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Rey del inframundo:


Los campos Asfódelos eran deprimentes. La hierba negra llevaba millones de años siendo pisoteada por pies muertos. Soplaba un viento cálido y pegajoso como el hálito de un pantano. Aquí y allá crecían álamos negros. Y todo el tiempo se sentía un ánimo, un aura, de total vacío y desánimo.

El techo de la caverna era tan alto que bien habría podido ser un gran nubarrón, pero las estalactitas emitían leves destellos grises y tenían puntas afiladísimas. Intenté no pensar en que se nos caerían encima en cualquier momento, aunque había varias de ellas desperdigadas por el suelo, incrustadas en la hierba negra tras derrumbarse. Supongo que los muertos no tenían que preocuparse por nimiedades como que te despanzurrara una estalactita del tamaño de un misil.

Annabeth, Grover y yo intentamos confundirnos entre la gente, pendientes por si volvían los demonios de seguridad.

Intentaba ignorar a los espíritus que me veían, no daban miedo, pero eran tristes.

Seguimos abriéndonos camino, metidos en la fila de recién llegados, miré desde la distancia dos zonas totalmente diferentes entre sí.

Por el lado izquierdo: un vasto y agrietado erial con ríos de lava, campos de minas y kilómetros de alambradas de espino que separaban las distintas zonas de tortura. Incluso desde la distancia veía las atrocidades que se cometían en aquel lugar.

Por el lado derecho: un pequeño valle rodeado por murallas. Una zona residencial que parecía el único lugar feliz del inframundo. Más allá de las puertas de seguridad había vecindarios de casas preciosas de todas las épocas, desde villas romanas a castillos medievales o mansiones victorianas. Flores de plata y oro lucían en los jardines. La hierba ondeaba con los olores del arcoíris. Oía risas y olía barbacoa.

El Elíseo.

En medio de aquel valle había un lago azul de aguas brillantes, con tres pequeñas islas como una instalación turística en las Bahamas. Las islas Bienaventuradas, para la gente que había elegido renacer tres veces y tres veces había alcanzado el Elíseo. De inmediato supe que aquel era el lugar al que quería ir cuando muriera.

—De eso se trata—me dijo Annabeth, como si leyera mi mente—. Ése es el lugar para los héroes.

Entonces pensé que había muy poca gente en el Elíseo, parecía muy pequeño comparado con los Campos de Castigo, ya ni se diga de los Asfódelos. Qué poca gente hacia el bien en sus vidas. Era deprimente.

Tras unos kilómetros caminando, empezamos a oír un chirrido familiar en la distancia. En el horizonte se cernía un reluciente palacio de obsidiana negra. Por encima de las murallas merodeaban tres criaturas parecidas a murciélagos: las Furias. Me dio la impresión de que nos esperaban.

—Supongo que ya es un poco tarde para dar media vuelta—comentó Grover, esperanzado.

—No va a pasarnos nada—comenté con seguridad.

—A lo mejor tendríamos que buscar en otros sitios primero—sugirió Grover—. Como el Elíseo, por ejemplo...

—Venga, pedazo de cabra—Annabeth lo agarró del brazo.

Grover metió un grito. Las alas de sus zapatillas se desplegaron y lo lanzaron lejos de Annabeth. Aterrizó dándose una buena costalada.

—Grover—lo regañó Annabeth—. Basta de hacer el tonto.

—Pero si yo no...

Otro grito. Sus zapatos revoloteaban como locos. Levitaron unos centímetros por encima del suelo y empezaron a arrastrarlo.

—¡Maya!—gritó, pero la palabra mágica parecía no surtir efecto—. ¡Maya! ¡Por favor! ¡Llamen a emergencias! ¡Ayuda!

Evité que su brazo me noqueara e intente agarrarlo de la mano, pero llegué tarde. Empezaba a cobrar velocidad y descendía por la colina como un trineo.

Corrimos detrás de él.

—¡Desátate los zapatos!—vociferó Annabeth.

Era una buena idea, pero supongo que no muy factible cuando tus zapatos tiran de ti a toda velocidad. Grover se revolvió, pero no alcanzaba los cordones.

Lo seguimos, tratando de no perderlo de vista mientras zigzagueaba entre las piernas de los espíritus, que lo miraban molestos. Estaba seguro de que Grover iba a meterse como un torpedo por la puerta del palacio de Hades, pero sus zapatos viraron bruscamente a la derecha y lo arrastraron en la dirección opuesta.

La ladera se volvió más empinada. Grover aceleró. Annabeth y yo tuvimos que apretar el paso para no perderlo. Las paredes de la caverna se estrecharon a cada lado, y yo reparé en que habíamos entrado en una especie de túnel. Ya no había hierba ni árboles negros, sólo roca desnuda y la tenue luz de las estalactitas encima.

—¡Grover!—grité, y el eco resonó—. ¡Agárrate de algo!

—¿Qué?—gritó él a su vez.

Se agarraba de la gravilla, pero no había nada lo bastante firme para frenarlo.

El túnel se volvió aún más oscuro y frió. Se me erizó el vello de los brazos y percibí una horrible fetidez. Me hizo pensar en cosas que ni siquiera había experimentado nunca: sangre derramada en un antiguo altar de piedra, el aliento repulsivo de un asesino.

Entonces vi lo que teníamos delante y me quedé elevado en el sitio.

El túnel se ensanchaba hasta una amplia y oscura caverna, en cuyo centro se abría un abismo del tamaño de un cráter.

Grover patinaba directamente hacia el borde.

—¡Vamos, Percy!—chilló Annabeth, tirándome de la muñeca.

—Pero eso es...

—¡Ya lo sé!—gritó—. ¡Es el lugar que describiste en tu sueño! Pero Grover va a caer dentro si no lo alcanzamos.—Tenía razón, por supuesto. La situación de Grover me puso otra vez en movimiento.

Gritaba y manoteaba el suelo, pero las zapatillas aladas seguían arrastrándolo hacia el foso, y no parecía que pudiéramos llegar a tiempo.

Lo que lo salvó fueron sus pezuñas.

Las zapatillas voladoras siempre le habían quedado un poco sueltas, y al final Grover le dio una patada a una roca grande y la izquierda salió disparada hacia la oscuridad del abismo. La derecha seguía tirando de él, pero Grover pudo frenarse aferrándose a una roca y usándola como anclaje.

Estaba a tres metros del borde del foso cuando lo alcanzamos y tiramos de él hacia arriba. La otra zapatilla salió sola, nos rodeó enfadada y, a modo de protesta, nos propinó un puntapié en la cabeza antes de volar hacia el abismo para unirse con su gemela.

Nos derrumbamos todos, exhaustos, sobre la gravilla de obsidiana. Sentía las extremidades como de plomo. Incluso la mochila me pesaba más, como si alguien la hubiese llenado de rocas.

Grover tenía unos buenos moretones y le sangraban las manos. Las pupilas se le habían vuelto oblongas, estilo cabra, como cada vez que estaba aterrorizado.

—No sé cómo...—jadeó—. Yo no...

—Espera—dije—. Escucha.

Oí algo: un susurro profundo en la oscuridad.

—Percy, este lugar...—dijo Annabeth al cabo de unos segundos.

—Chist.—Me puse de pie.

El sonido se volvía más audible, una voz malévola y susurrante que surgía desde más abajo, mucho más abajo de donde nosotros estábamos. Provenía del foso.

Grover se incorporó.

—¿Q-qué es ese ruido?

Annabeth también lo oía.

—El Tártaro. Ésta es la entrada al Tártaro.

Destapé a Anaklusmos. La espada de bronce se extendió, emitió una débil luz en la oscuridad y la voz malvada remitió por un momento, antes de retomar su letanía. Ya casi distinguía palabras, palabras muy, muy antiguas, más antiguas que el propio griego. Como si...

—Magia—dije—. Un conjuro.

—Tenemos que salir de aquí—repuso Annabeth.

Juntos pusimos a Grover sobre sus pezuñas y volvimos sobre nuestros pasos, hacia la salida del túnel. Las piernas no me respondían lo bastante rápido. La mochila me pesaba. A nuestras espaldas, la voz sonó más fuerte y enfadada. Echamos a correr.

Y no nos sobró tiempo.

Un viento frió tiraba de nuestras espaldas, como si el foso estuviera absorbiéndolo todo. Por un momento terrorífico perdí el equilibrio y los pies me resbalaron por la gravilla. Si hubiésemos estado más cerca del borde, nos habría tragado.

Seguimos avanzando con gran esfuerzo, y por fin llegamos al final del túnel, donde la caverna volvía a ensancharse en los Campos Asfódelos. El viento cesó. Un aullido iracundo retumbó desde el fondo del túnel. Alguien no estaba muy contento de que hubiésemos escapado.

—¿Qué era eso?—musitó Grover, cuando nos derrumbamos en la relativa seguridad de una alameda—. ¿Una de las mascotas de Hades?

Annabeth y yo nos miramos. Estaba claro que tenía alguna idea, probablemente la misma que se le había ocurrido en el taxi que nos había traído a Los Ángeles, pero le daba demasiado miedo para compartirla.

Cerré la espada y guardé el bolígrafo.

—Sigamos.—Miré a Grover—. ¿Puedes caminar?

Tragó saliva.

—Sí, sí, claro—suspiró—. Bah, nunca me gustaron esas zapatillas.

Intentaba mostrase valiente, pero temblaba tanto como nosotros. Fuera lo que fuese lo que había en el foso, no era la mascota de nadie. Era inenarrablemente arcaico y poderoso. Ni siquiera Equidna me había dado aquella sensación. Si soy sincero, darle la espalda al túnel y encaminarme al oscuro palacio de Hades fue un alivio.







Envueltas en sombras, las Furias sobrevolaban en círculo las almenas. Las murallas externas de la fortaleza relucían negras, y las puertas de bronce de dos pisos de altura estaban abiertas de par en par. Cuando estuve más cerca, aprecié que los grabados de dichas puertas reproducían escenas de muerte. Algunas eran de tiempos más modernos—una bomba atómica explotando encima de una ciudad, una trinchera llena de soldados con máscaras antigás, el ataque de los hombres muertos en Osowiek, una fila de víctimas de hambrunas africanas, esperando con cuencos vacíos en la mano—, pero todas parecían labradas en bronce hacía miles de años.

"Después de esto, quiero que prometan que nunca volverán a lastimar a la humanidad"—dijo una voz en mi cabeza.

"Muy bien"—respondió otra voz—. "Y en cambio, ¿tú los llevarás por el camino correcto?"

"Lo haré"—prometió la primera voz—. "Para proteger la justicia, descenderé a la divinidad"

"Pues vaya trabajo que hice..."—dijo la misma voz, pero ahora con un tono amargo y menos borroso, hablaba fuerte y claro en mi mente, pero sólo fue por un segundo.

En el patio había un gran y peculiar jardín. Setas multicolores, arbustos venenosos y dadás plantas luminosas que crecían sin luz. En lugar de flores había piedras preciosas, pilas de rubíes grandes como mi puño, macizos diamantes en bruto. Aquí y allí, como invitados a una fiesta, estaban las estatuas de jardín de Medusa: niños, sátiros y centauros petrificados, todos esbozando sonrisas grotescas.

En el centro del jardín hacia un huerto de granados, cuyas flores naranja neón brillaban en la oscuridad.

—Este es el jardín de Perséfone—explicó Annabeth—. Sigan caminando.

Entendí por qué quería avanzar. El aroma ácido de aquellas granadas era casi embriagador. Sentí un deseo repentino de comer, pero conocía la historia de Perséfone: un bocado de la comida del inframundo y jamás podríamos marcharnos. Tiré de Grover para evitar que agarrara la fruta más grande.

Subimos por la escalinata del palacio, entre columnas oscuras y a través de un pórtico de mármol negro, hasta la casa de Hades. El zaguán tenía el suelo de bronce pulido, que parecía hervir a la luz reflejada de las antorchas. No había techo, sólo el de la caverna, muy por encima.

Cada puerta estaba resguardada por un esqueleto con indumentaria militar. Algunos llevaban armaduras griegas; otros, casacas rojas británicas; otros, camuflaje de los marines; otros, ropajes blancos de los fineses en la guerra de invierno, y así podría seguir por un buen rato. Cargaban lanzas, alabardas, mosquetones o M-16 o cualquier arma de sus épocas y lugares en vida. Ninguno nos molestó, pero sus cuencas vacías nos siguieron mientras recorríamos el zaguán hasta las enormes puertas que había en el otro extremo.

Dos esqueletos com uniforme de marine custodiaban las puertas. Nos sonrieron. Tenían lanzagranadas automáticos cruzados sobre el pecho.

—¿Saben?—murmuró Grover—, apuesto lo que sea a que Hades no tiene problemas con los vendedores puerta a puerta.

La mochila me pesaba una tonelada. No se me ocurría por qué. Quería abrirla, comprobar si había recogido por casualidad una bala de cañón por ahí, pero no era el momento.

—De acuerdo—dije—. Ustedes quédense detrás y déjenme a mi hablar, sé lo que hago.

Un viento cálido recorrió el pasillo y las puertas se abrieron de par en par frente a mi. Los guardias se hicieron a un lado.

—Supongo que eso significa que entremos—comentó Annabeth.

La sala era igual que en mi sueño, salvo que en esta ocasión el trono de Hades estaba ocupado. Era el tercer dios que conocía, pero el primero que me pareció realmente divino.

Medía mínimo tres metros de altura, iba vestido con una túnica negra y una corona oro trenzado. Tenía la piel de un blanco albino, el cabello por los hombros negro azabache. No estaba musculoso como Ares, pero irradiaba poder. Estaba sentado en su trono de huesos humanos soldados, con aspecto vivaz y alerta. Tenía un aspecto muy diferente al que creí, era radicalmente distinto, pero aún así, sabía con quien trataba.

—Viniendo desde Helheim en un momento de necesidad, está este dios—dije desde lo más profundo de mi alma, las palabras me salían solas y sin que pudiera detenerme—. Cuando este dios camina, el mundo entero tiembla. Cuando este dios pone mala cara, todos se arrodillan ante él. Cerbero, el guardián del inframundo, se inclina ante él. Tifón, el monstruo más temible, ronronea como un gatito. El mayor de los tres hermanos más poderosos de Grecia y el Rey del Inframundo.

Hades me estudió fijamente, clavándome sus oscuros e intensos ojos.

—Halagador, hijo de Poseidón—articuló con voz empalagosa—. Eres valiente al venir aquí después de lo que me has hecho. O puede que sólo muy insensato.

Sentí una terrible sensación de entumecimiento apoderándose de mí. Un deseo que me pedía a gritos acurrucarme en el suelo a los pies de Hades y dormir para siempre.

Luché contra la sensación y avancé. Sabía que tenía que decir.

Me puse de rodillas, agaché la cabeza y hablé:

—Todos aquellos que conozco lo culpan a usted de robar el Rayo Maestro de Zeus—dije—. Los mestizos lo creen, los sátiros lo creen, Quirón lo cree, mi padre... su hermano, Poseidón, lo cree.

Hades levantó una ceja. Cuando se inclinó hacia delante, en los pliegues de su túnica aparecieron rostros en sombras, rostros atormentados, como si la prenda estuviera hecha de almas atrapadas en los Campos de Castigo que intentaran escapar. La parte de mí afectada por el THDA se preguntó distraída, si el resto de su ropa estaba hecha del mismo modo. ¿Qué cosas horribles había que hacer en vida para acabar convertido en la ropa interior de Hades?

—¿A qué quieres llegar con eso, niño?—preguntó Hades—. Como si no hubieras hecho ya suficiente. Habla, entonces, me divierte no matarte aún.

Respiré profundamente, mirando distraídamente el trono vacío que había junto al de Hades, era una lástima que la reina Perséfone no estuviese allí. En los mitos ella era capaz de calmar a su marido. Pero como era verano, seguramente estaría con su madre, Deméter. No podía contar con su ayuda.

Annabeth se aclaró la garganta para hablar, pero la detuve con un gesto de la mano.

—Yo no creo que usted sea el ladrón—dije—. Yo no creo que usted pueda querer una guerra entre sus hermanos menores. Eres el rey del inframundo, y un rey nunca duda, nunca cede, nunca confía y siempre se mantiene como el líder de su pueblo. Con lo congestionadas que están las vías y fronteras del inframundo, muertes masivas serían desastrosas para su reino, ¿no es así?

Hades me miró fijamente, una muy pequeña sonrisa, casi imperceptible, apareció en su rostro.

—Je...

Luego, la sonrisa en su cara se ensanchó más y más.

—Je, je, je...—Hades levantó la cabeza y estalló en carcajadas, una sonora risa, estrepitosa y antinatural, un sonido que no debería salir de la boca del dios de los muertos. Hades se llevó una mano a la corona y pasó dos dedos sobre ella—. Sí... bien dicho, niño. Finalmente alguien que lo comprende, la muerte me da más poder, sí, pero también más trabajo, estrés y me quita el poco tiempo que tengo al año con mi esposa... así que agradesco algo de comprensión.

La mirada del dios se volvió fiera de un segundo para otro.

—Pero eso no cambia nada—volvió a decir con un tono serio y severo—. Tu padre puede que engañe a Zeus y al resto, chico, pero yo no soy tan tonto. Veo su plan.

Le logré mantener la mirada por unos segundos antes de tener que apartarla, la presión era demasiada para mí.

—¿Su plan?

—Tú robaste el rayo durante el solsticio de invierno—dijo—. Tu padre pensó que podría mantenerte en secreto. Te condujo hasta la sala del trono en el Olimpo y te llevaste el Rayo Maestro y mi casco. De no haber enviado a mi furia a descubrirte a la academia Yancy, Poseidón habría logrado ocultar su plan para empezar una guerra. Pero ahora te has visto obligado a salir a la luz. ¡Tú confesarás ser el ladrón del rayo, y yo recuperaré mi yelmo!

—Pero...—terció Annabeth—. Lord Hades, ¿vuestro Yelmo de la Oscuridad también ha desaparecido?

—No te hagas la inocente, niña. Tú y el sátiro habéis estado ayudando a este héroe, habéis venido aquí para amenazarme en el nombre de Poseidón, sin duda habéis venido a traerme un ultimátum. ¿Cree Poseidón que puede chantajearme para que lo apoye?

Un nombre olvidado, un nombre que no debe ser recordado, llegó a mi memoria y se escapó de mis labios:

—Adamas...

Hades pareció confundirse.

—"Invencible"—tradujo, sin entender lo que yo quería decir.

El recuerdo de la visión que tuve hace algún tiempo sobre Poseidón volvió a mi memoria. Las frías palabras del Tirano de los Mares pasaron de ser una amenaza a un argumento que podía usar.

—Alguna vez llegué a escuchar...—dije—... que los dioses no necesitan ejércitos, que no necesitan traicionar, y que no necesitan apoyo. Así son los dioses, desde el principio fueron seres perfectos. No necesitan al "rebaño", no necesitan maquinar nada, y no necesitan ayuda. Y puedo decir, con total seguridad, después de lo que he vivido, que eso es falso. Veo que usted necesita ayuda, ¿por qué no ha dicho nada sobre su yelmo...?

—No albergo ilusiones de que nadie en el Olimpo me ofrezca la menor justicia o ayuda—gruñó él—. No puedo permitirme que se sepa que mi arma más poderosa y temida ha desaparecido. Por eso te busqué, y cuando quedó claro que venías a mi para amenazarme, no te detuve.

—¿No me detuvo? Pero...

—Devuélveme mi casco ahora, o abriré la tierra y devolveré los muertos al mundo—amenazó Hades—. Convertiré vuestras tierras en una pesadilla. Y tú, Percy Jackson, tu esqueleto conducirá mi ejército fuera del Érebo.

Los soldados esqueléticos dieron un paso al frente y prepararon sus armas.

En ese momento supongo que debería haber estado aterrorizado. Pero estaba furioso. Nada me enoja más que ser acusado de algo que no he hecho. Tengo mucha experiencia en eso.

—Yo no estoy del lado de Poseidón—dije—. Tampoco estoy de su lado, y mucho menos del lado de Zeus. Yo siempre... ¡SIEMPRE ESTOY DEL LADO DE LA JUSTICIA! ¡¿Entiendes?!

La marca en mi cuerpo empezó a arder como nunca antes, pero no era la agonía de siempre, sino un vivaz y ardiente fuego interior.

—Yo no tengo tu casco, ni sé dónde pueda estar—seguí diciendo—. Realmente vine aquí esperando poder pedir su concejo. Sabía que la guerra no le beneficiaría, y esperaba que pudiera ayudarme a detenerla. Pero ahora veo que es tan ciego como Zeus. No nos sirve para encontrar el Rayo Maestro.

Hades me miró fijamente, sus dedos se cerraron con fuerza en los reposabrazos de su trono y los partió en pedazos, podía sentir su furiosa aura atrapándome y obligándome a arrodillarme, pero nunca bajé la cabeza, le sostuve la mirada fijamente sin importar el despliegue de poder que el dios presentaba.

—Todos los héroes sois iguales—apostilló Hades—. Vuestro orgullo os vuelve necios... Mira que creer que podías traer semejante arma ante mí. ¡Abre la bolsa que llevas! ¡Has venido aquí con el rayo, pequeño insensato, pensando que podrías amenazarme!

Me sacudió un presentimiento horrible. Mi mochila pesaba como una bala de cañón... No podía ser. Me descolgué la mochila y abrí la cremallera. Dentro había un cilindro de metal de medio metro, con pinchos a ambos lados, que zumbaba por la energía que contenía.

—Percy—dijo Annabeth—, ¿cómo...+

—N-no...—murmuré—. Él no ha... él no podría...—fruncí el ceño molesto—. Ares, Ares nos dio la mochila. Él intervino en nuestra misión esperando que la trajéramos con nosotros...

Hades bufó.

—Adelante, acusa de tus crímenes al dios de la guerra, sólo te hace ver más culpable.

Me puse de pie y miré al Rey del Inframundo directo a los ojos.

—Puede creerme o no, pero sé lo que digo—aseguré—. Ares fue quien le dijo a mi padre que usted robó el rayo, eso nos lo dijo él en persona. Y él fue quien nos dio la mochila, incentivando la discordia, poniendo a usted y a sus hermanos a pelear. Si alguien tiene el yelmo, es él.

—¿Tienes pruebas?

—Sólo mi palabra.

La presión y la tensión en la sala era palpable, ninguno de los dos pensaba ceder ni un centímetro de terreno al otro. Y aún siendo sólo un chico frente a un dios, un poder interior, la marca en mi piel, me gritaba desde el interior, incitándome a no rendirme, dándome apoyo u prestándome poder.

—Este es el trato—dije finalmente—. Deme hasta mañana. Si para entonces no he recuperado su yelmo, usted...—me atraganté con mis palabras—... usted... usted aún... usted aún tiene poder sobre mi madre, ¿no es así? Usted tiene el poder de hacerme sufrir, esté yo en sus dominios o no. Le juro que Ares está detrás de esto y... y estoy seguro de que está allí arriba, esperando para ver si sobrevivo o no a mi encuentro con usted. Deme la oportunidad de recuperar su casco y de detener esta guerra que ni yo, ni usted, ni Poseidón, deseamos. Eres el mayor de tus hermanos, demuestra que como tal eres más maduro y sabio.

Primero un silencio de muerte.

Luego, los esqueletos bajaron sus armas.

—Tienes hasta mañana, hijo de Poseidón—dijo Hades—. De lo contrario...—dejó la amenaza en el aire.

Asentí con la cabeza.

—No le fallaré, tío—prometí.

Hades se recargó en su trono y me miró fríamente.

—Ve, entonces—ordenó.

Todo el mundo se volvió negro cuado una pared de llamas oscuras me envolvió. Mi piel ardió, el calor me abrazó y mi mente se deshizo en la nada.

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