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Los Doce Trabajos:


Me desperté sentado en un vagón de metro, el resto del grupo estaban sentados conmigo con expresiones de cansancio.

—¿Q-qué...?—empecé a murmurar—. ¿Dónde estamos? ¿Qué sucede?

—Los mercenarios identificaron la furgoneta—me dijo Grover—. Estuvimos más o menos cuarenta minutos cambiando de tren en tren hasta que logramos despistarlos.

Miré a mi alrededor, no había nadie más en el vagón, aparte de mis amigos.

Thalia me miraba fijamente.

—Quiero respuestas ahora, Percy—dijo.

Me volví hacia Grover.

—¿Qué tanto les dijiste?

Él se removió incómodo.

—Yo... pues...

—Lo suficiente—lo interrumpió Thalia con un tono severo—. Percy, esto es en serio, ¿realmente sufres de dolor constante?

Hice una mueca, podía sentir la marca sobre mi cuerpo, habiéndose expandido una vez más. Me cubría casi todo el brazo derecho, me bajaba por el abdomen y empezaba a apoderarse de mi pierna. Ya había tomado cerca de la mitad se mi cara, cubriendo mi mejilla derecha y subiendo, con las puntas más altas por encima de mí ojo.

—Sí...—dije finalmente.

Thalia me miraba extremadamente furiosa, pero también notaba una profunda tristeza en sus ojos, me atrevería a decir que se sentía un tanto traicionada, no podía culparla, le había ocultado un secreto gigantesco, del tamaño de Cerbero y varios otros monstruos juntos.

—¡¿Por qué jamás me lo dijiste antes?!—me espetó—. Si hubiese sabido por lo que tenías que pasar a diario, yo...

—Por eso mismo, Thalia—la detuve—. No quería que te preocuparas. Realmente son pocos los que saben sobre mi... "condición", pero si te hace sentir mejor, iba a decírtelo en el campamento, pero nos interrumpieron.

Ella guardó silencio por un momento.

—¿Desde cuando tienes que soportarlo?

Ladeé la cabeza.

—He tenido la marca durante prácticamente toda mi vida. Pero no empezó a doler hasta que llegué al campamento por primera vez, hace un año y medio, más o menos.

Zoë había estado muy cayada, mirándome recelosa desde la distancia y con ojos ensombrecidos.

—¿Qué es el Éxodo de Hércules?—dijo finalmente.

Noté que decía todo con extrema cautela e incomodidad. Miré la marca que surcaba la piel de mi mano derecha.

—Como sabrán, antes de ser coronado como un dios, Hércules completó doce trabajos. Yo obtuve doce técnicas divinas, una por cada trabajo—expliqué—. Sin embargo, debido a su tremendo poder hay un efecto secundario. Cada vez que uso ese poder, el tatuaje se hace más grande. Incluso un dios sentiría un inmenso dolor con sólo un milímetro de crecimiento.

—Hum... Y aún así luces muy tranquilo—dijo Bianca.

Thalia se cruzó de brazos.

—Un poder basado en resistencia es por completo tu estilo—murmuró—. Entonces, ¿qué pasa si ese tatuaje cubre tu cuerpo por completo?

Miré al suelo sombríamente, me llevé un pedazo de ambrosía a la boca para aliviar un poco el malestar.

—Nifhel—dije después de un tiempo—. Moriré por completo, sin viaje al inframundo. Únicamente desaparecer en el caos primordial.

Se hizo un largo silencio, únicamente se escuchaba el traqueteo del metro mientras avanzábamos.

—Técnicas invencibles que sólo pueden usarse dando tu vida a cambio, ese es el Éxodo de Hércules: Doce Desastres y Pecados.

Zoë parecía pérdida en sus pensamientos, miraba la marca sobre mi piel y murmuraba para sí misma:

—Doce Desastres y Pecados...







Cuando bajamos del tren, nos encontramos al final de la línea, en medio de una zona industrial donde sólo había hangares y rieles. Y nieve. Montañas de nieve. Hacia muchísimo frío allí.

Vagamos por las cocheras del ferrocarril, pensando en qué tal vez habría otro tren de pasajeros, pero sólo encontramos hileras e hileras de vagones de carga, muchos cubiertos de nieve como si no se hubieran movido en años.

Vimos a un vagabundo junto a un cubo de basura en el que había encendido fuego. Debíamos de tener una pinta bastante patética, porque nos dirigió una sonrisa sin dientes y dijo:

—¿Necesitan calentarse? ¡Acérquense!

Nos acurrucamos todos alrededor del fuego. A Thalia le castañeteaban los dientes.

—Esto es ge... ge... ge... nial.

—Tengo las pezuñas heladas—dijo Grover.

—Los pies—lo corregí, para disimular ante el vagabundo.

—Quizá tendríamos que ponernos en contacto con el campamento—dijo Bianca.

—No—replicó Zoë—. Ellos ya no pueden ayudarnos. Tenemos que concluir esta búsqueda por nuestros propios medios.

Observé las cocheras, desanimado. Muy lejos, en algún punto del oeste, Annabeth corría un grave peligro y Artemis yacía encadenada. Un monstruo del fin del mundo andaba suelto. Y nosotros, entretanto, estábamos varados en los suburbios de Washington, compartiendo hoguera con un vagabundo.

—¿Saben?—dijo el tipo—, uno nunca se queda del todo sin amigos.—Tenía la cara mugrienta y una barba desaliñada, pero su expresión parecía bondadosa—. ¿Necesitan un tren que vaya hacia el oeste?

—Sí, señor—respondí—. ¿Sabe usted de alguno?

Señaló con su mano grasienta. Y entonces vi un tren de carga reluciente, sin nieve encima. Era uno de esos trenes de transporte de automóviles, con mallas de acero y tres plataformas llenas de autos. A un lado ponía: "Linea del sol oeste".

—Ése... nos viene perfecto—dijo Thalia—. Gracias, eh...

Se volvió hacia el vagabundo, pero había desaparecido. El cubo de basura estaba frío y completamente vacío, como si el hombre se hubiera llevado también las llamas.







Una hora más tarde nos dirigíamos hacia el oeste traqueteando. Ahora ya no había discusiones sobre quién conducía, porque teníamos un auto de lujo para cada uno. Zoë y Bianca se habían quedado dormidas en un Lexus de la plataforma superior. Grover jugaba a los conductores de carreras al volante de un Lamborghini. Y Thalia le había hecho un puente a la radio de un Mercedes negro para captar las emisoras de rock alternativo de Washington.

—¿Puedo sentarme aquí?—le pregunté.

Ella se encogió de hombros, así que me senté en el asiento del copiloto.

En la radio sonaban los White Stripes. Conocía la canción porque era uno de los pocos discos míos que le gustaban a mi madre. Decía que le recordaba a Led Zeppelin. Pensar en mi madre me entristecía, porque no parecía que pudiese estar en casa para Navidades. Quizá no viviría tanto tiempo.

—Lamento no haberte dicho antes sobre el Éxodo de Hércules—dije.

—No te preocupes—murmuró—. Creo que entiendo por que lo hiciste.

Suspiré.

—Aún así, perdón, noté que... bueno, no te gusto precisamente que te ocultara esa información.

Apretó los puños levemente.

—Percy, es algo muy serio. Tienes un poder devastador que también te hace daño a ti. Obviamente me preocupé, somos amigos, después de todo. Saber que sufrías de todo ese dolor constante, y yo constantemente riñéndote y peleando contigo y...

—Thalia, para, por favor—le pedí—. No me gusta hablar de la marca. No me gusta que la gente me trate diferente por ella. En realidad, preferiría que siguiésemos peleando y tratando de matarnos sin razón alguna.

Ella sonrió.

—Bien, creo que puedo hacer eso.

Nos quedamos en silencio por un momento.

—El azote del Olimpo... sea cual sea ese monstruo—empecé—, el General dijo que saldría a tu encuentro. Querían separarte del grupo para que el monstruo pudiera luchar en solitario contigo.

—¿Dijo eso?

—Bueno, algo parecido.

—Fantástico. Me encanta que me utilicen como cebo.

—¿No tienes idea de qué monstruo podría ser?

Ella meneó la cabeza, malhumorada.

—No realmente... se supone que eres tú a quien "el azote del Olimpo muestra la senda"

Negué con la cabeza.

—Entonces estamos igual de perdidos.

Thalia suspiró.

—Al menos sabemos a dónde ir. San Francisco. Era allí adonde se dirigía Artemisa.

No pude evitar pensar en la diosa, en el reto silencioso que me había lanzado: "pruébamelo" quería que demostrase que yo estaba del lado de la justicia. Eso era algo que jamás me había interesado demostrar a nadie, me gustaba dejar que mis acciones hablaran por mí. Pero ahora... ahora sentía un extraño deseo por complacerla, y no entendía por qué.

También pensé en Annabeth, me había dicho algo sobre San Francisco en el último mensaje Iris que nos mandamos: que su padre se mudaba allí y ella no podía acompañarlo. Que los mestizos no podían vivir en ese lugar.

—¿Por qué?—pregunté—. ¿Qué tiene de malo San Francisco?

—La Niebla allí es muy densa porque la Montaña de la Desesperación está muy cerca. La magia de los titanes (o lo que queda de ella) todavía perdura allí. Los monstruos sienten por esa zona una atracción que no puedes ni imaginarte.

—La Montaña de la Desesperación...—el nombre no me sonaba, pero en mis memorias de Hércules debía de tener alguna información útil, simplemente tenía que averiguar donde buscar—. ¿Qué es exactamente?

Thalia arqueó una ceja.

—¿De verdad no lo sabes? Pregúntale a la estúpida de Zoë. Ella es la experta.

Miró al frente con rabia. El sol de la tarde se colaba a través de la malla del vagón de carga, arrojando una sombra sobre el rostro de Thalia. Pensé en cuán distinta era de Zoë. Ésta, tan formal y distante como una princesa; ella, con sus ropas andrajosas y su actitud rebelde. Y no obstante, había algo similar en ambas. El mismo tipo de dureza. Ahora mismo, con la cara sumida en la sombra y una expresión lúgubre, tenía todo el aspecto de una cazadora.

Y de repente se me ocurrió.

—Por eso no te agrada Zoë.

Ella frunció el entrecejo.

—¿Qué?

—Las cazadoras trataron de reclutarte—dije, sin estar del todo convencido.

Sus ojos brillaron peligrosamente. Pensé en que iba a echarme del Mercedes, pero se limitó a suspirar.

—Estuve a punto de unirme a ellas—reconoció al fin—. Luke, Annabeth y yo nos tropezamos una vez con las cazadoras, y Zoë intentó convencerme. Casi lo logró, pero...

—¿Pero?

Sus dedos se aferraron al volante.

—Tendría que haber dejado a Luke.

—Ah.

—Zoë y yo acabamos peleando. Ella me dijo que era una estupida. Que me arrepentiría de mi elección. Que algún día Luke me fallaría.

Observé el sol a través de la malla metálica. Daba la impresión de que viajábamos más rápido a cada segundo que pasaba: las sombras parpadeaban como un proyector antiguo.

—Pero Luke no te falló como ella predijo—respondí—. No te fallo por ser chico, sino que lo hizo como lo podría hacer todo ser humano.

—No...—dijo ella, bastante tensa—. Luke nunca me falló. Nunca.

—Tendremos que luchar con él—le recordé—. No habrá otra opción.

Thalia no respondió.

—Tú no lo has visto últimamente—le advertí—. Él fue quien me arrebató mi ojo, y por poco el brazo también. Sé que te es difícil de creer, pero...

—Haré lo que debo.

—¿Incluso si eso significa matarlo?

—Hazme un favor—dijo—. Sal de mi auto.

Me sentí tan mal por ella que no discutí. Cuando me disponía a alejarme, bajó la ventanilla y me llamó:

—Percy.

Tenía los ojos enrojecidos, no sabía si de rabia o tristeza, seguramente las dos.

—Annabeth también quería unirse a las cazadoras. Quizá deberías preguntarte por qué.

Antes de que pudiera responder, subió el cristal de la ventanilla.

¿Estaba tratando de hacerme sentir mal de alguna forma con esas palabras? No lo sabía, pero logró revolverme el estómago con esa afirmación, tampoco entendía bien por qué.







Me senté al volante del Lamborghini de Grover. Él dormía en la parte de atrás. Había pasado un rato tratando de impresionar a Zoë y Bianca con música de flauta, pero finalmente se había dado por vencido.

Entonces alguien entró y se sentó en el asiento del copiloto. Ambos nos quedamos en silencio por varios minutos hasta que ella se atrevió a hablar:

—Esto os pertenece—dijo Zoë, mientras me ofrecía un gran pellejo resplandeciente.

—¿Es esa...?

—La piel del León de Nemea, sí—confirmó.

Estiré mi mano hacia ella, pero me detuve. No negaré que estaba impresionado y sin duda deseaba usar aquella piel, la había usado Hércules, después de todo. Pero había algo que se sentía... indigno, no creía merecer aquel trofeo, no había sido yo quien había acabado con el monstruo, había sido el poder que Hércules me había dejado.

—No sé si debería...

—Es un botín de guerra—contestó Zoë, muy solemne—. Os lo habéis ganado con todo derecho.

—No fui yo quien lo mató—dije—. Sólo use el poder de alguien más. No lo merezco.

Ella meneo la cabeza, casi sonriendo.

—Si la fiera ha caído, ha sido gracias a vuestra estrategia, vuestra idea y vuestro sacrificio. Has sido vos quien ha soportado el dolor y lanzado el ataque. A cada cual lo suyo, Percy Jackson. Quedaos con el pellejo.

Finalmente acepté la piel. Para mi sorpresa, era muy ligera. Suave y blando también. No parecía en lo absoluto capaz de detener una estocada. Mientras lo contemplaba, se fue transformando hasta convertirse en un abrigo largo marrón dorado.

—No es que sea mi estilo exactamente—murmuré. Pero al ponérmelo noté de inmediato el calor que proporcionaba, siendo bastante cómodo para el invierno.

—Gracias—dije—. Pero puedo ver que eso no es lo único a lo que viniste.

Zoë asintió levemente mientras miraba por la ventanilla.

—Puedo notar que no te agrado—dijo ella—. Me juzgas por desconfiar de ti por ser un chico, pero hay algo en mi que te hace reaccionar hostil.

—No es nada personal—le aseguré—. Es sólo que tú forma de hablar... tan a lo Shakespeare, no lo sé. No me gusta Shakespeare.

—¿Y eso a que se debe?

Suspiré.

—"Al trabajar nos deleitamos con dolor físico"—cité—. De Macbeth, por William Shakespeare. Alguna vez oí esa frase en el pasado. En el contexto de los Doce Desastres y Pecados... bueno. Tengo todos los recuerdos de Hércules en mi cabeza, y pasó un muy mal rato peleando contra un fanático empedernido de Shakespeare.

Zoë se tensó y frunció el ceño.

—¿Tienes... todos sus recuerdos?

Hice una mueca.

—Bueno... es complicado, yo... ¿has oído de la teoría del multiverso?

—Algo he oído—respondió con cautela.

—Pues bien, más que una teoría es una realidad. Existe éste otro mundo, al que voy a llamar como la tierra del Ragnarok...

Me pasé un largo rato contándole sobre el Ragnarok, las batallas, los dioses y, por supuesto, la historia sobre cómo Alcides se enfrentó al ejército de Ares y se sacrificó para devolver a los dioses a los cielos, tomando el nombre de Heracles, la gloria de Hera.

—En ese mundo todo es bastante distinto al nuestro—decía—. Apolo da bastante miedo, a diferencia de aquí, lo mismo con Poseidón, y Zeus se ve patético casi todo el tiempo, pero es capaz de convertirse en una enorme masa de músculos que puede controlar el tiempo.

Zoë escuchaba silenciosamente y con atención, y juraría que se relajó al escuchar sobre otros universos, como si la perspectiva de infinitas posibles dimensiones le fuera menos aterradora que que yo compartiera las memorias del Hércules de nuestro mundo, y eso me hizo sospechar.

—Sin duda, el mundo que describes se escucha... interesante.

—Definitivamente—asentí—. Sólo... hazme el favor de no contarle a nadie sobre lo que te acabo de decir. Suficiente tenemos ya con Crono alzándose, no necesitamos preocuparnos por dioses muertos que cruzan de un universo a otro. Eso déjamelo a mí.

Zoë se dejó caer en su asiento con aire derrotado.

—¿Por qué no has compartido con el mundo el conocimiento sobre tus poderes?—me preguntó—. Más allá del origen de estos, suena a algo que perfectamente podrías haber usado a tu favor en más de una ocasión.

Bajé la mirada y observé la marca en mi brazo.

—¿Tú no tienes secretos, Zoë?

Ella se congeló en su sitio.

—¿Qué quieres decir...?

—Me refiero a que... bueno, ¿no has escondido nunca una verdad, profunda e importante, pero terrible al mismo tiempo. Algo que de conocerse haría que el mundo entero cambie la forma en la que te mira.

Ella miró al suelo.

—Sí... sé a lo que te refieres.

Asentí.

—No quiero que la gente me vea y diga "miren, es el chico del Éxodo de Hércules, pobrecillo, sufre dolor constante". Quiero que el mundo me trate simple como yo, como Percy. ¿Entiendes?

—Lo entiendo, créeme...—respondió.

Ella se notaba incómoda, como si sintiese que de alguna manera, al abrirme yo así hacia ella, ella tuviese que hacer lo mismo.

—No tienes que decirme ninguno de tus secretos—le dije—. Sólo quiero que comprendas mi situación.

Ella asintió agradecida.

—¿Puedo preguntar sobre vuestra relación con mi señora?—cuestionó ella—. Pude notar como toda tu seguridad se desvanecía en el aire. En un inicio creí que era por estar frente a una deidad, pero con Apolo o Dioniso no bajaste la guardia ni por un segundo. Y al mismo tiempo, pude notar algo extraño en Artemisa, un... disturbio en su forma normal de ser.

Sentí un escalofrío recorrer mi espalda.

—Yo tampoco sé lo que sucede—murmuré—. Quizá se deba a mis recuerdos de cuando era pequeño, de cuando me perdí en el bosque y ella me salvó. Es posible que eso me desoriente, pero...

—¿Pero?

—Pero no estoy seguro. Y no sé qué responderte.

Ella me miraba con sospecha, pero finalmente pasó del tema.

—¿Puedo preguntarte una última cosa?—le dije.

Ella se me quedó mirando por un momento.

—Adelante.

—Tú conociste a Hércules, ¿no es así? Al de éste mundo, me refiero. Y no fue muy agradable para ti.

Ella volvió a tensarse, su mirada se volvió de piedra y llena de furia, abrió la puerta del auto y se dispuso a salir.

—Eso no es algo de tu incumbencia.

Bajé la mirada.

—Entiendo, lo siento...

Ella relajó ligeramente su postura.

—Sólo te diré que, por la forma en la que describes a Hércules, el Mensajero de la Justicia, con tanta esperanza y emoción, has de intentar no quedar desilusionado cuando te percates de las diferencias entre los dos mundos que conoces.

Y con esas palabras, cerró la puerta del auto y se alejó en silencio.







Me quedé sólo y en silencio por un largo rato. Mientras miraba cómo se ponía el sol, pensé en Annabeth y Artemis. Me daba miedo dormirme. Me inquietaba lo que pudiera soñar.

—No tengas miedo de los sueños—dijo una voz a mi lado.

Me volví. En cierto sentido, no me sorprendió encontrarme en el asiento del copiloto al vagabundo de las cocheras del ferrocarril. Llevaba unos tejanos tan gastados que casi parecían blancos. Tenía el abrigo desgarrado y el relleno se le salía por las costuras. Parecía algo así como un osito de peluche arrollado por un camión de mercancías.

—Si no fuera por los sueños—dijo—, yo no sabría ni la mitad de las cosas que sé del futuro. Son mucho mejores que los periódicos del Olimpo.—Se aclaró la garganta y alzó las manos con aire teatral.

Los sueños igual que un iPod

me dictan verdades al oído

y me cuentan cosas guay.

—¿Apolo?—deduje. Sólo él sería capaz de componer un haiku tan malo.

Él se llevó un dedo a los labios.

—Estoy de incógnito. Llámame Fred.

—Fred... ¿no prefieres Lester?

—No, ese nombre es horrible, jamás me llamaría así.

—Como sea... ¿un dios llamado Fred?

—Bueno... Zeus se empeña en respetar ciertas normas. Prohibido intervenir en una operación de búsqueda humana. Incluso si ocurre algo grave de verdad. Pero nadie se mete con mi hermanita, demonios. Nadie.—me miró fijamente—. Lo que me recuerda... no creas que no he visto como la miras, ¿qué te traes con ella?

—Tenemos... una apuesta, supongo que se podría decir.

—¿Una apuesta? Me gustan las apuestas, cuéntame más.

Ladeé la cabeza.

—Bueno, es más bien un reto, un desafío. Yo era bastante pequeño cuando ella me encontró perdido en el bosque y me salvó de un monstruo...

—Oh, sí, ella hace eso. Le encanta ir por allí adoptando animalitos sin hogar, como lobos, pequeños dragones y doncellas furiosas.

—Eh... claro. Como sea. Ella debió notar que yo era un semidiós, porque me dijo que presentía que nos volveríamos a ver...

—Hum, y dicen que soy yo el que ve el futuro.

—Como decía... Yo, en mi inocencia, le pregunté si podríamos ser amigos...

—Uy, pregunta interesante, aunque entendible viniendo de un pequeño marginado social.

—¿Me dejas hablar?

—Claro, continúa.

Bufé exasperado.

—Ella accedió, siempre y cuando le demostrara que yo no sería como otros hombres. Y aquí me tienes, tratando de probar que siempre estoy del lado de la justicia.

Apolo miró por la ventana.

—Justicia... es una interesante palabra, y te lo dice el dios del orden y la armonía.

—Así que, ¿puedes ayudarnos en la misión?—le pregunté, cambiando un poco de tema.

—Chist. Ya lo he hecho. ¿No has mirado fuera?

—El tren. ¿A qué velocidad vamos?

Él ahogó una risita.

—Bastante rápidos. Por desgracia, el tiempo se nos acaba. Casi se ha puesto el sol. Pero imagino que habremos recorrido al menos un buen trozo de América.

—Pero ¿dónde está Artemis?

Su rostro se ensombreció.

—Sé muchas cosas y veo muchas cosas. Pero eso no lo sé. Una nube me lo oculta. No me gusta nada.

—Hablas de forma bastante poética cuando no tratas de hacerlo.

—Gracias, es un don.

—¿Qué me dices de Annabeth? ¿Sabes dónde está?

Frunció el entrecejo.

—Ah, ¿te refieres a esa chica que perdiste? Humm. No sé.

Hice un esfuerzo para no enfurecerme. Sabía que a los dioses les costaba tomarse en serio a los mortales, e incluso a los mestizos. Vivimos vidas muy cortas, comparadas a ellos. De ves en cuando les haría falta a los dioses un pequeño recordatorio, como que un francotirador virtualmente invisible le metiese una bala en el cráneo a Apolo, por ejemplo.

—¿Y qué hay del monstruo que Artemis estaba buscando?—le pregunté—. ¿Sabes lo que es?

—No. Pero hay alguien que tal vez lo sepa. Si aún no has encontrado a ese monstruo cuando llegues a San Francisco, busca a Nereo, el viejo caballero del mar. Tiene una larga memoria y un ojo muy penetrante. Posee el don del conocimiento, aunque a veces se ve oscurecido por mi Oráculo.

Nereo... conocía ese nombre. Era dios de las olas y poseía el don de la profecía. Y más importante, ayudaba a los héroes que pudiesen atraparlo. Lo hizo con Hércules cuando éste logró pescarlo en su búsqueda por las manzanas de las hespérides.

—Acabó de pensar algo...—noté—. Si es tu Oráculo... ¿No puedes decirnos lo que significa la profecía?

Apolo suspiró.

—Eso es como pedirle a un pintor que te hable de su cuadro, o a un poeta que te explique su poema. Es como decirle que ha fracasado. El significado sólo se aclara a través de la búsqueda.

—Dicho de otro modo, no lo sabes.

Apolo consultó su reloj.

—¡Uy, mira qué hora es ya! He de irme corriendo. No creo que pueda arriesgarme a ayudarlos otra vez, Percy. ¡Pero recuerda lo que te he dicho! Duerme un poco. Y cuando vuelvas, espero que hayas compuesto un buen haiku sobre el viaje.

Yo quise responder que no estaba cansado y que no había escrito un haiku en mi vida, pero Apolo chasqueó los dedos y se me cerraron los ojos.







En mi sueño, yo era otra persona. Ya estaba acostumbrado a esa sensación, el ver los recuerdos desde la perspectiva de alguien más. Podía sentir toda esa fuerza y poder ajenos a mí, una potencia hercúlea que bien conocía, pero se notaba diferente, más terrenal y atronadora, en lugar de la celestialidad a la que estaba acostumbrado en mis anteriores visiones.

Se sentía, en sí, como cuando tenía visiones y recuerdos de la vida de Alcides, mucho tiempo antes de que él bebiera la ambrosía y descendiera a la divinidad. Pero con el agregado de sentir una fuerza divina e incontenible en mi interior.

Iba con una anticuada túnica griega (demasiado ventilada en los bajos) y unas sandalias de cuero con cordones. Llevaba la piel del León de Nemea anudada a la espalda como una capa y corría, arrastrando por una chica que me agarraba con fuerza de la mano.

—¡Deprisa!—decía. Estaba demasiado oscuro para verle la cara con claridad, pero percibía el miedo en su voz—. ¡Deprisa o nos encontrará!

Era de noche. Millones de estrellas resplandecían en el cielo. Corríamos entre hierbas muy altas y el olor de las flores daba al aire un aroma embriagador. Era un hermoso jardín y, sin embargo, la chica me guiaba a través de él como si estuviéramos a punto de morir.

—No tengo miedo—le decía yo.

—¡Deberías tenerlo!—respondía, y seguía arrastrándome. Sus largas trenzas oscuras le bailaban en la espalda. Su manto de seda resplandecía levemente a la luz de las estrellas.

Subíamos corriendo la cuesta. Me lleva a detrás de un arbusto espinoso y nos derrumbábamos jadeando. No entendía por qué ella tenía tanto miedo. El jardín parecía tranquilo.

—No hace falta que corramos—le decía. Mi voz sonaba más grave, más segura—. He vencido a miles de monstruos con mis manos desnudas.

—A éste no—respondía la chica—. Ladón es demasiado fuerte. Debes subir la montaña dando un rodeado para llegar a mi padre. Es la única manera.

El dolor que latía en su voz me sorprendió. Estaba preocupada de verdad casi como si yo le importara.

—No confió en tu padre—replicaba.

—No debes confiar—asentía ella—. Tendrás que engañarlo. Pero no puedes tomar el premio directamente... ¡o morirás!

Yo reía entre dientes.

—Entonces, ¿por qué no me ayudas, bella doncella?

—Tengo miedo. El Ladón me detendría. Y mis hermanas, si se enterasen, me repudiarían.

—Entonces no hay más remedio.—Me incorpore frotándome las manos.

—¡Espera!—decía la chica.

Parecía atormentada por una duda. Finalmente, con dedos temblorosos, se llevaba una mano al cabello y se quitaba un largo broche blanco.

—Si has de luchar, llévate esto. Me lo dio mi madre, Pleione. Ella era hija del océano y la fuerza del océano se halla encerrada en él. Mi poder inmortal.

La chica soplaba en el broche y éste brillaba levemente. Destellaba a la luz de las estrellas como un brillante caracol marino.

—Llévatelo—me decía—. Y conviértelo en un arma.

Yo me echaba a reír.

—¿Un broche para el pelo? ¿Cómo va a matar esto a Ladón, bella doncella?

—Tal vez no sirva—reconocía—. Pero es lo único que puedo ofrecerte si te obstinas a tu propósito.

Su voz me ablandaba el corazón. Alargaba la mano y tomaba el broche. Éste empezaba a crecer en el acto y a hacerse más pesado... hasta Que me encontraba con una espada de bronce reluciendo en mi mano. La miraba y me resultaba muy familiar.

—Bien equilibrada—decía—. Aunque normalmente prefiero usar mis manos desnudas. ¿Cómo llamaré a esta espada?

—Anaklusmos—respondía la chica con tristeza—. La corriente que te toma por sorpresa. Y antes de darte cuenta, te ha arrastrado a mar adentro.

Antes de que pudiera darle las gracias, se oía un rumor entre la hierba, un silbido semejante al aire escapando de un neumático, y la chica exclamaba:

—¡Demasiado tarde! ¡Ya está aquí!

...

Me incorporé de golpe en el asiento del Lamborghini. Grover me sacudía un brazo.

—Percy, ya es de día. El tren ha parado. ¡Vamos!

Intenté sacudirme el sueño. Thalia, Zoë y Bianca habían alzado la malla metálica. Fuera se veían montañas nevadas con grupos de pinos diseminados aquí y allá: un sol encarnado asomaba entre dos picos.

Saqué mi bolígrafo y lo miré detenidamente. Anaklusmos, el antiguo nombre griego de Contracorriente. Tenía una forma distinta, pero estaba seguro de que la hoja era la misma que había visto en mi sueño.

Y también estaba seguro de otra cosa: la chica que había visto era Zoë Belladona.

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