera razón de que Thalia muriese. De no haber sido por ese cíclope, aún viviría.

Permanecimos sentados en la cubierta, contemplando cómo ascendía la constelación de Hércules por el cielo.

—Ve a echarte un rato—me dijo Annabeth por fin—. Necesitas descansar.

Asentí. Me pesaban los ojos y me dolía el cuerpo. Pero cuando bajé y me tendí en una hamaca, me costó mucho conciliar el sueño. Seguía pensando en la historia de Annabeth. Me preguntaba si yo en su lugar habría tenido el valor de continuar aquella búsqueda, de navegar directamente hacia la guarida de otro cíclope.







No soñé con Grover.

En cambio, me encontré de nuevo en el camarote de Luke, a bordo del Princesa Andromeda. Las cortinas estaban abiertas. Fuera era de noche. Y el aire se fue llenando de sombras, de voces que susurraban a mi alrededor. Eran los espíritus de los muertos.

"¡Cuidado!"—murmuraban—. "Trampas. Engaños"

Hércules se materializó a mi lado.

—Tu tío los mando para advertirte—dijo—. ¿También lo sientes?

—Sí—le dije—. La presencia de... del señor de los titanes.

Nos volvimos hacia el sarcófago dorado de Kronus, emitía en leve resplandor. Era la única luz en todo el camarote.

Una fría risa me sobresaltó. Parecía proceder de un lugar situado muy por debajo del barco.

"No tienes el valor suficiente, joven héroe. No podrás detenerme"

Sabía lo que tenía que hacer. Tenía que abrir aquel ataúd.

Destapé a Contracorriente y los fantasmas se arremolinaron en torno a mi cuerpo como un tornado.

"¡Cuidado!"

Intenté avanzar, pero Hércules me detuvo el brazo de la espada con fuerza.

—Ellos tienen razón—me dijo—. Eso es justo lo que él quiere.

El corazón me palpitaba. No co seguía que mis pies se movieran.

—Pero... tengo que detener a Kronus—respondí—. Debo destruir lo que haya en esa caja...

—Percy, escúchame—repetía Hércules—. No sé lo que Kronus planea, pero no debes caer en su trampa.

Dejé de tratar de luchar.

—T-tienes razón. Yo...

Una nueva voz se escuchó a mi lado.

—¿Y bien, sesos de alga?

Me di la vuelta, sorprendido. Allí había una chica, llevaba ropa punk, con cadenas plateadas en las muñecas. Tenía el cabello negro erizado de púas, una gruesa raya en torno a sus turbulentos ojos azules, y un puñado de pecas esparcidas por la nariz. Me resultaba conocida, pero no sabía de qué.

—¿Y bien?—preguntó—. ¿Vas a detenerlo, sí o no?

Yo no podía responder ni moverme.

Hércules lo notó, y trató de acercarse hacia ella.

—Escucha—le dijo—. ¿Quién... quién eres? ¿Cómo es que estás aquí?

La chica no parecía ser capaz de verlo u oírlo. Seguía mirándome a mi fijamente.

Ella puso los ojos en blanco.

—Perfecto. Déjamelo a mí y a la Égida.

—¿La qué cosa dices?—murmuró Hércules, confundido.

La chica se dio un golpecito en la muñeca y sus cadenas plateadas se transformaron—aplanándose y expandiéndose—en un enorme escudo. Era de plata y bronce, con la monstruosa cabeza de la Medusa sobresaliendo en el centro. Parecía una máscara mortuoria, como si la verdadera cabeza de la Gorgona hubiera quedado impresa en el metal. No sabía si aquello era cierto, y tampoco si el escudo podía petrificarme, pero desvíe la mirada; sólo su proximidad me evocaba desagradables recuerdos, recuerdos que no me pertenecían.

"A largo de mi vida pude ver el remolino de emociones que se retuerce dentro de los corazones de los demás. Sin embargo, al momento de su muerte, sólo cuando el cuerpo está lleno de temor, ese remolino desaparece, removiendo todas las impurezas, de verdad era una vista muy hermosa"

Respiré con dificultad, mientras la presencia de ese escudo hacía resonar aquella tenebrosa voz con marcado acento británico.

—¿También lo oyes...?—me escuché susurrar.

Hércules había quedado congelado en su sitio, mirando a la nada con el ceño fruncido, recordando algo que le era desagradable.

La chica sacó su lanza y avanzó hacia el sarcófago. Las sombras fantasmales le abrieron paso y se dispersaron ante el aura terrible de su escudo.

—No...—dije, tratando de advertirle.

Pero ella no me escuchó. Se fue directo al sarcófago y apartó su tapa dorada.

Miré a Hércules en busca de ayuda, pero él seguía absorto en sus recuerdos, sin parecer consciente de lo que sucedía a su alrededor.

El ataúd adquirió un resplandor más intenso.

—No.—La voz de la chica temblaba—. No puede ser.

Desde las profundidades del océano, Kronus se reía con tal estruendo que se estremeció el barco entero.

—¡Noooo!—La chica chilló mientras el sarcófago se la tragaba en una explosión de luz dorada.








Me senté la hamaca gritando.

Annabeth me zarandeaba el hombro.

—Percy, era una pesadilla. Vamos. Tienes que levantarte.

—¿Qué... qué pasa?—dije frotándome los ojos—. ¿Cuál es el problema?

—Tierra—dijo con tono lúgubre—. Nos acercamos a la isla de las sirenas.







Apenas podía divisar la isla en el horizonte. Sólo veía un borrón entre la niebla.

—Quiero que me hagas un favor—dijo Annabeth—. Las sirenas... pronto estaremos al alcance de sus cantos.

Recordé las historias sobre las sirenas: cantaban de un modo tan dulce que encantaban a los marineros con sus voces y los atraían a una muerte segura.

—No hay problema—le aseguré—. Podemos taparnos los oídos. En la bodega hay un barreño lleno de cera para velas...

—Es que yo quiero oírlas.

Parpadeé.

—¿Cómo?

—Dicen que las sirenas cantan la verdad sobre lo que deseas. Te revelan cosas sobre ti mismo de las que ni siquiera te has dado cuenta. Por eso te embelesan. Si sobrevives, te vuelven más sabio. Yo quiero oírlas. ¿Cuándo volveré a tener una ocasión como ésta?

Viniendo de cualquier otra persona, aquello no habría tenido ningún sentido. Pero tratándose de Annabeth... bueno, la cosa cambiaba bastante.

Me contó su plan, no me agradaba, pero a regañadientes la ayudé a prepararse.

En cuanto tuvimos a la vista la orilla rocosa de la isla, ordené a una de las sogas que atara a Annabeth por la cintura al palo mayor.

—No me desates—dijo—. Pase lo que pase. Por mucho que suplique. Porque yo desearé saltar sin más, y si lo hago me ahogaré.

—¿Quieres tentarme?

—Ja, ja

Le prometí que la mantendría a salvo. Luego tomé dos bolas de cera, las amasé hasta convertirlas en tapones y me las metí en los oídos.

Annabeth asentía sarcásticamente, como diciéndome que aquellos tapones me quedaban muy chulos. Le hice una mueca y me volví hacia el timón.

El silencio era espeluznante. No oía nada, salvo el latido de la sangre en mis sienes. A medida que nos aproximábamos a la isla, iban asomando rocas dentadas entre la niebla. Ordené al Vengador de la Reina Ana que las sorteara; si nos acercábamos demasiado, aquellas rocas harían trizas nuestro casco como las cuchillas de una licuadora.

Miré a mi espalda. Al principio, Annabeth permanecía completamente normal. Luego apareció en su rostro una expresión perpleja. Abrió unos ojos como platos y empezó a forcejear con las cuerdas. Me llamaba por mi nombre: lo veía en sus labios. Su expresión era muy clara; tenía que liberarla, era cuestión de vida o muerte. Debía soltarla ahora mismo.

Parecía tan afligida que costaba mucho resistirse y no dejarla libre.

Me obligué a apartar la vista. Apremié al Vengador de la Reina Ana para que aumentase la velocidad.

Aún no podía ver gran cosa de la isla: sólo niebla y rocas. Pero en el agua flotaban trozos de madera y fibra de vidrio, restos de naufragios, incluso chalecos salvavidas de líneas áreas comerciales.

¿Cómo era posible que la música hubiese hecho descarrilar tantas vidas? Sí, de acuerdo, había canciones en el Top Ten que me daban ganas de lanzarme por un barranco, pero aún así... ¿Qué podrían cantar las sirenas?

Durante un peligroso segundo comprendí la curiosidad de Annabeth. Sentí la tentación de quitarme los tapones, sólo para probar un sorbo de aquella música misteriosa. Notaba como las voces vibraban en la madera del barco, cómo añadían su latido al rugido de la sangre en mis oídos.

Annabeth seguía suplicándome. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Luchaba con las cuerdas, como si le impidieran reunirse con lo que más le importaba en este mundo.

"¿Cómo puedes ser tan cruel?"—parecía preguntarme—. "Creía que eras mi amigo"

Miré con furia aquella isla envuelta en niebla. Deseaba sacar mi espada, pero no había nada con lo que luchar. ¿Cómo vas a combatir una canción?

"Con otra canción"—sugirió Hércules en mi mente—. "Al menos eso fue lo que hizo Orfeo en su viaje con los argonautas"

—Gracias—le dije—. Pero... no veo ningún Orfeo por aquí, así que...

"Sí, entiendo"

Procuré no mirar a Annabeth. Lo conseguí durante unos cinco minutos en los que me distraje hablando con Hércules.

—¿Qué crees que le haya pasado a esa chica en el sarcófago?—pregunté.

La voz de Hércules se oía apagada, un tanto culpable.

"No lo sé, Percy"—respondió—. "Pero fuera lo que fuese que sucedió allí, no hay nada que podamos hacer ahora"

—Entonces, ¿no vamos a hablar de cómo te quedaste en blanco cuando oímos esa voz británica?

Hércules se quedó en total silencio por un momento.

"Te lo mostraré... luego, cuando estés listo"—prometió—. "Pero éste no es el momento"

—He tenido pesadillas con ese sujeto por años—respondí—. Siento ésta aversión a los cuchillos, al número 1888, y a varias cosas más. ¿No crees que tengo derecho a saber por qué? Es decir, hemos visto por esta bizarra conexión mística a tu mundo las distintas batallas del Ragnarok, pero siempre evadiendo todo lo relacionado a la cuarta ronda, ¿qué sucedió?

Hércules pareció vacilar.

"Tú sabes que esa fue la ronda en la que perdí la vida y llegué a tu mundo"

—¿Pero qué sucedió? ¿Por qué te afectó tanto a un nivel psicológico?

"Es... una larga historia, pero..."—se detuvo en seco—. "Cuchillos... ¿sí le quitaste su cuchillo a Annabeth?"

—¿Su qué?

Me volví inmediatamente, sólo para ver un montón de cuerdas cortadas y el mástil vacío.

Me sentí extremadamente estupido por no haber desarmado a Annabeth antes de cometer la aún mayor estupidez de dejarla escuchar esos estúpidos cantos de esas estúpidas sirenas.

Corrí a la barandilla y la divisé chapoteando frenéticamente para llegar a la orilla, mientras las olas la empujaban hacia las rocas.

La llamé a gritos, pero era inútil, aunque pudiera escucharme estaba en trance y nadaba hacía la muerte.

Me volví hacia el timón y grité:

—¡Espera aquí!

Me lancé sin más por la borda.

En cuanto me zambullí, ordené a las corrientes que se retorcieran en torno a mi cuerpo y formasen un flujo en chorro que me propulsó hacia delante.

Salí a la superficie y vi a Annabeth, pero en ese mismo momento la atrapó una ola y se la llevó entre dos afilados salientes.

No tenía alternativa. Me lancé tras ella.

Buceé bajo el casco destrozado de un yate y avancé serpenteando entre unas bolas metálicas flotantes, sujetas con cadenas, que sólo después comprendí que eran minas. Me veía obligado a utilizar todo mi poder sobre el agua para no acabar aplastado contra las rocas o enredado en las redes de alambre de espino tendidas justo a ras de la superficie.

Pasé a toda velocidad entre los dos salientes y de pronto me hallé en una bahía con forma de media luna. El agua también estaba sembrada de rocas, restos de barcos y minas flotantes. La playa era de arena volcánica negra.

Miré a mi alrededor, desesperado, buscando a Annabeth.

Allí estaba.

Por suerte o por desgracia, era una buena nadadora. Había logrado atravesar el cerco de minas y rocas y poco le faltaba para llegar a la playa negra.

Entonces la niebla se aclaró y vi a las sirenas.

Imagínense a una bandada de buitres de, tamaño de una persona, con un sucio plumaje negro, garras grises y cuellos rosados llenos de arrugas. Y ahora imagínense que en lo alto de esos cuellos hubiera cabezas humanas, pero unas cabezas en continua transformación.

No podía oírlas, pero veía que estaban cantando. Y a medida que movían la boca, sus rostros se convertían en los rostros de personas que conocía: mi madre, Poseidón, Grover, Tyson, Quirón. Ósea, las personas a las que más deseaba ver. Me sonreían de un modo tranquilizador, como invitándome a acercarme, pero, fuera cual fuese el aspecto que adoptaran, siempre tenían la boca grasienta y manchada con restos de comida. Como los buitres, debían comer metiendo toda la cara.

Annabeth seguía nadando hacia ellas.

No podía permitir que saliera del agua. El mar era mi única ventaja. De un modo u otro, siempre me había protegido. Me propulsé hacia delante y la agarré del tobillo.

En cuanto la toqué, sentí una descarga por todo el cuerpo y vi las sirenas tal como Annabeth debía estar viéndolas.

Habían cuatro personas sentadas en una manta de picnic en Central Park, con un verdadero festín ante ellas. Reconocí al padre de Annabeth por las fotos que ella me había enseñado: un tipo atlético, de unos cuarenta años y cabello rubio rojizo. Estaba acariciando las manos a una mujer muy guapa que se parecía un montón a Annabeth e iba vestida en plan informal, con vaqueros, camisa tejana y botas de montaña, pero había algo en ella que irradiaba una sensación de poder. Comprendí que tenía ante mis ojos a la diosa Atenea. Junto a ellos se encontraban otras dos personas, uno era Luke, y el otro... el otro era yo, pero algo era diferente.

La escena resplandecía con una luz cálida. Todos hablaban y reían y, al ver a Annabeth, sus rostros se iluminaron de alegría. Su madre y su padre abrieron los brazos en señal de bienvenida. Luke le sonreía y le hacía gestos para que fuera a sentarse a su lado: como si nunca la hubiera traicionado, como si todavía fuesen amigos.

Tras los árboles de Central Park se dibujaba el contorno de los rascacielos. Contuve el aliento, porque era Manhattan, sí, pero no la de siempre. La ciudad había sido reconstruida totalmente con un mármol blanco deslumbrante; se veía más grande, más esplendorosa que nunca con aquellas ventanas doradas y aquellos jardines en las azoteas. Era mejor que Nueva York, mejor que el Monte Olimpo.

Comprendí al instante que era Annabeth quien la había diseñado. Ella era la arquitecta de un nuevo mundo; había vuelto a reunir a sus padres, había salvado a Luke, y me había salvado a mí...

Allí estaba yo, sin una sola marca surcando mi piel, sin dolor, cansancio o fatiga en mis ojos, sin preocupaciones por el futuro, sin angustia por las pesadillas y sin aquella marca quemando mi energía vital y amenazando con convertirme en polvo en el espacio.

Era todo lo que Annabeth había deseado.

Parpadeé con fuerza. Cuando abrí los ojos, lo único que vi fueron las sirenas: buitres andrajosos con rostros humanos, listos para devorar otra víctima.

Tiré de Annabeth y la arrastré hacia el agua. No la oía, pero sabía que estaba gritando. Me dio una patada en la cara, pero no la solté.

Ordené a las corrientes que nos sacaran de allí. Annabeth me aporreaba y me daba patadas, y a mí me resultaba más difícil concentrarme. Se retorcía con tal violencia que poco faltó para que chocáramos con una mina flotante. Ya no sabía qué hacer: si ella continuaba forcejeando, no llegaríamos vivos al barco.

Entonces nos sumergimos y Annabeth dejó casi en seguida de luchar. Su expresión parecía desorientada. Cuando salimos a la superficie, empezó a forcejear otra vez.

Lo entendí de inmediato,

El sonido no se transmitía bien debajo del agua. Si la sumergía el tiempo suficiente, conseguiría romper el hechizo. Annabeth tampoco podría respirar, desde luego, pero aquello parecía de momento un problema menor.

La agarré por la cintura y ordené a las olas que nos empujasen hacia el fondo.

Nos zambullimos en las profundidades: tres metros, seis metros... Sabía que debía andarme con cuidado, porque Annabeth era incapaz de resistir la misma presión que yo. Cuando empezaron a ascender burbujas a nuestro alrededor, ella luchó y forcejeó buscando aire.

"Burbujas..."—pensé.

Estaba desesperado; tenía que mantener con vida a Annabeth. Pensé en todas las burbujas del mar, siempre agitándose y ascendiendo; me las imaginé unidas, viniendo hacia mí.

El mar obedeció. Noté una avalancha blanca, una sensación de cosquilleo por todo el cuerpo y, cuando la visión se me aclaró, vi que estábamos rodeados por una enorme burbuja. Sólo teníamos las piernas sumergidas en el agua.

Ella jadeó y tosió. Sentía escalofríos en todo el cuerpo. Pero en cuanto me miró supe que el hechizo se había roto.

Prorrumpió en unos sollozos terribles, que te partían el corazón. Apoyó la cabeza en mi hombro y la abracé.

Los peces se agolpaban alrededor para mirarnos, un banco de barracudas, algunos peces aguja,

"¡Largo de aquí!", les dije.

Se alejaron a regañadientes. Habría jurado que conocía sus intenciones: se disponían a hacer correr por los mares el rumor de que el hijo de Poseidón y cierta chica habían sido vistos en el fondo de la bahía de las sirenas...

—Voy a hacer que volvamos al barco—le dije—. Todo saldrá bien. Tú aguanta.

Annabeth asintió, dándome a entender que ya se sentía mejor, y murmuró algo que no pude oír porque llevaba los tapones de cera en los oídos.

Ordené a la corriente que guiara nuestra peculiar burbuja submarina entre las rocas y el alambre de espino hasta el Vengador de la Reina Ana, que había empezado a alejarse de la isla a un ritmo lento y regular, para que pudiéramos darle alcance.

Seguimos al barco por debajo del agua, hasta que me pareció que los cantos de las sirenas ya no podrían llegar a nuestros oídos. Entonces salimos a la superficie y la burbuja explotó.

Ordene a la escala de cuerda que se desenrollara por el flanco del barco y subimos a bordo.

Aún tenía puestos mis tapones, por si acaso. Continuamos navegando hasta que perdimos de vista la isla definitivamente. Annabeth se había acurrucado con una manta en cubierta. Finalmente, levantó la vista, triste y todavía aturdida, y dijo con los labios: "Salvados"

Entonces me quité los tapones: ya no se oía ningún canto. La tarde estaba tranquila, salvo por el sonido de las olas contra el casco; la niebla se había disuelto y había dejado un cielo del todo azul, como si la isla de las sirenas no hubiese existido jamás.

—¿Estás bien?—le pregunté. En cuento lo dije, me di cuenta de lo torpe que sonaba. Por supuesto que no estaba bien.

—No sabía—murmuró.

—¿Qué?

Sus ojos tenían el mismo color que la niebla que cubría la isla de las sirenas.

—Lo poderosa que sería la tentación.

No quería contarle que había visto lo que las sirenas le habían prometido, me sentía como un intruso en territorio íntimo, pero también tenía que ser sincero. Se lo debía.

—He visto cómo habías reconstruido Manhattan—le dije—. He visto a Luke y a tus padres.

Ella se sonrojó.

—¿Has visto todo eso?

Asentí lentamente.

—También me vi a mí mismo, curado, sin la marca, sin dolor físico constante—seguí—. Creo que debo darte las gracias por eso... sanarme es parte de tu deseo, pero...

—Pero tú no ves la marca como algo malo, lo entiendo—murmuró ella.

—Aquello que te dijo Luke en el Princesa Andromeda, lo de reconstruir el mundo partiendo de cero... te tocó la fibra intima, ¿no?

Ella se arrebujó en la manta.

—Mi defecto fatídico. Eso es lo que me mostraron las sirenas. Mi defecto fatídico es la hibris.

—Orgullo y arrogancia desmedida—traduje.

Ella asintió con la cabeza.

—Un orgullo mortal, Percy. Creer que puedes hacer las cosas mejor que nadie... incluso mejor que los dioses.

—¿Tú te sientes así?

Ella bajó la mirada.

—¿Nunca has sentido eso, que el mundo tal vez sea un verdadero desastre? ¿Y no te has preguntado qué pasaría si pudieras rehacerlo partiendo de cero? Sin guerras, sin pobres, sin libros obligatorios para leer en verano.

—Continúa.

—De acuerdo, se supone que Occidente representa una buena parte de los mayores logros de la humanidad, por eso sigue ardiendo la llama, por eso el Olimpo continúa existiendo. Pero, a veces, lo único que ves es la parte más negativa, ¿sabes? Y empiezas a pensar igual que Luke: "Si pudiese anularlo, yo sería capaz de hacerlo mejor". ¿Nunca has sentido eso? ¿Que si tu gobernaras el mundo podrías hacerlo mejor?

—No—respondí sin dudar—. Soy un guerrero, no un gobernante. Y si algo me han enseñado las memorias de Hércules, es que cosas como la libertad no pueden ser forzadas en otros, deben ganarse por uno mismo. Una cosa es guiar a la gente, y otra muy diferente es dirigirlos, aunque suenen igual.

—Tienes suerte—dijo Annabeth, analizando detenidamente lo que yo acababa de decir—. La hibris no es tu defecto fatídico.

—¿Cuál es entonces?

—No lo sé, Percy, pero cualquier héroe tiene el suyo. Si no lo averiguas y no aprendes a controlarlo... Bueno, por algo lo llaman "fatídico"

Pensé en todo aquello, y no me sirvió para levantarme el ánimo precisamente.

También me di cuenta de que Annabeth no me había hablado de las cosas personales que habría cambiado, como reunir otra vez a sus padres, salvar a Luke o librarme del Éxodo de Hércules. La comprendía perfectamente; aunque me costara admitirlo, también había soñado varías veces que volvía a reunir a mis padres.

Me imaginé a mi madre, sola en nuestro pequeño apartamento de la parte alta del East Side. Todo aquello parecía muy lejano.

—Entonces, ¿valió la pena?—le pregunté a Annabeth—. ¿Te sientes... más sabía?

Ella miró el horizonte.

—No lo sé. Pero tenemos que salvar el campamento. Si no detenemos a Luke...

No tenía que terminar la frase. Si el modo de pensar de Luke podía resultar tentador incluso para Annabeth, a saber la cantidad de mestizos que estarían dispuestos a unirse a él.

Pensé en mi sueño sobre la chica y el sarcófago dorado. No estaba tan seguro de su significado, pero tenía la sensación de que algo se me escapaba, algo terrible que Kronus estaba planeando. ¿Qué habría visto la chica cuando abrió la tapa del ataúd?

De repente, Annabeth abrió los ojos de par en par.

—Percy.

Me di la vuelta.

A lo lejos se divisaba otra mancha de tierra: una isla en forma de silla de montar, con colinas boscosas, playas de arena blanca y verdes prados: tal como la había visto en sueños.

Mis sentidos náuticos se encargaron de confirmarlo: 30 grados, 31 minutos norte; 75 grados, 12 minutos oeste.

Habíamos llegado a la guarida del cíclope.

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