Niebla:
El pánico se apoderaba de mi ser más y más a cada segundo.
Mientras sostenía a Bianca y la dejaba tan delicadamente como podía en el suelo, no podía dejar de sentir una terrible angustia al ver como su vida se escurría entre mis manos.
Su pecho tenía un terrible agujero que la atravesaba de extremo a extremo, no paraba de chorrear sangre y no daba signos de detenerse pronto. Yo mismo estaba cubierto de su sangre mientras trataba en vano de detener la hemorragia.
Los ojos de Bianca estaban nublados por el dolor y respiraba irregularmente. Grover había conseguido llegar hasta donde estábamos el resto y empezó a tocar una melodía frenética con sus flautas, esperando conseguir así que Bianca se recuperase aunque sea un poco, pero su magia curativa no surtía suficiente efecto.
—¡Ambrosía, ahora!—pedí.
Thalia y Zoë rebuscaron en sus bolsas, pero estaban completamente agotadas de ambrosía y néctar, acabábamos de usar nuestras últimas reservas, sencillamente no había nada que pudiéramos hacer.
Mi mente corría a toda velocidad, tratando de pensar en algo que pudiera hacer. Pensé en los Doce Desastres y Pecados, habían un par de trabajos que podrían ayudar a Bianca, pero yo apenas tenía energía para ponerme en pie, mucho menos para usar el Éxodo de Hércules.
—Resiste, resiste, por favor...
Hicimos todo lo que pudimos, estuvimos allí por horas probablemente. Intentamos curar su herida con lo que teníamos a la mano, tratamos de limpiarla y vendarla, de evitar que más sangre se le escapara y con suerte ayudarla a resistir, al menos hasta que encontrásemos un hospital o lo que fuera.
Cuando las primeras luces del alba iluminaron el desierto, miré en dirección al sol, desesperado.
—Apolo, por favor... cualquier dios, el que sea, alguien haga algo...
Si nuestras plegarias fueron escuchadas, nadie respondió a ellas. Golpeé el suelo con furia y grité con la voz ronca:
—¡Hades, por favor! ¡Es tu hija! ¡Haz algo! ¡Sálvala!
No sucedió nada. Yo sabía bien que los dioses no podían intervenir de forma directa en las misiones mortales, Apolo ya se había arriesgado mucho al ayudarnos, pero aún así no podía dejar de sentir impotencia e ira, me aferraba a las últimas esperanzas que nos quedaban.
Bianca se estaba quedando sin fuerzas, únicamente miraba a la nada con ojos vacíos, sin embargo, se aferraba con lo último de su vida a algo que sostenía en su mano derecha, aunque no podía ver qué.
—¿Por qué...?—le pregunté yo—. Te dije que no lo hicieras, ¿en qué estabas pensando al enfrentarte a Luke de esa manera?
—Quería... ayudar...
—Eso fue muy estupido...
—Pero... te salvé... ¿no es así?
Suspiré.
—Sí... lo hiciste, gracias.
Zoë se arrodilló a nuestro lado, estaba temblando.
—Bianca... lo siento tanto, yo-yo jamás debí pedirte que vinieras, yo sólo... lo siento...
Bianca parecía estar escuchando sólo a medias, su respiración era más lenta y más débil.
—No... está bien... estoy bien...
—No, Bianca... tú no...
—Encuentren a Artemisa... y a Annabeth...—se volvió hacia mí y me dejó en las manos aquella cosa a la que tanto se aferraba, una figura de metal: la estatua de un dios—. Dásela a Nico... es la única que le falta... Dile... dile que lo siento.
—No, tienes que dársela tú, tienes que...
—¿Cuento contigo... para que lo protejas...?
Finalmente acepté mi triste condición de impotencia. No había absolutamente nada que pudiese hacer, no importaba cuanto lo tratase o desease. Lo único que podía hacer ahora era darle paz a Bianca en sus últimos momentos.
—Te lo prometí, ¿no es así? Cuidaré de él como si fuera mi propio hermano.
Ella asintió con la cabeza, cerró los ojos y soltó su último aliento.
Zoë rompió a sollozar. Verla llorar me dejó pasmado.
Thalia gritaba de rabia y atravesó con su lanza la cabeza aplastada del gigante metálico.
Grover miraba a la nada, repitiendo una y otra vez aquel verso de la profecía:
—Uno se perderá en la tierra sin lluvia.
¿Cómo no lo había visto antes? Estábamos en medio de un desierto, y habíamos perdido a Bianca di Angelo.
Me culpaba a mí mismo, yo había sido el que falló en su batalla, yo había sido demasiado débil y Luke me había vencido una vez más, y por culpa de ello habíamos perdido a Bianca, a alguien a quien había jurado proteger a toda costa.
Las palabras de Luke resonaban en mi cabeza una y otra vez: "Pudiste haberme matado si hubieras usado todo tu poder"
Yo sabía porque no había luchado con todo mi ser: lo que me había dicho Luke cuando me arrebató el ojo izquierdo, él creía firmemente que yo deseaba masacrar a mis enemigos con furia, y yo me negaba rotundamente a creerlo, clamaba ser un aliado de la justicia, ¿pero qué tan justo era que Bianca muriera en mi lugar?
Golpeé el suelo con tanta fuerza que creé un cráter a mi alrededor.
—Voy a matarte, Luke... ¡Voy a arrancarte el pedazo de carne podrida que tienes por corazón y lo aplastaré con mis manos! ¡¡¿Me escuchas?!! ¡¡¡Voy a acabar contigo, maldito bastardo!!!
—Percy...—dijo Thalia, cortante—. Ya basta. Sólo cállate.
La miré, ella se veía más afectada que nadie, pero no por la muerte de Bianca. La conversación que habíamos tenido en el tren finalmente la había alcanzado, finalmente había visto de primera mano de lo que Luke era capaz, de lo enfermo de ira que estaba.
Yo ni siquiera tenía energías o ánimos para discutir, la batalla había sido dura y agotadora, había llevado a mi cuerpo al máximo y ahora lo estaba pagando.
Caí de costado y quedé inconsciente, únicamente pudiendo lamentarme por mi inherente debilidad como ser humano.
Mis sueños fueron tan tormentosos como de costumbre.
Veía una y otra vez en un interminable bucle como la espada de Luke atravesaba el cuerpo de Bianca, veía su expresión de dolor y angustia mezclándose con arrepentimiento y tristeza mientras su vida se extinguía.
Veía a Nico, sólo en el campamento, durmiendo de forma normal hasta que algo parecía romperse dentro de él, una terrible realización fruto de su poder como hijo de Hades.
Él despertaba con una mirada tormentosa y aturdida, se había despertado de una pesadilla, un sueño mucho más real de lo que él pensaba.
Luego veía el inframundo, a Bianca avanzando con la cabeza gacha a través del Aqueronte mientras el barquero del Érebo la llevaba al otro extremo del río.
La tierra de los muertos se notaba más lúgubre y triste que de costumbre. El palacio de Hades yacía en total oscuridad, con todas sus antorchas apagadas mientras el rey del inframundo en persona caminaba sombrío hacia el tribunal divino que decidiría el futuro del alma de los fallecidos.
La reina Perséfone estaba con él, caminaba en silencio algunos metros más atrás, no muy contenta con la angustia de su marido al dirigirse al juicio de una hija ilegítima, pero igualmente tratando de mostrarse comprensiva y empática ante la pérdida de Hades.
Por un segundo, Hades levantó su mirada, y juraría que sus ojos de un profundo color entre azul brillante y gris plata se oscurecían mientras fijaba su vista en mí.
Luego vi a Artemis, atrapada bajo aquel enorme peso que la oprimía. Una grieta de oscuridad se abría ante ella, y de allí surgía Luke con ojos aún enloquecidos y su cuerpo lleno de heridas. Sin siquiera decir una palabra levantaba en alto con su mano izquierda un arco plateado de cazadora, el arco de Bianca, y lo partía en dos ante la horrorizada mirada de la diosa.
Ella sólo podía mirar con una profunda tristeza y desesperación como Luke se alejaba tranquilamente, dedicándole una cruel sonrisa por encima del hombro.
Me prometí a mi mismo que me haría con esa espada y la usaría para abrir un portal al Infierno y arrojar a Luke al pozo donde pertenecía.
Desperté una vez más en el desierto, a juzgar por la posición del sol no había pasado más de una hora. La ambrosía que había tomado justo después de la batalla estaba haciendo efecto, y me recuperaba poco a poco.
Mis amigos habían creado una pira funeraria con toda la madera que habían conseguido recolectar del vertedero y le realizamos un pequeño y triste funeral a Bianca antes de continuar con nuestro viaje.
Tropezamos con una camioneta de remolque tan desvencijada que parecía que también la hubiesen dejado allí como chatarra. Pero el motor arrancó y tenía el depósito casi lleno, así que decidimos tomarla.
Thalia conducía, pues parecía menos aturdida que los demás.
—Los guerreros-esqueleto aún andan por ahí—nos recordó—. Hemos de seguir adelante.
Avanzamos por el desierto bajo un cielo limpiamente azul. La arena brillaba de tal modo que no podías ni mirarla, pero cada pequeña sombra con la que tropezábamos se veía más oscura y profunda que nunca antes, como si cada diminuto rastro de oscuridad fuese una caída al mismo Tártaro.
Zoë iba en la cabina con Thalia; Grover y yo en la caja, apoyados en el cabrestante. El aire era caliente y seco, pero el buen tiempo parecía un insulto después de perder a Bianca.
Llevaba apretada en la mano la figura que ella me había dado, después de un tiempo había conseguido reconocerla, Hades el rey del inframundo. Parecía una cruel y desagradable broma del destino que precisamente fuese la figura de su padre la última cosa que le daría Bianca a su hermano.
Pensé en Nico, el debía de haber sentido la muerte de Bianca sin duda alguna, pero quizá aún no estaba seguro. Era joven e inexperto con sus poderes, podría confundirlos con simples pesadillas, y eso significaba que cuando lo volviera a ver, yo sería aquel que convertiría sus pesadillas en realidad.
Le había fallado, a él, a Bianca y a Hades, y no sabía que clase de castigo infernal me esperaba por ello, en realidad me daba igual, me lo merecía de cualquier modo.
—Tendría que haber sido yo—dije—. Tendría que haber muerto en batalla, y haberme llevado a Luke conmigo.
—¡No digas eso!—digo Grover, alarmado—. Bastante terrible es que hayamos perdido a Annabeth. Y ahora a Bianca. ¿Crees que podría resistirlo?—Se sorbió la nariz—. ¿Crees que habría alguien dispuesto a ser mi mejor amigo?
—Ay, Grover...
Se secó los ojos con un pañuelo grasiento que le manchó la cara, como si llevara pintura de guerra.
—Estoy... bien.
Pero no lo estaba. Desde lo sucedido en Nuevo México con aquel viento salvaje que había soplado de repente, se lo veía más frágil y sentimental que de costumbre. No me atrevía a hablar de ello, porque igual empezaba a sollozar.
Tener un amigo que pierde la calma más fácilmente que uno no deja de ofrecer una ventaja. Comprendí que no podía continuar deprimido. Tenía que dejar de pensar en Bianca y espolear a los demás, como hacía Thalia.
Me preguntaba de qué estarían hablando aquellas dos en la cabina.
Se nos acabó el combustible a la entrada de un cañón. Tampoco importaba, porque la carretera terminaba allí.
Thalia se bajó y cerró de un portazo. En el acto, reventó un neumático.
—Estupendo. ¿Y qué más?
Escudriñé el horizonte. No había mucho que ver. Desierto en todas direcciones y, aquí y allá, algún grupito de montañas peladas y estériles. El cañón era lo único interesante. El río en sí mismo no era gran cosa: tendría unos quince metros de ancho y unos cuantos rápidos, pero había abierto una garganta muy profunda en mitad del desierto. Los riscos se precipitaban vertiginosamente a nuestros pies.
—Hay un camino—señaló Grover—. Podemos bajar al río.
Estiré el cuello para ver a qué se refería y descubrí por fin un saliente diminuto que bajaba serpenteando.
—Eso es un camino de cabras—dije.
—¿Y qué?—preguntó él.
—Que los demás no somos cabras.
—Podemos hacerlo. Me parece a mí.
Me lo pensé dos veces. Había cruzado precipicios otras veces, y aunque no me gustaba, no eran el mayor reto. Entonces miré a Thalia y vi lo pálida que se había puesto. Su problema con las alturas... ella no lo conseguiría.
Pensé en bajar de un salto usando algo de fuerza divina, pero seguía sintiéndome demasiado exhausto como para intentarlo siquiera. Y aunque no lo estuviese, me sentía demasiado deprimido como para hacerlo, sentía una terrible desconfianza hacia mi cuerpo, ¿y si me volvía a fallar en el momento menos indicado como antes? Ya había perdido a Bianca de ese modo... nunca más.
—No—dije finalmente—. Creo que deberíamos ir corriente arriba.
—Pero...—protestó Grover.
Miré a Thalia. Sus ojos me dijeron "gracias"
Seguimos el curso del río durante un kilómetro y llegamos a una pendiente por la que era mucho más fácil bajar. En la orilla había un centro de alquiler de canoas, cerrado en aquella época del año. No obstante, dejé un puñado de dracmas de oro en el mostrador con una nota que ponía: "Te debo dos canoas, amigo"
—Tenemos que ir corriente arriba—me indicó Zoë. Era la primera vez que la oía desde la chatarrería y me inquietó lo mal que sonaba: casi como si tuviera gripe—. Los rápidos son muy violentos.
—Eso déjamelo a mí—dije mientras transportábamos las canoas al agua.
Thalia me llevó un momento a parte cuando íbamos a recoger los remos.
—Gracias por lo de antes—dijo.
—No hay problema.
—¿De verdad te vez capaz...?—Señaló los rápidos con la barbilla—. Ya me entiendes.
—Creo que sí. Suelo desenvolverme bien en el agua.
—¿Te importaría ir con Zoë?—preguntó—. Tal vez... podrías hablarle.
—A ella no le hará ninguna gracia.
—Por favor. No sé si podré soportar más rato a solas con ella. Esa chica... empieza a inquietarme.
Era lo último que quería, pero accedí.
Thalia pareció relajarse.
—Te debo una.
—Dos.
—Una y media.
Sonrió y, por un segundo, recordé que me caía bien cuando no se dedicaba a gritarme. Luego se volvió y ayudó a Grover a preparar su canoa.
Al final, resultó que ni siquiera tuve que controlar las corrientes. En cuanto nos metimos en el río, eché un vistazo al agua y descubrí a dos náyades mirándome fijamente.
"Eh, chicas"—las llamé.
Hicieron un sonido burbujeante qué tal vez era una risita. No estaba seguro. Es difícil entender a las náyades.
"Vamos río arriba"—les dije—. "¿Podrían...?"
Ni siquiera me dejaron terminar la oración. Eligieron una canoa cada una y se pusieron a remolcarnos por el río. Salimos a tal velocidad que Grover se cayó dentro de su canoa y quedó con las pezuñas al aire.
—Odio las náyades—refunfuñó Zoë.
Un chorro de agua saltó desde la parte trasera del bote y le salpicó toda la cara.
—¡Demonios femeninos!—exclamó, agarrando su arco.
—Venga, mujer—le dije—. Sólo están jugando.
—Malditos espíritus de, agua. Nunca me perdonaran.
—¿Perdonar, por qué?
Ella volvió a colgarse el arco al hombro.
—Fue hace mucho. No importa.
Aceleramos río arriba; las paredes de roca se alzaban amenazadoras a ambos lados.
—Lo que le ocurrió a Bianca no es culpa tuya—le dije—. Ha sido mía. Yo fui quien falló en derrotar a Luke.
Pensé que aquello le serviría de excusa para ponerse a gritarme, pero quizá la arrancaría al menos de su abatimiento.
—No, Percy—dijo en cambio—. Yo la empujé a participar en esta búsqueda. Fui demasiado impaciente. Era una mestiza muy poderosa, hija de Lord Hades ni más ni menos. Tenía un corazón bondadoso también. Pero no hice caso a tus advertencias, fuiste tú quien quiso detenerme, quien quiso salvarla, y fui yo quien no te escuchó, me dejé cegar por tu conexión con Hércules y por mi culpa ella se ha ido.
—Quizá, pero una vez en la búsqueda, fui yo quien juró protegerla y falló. Es como Luke dijo, sí yo hubiera luchado con toda mi ira...
—Entonces hubieses sido igual que él—me detuvo Zoë—. Alguien con tu poder, segado por la ira y la amargura sería aún peor. Quizá hubieses acabado con el hijo de Hermes, pero no te detendrías allí, matarías a sus aliados sin titubear, y seguirías matando y matando sin que nadie te pudiese detener, hasta finalmente volverte incapaz de diferenciar entre amigos y enemigos.
Guardé silencio por un largo rato, yo debía de ser el monumento de la virtud, la luz de esperanza para dioses y hombres, no un asesino que peleaba por ira y venganza. Pero esas eran emociones muy fuertes, demasiado poderosas como para sólo dejarlas de lado. Si en lugar de dejarme consumir por ellas las abrazaba y re dirigía, apuntándola correctamente...
No, eso era lo que Luke querría que hiciese, y yo no iba a darle tal gusto.
—El que no sea mi culpa, no significa que sí sea la tuya—dije finalmente—. Ambos le fallamos, la pregunta aquí es, ¿qué haremos al respecto?
Nos mantuvimos en silencio por un tiempo. Los riscos del cañón eran cada vez más altos. Sus sombras alargadas cubrían el agua y la enfriaban aún más, aunque el día fuese luminoso.
Sin pensármelo dos veces, saqué a Contracorriente del bolsillo. Zoë miró el bolígrafo con expresión afligida.
—Lo hiciste tú—le dije.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Tuve un sueño.
Ella me miró de hito en hito. Estaba casi seguro de que me diría que me había vuelto loco, pero se emitió a emitir un suspiro.
—Era un regalo. Y fue un error.
—Si la espada tiene tu poder inmortal... ¿recuperarás esa divinidad si te la regreso?
Zoë me miró sorprendida, pero negó tristemente con la cabeza.
—Lo que fue dado no puede devolverse. Renuncié a mi conexión con el océano al entregar la espada, eso no puede restaurarse.
—Mi padre suele decir que lo que es del mar siempre vuelve al mar—respondí.
—Y quizá por ello la espada llegó a tus manos—dijo ella—. Te agradesco el gesto, pero la Anaklusmos es tu arma ahora.
—¿De verdad no la quieres de regreso? Te la devolvería con gusto.
Zoë vaciló, veía la duda en sus ojos.
—Hagamos esto, consérvala por el momento, y después de la misión... entonces veremos que hacer, ¿de acuerdo?
Asentí con la cabeza, antes de volver a sentirme deprimido.
—El héroe que vi... era Hércules, ¿no es así? El Heracles de este mundo.
Zoë miró el agua corriendo bajo nuestra embarcación.
—Me había jurado no volver a pronunciar su nombre, pero... después de lo que me has contado no sé qué pensar. Después de todo, ¿acaso todos los chicos no queréis ser como él?
—Con frecuencia uno tiene que darle sus propios significados a los mitos—dije—. Te quedas con lo que puedas aprender y desechas el resto. Entiendo qué hay mucha gente que busca ser como Hércules por su fama, habilidad y fuerza. Pero creo que me has conocido lo suficiente para saber que el Hércules que yo conozco es mi héroe por otras motivos.
Ella alzó una ceja.
—¿Y esos motivos son?
Sonreí ligeramente.
—Quiero ser como él y convertirme en la luz de la esperanza para los dioses y los hombres, convertirme en un aliado y mensajero de la justicia. No busco matar monstruos poderosos, busco hacerme más fuerte y proteger a los débiles. ¿Has oído esa frase? "Los hombres fuertes se protegen a sí mismos, los más fuertes protegen a los demás"
—¿No es algo que dijo una vaca en una película animada?
—Quizá, pero eso no es importante ahora. ¿Entiendes lo que trato de decir?
Ella me miró fijamente.
—Lo comprendo, pero respóndeme esto primero, Percy Jackson: ¿Quién salva a los débiles del hombre que salva a los débiles?
—No entiendo...
—¿Hasta que punto estás dispuesto a llegar en tu afán de buscar justicia? ¿Sobre quienes estás dispuesto a pasar? ¿Sobre Luke? ¿Sobre Crono? ¿Sobre los semidioses a los que han engañado y lavado el cerebro?
No pude responder, no sabía que decir.
Su tono era tan amargo que decidí no seguir con el tema. Miré a Contracorriente y, por primera vez, me pregunté si estaría maldita.
—Entonces, ¿tu madre era una diosa del mar?—le pregunté.
—Sí... Pleione. Tuvo varias hijas. Las Pléyades, las Híades y mi grupo, las cinco Hespérides.
—Hespérides... las ninfas/diosas del ocaso—reconocí—, que vivían en el extremo oriental del mundo. Con el árbol de las manzanas doradas y un dragón que lo vigilaba.
—Sí—dijo Zoë con tristeza—. Ladón.
—Pero ¿no eran sólo cuatro hermanas?
—Ahora sí. Yo fui exiliada. Olvidada. Borrada de la historia como si nunca hubiera existido.
—Adamas...—murmuré—. ¿Cómo...? ¿Por qué?
Ella señaló mi bolígrafo.
—Porque traicioné a mi familia y ayudé a un héroe. Tampoco esto lo encontrarás en los mitos. Él nunca habló de mí. Cuando fracasó en su intento de enfrentarse directamente con Ladón, fui yo quien le dio la idea para engañar a mi padre y robar las manzanas. Pero la historia dice que fue mi tío, Prometeo, quien le dio dicha idea.
—Pero...
"Gluglú, gluglú"—oí que decía una náyade en mi cabeza. La velocidad de la canoa estaba disminuyendo rápidamente.
Miré al frente y descubrí por qué.
No podíamos seguir. El río estaba bloqueado. Un dique tan grande como un estadio de fútbol se alzaba ante nosotros, cerrándonos el paso.
—¡La presa Hoover!—exclamó Thalia—. ¡Increíble!
Nos quedamos boquiabiertos contemplando aquel muro curvado de hormigón que surgía de pronto entre las dos paredes del cañón. Había personas en lo alto del dique; se veían tan diminutas como moscas.
Las náyades nos habían abandonado soltando gruñidos. No entendía qué decían, pero era obvio que odiaban aquel dique que bloqueaba su hermoso río. Nuestras canoas giraban sobre sí mismas y empezaban a moverse río abajo, impulsadas por el agua que dejaban escapar las esclusas.
—Doscientos metros de altura—dije—. Construida en los años treinta.
—Treinta y cinco mil kilómetros cúbicos de agua—añadió Thalia.
Grover suspiró.
—El mayor proyecto de construcción en Estados Unidos.
Zoë nos miró perpleja.
—¿Cómo saben todo eso?
—Annabeth—respondimos los tres a la vez.
—A ella le gusta la arquitectura—añadí.
—Se volvía loca con estas cosas—dijo Thalia.
—Se pasaba todo el rato recitando datos—agregó Grover, sorbiéndose la nariz—. Una verdadera lata.
—Ojalá estuviese aquí—murmuré.
Los demás asintieron. Zoë seguía mirándonos extrañada, pero a mí me daba igual. Parecía una nueva crueldad del destino que hubiéramos llegado a la presa Hoover, uno de sus monumentos favoritos, y que ella no estuviera allí para verla.
—Tenemos que subir—dije—. Aunque sólo sea por ella. Para poder decir que hemos estado.
—Tú estás loco—replicó Zoë—. Aunque... también es verdad que allí está la carretera—añadió, señalando un enorme estacionamiento junto al dique.
Tuvimos que caminar casi una hora para hallar un camino que llevase a la carretera. Salimos al este del río y luego retrocedimos hacia el dique. Hacía frío y soplaba mucho viento allá arriba. A un lado, se extendía un inmenso lago encajonado entre montañas desérticas. Al otro lado, el dique descendía doscientos metros hasta el río en lo que parecía la rampa de monopatín más peligrosa del mundo.
Thalia caminaba por el centro de la carretera, para permanecer lo más alejada posible de los bordes del dique. Grover husmeaba el aire, muy inquieto. Aunque no dijo nada, deduje que había percibido la presencia de monstruos.
—¿Están cerca?—le pregunté.
Él meneó la cabeza.
—¿Quizá no tanto. Con el viento qué hay aquí y el desierto alrededor, es probable que el olor se transmita desde muy lejos. Pero viene de varias direcciones, lo cual no me gusta.
A mí tampoco me gustaba. Ya era miércoles: sólo faltaban dos días para el solsticio de invierno y aún nos quedaba mucho camino por delante. No nos hacían falta más monstruos.
—Había una cafetería en el centro turístico—dijo Thalia.
—¿Tú ya has estado aquí?—le pregunté.
—Una vez. Para ver a los guardianes—respondió señalando a un lado del dique. Excavada en el flanco de la roca, había una pequeña plaza con dos Grandes esculturas de bronce. Se parecían a la estatua de los Oscares, pero con alas—. Consagraron esos guardianes a Zeus cuando fue construido el embalse—añadió—. Un regalo de Atenea.
Los turistas se agolpaban a su alrededor y parecía que todos contemplasen los pies de las estatuas.
—¿Qué hacen?—pregunté.
—Les frotan los dedos—explicó Thalia—. Dicen que trae suerte.
—¿Por qué?
Ella meneó la cabeza.
—Los mortales se inventan cosas absurdas. No saben que las estatuas están consagradas a Zeus. Pero intuyen qué hay en ellas algo especial.
—Cuando estuviste aquí, ¿te hablaron o algo así?
Su expresión se endureció. Yo estaba seguro de que sí había visto hasta aquí había sido precisamente para eso: para buscar algún signo de su padre. Una conexión.
—No—respondió—. En lo absoluto. Son dos estatuas de metal, nada más.
Pensé en la última gran estatua de metal con la que nos habíamos tropezado y en lo mal que nos había ido con ella, aunque preferí no comentarlo.
(Aunque muchos ya lo saben, he notado en el pasado mucha confusión sobre esta broma que viene a continuación, así que voy a explicarla: en inglés, la palabra "presa" como en la que están en ese momento se dice "dam" mientras que para maldecir se suele usar la palabra "damn" o también sólo "dam" y de allí viene el juego de palabras, porque al maldecir también están diciendo presa, mientras están en una presa).
—Busquemos esa condenada taberna—concluyó Zoë, malhumorada— y echemos un bocado mientras podamos.
Grover sonrió.
—¿Qué te hace gracia?—le preguntó Zoë.
—No, de nada—respondió, aguantando la risa—. Me zamparía unas condenadas papas fritas.
Incluso Thalia sonrió.
—Maldición, yo tengo que ir al baño.
Tal vez sería porque estábamos tensos y cansados, pero empecé a reírme en voz baja, y a Thalía y Grover se les contagiaron las carcajadas.
Zoë nos miraba perpleja.
—¿Qué os pasa?
Posiblemente hubiera seguido riendo un buen rato si no hubiera oído de repente un sonido inesperado:
—¡Muuuuuuu!
La risa se me atragantó en el acto. Primero me pregunté si sólo habría sonado en mi cabeza, pero Grover también había dejado de reírse y miraba extrañado alrededor.
—¿Era una vaca lo que acabo de oír?
—¿Una condenada vaca?—dijo Thalia, riendo.
—No—insistió Grover—, hablo en serio.
Zoë aguzó el oído.
—No oigo nada.
Thalia me miraba a mí.
—¿Te encuentras bien, Percy?
—Sí... Adelántense. Yo voy en un momento.
—¿Qué pasa?—me preguntó Grover.
—Nada. Necesito un minuto para pensar.
Los tres vacilaron, supongo que se percataron de mi inquietud y al final se fueron al centro turístico. En cuanto se alejaron, corrí al lado norte del dique y me asomé a la barandilla.
—¡Muuuuuu!
Estaba en el lago, unos nueve metros más abajo, pero la reconocí al instante. Era mi amiga de Long Island Sound: Bessie, la vaca-serpiente.
Eché un vistazo alrededor. Había grupos de chicos correteando por el dique. También personas mayores y algunas familias. Pero nadie había advertido la presencia de Bessie.
—¿Qué haces aquí?—le pregunté.
—¡Muuu!—parecía alarmada, como si quisiera advertirme.
—¿Cómo has llegado?—insistí. Estábamos a miles de kilómetros de Long Island, a una enorme distancia tierra adentro. Era imposible que hubiese llegado nadando. No obstante, allí estaba.
Bessie nadó en círculo y dio un cabezazo contra el dique.
—¡Muuu!
Quería que fuese con ella. Me decía que me apresurase.
—No puedo—le dije—. Mis amigos están aquí.
Me miró con sus ojos tristes. Luego soltó un mugido aún más apremiante, dio un salto y se sumergió en el agua.
Titubeé. Algo pasaba y Bessie quería avisarme.
Consideré la idea de lanzarme tras ella, pero entonces me llevé un susto de muerte: por el extremo de la carretera se acercaban dos hombres con uniformes de camuflaje: guerreros esqueleto.
Pasaron junto a un grupo de niños y los apartaron de un empujón. Un chico protestó y uno de los tipos se volvió hacia él, con la cara convertida por un instante en una calavera.
—¡Aaaah!—chilló. Todo el gruñó retrocedió.
Corrí al centro turístico.
Estaba caso en las escaleras cuando oí un chirrido de neumáticos. En el extremo oeste del dique, una furgoneta negra viró y se detuvo bruscamente en medio de la carretera, casi llevándose por delante a un grupo de ancianos.
Las puertas se abrieron de golpe y se apearon varios esqueletos más. Estábamos rodeados.
Bajé las escaleras volando y crucé la entrada del museo. El guardia de seguridad del detector de metales me dio el alto:
—¡Eh, chico!
Pero yo no me detuve.
Eché a correr y crucé la exposición como un rayo hasta camuflarme entre un grupo de turistas. No veía a mis amigos por ningún lado. ¿Dónde estaría el condenado bar?
—¡Alto!—gritó el guardia.
No tenía en donde esconderme, salvo en el ascensor con el grupo de turistas. Me colé justo cuando las puertas se cerraban.
—A continuación vamos a descender doscientos metros—anunció alegremente la guía del grupo.
Era una guarda forestal, con gafas de sol y cabello negro recogido en una coleta. Supongo que no había reparado en que me perseguían.
—No se preocupen, damas y caballeros—prosiguió con una sonrisa—, este ascensor casi nunca se estropea.
—Asumo que esto no va a la cafetería...—murmuré por lo bajo.
No tenía ni la menor idea de cómo me escuchó, pero la guía se volvió hacia mí, y algo en su mirada me hizo estremecer.
—Va a las turbinas, joven—dijo—. ¿No ha escuchado arriba mi fascinante presentación?
Sentí una extraña opresión sobre mi pecho, además de una desagradable sensación de confusión, similar a aquella que había sentido en el pasado cada vez que los recuerdos de Hércules se sobreponían a los míos ante la presencia de alguien de su pasado.
Ya no había dolor, más allá del de la marca, claro, pero seguía siendo desorientador.
—No, lo lamento—logré pronunciar—. ¿No habrá otra salida allá abajo?
—No hay ninguna salida—terció un turista que tenía detrás—. La única salida es el otro ascensor.
Se abrieron las puertas.
—Sigan adelante, amigos—nos conminó la guía—. Al final del pasillo hay otro guía esperándolos.
No me quedaba otro remedio que seguir al grupo.
—Por cierto, joven—agregó la mujer desde el ascensor. Al girarme, vi que se había quitado las gafas. Sus ojos eran asombrosamente grises, como nubes cargadas de tormenta—: Siempre hay una salida para los que tienen la inteligencia de encontrarla.
Las puertas comenzaron a cerrarse, pero instintivamente las detuve interponiendo mis manos.
—Usted...—murmuré, buscando una forma de comunicarme adecuadamente—. ¿Usted sabe que... la salida que busco no es sólo para mí?
Ella me miró fijamente.
—Sé que tu amiga está perdida—respondió—. Sé que has de encontrarla, y sé que en tu interior escondes mucho más de lo que deseas mostrar al mundo. La pregunta, joven Jackson, es si en tu interior posees la fuerza suficiente para cargar sobre tus hombros el destino de mi hija y todos los que te importan, sin ceder y llevarte al mundo entero contigo.
Empecé a temblar, aturdido.
En ese momento, oí el timbre de otro ascensor, situado tras un recodo, y me llegó el sonido inconfundible de los dientes de esqueleto rechinando y entrechocando.
—Volveremos a vernos, señora—dije, antes de empezar a retirarme.
Ella asintió lentamente con la cabeza, y en un parpadeo, había desaparecido.
Corrí tras el grupo de turistas por un túnel excavado en la roca viva. Parecía interminable. Las paredes estaban húmedas y se percibía el zumbido de la electricidad y el retumbo del agua. Desemboqué en una galería en forma de U que dominaba una inmensa sala de máquinas. Unos quince metros más abajo había grandes turbinas en marcha. La estancia era grandiosa, pero yo no veía ninguna salida, salvo que optara por lanzarme a las turbinas para que me convirtiesen en electricidad.
Había otro guía hablando de los turistas sobre el suministro de agua en nevada. Rogué que Thalia, Grover y Zoë estuvieran bien. Tal vez los habían capturado. O tal vez no, y seguían comiendo en aquel condenado bar, ajenos a lo que sucedía. Estúpido de mí: me había encerrado a mí mismo en un agujero a doscientos metros de profundidad.
Me abrí paso entre la gente con todo el disimulo que pudo. En un extremo de la galería había un vestíbulo: quizá un buen sitio donde ocultarse. Mantuve la mano en el bolsillo, empuñando a Contracorriente con firmeza.
Cuando llegué al final de la galería, tenía los nervios de punta. Entré en el pequeño vestíbulo caminando hacia atrás, para no perder de vista el corredor.
Entonces oí un resoplido a mi espalda. Pensé que era otro esqueleto y, sin pensármelo, destapé a Contracorriente, di media vuelta y lancé un tajo a ciegas.
La chica (que increíblemente no acabó cortada en dos) dió un chillido y dejó caer su pañuelo.
—¡Dios mío!—gritó—. ¿Es que matas a todo el mundo que se suena la nariz?
Lo primero que pensé fue en que la espada no la había herido. Que la había atravesado sin dañarla.
—¿Eres mortal?
Ella me miró perpleja.
—¿Y eso qué significa? ¿Cómo pudiste pasar el control de seguridad con esa espada?
—No he pasado el control... Un momento, ¿tú la ves como una espada?
Ella puso los ojos en blanco. Eran verdes, como el mío. Tenía el cabello rizado, castaño rojizo, y la nariz también roja, como si estuviese resfriada. Llevaba una sudadera granate de Harvard y unos vaqueros llenos de manchas de rotulador y agujeritos, como si hubiera dedicado su tiempo libre a perforárselos con un tenedor.
—Una de dos: o es una espada, o es el cepillo de dientes más grande del mundo—dijo—. ¿Y cómo es que no me ha hecho ningún daño? Bueno, no es que me queje. ¿Tú quien eres? Y... ¿qué llevas puesto? ¿Es una piel de león? ¿Y qué te pasó en la cara? ¿Por qué estás lleno de marcas?
Hacía tantas preguntas y tan deprisa, que era como si te bombardeara. No se me ocurría que decir. Me miré las mangas. En apariencia yo llevaba puesto un abrigo marrón, no la piel del León de Nemea.
No me había olvidado de los guerreros-esqueleto. Y no tenía tiempo que perder. Pero aún así, me quedé mirando a aquella chica pelirroja. Entonces recordé lo que había hecho Thalia en Westover Hall para despistar a los profesores. Quizá yo también pudiera manipular un poco la Niebla.
Me concentré y chasqueé los dedos.
—No ves una espada—dije—. Es sólo un bolígrafo.
Para añadir a la ilusión, volví a tapar a contracorriente, devolviéndola a su forma portátil.
Ella parpadeó.
—¿Cómo hiciste eso?
—¿Hacer qué? Es sólo...
—No. Eso era una espada, y ahora no lo es. Eres muy raro...
—¿Y tú quién demonios eres?—le pregunté.
Ella resopló, indignada.
—Rachel Elizabeth Dare. Y ahora, ¿vas a responderme o llamo a gritos a seguridad?
Definitivamente no quería lastimar o intimidar a una mortal ciertamente inocente. Pero si había algo que deseaba aún menos era el ser asesinado por un esqueleto.
La miré fijamente a los ojos, me quité la venda que cubría mi cuenca ocular ahora vacía y dejé que la marca en mi rostro echase humo, cosa que, aunque me dolió, no era nada que no pudiese manejar.
—Se que te debo respuestas, Rachel Elizabet Dare, y quizá un día tenga la oportunidad de dártelas. Pero por ahora, lo mejor que puedes hacer, por tu propia seguridad, es olvidar que me has visto, olvidar que el mundo es más grande de lo que creías y no acercarte a personas como yo.
—Pero...—murmuró ella, mirando el agujero en mi cara con cierta fascinación artística que me perturbaba—. ¿Quién... qué eres?
Miré mis propias manos, cubiertas por las dolorosas marcas del Éxodo de Hércules, y suspiré sin saber exactamente cuál era la respuesta.
—Alguien incapaz de proteger a los que le importan...
Huí hacia la salida, mientras oía como los esqueletos empezaban a correr en mi dirección, no sin antes cerciorarme de que los monstruos pasasen de esa curiosa mortal sin darle importancia.
La cafetería estaba llena de chicos que disfrutaban de la mejor parte de la excursión, o sea, el menú infantil. Thalia, Zoë y Grover ya se habían sentado con sus bandejas.
—¡Tenemos que irnos!—jadeé—. ¡Ahora mismo!
—Pero si acaban de servirnos nuestros burritos—se quejó Thalia.
Zoë se puso de pie, mascullando una maldición en griego antiguo que no voy a repetir.
—¡Tiene razón! Mirad.
La cafetería tenía grandes ventanales en los cuatro lados, lo cual nos ofrecía una excelente vista panorámica del ejército de guerreros-esqueleto que habían venido a matarnos.
Conté dos al oeste, bloqueando el paso hacia Arizona, y tres más al oeste, cubriendo la salida hacia Nevada. Todos iban armados con porras y pistolas.
Pero nuestro problema inmediato estaba más cerca. Los tres que me habían perseguido en la sala de turbinas aparecieron en las escaleras. Al verme por la ventana, entrechocaron los ojos con avidez.
—¡Al ascensor!—gritó Grover.
Nos disponíamos a correr había allí cuando se abrieron las puertas y salieron tres guerreros más. Ya estaban todos, salvo el que Bianca había destruido en Nuevo México. Nos tenían rodeados.
Entonces, Grover tuvo una brillante idea muy propia de él.
—¡Guerra de burritos!—chilló, y le la so su guacamole gigante al esqueleto más cercano con una puntería letal.
Si nunca te han dado con un burrito en la cara, puedes considerarte afortunado. En el listado de proyectiles mortíferos, debería estar al mismo nivel que las grabadas o las balas de cañón. La comida de Grover golpeó al esqueleto y le arrancó la cabeza de cuajo.
No se que verían exactamente los otros chicos del bar, pero todos se pusieron como locos y empezaron a lanzarse burritos, las patatas fritas y los vasos de refresco en medio de un griterío infernal.
Los guerreros-esqueleto intentaban apuntar con sus pistolas, pero era inútil. Los burritos y las bebidas volaban por todas partes.
En medio del caos, me lancé contra los esqueletos de las escaleras, y hechando mano de un poco de mi fuerza hercúlea los mandé a volar a través de la pared.
Bajamos los peldaños de tres en tres mientras las raciones de guacamole volaban por encima de nuestras cabezas.
—¿Y ahora qué?—preguntó Grover cuando salimos al exterior.
No supe exactamente qué responder. Los guerreros apostados en la carretera se acercaban por ambos lados, y yo aún no contaba con la fuerza suficiente para usar un nuevo trabajo.
Corrimos hacia la plaza de las estatuas de bronce y nos dimos cuenta demasiado tarde de que nos tenían acorralados contra la roca.
Los esqueletos avanzaban formando una media luna. Sus compañeros venían desde el bar. Uno de ellos todavía se estaba colocando la calavera sobre los hombros. Otro venía cubierto de ketchup y mostaza. Y había dos más con burritos incrustados entre las costillas. Muy contentos no parecían. Sacaron sus porras y avanzaron.
—Cuatro contra once—masculló Zoë—. Y ellos no mueren.
—Ha sido fantástico compartir esta aventura con ustedes—dijo Grover con voz temblorosa.
Saqué mi espada y la sujeté con ambas manos, respirando con pesadez.
—En mi estado actual... usar un trabajo me mataría—dije—. Así que... por favor... salven a Annabeth, a Artemis... y... díganle a Nico que lo siento.
—¡Percy, espera!
Me lancé contra los esqueletos, mientras lanzaba un golpe con todas mis debilitadas fuerzas contra el suelo.
¡¡APHELES HEROS: PUÑO DEL GRAN HÉROE!!
La roca tembló, y los vientos huracanados azotaron el campo de batalla. Grandes escombros chocaron contra nuestros enemigos, derribándolos.
Aprovechando la apertura, me lance de frente para atacar, al tiempo que empezaba a notar como mi piel ardía y mi cuerpo entraba en agonía.
Me disponía a lanzar mi último trabajo, y mi mente se distrajo pensando en cual debía usar.
"Quizá algo vistoso"—pensaba—. "La Hidra de Lerna... o quizá el Toro de Creta..."
Entonces, las palabras de la mujer del ascensor resonaron en mi cabeza: "Siempre hay una salida para los que tienen la inteligencia de encontrarla".
Capté una cosa brillante con el rabillo del ojo, los pies de las estatuas. La bendición de Zeus.
—¡Thalia!—grité—. ¡Rézale a tu padre!
Ella me lanzó una mirada furiosa, mientras se apresuraba a invocar su lanza para asistirme en la pelea.
—¡¿Primero quieres morir y luego quieres que le recé?!
—¿Sólo hazlo?
—¡Nunca responde!
—¡Lo hará esta vez!—aseguré—. ¡Habrá suerte!
Los esqueletos se recuperaron de mi golpe inicial. Seis apuntaron sus pistolas, los otros cinco se acercaron con sus porras en mano.
—¡¡Hazlo!!
—¡¡No!!—insistió Thalia—. ¡¡No me va a responder!!
—Thalia...—dije, calmando mi tono—. Está vez será distinto.
—¡¿Quién lo dice?!
Los esqueletos dispararon, e instintivamente me quité la piel del León de Nemea con un tirón, trazando un arco en el aire con ella. Atrapando por muy poco los cinco proyectiles en pleno vuelo.
—Atenea—respondí finalmente—. Hablé con ella. Y tienes que intentarlo antes de que sea muy tard...
Un nuevo disparo retumbó en el aire, y caí al suelo aturdido, sintiendo un terrible dolor en mi hombro izquierdo.
—¡Percy!—chilló Grover—. ¡Thalia, rézale a tu padre! ¡Por favor!
Los esqueletos trataron de rematarme. Alcancé a volver a cubrirme con la piel de león en el último segundo, protegiéndome efectivamente de los disparos.
Me puse de rodillas como pude, no me preocupaba el dolor, sentía una agonía peor a diario. Lo que sí me preocupaba era que la bala fuese a dañar un músculo o nervio importante que no pudiese curarse apropiadamente durante la misión.
Thalia finalmente hizo caso, desplegó su escudo, se arrodilló frente a mi para protegerme de la siguiente ronda de disparos, cerró los ojos y empezó a mover los labios en una plegaria silenciosa.
Yo le dediqué mi propia plegaria a la madre de Annabeth, rogando por no haber malinterpretado su mensaje.
Rezamos, pero nada sucedió.
Los esqueletos estrecharon su cerco alrededor de nosotros. Me levanté y blandí mi espada. Thalia alzó su escudo. Zoë apartó a Grover de un empujón y apuntó con su arco a la cabeza de un esqueleto.
En ese momento, una sombra se cernió sobre nosotros. Creí que sería la sombra de la muerte, pero no, era una gigantesca ala metálica.
Los esqueletos levantaron la vista demasiado tarde. Hubo un destello de bronce y los cinco que se aproximaban con sus porras fueron barridos de un solo golpe.
Los otros abrieron fuego nuevamente. Quise cubrirme con mi piel de león, pero no hacía falta: los ángeles de bronce se adelantaron y desplegaron a sus alas. Las balas resonaron en la superficie como lluvia enfurecida sobre techo de lámina.
Luego, los dos ángeles se lanzaron sobre los esqueletos, que salieron despedidos hacia el otro lado de la carretera.
—¡Chico, qué agradable resulta caminar!—dijo el primer ángel. Su voz sonaba metálica y oxidada, como si no hubiese echado un trago desde que lo habían esculpido.
—¿Has visto como traigo los pies?—dijo el otro—. Sagrado Zeus, ¿en qué estarían pensando todos esos turistas?
Aquellos dos ángeles me habían dejado pasmado, pero todavía me preocupaban los esqueletos. Unos cuantos habían logrado reunir sus piezas y se incorporaban de nuevo, buscando a tientas sus armas.
—¡Peligro!—exclamé.
—¡Sáquennos de aquí!—chilló Thalia.
Los dos Ángeles bajaron la vista hacia ella.
—¿La niña de Zeus?
—¡Sí!
—¿Cómo se piden las cosas, señorita hija de Zeus?—dijo uno de ellos.
—¡Por favor!
Los ángeles se miraron y se encogieron de hombros.
—Podríamos aprovechar para estirar los músculos .
Y antes de que pudiéramos darnos cuenta, uno de ellos nos había agarrado a Thalia y a mí, y el otro a Zoë ya Grover.
Nos elevábamos ya sobre la presa y el río mientras entre las montañas reverberaba un eco de disparos. Los guerreros se fueron encogiendo allá abajo hasta convertirse en manchitas minúsculas.
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