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La tormenta:


Grover me estaba poniendo pelos de punta, no paraba de refunfuñar: "¿Por qué siempre pasa lo mismo?" Y "¿Por qué siempre tiene que ser en sexto?"

Por más que intenté sacarle más información el simplemente me evadía y no respondía. Aún con eso tomamos un taxi juntos de camino a mi "hogar" después de una parada al baño (la vejiga de Grover entra en acción cuando él se disgusta)







Ahora unas palabras sobre mi madre antes de que la conozcas.

Se llama Sally Jackson y es la persona más buena del mundo, lo que demuestra mi teoría de que los mejores son los que tienen peor suerte. Sus padres murieron en un accidente aéreo cuando tenía cinco años, y la crió un tío que no se ocupaba demasiado de ella. Quería ser novelista, así qué pasó todo el instituto trabajando y ahorrando dinero para ir a una universidad con cuernos cursos de escritura creativa. Entonces su tío enfermó de cancer, por lo que tubo que dejar el instituto el último año para cuidarlo. Cuando murió, se quedó sin dinero, sin familia y sin bachillerato.

El único buen momento qué pasó fue cuando conoció a mi padre. Yo no conservo recuerdos de él, sólo una especie de calidez, quizá un leve rastro de su sonrisa. A mi madre no le gustaba hablar de él porque la pone triste. No tiene ninguna foto.

Verás, no estaban casados. Mi madre me contó que era rico e importante, y que su relación era secreta. Un buen día él embarcó hacia el Atlántico en algún viaje importante y jamás regresó. Se perdió en el mar, según mi madre. No murió. Se perdió en el mar.

Ella trabajaba en empleos irregulares, asistía a clases nocturnas para conseguir su título de bachillerato y me crío sola. Jamás se quejaba o se enfadaba, ni siquiera una vez, pese a que yo no era un chico fácil.

Al final se casó con Gabe Ugliano, que fue un buen tipo los primeros treinta segundos que lo conocí; después se mostró como el cretino de primera que era. Cuando era más pequeño, le puse el mote de Gabe el Apestoso. Lo siento pero es verdad. El tipo olía a pizza de ajo enmohecida envuelta en pantalones de gimnasio.

No me pregunten como sé a qué huele eso.

Entre los dos le hacíamos la vida a mi mamá más bien difícil. La manera en que Gabe el Apestoso la trataba, el modo en que el y yo nos llevábamos... En fin, mi llegada a casa es un buen ejemplo.







Llegué a nuestro pequeño departamento acompañado por Grover.

—Bueno... creo que aquí me despido—le dije—. Gracias, por ser mi amigo y esas cosas.

Él seguía demasiado nervioso.

—No hay problema, solo...—miraba hacia todas direcciones paranoicamente—. Búscame si me necesitas.

Él se fue lentamente, sin dejar de mirar en todas direcciones y por algún motivo olisquear el aire nerviosamente.

Me sujete la zona del pecho que más me dolía y respiré profundamente antes de entrar en el departamento con la esperanza de que mi madre hubiera regresado ya del trabajo.

En cambio, me encontré en la sala a Gabe el Apestoso, jugando al póquer con sus amigotes. El televisor rugía con el canal de deportes ESPN. Había patatas fritas y latas de cerveza desperdigadas por toda la alfombra.

Sin levantar la mirada, él dijo desde el otro lado del puro:

—Conque ya estás aquí, ¿eh, chaval?

—¿Dónde está mi madre?

—Trabajando—contestó—. ¿Tienes suelto?

Resistí un inmenso impulso de abalanzarme sobre él y tratar de azotar su asqueroso rostro contra la mesa y respiré profundamente.

—No tengo suelto.

Arqueó una repugnante ceja.

Gabe olía el dinero como un sabueso, lo cual era sorprendente, dado que su propio hedor debía de anular todo lo demás.

—Has venido en taxi desde la terminal de autobuses—dijo—. Probablemente has pagado con un billete de veinte y te habrán devuelto seis o siete dólares. Quien espera vivir bajo este techo debe asumir sus cargas. ¿Tengo razón, Eddie?

Eddie, el portero del edificio, me miró con un destello de simpatía.

—Vamos, Gabe—le dijo—. El chico acaba de llegar.

—¿Tengo razón o no?—repitió Gabe.

Eddie frunció el entrecejo y se refugió en su cuenco de galletas saladas. Los otros dos tipos se pedorrearon casi al unísono.

—Genial—gruñí. Saqué unos dólares del bolsillo y los lancé encima de la mesa—. Espero que pierdas.

—¡Ha llegado tu boletín de notas, cráneo privilegiado!—exclamó cuando me volví—. ¡Yo no iría por ahí dándome tantos aires!

Cerré de un portazo mi habitación, que en realidad no era mía. Durante los meses escolares era el "estudio" de Gabe. Por supuesto, no había nada que estudiar allí dentro, aparte de viejas revistas de coches, pero le encantaba apelotonar mis cosas en el armario, dejar sus botas manchadas de barro en el alféizar y esforzarse porque el lugar apestara a su asquerosa colonia, sus putos y su cerveza rancia.

Dejé la maleta en la cama. Hogar, dulce hogar.

El olor de Gabe era casi peor que las pesadillas sobre la señora Dodds o aquel hombre en la ciudad oscura. Incluso casi peor que el sonido de las tijeras de la anciana frutera.

Casi.

Me eché en la cama y serré los ojos, tratando de aguantar el dolor que estaba sintiendo en el cuerpo. Era como si esa extraña marca me estuviera quemando el alma misma.

—¿Percy?

Mi madre abrió la puerta y al instante me sentí mejor. Mi madre es capaz de hacer que me sienta bien sólo con entrar en mi habitación.

—Oh, Percy.—Me abrazó fuerte—. No me lo puedo creer. ¡Cuánto has crecido desde Navidad!

Ella aún estaba vestida con su uniforme de trabajo de la pastelería Sweet on America, y olía a chocolate, regaliz y demás cosas que vendían en la tienda de golosinas en la estación Grand Central. Me había traído "muestras gratis", como siempre hacía cuando yo venía a casa.

Nos sentamos juntos en el borde de la cama. Mientras yo atacaba las tiras de arándanos ácidos, me pasó la mano por la cabeza y quiso saber todo lo que no le había contado en mis cartas. No mencionó mi expulsión, no parecía importarle. Pero ¿yo estaba bien? ¿Su niñito se las apañaba?

Le dije que no me agobiara, que me dejara respirar y todo eso, aunque en secreto me alegraba muchísimo de tenerla a mi lado.

—Eh, Sally, ¿qué tal si nos preparas un buen pastel de carne?—vociferó Gabe desde la otra habitación.

Me rechinaron los dientes apreté los puños.

Mi madre es la mujer más agradable del mundo. Tendría que estar casada con un millonario, no con un capullo como Gabe.

Por ella, intenté sonar optimista cuando le conté mis últimos días en la academia Yancy. Le dije que no estaba demasiado afectado por la expulsión (esta vez casi había durado un curso entero). Había hecho nuevos amigos. No me había ido mal en latín. Y, en serio, las peleas no habían sido tan terribles como aseguraba el director.... Al menos no tanto.

Hasta aquella excursión al museo...

—¿Qué?—me preguntó mi madre. Me azuzaba la conciencia con la mirada, intentando sonsacarme—. ¿Te asustó algo?

—Yo... ¿sí supiste que tuve un desmayo en esa excursión?

—Oh, entiendo.

Ella sabía que me estaba guardando algo, pero no me presionó. Y yo no dije nada porque ni siquiera sabía bien que había pasado.

—Tengo una sorpresa para ti—dijo—. Nos vamos a la playa.

Abrí mucho los ojos.

—¿A Montauk?

—Tres noches, en la misma cabaña.

—¿Cuándo?

Sonrió y contestó:

—En cuánto me cambie.

No podía creerlo. Mi madre y yo no habíamos ido a Montauk los últimos dos veranos porque Gabe decía que no había suficiente dinero.

En ese momento, Gabe apareció por la puerta y masculló:

—¿Qué pasa con ese pastel, Sally? ¿Qué no me oíste?

Quise pegarle un puñetazo, pero crucé la mirada con mi madre y comprendí que me ofrecía un trato: sé amable con Gabe un momentito. Sólo hasta que ella estuviera lista para marcharnos a Montauk. Después nos largaríamos de allí.

—Ya voy, cariño—le dijo a Gabe—. Estábamos hablando del viaje.

Gabe entrecerró los ojos.

—¿El viaje? ¿Quieres decir que lo decías en serio?

—Lo sabía—gruñí—. Intentará detenernos.

—No lo hará—repuso mi madre sin alterarse—. Tu padrastro sólo está preocupado por el dinero. Eso es todo. Además—añadió—, Gabriel no va a tener que conformarse con un pastel común y corriente. Se lo haré de siete capas y prepararé mi salsa especial de guacamole y crema agria.

Oh, las siete capaz. Mucho más de lo que el apestoso era merecedor.

Gabe se ablandó un poco.

—Así que el dinero para ese viaje suyo... va a salir de tu presupuesto para ropa, ¿no?

—Sí, cariño—aseguró mi madre.

—Y llevarás mi coche allí y lo traerás de vuelta, a ningún sitio más.

—Tendremos cuidado.

Gabe se rascó la papada.

—A lo mejor si te esmeraras para ese pastel de siete capas... Y a lo mejor si el niño se disculpa por interrumpir mi partida de póquer.

"A lo mejor si te pego una patada en donde más duele y te arrojo por la ventana"—, pensé.

Pero los ojos de mi madre me advirtieron que no lo hiciera enojar. ¿Por qué soportaba a aquel tipo?

Tuve ganas de gritar. ¿Por qué le importaba lo que él pensara?

—Lo siento—gruñí—. Siento de verdad haber interrumpido tu importantísima partida de póquer. Por favor, vuelve a ella inmediatamente

Gabe entrecerró los ojos. Su minúsculo cerebro probablemente intentaba detectar el sarcasmo en mi declaración.

—Bueno, lo que sea—resopló, y volvió a su partida.

—Gracias, Percy—me dijo mamá—. En cuanto lleguemos a Montauk, seguiremos hablando de... lo que se te ha olvidado contarme, ¿de acuerdo?

Por un momento me pareció ver ansiedad en sus ojos, el mismo miedo que había visto en Grover durante el viaje. Pero fue solo un momento, luego recuperó su sonrisa y supuse que me había equivocado.







Una hora más tarde estábamos listos para largarnos.

Gabe se tomó un descanso de su partida lo bastante largo para verme cargar las bolsas de mi madre en el coche. No dejó de protestar y quejarse por perder a su cocinera—y lo más importante, su Camaro del 78–durante todo el fin de semana.

—No le hagas ningún rasguño al coche, craneo privilegiado—me advirtió mientras cargaba la última bolsa—. Ni un rasguño pequeñito.

Como si yo fuera a conducir. Tenía doce años. Pero eso claramente no le importaba a ese idiota.







Nuestro bungalow alquilado estaba en la orilla sur, en la punta de Long Island. Estaba medio hundida en las dunas, había arena en las sabanas y arañas en la habitación y la mayoría del tiempo el mar estaba demasiado frío como para meterse en el.

Me encantaba.

Íbamos allí desde que era niño. Mi madre llevaba más tiempo yendo. Jamás me lo dijo exactamente, pero yo sabía por qué aquella playa era especial para ella. Era el lugar donde había conocido a mi padre.

Llegamos al atardecer, abrimos las ventanas y emprendimos nuestra rutina habitual de limpieza. Luego caminamos por la playa, les dimos palomitas de maíz azules a las gaviotas y comimos nuestras gomitas azules, caramelos masticables azules, y las demás nuestras demás muestras gratis que mi madre había traído del trabajo.

Supongo que tengo que explicar lo de la comida azul.

Verás, Gabe dijo una vez a mi madre que no existía tal cosa. Tuvieron una pelea, que en su momento pareció una tontería, pero desde entonces mi madre se volvió loca por comer azul. Preparaba pasteles de cumpleaños y batidos de arándanos azules. Compraba nachos de maíz azul y traía a casa caramelos azules. Esto—junto con la decisión de mantener su nombre de soltera, Jackson, en lugar de hacerse llamar "señora Ugliano"—era prueba de que no estaba totalmente abducida por Gabe. Tenía una veta rebelde, como yo.

Cuando anocheció, hicimos una hoguera. Asamos salchichas y malvaviscos. Mamá me contó historias de su niñez, antes del accidente de sus padres. Y me habló de los libros que quería escribir en un futuro.

Al final, me reuní de valor para preguntarle lo que me rondaba por la mente desde que llegamos a Montauk: mi padre. A ella se le empañaron los ojos. Supuse que me contaría las mismas cosas de siempre, pero yo nunca me cansaba de oírlas.

—Era amable, Percy—dijo—. Alto, guapo y fuerte. Pero también gentil. Tú tienes su cabello negro, ya lo sabes, y sus ojos verdes.—Mamá pescó una gomita azul de la bolsa de golosinas—. Ojalá él pudiera verte, Percy. ¡Qué orgulloso estaría!

Bajé la mirada.

—¿Cómo puedes decir eso?—murmuré sombríamente—. ¿Un chico hiperactivo y disléxico con un boletín de notas lleno de insuficientes, expulsado de la escuela por sexta vez en seis años, que se mete en peleas constantemente?

Ella me miró con algo de tristeza.

—Percy, ambos sabemos cómo son las peleas en las que te metes—me dijo—. Defiendes a los que no pueden protegerse solos de los que se aprovechan de ellos. Eres alguien justo, y créeme que de todo lo que dijiste, eso sería lo único que le importaría a tu padre.

—Gracias... yo... ¿cuantos años tenia?—le pregunté—. Quiero decir... cuando se marchó.

Observó las llamas.

—Solo estuvo conmigo un verano, Percy. Justo aquí, en esta playa. En esta cabaña.

—Pero me conoció de bebé... ¿no?

—No, cariño. Sabía que yo estaba esperando un niño, pero nunca te vio. Tuvo que marcharse antes de que tú nacieras.

Intenté conciliar aquello con el hecho de que yo creía recordar algo de mi padre. Un resplandor cálido. Una sonrisa. Siempre di por supuesto que él me había conocido al nacer. Mi madre nunca me lo había dicho directamente, pero aún así me parecía ilógico. Y ahora me enteraba de que él nunca me había visto...

Me enfadé con mi padre. Puede que fuera una estupidez, pero le eché en cara que se marchara en aquel viaje por mar y no tuviera agallas para casarse con mamá. Nos había abandonado, y ahora estábamos atrapados con Gabe el Apestoso.

—¿Vas a enviarme fuera de nuevo?—pregunté—. ¿A otro internado?

Ella sacó un malvavisco de la hoguera.

—No lo sé, cariño—dijo con tono serio—. Creo... creo que tendremos que hacer algo.

—¿Porque no me quieres cerca?—Me arrepentí al instante de pronunciar esas palabras.

Los ojos de mi madre se humedecieron. Me agarró la mano y la apretó con fuerza.

—Oh, Percy, no. Yo... tengo que hacerlo, cariño. Por tu propio bien. Tengo que enviarte lejos.

Sus palabras me recordaron a lo que él señor Brunner había dicho: que era mejor para mi abandonar Yancy.

—Porque no soy normal—respondí.

—Lo dices como si fuera algo malo, Percy. Pero ignoras lo importante que eres. Creí que la academia Yancy estaría lo bastante lejos, pensé que allí estarías por fin a salvo.

—¿A salvo de qué?

Cruzamos las miradas y me asaltó una oleada de recuerdos: todas las cosas raras y pavorosas que me habían pasado en la vida, algunas de las cuales había intentado olvidar.

Cuando estaba en tercer curso, un hombre vestido con una gabardina negra me persiguió por un patio. Los maestros lo amenazaron con llamar a la policía y él se marchó gruñendo, pero nadie me creyó cuando les dije que bajo el sombrero de ala ancha el hombre sólo tenía un ojo, en medio de la frente. Antes de eso: un recuerdo muy, muy temprano. Estaba en preescolar y una profesora me puso a hacer la siesta por error en una cuna en la que se había colado una culebra. Mi madre gritó cuando vino a recogerme y me encontró jugando con una cuerda mustia y con escamas, que de algún modo había conseguido estrangular con mis regordetas manos. Y como olvidar a la chica de ojos plateados que había visto ya dos veces hasta la fecha. En todas las escuelas me había ocurrido algo que me ponía los pelos de punta, algo peligroso, y eso me había obligado a trasladarme.

Sabía que debía contarle a mi madre lo de las ancianas del puesto del frutas y lo de la señora Dodds en el museo, y especialmente mis visiones, que habían aumentado su intensidad y el terrible dolor que había sentido en varias ocasiones desde el encuentro en el museo.

Pero no me atreví. Tenía la extraña intuición de que aquellas historias pondrían fin a nuestra excursión a Montauk, y no quería que eso ocurriera.

—He intentado mantenerte tan cerca de mí como he podido—dijo mi madre—. Me advirtieron que era un error. Pero sólo hay otra opción, Percy: el lugar al que quería enviarte tu padre. Y yo... simplemente no soporto la idea.

—¿Mi padre quería que fuera a una escuela especial?

—No es una escuela. Es un campamento de verano.

La cabeza me daba vueltas. ¿Por qué mi padre—que ni siquiera se había quedado para verme nacer—le había hablado a mi madre de un campamento de verano? Y si era tan importante, ¿por qué ella no lo había mencionado antes?

—Lo siento, Percy—dijo al ver mi mirada—. Pero no puedo hablar de ello. Yo... no pude enviarte a ese lugar. Quizá habría supuesto decirte adiós para siempre.

—¿Para siempre? Pero si sólo es un campamento de verano...

Se volvió hacia la hoguera, y por su expresión supe que si le hacía más preguntas se echaría a llorar.







Esa noche tuve un sueño muy real.

Era... diferente a mis visiones habituales. No era como si viera el mundo a través de los ojos de otro, sino... como si estuviese en un plano aparte, donde era consciente de mis acciones pero aún así no podía controlarlas.

Había una tormenta en la playa, y dos animales preciosos—un caballo blanco y un águila dorada—intentaban matarse mutuamente entre las olas de la orilla. El águila se abalanzaba y rasgaba con sus espolones el hocico del caballo. El caballo se volvía y coceaba las alas del águila. Mientras peleaban, la tierra tembló y una voz monstruosa estalló en carcajadas desde algún lugar subterráneo, incitando a las dos bestias a pelear con mayor fiereza.

Corrí hacia la orilla, sabía que tenía que evitar que se mataran, pero avanzaba a cámara lenta. Sabía que llegaría tarde. Vi el águila lanzarse en picado, dispuesta a sacarle los ojos espantados ojos al caballo, y grité "¡Nooo!".

Me desperté sobresaltado.

Fuera había esta,lado realmente una tormenta, la clase de tormenta que derriba árboles y casas. No había ningún caballo o águila en la playa, sólo relámpagos que iluminaban todo con fogonazos de luz, y olas de siete metros batiendo contra las dunas como artillería pesada.

Al siguiente trueno, mi madre también se despertó. Se incorporó con los ojos muy abiertos y dijo:

—Un huracán.

Eso era absurdo. Los huracanes nunca llegan a Long Island al principio del verano. Pero al océano parecía habérsele olvidado. Por encima del rugido del viento, oí un aullido distante, un sonido enfurecido y torturado que me puso los pelos de punta.

Después un ruido más cercano, como mazazos en la arena. Y una voz desesperada: alguien agitaba y aporreaba nuestra puerta.

Mi madre saltó de su cama en camisón y abrió el pestillo.

Grover apareció enmarcado en el umbral contra el aguacero. Pero no era... no era exactamente Grover.

—He pasado toda la noche buscándote—jadeó—. ¡Me viene pisando los talones!

Mi madre me miró asustada, no por Grover sino por el motivo que lo había traído.

—¡Percy!—gritó para hacerse oír con la lluvia—, ¿qué pasó en la escuela? ¿Qué no me has contado?

Yo estaba paralizado mirando a Grover, no podía entender lo que estaba viendo.

—¡¿Aún no les has contado nada a tu madre?!—exclamó Grover.

Estaba demasiado aturdido para preguntarme cómo él había llegado allí solo, en medio de la noche. Porque además Grover no llevaba pantalones puestos, y donde debían estar sus piernas... donde debían estar sus piernas...

Mi madre me miró com seriedad y me habló con un tono que nunca había empleado antes:

—Percy. ¡Cuéntamelo ya!

Tartamudeé algo sobre las ancianas en el puesto de frutas, la señora Dodds y mis visiones sobre el hombre y la ciudad demolida, y mi madre se quedó mirándome con una palidez mortal a la luz de los relámpagos. Por fin agarró su bolso, me lanzó el impermeable y exclamó:

—¡Métanse en el carro! ¡Los dos! ¡Ahora!

Grover echó a correr hacia el Camaro, pero en realidad no corría, no exactamente. Trotaba, sacudía sus peludos cuartos traseros, y de repente su historia sobre una dolencia muscular en las piernas cobró sentido. Comprendí cómo podía avanzar tan rápido y aún así cojear cuando caminaba.

Sí, lo comprendí porque allí donde debían estar sus pies, no había pies. Había pezuñas.

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