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Moscas:


El día empezó de un modo normal, o por lo menos tan normal como puede serlo en la Escuela Preparatoria Meriwether.

Ya sabes, la escuela "progresista", del centro de Manhattan, lo que significa que nos sentamos en grandes pufs, no en pupitres, que no nos ponen notas y que los profesores llevan tejanos y camisetas de rock, lo cual me parece genial.

Realmente no estaba nada mal, lo único malo era que los profesores siempre se concentraban en lo más brillante y positivo de las cosas. Mientras que los alumnos... bueno, no siempre resultaban tan brillantes.

Pongamos por caso la primera clase de aquel día, la de Inglés. Todo el colegio había leído ese libro titulado "El señor de las moscas". Ya saben, en el que se alude a la maldad humana representada por Belcebú, el dios/demonio filisteo/judeocristiano de las plagas y el mal.

En dicho libro un grupo de chicos quedan atrapados en una isla y acaban chalados. Así pues, como examen final, los profesores nos enviaron al patio de recreo y nos tuvieron allí una hora sin la supervisión de ningún adulto para ver lo qué pasaba.

Bien, para nadie es una sorpresa que la humanidad es tonta, celosa, agresiva, discriminatoria, orgullosa, mañosa, hostil, maliciosa, injusta, ambiciosa, ansiosa, despectiva, rencorosa, egoísta, aduladora, perezosa, opresiva, lujuriosa, rebelde, vengativa, desleal, envidiosa, traicionera, depravada y sin esperanza.

Sin embargo, a pesar de todo eso, de verdad nunca creí que las cosas se irían tan a la mierda tan rápido.

Básicamente se armó un concurso de collejas entre los alumnos de séptimo y octavo curso, además de dos peleas a pedradas y un partido de baloncesto con placares de rugby. El matón del colegio, Matt Sloan, dirigió la mayor parte de las actividades bélicas.

En sí, Sloan no era ni grande ni fuerte, solamente actuaba como si lo fuera. Siempre llevaba ropa cara pero muy descuidada y tenía un diente roto por cuanto chocó el Porsche de su padre sin permiso y terminó chocando.

El punto es que el idiota estaba repartiendo golpes a diestro y siniestro cuando cometió el error de intentar darle una a mi amigo Tyson.

Tyson es... especial. Había entrado a la Escuela Meriwether como parte de un proyecto de servicios comunitarios, ya que era un sin techo. La cosa aquí es que no era un simple chico.

Medía uno noventa y tenía la complexión de un gigantesco cíclope... tal vez porque justo eso es lo que era.

Había tenido un mal presentimiento cuando lo vi por primera vez, pero no tardé mucho en entender que solo era un niño pequeño que estaba solo en las calles de Nueva York, por lo que rápidamente me volví su amigo, no quería que estuviera solo en una escuela llena de chicos tan crueles.

Y es que nada más ver que, a pesar de su titánico tamaño, fuerza descomunal, y mirada aterradora, Tyson era un blandengue, se divertían metiéndose con él. Yo era su único amigo, lo cual significaba que él era mi único amigo.

Ah, sí, Tyson era mi hermano.

Aquí les va, una vez empecé a juntarme con Tyson le confesé que yo era un semidiós, y que por eso podía verlo como el cíclope que él era. Él me preguntó quien era mi padre divino, y en cuanto le rebelé que era Poseidón, él estalló en risas y casi me parte en dos con un abrazo.

"¿Él te envío?"—me había preguntado.

Yo parpadeé.

"Ehh, no que yo sepa"—repuse—. "¿Por qué lo dices...?"

"Le pedí que me enviara un amigo"—explicó—. "Él... es también mi papá"

Admito que eso me tomó muy por sorpresa, digo, uno no le cree ciegamente al primer desconocido que dice ser tu hermano, pero con el tiempo cualquier sospecha de que pudiera haber mentido se fueron desvaneciendo. Aún así, aunque nunca lo he dicho enfrente de Tyson, maldigo a la puta de su madre, la ninfa marina que lo abandonó en las calles de Nueva York.

Bueno... cálmate. El caso es que Matt Sloan se deslizó detrás de él y trató de darle un golpe. A Tyson le entró el pánico y lo apartó con un empujón más fuerte de la cuenta. Sloan salió volando y acabó enredado en el columpio que había cinco metros más allá.

—¡Maldito monstruo!—gritó—. ¿Por qué no vuelves a tu caja de cartón?

Tyson empezó a sollozar. Se sentó al pie de las barras para trepar (con tanta fuerza que dobló una) y ocultó la cara entre las manos.

—¡Retráctate, Sloan!—le espeté.

Él me miró con desdén.

—¿Por qué me das la lata, Jackson? Quizá tendrías amigos si no te pasarás la vida defendiendo a ese monst...

Lo sujete por el cuello y lo levante mientras lo obligaba a mirarme a los ojos.

—Te sugiero que elijas con cuidado tus siguientes palabras—gruñí—. Insignificante pedazo de basura humana.

Okey, tal vez me pasé de agresivo. Pero es que llevaba todo el año defendiendo a los débiles de los matones, y aunque me había contenido en su mayoría, Sloan ya me traía hasta el colmo.

Un grupo de chicos me rodeó, allí fue que caí en la cuenta de que Sloan tenía con el más gorilas de lo normal. Tenía por costumbre verlo con dos o otros grandulones, pero ese día había más de media docena y estaba seguro de que no los conocía de nada.

—¡Espera a la clase de Deportes y verás, Jackson!—me escupió Sloan—. Considérate hombre muerto.

Me contuve de arrojarlo contra el suelo y romperle el cráneo. Se lo aventé a sus gorilas para que lo atraparan y volví con Tyson.

Cuando terminó la hora, nuestro profesor de Inglés, el señor De Milo, salió a inspeccionar los resultados de la carnicería. Sentenció que habíamos entendido "El señor de las moscas" a la perfección. Estábamos todos aprobados. Y nunca, dijo, nunca debíamos convertirnos en personas violentas. Matt Sloan asintió con seriedad y luego me lanzó una sonrisa burlona con su diente mellado.

Para que dejara de sollozar, tuve que prometerle a Tyson que a la hora del almuerzo le compraría un sándwich extra de mantequilla de cacahuate.

—¿Soy... un monstruo?—me preguntó.

—Sabes, decir "Monstruo" es como decir "humano"—le dije—. No es absolutamente nada malo serlo, porque dentro de todo grupo habrán siempre personas buenas y personas malas. Tal vez seas un monstruo por nacimiento, pero eso no te hace malo en ningún sentido. Y tal vez Sloan sea un simple humano, pero eso definitivamente no lo hace bueno.

Tyson se sorbió los mocos.

—Eres un buen amigo. Te echaré de menos el año que viene... si es que puedo...

Le tembló la voz. Me di cuenta de que no estaba seguro de que volvieran a admitirlo en el proyecto de servicio comunitario. Me pregunté si el director se habría molestado en hablar con él del asunto.

—No te preocupes, grandulón—le dije—. Si algo sale mal aquí, nos las arreglaremos para que Poseidón se haga cargo como debe de ti. Tal vez te lleve a las forjas submarinas de los cíclopes o algo así.

Tyson me miró con una expresión de tanto agradecimiento que me hizo desear saber cómo rayos contactar con Poseidón. Pero la verdad era que no había recibido noticia alguna de mi padre desde el año pasado, y no había señales de que eso fuera a cambiar.







El siguiente examen era de Ciencias. La señora Tesla (No, no tiene nada que ver en Nikola Tesla, el hombre que robó el rayo e iluminó al mundo) nos dijo que teníamos que ir combinando productos químicos hasta que consiguiéramos que explotase algo. Tyson era mi compañero de laboratorio. Sus manos eran demasiado grandes para los diminutos frascos que se suponía debíamos usar y, de modo accidental, derribó una bandeja entera de productos químicos sobre la mesa y desencadenó un gran hongo de gases anaranjados.

En cuanto la señora Tesla hubo evacuado el laboratorio y avisado a la brigada de residuos peligrosos, nos elogió a Tyson y a mí por nuestras dotes innatas para la química. Habíamos sido los primeros en superar su examen en menos de treinta segundos.

Me alegraba que aquella mañana estuviese resultando tan ajetreada, porque me impedía pensar en mis propios problemas. No soportaba la idea de que se hubieran complicado las cosas en el campamento, ni mucho menos deseaba recordar siquiera la pesadilla de aquella noche. Tenía la horrible sensación de que Grover corría un serio peligro.

En Sociales, mientras dibujábamos mapas de latitud-longitud, abrí mi cuaderno y miré fugazmente la foto que guardaba dentro: Annabeth, de vacaciones en Washington D.C. de pie en frente al Lincoln Memorial, con los brazos cruzados y el aire de estar muy satisfecha consigo misma, como si ella hubiera diseñado el monumento. Me había enviado la fotografía Pat e-mail después de las vacaciones de Pascua, y yo la miraba de vez en cuando para recordarme que Annabeth era real y que el Campamento Mestizo no era un producto de mi imaginación.

Y antes de que pregunten, no, mis entrenamientos con Hércules no servían a tal propósito. Principalmente porque veía cosas de su extraña realidad en donde absolutamente todo era radicalmente distinto a la mía.

Y otra cosa que seguramente se estarán preguntando: ¿cómo podía ir yo a la escuela sin que nadie me dijera nada sobre mi marca?

La respuesta es simple y corta: La Niebla.

Básicamente los mortales no ven las marcas que cubren ya casi la mitad de mi cuerpo, lo que es un alivio, en realidad.

Como sea, estaba a punto de cerrar el cuaderno, cuando Matt Sloan alargo el brazo y arrancó la foto de las anillas del cuaderno.

—¡Eh!—protesté.

Sloan le echó un vistazo y abrió los ojos como platos.

—Ni hablar, Jackson. ¿Quién es? ¿No será tu...?

—Es mi sobrina en segundo grado—dije—. Aunque es mayor que yo. Bastante loco, ¿no crees?

Él me miró desconcertado y supongo que me intentó insultar preguntando:

—¿Qué rayos le pasa a tu familia?

Yo sólo lo miré fijamente y dije:

—No tengo idea, eso es precisamente lo que me gustaría saber.

Más tarde, mientras Tyson y yo salíamos de clase, la voz de Annabeth me llamó en un susurro:

—¡Percy!

Fruncí el ceño y me acerqué a una pared, quedándome en una esquina mientras fingía revisar uno de mis cuadernos.

—¿Qué haces aquí?—pregunté en voz baja, con la vista fija en las páginas del cuaderno.

La voz de Annabeth me respondió después de un momento.

—Vine en cuanto tú mamá me dijo que estabas con un cíclope.

Fruncí el ceño.

—¿Tyson? Es inofensivo, por si te lo preguntas.

No podía ver a Annabeth, pero se notaba que estaba agitada.

—¡Es un cíclope!—me susurró con cierta desesperación en su voz—. No puedes confiar en...

—Sabes, tengo una clase a la que ir—gruñí en voz baja—. Si tienes un problema con mi hermano, házmelo saber más tarde.

Era la hora de deportes. Nuestro entrenador nos había prometido un partido de que a dos, en plan de batalla campal. Mat Sloan había prometido matarme, y yo tenía pensado ponerlo en su lugar de una buena vez.







El uniforme de gimnasia del Meriwether consiste en unos pantalones cortos azul celeste y unas camisetas desteñidas de colores variopintos. Por suerte, la mayor parte de los ejercicios atléticos los hacíamos de puertas adentro, de manera que no teníamos que trotar por el barrio de Tribeca con el aspecto de una manada de niños hippies.

Me cambié de vestuario lo más deprisa que pude. Estaba a punto de salir cuando me llamó Tyson:

—¿Percy?—Todavía no se había cambiado. Estaba junto a la puerta de la sala de pesas con el uniforme en la mano—. ¿Te importaría...?

—Ah, sí. Claro.

Tyson entró en la sala pesas y yo monté guardia en la puerta mientras se cambiaba. Me sentía algo extraño haciendo aquello, pero Tyson me lo pedía casi todos los días. Imagino que era por las extrañas cicatrices en la espalda sobre las cuales nunca me he atrevido a preguntarle.

En todo caso, ya había aprendido que si se burlaban de él cuando se estaba cambiando, podía disgustarse mucho y empezar a arrancar las puertas de las taquillas.

Cuando entramos en el gimnasio, el entrenador Nunley estaba sentado ante su escritorio leyendo la revista Sports Illustrated. Nunley debía de tener un millón de años. Era un tipo con gafas bifocales, sin dientes y con un gradiente mechón de pelo gris. Me recordaba a Zeus, de la realidad de Hércules, o al Oráculo de Delfos, en el Campamento Mestizo, sólo que el entrenador se movía mucho menos.

Matt Sloan se le acercó y le dijo:

—Entrenador, ¿puedo ser yo el capitán?

—¿Cómo?—Nunley levantó la vista y musitó—: Hum, está bien.

Sloan sonrió satisfecho y se encargó de formar los equipos. A mí me nombro capitán del equipo contrario, pero no tenía ninguna importancia a quiénes eligiese yo, porque todos los tipos cachas y los chicos más populares se pasaron al bando de Sloan. Y lo mismo hizo el extraño grupo de gigantones que nunca había visto antes.

Definitivamente había algo raro en esos chicos que no me gustaba para nada.

En mi equipo estaban Tyson, Corey Bailer—el flipado de la informática—, Raj Mandali—un verdadero prodigio del cálculo—y media docena de chápales a los que Sloan y su banda se dedicaban a hostigar habitualmente.

En condiciones normales, habría tenido suficiente con la ayuda de Tyson, pues él solo ya valía por medio equipo, pero los visitantes desconocidos eran casi tan altos y fuertes como él, al menos en apariencia, y había seis de ellos en el otro bando.

Sloan volcó una cesta llena de pelotas en medio del gimnasio.

—Miedo—susurró Tyson—. Huelen raro.

Yo lo miré, arqueando una ceja.

—¿Quién?

—Ellos—Tyson señaló a los nuevos amigos de Sloan—. Huelen raro.

Los visitantes hacían crujir los nudillos y nos miraban como si hubiera llegado la hora de la masacre.

—¿Raro como de que no se bañan?—pregunté—. ¿O raro como a monstruos?

Tyson olfateó el aire.

—Monstruos.

Suspire y gruñí con furia.

—Tan bien que íbamos...

Pensé en un plan rápidamente. Tenía la ventaja de que Annabeth estaba rondando por algún lado invisible y de que los monstruos, fueran lo que fuesen, no sabían que ya los había descubierto.

—Necesito ir por mi medicamento, vuelvo en un segundo—anuncie.

—¿Asustado?—se burló Sloan.

Lo miré fijamente frunciendo el ceño.

—Esto es serio, idiota.

Verán, con el tiempo el dolor de la marca no se había vuelto precisamente más llevadero. Sino que variaba, algunos días me sentía bien, y otros el dolor era casi insoportable. Es por eso que, gracias a la niebla, tenía un justificante médico para llevar "medicamento" que no era otra cosa que ambrosía para aliviar un tanto el dolor.

Corrí a los vestidores, encontré mis pantalones y extraje mi bolígrafo, mientras salía me quedé un par de segundos mirando a los monstruos aún camuflados mientras movía mi bolígrafo entre mis manos y daba golpecitos a la pared de a un lado. Esperaba que con eso hubiera llamado la atención de Annabeth, si conseguía eso, era ella lista y descubriría el resto pro sí misma.

Volví a donde el resto dándome golpecitos en la pierna con el bolígrafo.

—Bien, estoy listo—dije—. Pero primero, Sloan, quiero dirigirles unas palabras a tus nuevos amigos.

Él alzó una ceja confundido, y sus gorilas se volvieron para verme intrigados.

—¿Qué estas tramando, Jackson?

Me encogí de hombros.

—Nada en especial, sólo quiero decirles que ya se dejen de juegos y muestren sus verdaderas caras.

—¿Qué rayos estás diciend...?

Sloan se quedó mudo cuando los visitantes se empezaron a carcajear mientras me dedicaban un montón de sonrisas malvadas. Los músculos se les abultaron y sus tamaños aumentaron hasta convertirse en gigantes de flus metros y medio de alto fa con ojos de locura y dientes afilados.

—¡Que así sea, Perseus Jackson!—rugió uno, con una calcomanía de "hola mi nombre es..." que ponía "Quebrantahuesos?

Los demás chavales gritaron asustados y corrieron hacia la salida, pero el gigante que llevaba en su calcomanía el nombre de Chupatuétanos lanzó una pelota de quemados con mortífera precisión. Paso rosando a Raj Mandali , que ya estaba a punto de salir, y dio de lleno en la puerta, cerrándola como por arte de magia. Raj y los otros empezaron a aporrearla desesperados, pero la puerta no se movía.

—¡Déjenlos marcharse!—grité a los gigante.

El llamado Quebrantahuesos me soltó un gruñido.

—¿Cómo? ¿Y dejar escapar unos bocados tan sabrosos? ¡No, hijo del dios del mar! Nosotros los lestrigones no sólo estamos aquí para darte muerte. ¡Queremos nuestro almuerzo!

Hizo un gesto con la mano y apareció otro montón de pelotas en el centro del gimnasio. Pero aquéllas no eran de goma. Eran de bronce, del tamaño de una bala de cañón, y tenían agujeros que escupían fuego. Debían de estar al rojo vivo, pero los gigantes las agarraban con las ,anós como si nada.

—¡Tyson, abre las puertas!—le dije.

—Pero tú...

—¡Estaré bien!—le dije—. ¡Ayuda a los otros a escapar y luego vuelves a por mi!

Tyson corrió hacia las puertas y derribó las más cercanas de golpe mientras que yo destapaba mi bolígrafo y mi espada se estiraba en mis manos.

La marca de Hércules ardió en mi piel, pero me las arregle para ignorarlo mientras entraba en batalla.

El gigante Devoracraneos lanzó una pelota. Yo me eché a un lado para esquivar aquel ardiente cometa, que me pasó junto al hombro a toda velocidad.

Los demás gigantes habían decidido centrarse en Tyson.

—Nadie saldrá de aquí hasta que tú quedes eliminado—me dijo Quebrantahuesos—. Y no estarás eliminado hasta que te hayamos devorado.

Me arrojó si bola de fuego al tiempo que sus compañeros bombardeaban a Tyson y a los chicos que trataban de escapar.

Me hice a un lado evitando el ataque dirigido a mi.

—¡Tyson!—le advertí.

Él se volvió, atrapó dos bolas al vuelo y las lanzó de vuelta a sus propietarios.

Hasta yo me sorprendí. Tyson, el que volcaba el material de laboratorio y destrozaba las estructuras del parque infantil todos los días, se las había arreglado para atrapar dos bolas de metal al rojo vivo que volaban hacia él a un trillón de kilómetros por hora.

Lo que sigue fue una rápida y efectiva eliminación de enemigos por parte de mí y mis amigos.

Para empezar, las dos bolas que Tyson devolvió estallaron en el pecho de sus propietarios y dos gigantes se desintegraron en columnas de fuego y polvo dorado.

—¡Mis hermanitos!—gimió Quebrantahuesos el Caníbal. Flexionó los músculos y sus tatuajes se contorsionaron—. ¡Pagarás caro su destrucción...!

De repente, el cuerpo del gigante se puso todo rígido y su expresión pasó de la furia al asombro. En el punto exacto en el que debía de tener el ombligo se le desgarró la camiseta y apareció la reluciente punta de una hoja de metal.

El monstruo bajó la mirada y observó el cuchillo que le había traspasado desde la espalda.

—Ah...—murmuró, y estalló en una llameante nube de polvo.

De pie, entre el humo que se iba disipando, vi a Annabeth sosteniendo su cuchillo con una mirada casi enloquecida.

—¡A buena hora haces algo!—le dije, aunque con una sonrisa.

—Cállate y termina con esto.

Me encogí de hombros y, mientras Tyson derribaba a Devoracraneos con un poderoso golpe en la cara, me abrí paso entre los monstruos restantes con mi espada, acabando rápidamente con el problema.

Un gigante me intentó atacar desde atrás, me volví y le rebané los brazos con un corte certero para acto seguido atravesar su pecho con mi hoja.

Retrocedí, alce mi espada y me hice a un lado antes de ser derribado por un nuevo proyectil. Di un salto y le corté limpiamente la cabeza a otro gigante más. Y para rematar, al último qie quedaba le arroje mi espada, la cual dio vueltas en el aire y se le encajó en el cuello.

Annabeth se me quedó viendo fijamente, con los ojos muy abiertos.

—Has estado entrenando...—acertó a decir claramente impresionada.

Estaba a punto de responder cuando escuché como alguien gritaba:

—¡Allí!

Las puertas se abrieron con un estallido y todos los adultos entraron de golpe.

—Te espero afuera—dijo Annabeth—. Y a él también.—Señaló a Tyson, que seguía sentado con aire aturdido junto a la pared, y le la so una mirada de repugnancia que no acabé de entender—. Date prisa.

Se puso su gorra de béisbol de los Yankees y se desvaneció en el aire.

Con lo cual me quedé solo en medio del gimnasio en llamas, justamente cuando el director aparecía escoltado por la mitad del profesorado y un par de policías.

—¿Percy Jackson?—dijo el señor Bonsái—. ¿Qué...? ¿Cómo...?

—¡A buena hora llegan, idiotas!—les dije, metiéndome en el papel de víctima—. ¡Esos idiotas casi nos matan a todos! ¡¿Dónde rayos estaban?!

—¿De qué está hablando...?

—¡¿Cómo es que no los vieron?! ¡Eran una maldita banda de chicos con cócteles molotov! Si Tyson no los hubiera ahuyentado... el entrenador Nunley se los contará. Él lo ha visto todo.

El entrenador había seguido leyendo su revista todo el tiempo, pero—gracias a los dioses—eligió aquel momento para levantar la vista al oír que le hablaban.

—¿Eh? Hummm... sí.

Decidí no recoger mi espada, después de todo volvería a mi después de un rato, y fingir que estaba aterrorizado. Pedí permiso para marcharme a mi casa y se me concedió.

—Vamos—le dije a Tyson en cuanto estuvimos sin ningún maestro cerca—. Salgamos de aquí.

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