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Toros de bronce:


Si hay una cosa que odio más que los tríos de ancianas tétricas, son los toros.

En la cima de la colina Mestiza habían dos toros de bronce del tamaño de dos elefantes. Y por si fuera poco, echaban fuego por la boca.

En cuanto nos apeamos, las Hermanas Grises salieron a escape en dirección a Nueva York, donde la vida debía de ser más tranquila. Ni siquiera aguardaron a recibir los tres dracmas de propina. Se limitaron a dejarnos a un lado del camino. Allí estábamos: Annabeth, con su mochila y su cuchillo, y Tyson y yo, todavía con la ropa de gimnasia chamuscada.

—Oh, dioses—dijo Annabeth observando la batalla, que proseguía con furia en la colina.

Lo que más me inquietaba no eran los toros en sí mismos, no los diez héroes con armadura completa tratando de salvar sus traseros chapados en bronce. Lo que me preocupaba era que todos corrían por toda la colina, incluso por detrás del pino. Aquello no debería de ser posible.

Uno de los héroes gritó:

—¡Patrulla de frontera, a mí!—Era la voz de Clarisse.

"¿Patrulla de frontera?"—pensé. En el campamento no había ninguna patrulla de frontera.

—Es Clarisse—dijo Annabeth—. Venga, tenemos que ayudarla.

Normalmente, correr en socorro de Clarisse no habría ocupado un lugar muy destacado en mi lista de prioridades; después de todo ella sola podía lidiar con casi cualquier cosa. Pero ahora estaba metida en un buen problema: los guerreros que iban con ella se habían dispersado y corrían aterrorizados ante la embestida de los toros, y varias franjas de hierba alrededor del pino habían empezado a arder. Uno de los héroes gritaba y agitaba los brazos mientras corría en círculo con el penacho de su casco en Llamas, como un fogoso mohawk. La armadura propia de Clarisse estaba muy chasmuscada, y luchaba con el mango roto de una lanza: el otro extremo había quedado incrustado inútilmente en la articulación del hombro del toro metálico.

Lo siguiente que noté, no había recogido mi bolígrafo, y el pantalón de gimnasia no tenía bolsillos.

—Esto... puede ser un problema.

Annabeth me miró.

—Entonces manda al cíclope. Es inmune al fuego.

Fruncí el ceño.

—Tyson no es un pokémon al que puedo mandar a pelear así como así—le dije—. Pero... Tyson, ¿Crees que podrías... ya sabes?

Tyson asintió y los tres corrimos colina arriba hacia Clarisse, que ordenaba a gritos a su patrulla que se colocara en formación de falange; era una buena idea. Los pocos que la escuchaban se alinearon hombro con hombro y juntaron sus escudos. Formaron un cerco de bronce erizado de lanzas que asomaban por encima como pinchos de puercoespín.

Por desgracia, Clarisse sólo había conseguido reunir a seis campistas; los otros cuatro seguían corriendo con el casco en llamas. Annabeth se apresuró a ayudarlos. Retó a uno de los toros para que la embistiera y luego se volvió invisible, lo cual dejó al monstruo completamente confundido. El otro corría a embestir el cerco defensivo de Clarisse.

Yo estaba aún a mitad de camino de la cuesta, no lo bastante cerca como para echar una mano. Clarisse ni siquiera me había visto.

El toro corría a una velocidad mortífera pese a su enorme tamaño; su pellejo de metal resplandecía al sol. Tenía rubíes del tamaño de un puño en lugar de ojos y cuernos de plata bruñida, y cuando abría las bisagras de su boca exhalaba una abrasadora columna de llamas.

—¡Mantened formación!—ordenó Clarisse a sus guerreros.

De Clarisse podían decirse muchas cosas, pero no que no fuera valiente. Aún así, yo no veía como se las iba a arreglar para resistir la embestida de aquel toro.

Por si fuera poco, el otro toro se cansó de ayudar a Annabeth y, girando sobre sí, se situó a espaldas de Clarisse, dispuesto a embestirla por la retaguardia.

Decidí experimentar un poco. Hércules no sólo me había legado los doce desastres y pecados, sino que también algunas de sus técnicas propias más allá del éxodo.

Concentre una gran cantidad de poder en mi brazo derecho, principalmente en mi puño. Sentí como mis músculos y huesos se hinchaban y crecían hasta un tamaño desproporcionado.

Me abalancé sobre el toro nº2 y asesté un golpe con todas mis fuerzas:

¡APHELES HEROS!

(Puño del Gran Héroe)

Eso no salió tan bien como creí. Hay una diferencia enorme entre golpear a un toro metálico concentrando el poder de un dios en el cuerpo de un dios, y hacer lo mismo concertando el poder de un semidiós en el cuerpo de un semidiós.

Les juro que sentí cada una de las resquebrajaduras de mis huesos, mis músculos se desgarraron y mi mano se rompió tras el impacto, eso sin contar que el calor corporal del monstruo seguramente me causó una quemadura grave en la mano.

Salí despedido hacia atrás y aterricé violentamente contra el suelo. El brazo me dolía horrores. No estaba destrozado, sólo muy lastimado, pero aún así no me serviría por lo pronto.

Me levanté como pude, al menos había derribado al toro metálico, ¿no?

El animal se retorcía chirriando en el suelo, estaba abollado en un costado, pero claramente no había sido derrotado.

El toro nº1, por su lado, había seguido con su carga contra la falange de Clarisse y los había derribado como si no fueran nada. Clarisse salió despedida hacia atrás y aterrizó en una franja de terreno quemado y todavía llena de brazas.

Después de tumbarla, el toro bombardeó a los demás héroes con su aliento ardiente y fundió sus escudos, dejándolos sin protección. Ellos arrojaron sus armas y echaron a correr.

Respiré con dificultad, la marca de Hércules había empezado a arder más que de costumbre y mi brazo derecho me estaba matando. De verdad no sabía que se me había ocurrido al intentar ejecutar el Apheles Heros siendo un simple mortal.

Annabeth ordenó a los demás héroes que se dispersaran y mantuvieran distraídos a aquellos monstruos.

El nº1 describió un amplio círculo para venir hacia mí. El toro nº2 se logró poner de pie y se volvió también para embestirme; chisporroteaba y arrojaba fuego por la abolladura que le había hecho en el flanco. Yo no sabía si podía sentir dolor, pero sus ojos de rubí parecían mirarme furiosos, como si se tratara de una cuestión personal.

No podía combatir contra los dos toros al mismo tiempo, ni siquiera podía luchar contra uno solo en mi estado actual.

Me maldije a mi mismo por ser tan estupido y empecé a silbar.

La melodía que evocaba al mar y a su impredecible inmensidad, el Silbido de Poseidón.

Mis músculos se tensaron, vi todo con más claridad y me lancé a toda velocidad hacia el frente, esquivando a los dos toros en el proceso.

Lo admito, me encanta el silbido de Poseidón, siempre que lo uso me siento rápido, ligero u lleno de energía. Me movía tan rápido que incluso era capaz de dejar una suerte de reflejos de velocidad por donde me detenía ligeramente más tiempo.

Me moví ágilmente entre los cuernos, llamas, y pesuñas, bajando casi toda la cuesta sin alejarme demasiado de los toros para que no me perdieran de vista.

Me estaba arriesgando a estar siempre a escasos centímetros de ellos, mientras me movía y los confundía para que se frustraran, y así hasta que llegue a donde cierto cíclope.

Me posicioné a espaldas de Tyson y miré al toro nº1

—Ven por mi, vaquita.

Justo cuando el animal cargó, me hice a un lado y miré como Tyson extendía los brazos. se paraba firme y tomaba al toro por los cuernos.

La explosión de fuego se arremolinó a su alrededor como un tornado rojo. Sólo se veía la silueta oscura de su cuerpo. Las llamas se extinguieron, Tyson seguía en pie, completamente ileso. El toro debía de estar extremadamente sorprendido, porque antes de que pudiera soltar una segunda ráfaga, Tyson soltó sus cuernos, cerró los puños y empezó a darle mamporros en el hocico.

—¡¡Vaca mala!!

Sus puños abrieron un cráter en el morro de bronce y dos pequeñas columnas de fuego empezaron a salirle de las orejas. Tyson lo golpeó otra vez y el bronce se arrugó bajo su puño como si fuese chapa de aluminio. Ahora la cabeza del toro parecía una marioneta vuelta al revés como un guante.

—¡Cae!—gritaba Tyson.

El toro se tambaleó y se derrumbó por fin sobre el lomo; sus patas se agitaron en el aire débilmente y su cabeza abollada empezó a humear.

Y lo mejor del asunto, Tyson no se destrozó el brazo haciendo estupideces. A diferencia de otros, ejem, ejem.

Annabeth se me acercó corriendo para ver como estaba.

Yo me sentía fatal, pero ignorando el dolor del Éxodo, sentía el brazo lleno de ácido, pero ella me dio de beber un poco de néctar de su cantimplora y enseguida me sentí un poco mejor. Necesitaría algo de tiempo y un tratamiento un poco más específico para curarme el puño roto, pero las resquebrajaduras de los huesos y desgarre de los músculos del brazo se curaron gracias al néctar.

—¿Y el otro toro?—pregunté.

Annabeth señaló hacia un poco más abajo que nosotros. Clarisse se había ocupad de la Vaca Mala nº2. Le había atravesado la pata trasera con una lanza de bronce celestial. Ahora, con el hocico medio destrozado y la abolladura que le hice en el flanco, intentaba moverse a cámara lenta y caminaba en círculos como un carrito de carrusel.

Clarisse se quitó el casco y ciñó a nuestro encuentro. Un mechón de su cabello humeaba todavía, pero ella no parecía darse cuenta.

—Jackson—me saludó—. Te vez terrible.

—Gracias, me lo dicen a menudo.

Acababa de notar que estábamos casi a la misma altura. Si bien ella seguía siendo algunos centímetros más alta, la diferencia no era mucha. Lo cual era sorprendente considerando que aparte de ser una grandulona, Clarisse era alrededor de dos años mayor que yo.

—¿Qué rayos te dan de comer?—me preguntó ella—. Pasaste de ser un renacuajo a una musculatura casi aceptable.

—Gracias, Clarisse, también me alegro de verte—rodé los ojos—. He estado entrenando, eso es todo.

—Eso no va a evitar que te rompa la cara, ¿sabes?

—Eso dices tú.

Ella se encogió de hombros.

—Y a todo esto, ¿Qué fue esa cosa que hiciste con tu brazo? Juraría que vi que triplicó su tamaño por un momento.

—Esto... bueno...

¿Cómo le explicas a alguien que es una técnica que un dios moribundo de otra dimensión de enseñó como parte de su legado?

—Clarisse—me salvó Annabeth—, tienes varios heridos.

Eso nos devolvió a ambos a la realidad, incluso Clarisse se preocupaba por los soldados bajo su mando.

—Vuelvo enseguida—dijo, y echó a caminar penosamente para evaluar los daños.

Annabeth me miró nerviosa.

—Eso que hiciste... ¿fue el éxodo?

La preocupación era clara en si voz. Ella sabía que de excederme con las técnicas, no sólo mi dolor aumentaría, sino que también podría quedar reducido a la nada.

—No, es algo aparte—la tranquilice—. El Puño del Gran Héroe. No salió como me lo esperaba...

—¿Es una de las técnicas de Hércules?

Asentí con la cabeza.

—Sí, pero no está ligada al éxodo en sí mismo. No me consume ni nada. Solamente es que no la sé usar.

Ella su cruzó de brazos mientras su preocupación se convertía en enfado.

—Pues más te vale que aprendas pronto antes de que te quedes sin extremidades. ¡Ese puño se ve terrible!

Me miré la mano y fruncí el ceño.

—En mi defensa, me quemé con el cuerpo del toro, no sólo fue el golpe.

Tyson alzó la mano, como para hacer una pregunta en la escuela.

—¿Qué es el éxodo?—dijo—. ¿Y por qué Hércules está involucrado? ¿Conoces a Hércules?

—Ehh...

Annabeth y yo nos miramos. Hasta el momento, los únicos que sabían sobre el éxodo eran ella y Grover. No me había animado a decírselo a nadie más, aunque por el otro lado Tyson era mi hermano...

—Te lo explicaré más tarde, Grandulón—prometí

Clarisse regresó y se limpió el hollín de la frente.

—Jackson, si puedes sostenerte de pie. Tenemos que llevar a los heridos a la Casa Grande e informar a Tántalo de lo ocurrido.

—¿Tántalo?

—El... nuevo director de actividades—aclaró Clarisse.

—¿Qué pasó con Quirón?—pregunté sorprendido—. ¿Y dónde está Argos? Él es el jefe de seguridad. Debería estar aquí.

Clarisse puso cara avinagrada.

—Argos fue despedido. Han estado demasiado tiempo fuera, ustedes dos. Las cosas han cambiado.

—Pero Quirón... Él lleva más de tres mil años enseñando a los héroes; no pude haberse ido así sin más. ¿Qué pasó?

—Pues... que no ha pasado—señaló el pino de Thalia.

Entonces lo entendí: el árbol que en antaño había sido la hija de Zeus que se había sacrificado para que sus amigos llegaran sanos y salvos al campamento, ahora estaba desmejorado. Sus agujas se habían vuelto amarillas, había un enorme montón esparcido en torno a la base del tronco. En el centro del árbol, a un metro de altura, se veía una marca del tamaño de un orificio de bala donde retumbaba savia verde.

Fue como si un puñal de hielo me atravesara el pecho. Ahora comprendía por qué se hallaba en peligro el campamento: las fronteras mágicas habían empezado a fallar porque el árbol de Thalia se estaba muriendo.

Alguien lo había envenenado.

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