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La Maldición del Titán:


Abrí los ojos lentamente, sentía mi cuerpo tembloroso y ajeno. La adrenalina de los últimos días había sido demasiado para mi sistema, al remitir, me había dejado casi muerto.

Traté de reincorporarme, pero alguien me lo impidió.

—Descansa, hijo—me pidió Poseidón—. Ese fue un gran espectáculo, tienes que recuperarte.

Tosí e intente removerme, pero incluso si era gentil, el agarre de mi padre era férreo.

—Sólo fueron unos rasguños—dije—. Estoy agotado, pero es todo...

—¿Y qué me dices del dolor?

—¿Eh...?

Miré a mi alrededor. Me encontraba dentro de un brillante y limpio edificio de color dorado. A travez de las ventanas entraba la luz de la luna. Habían varias camillas de hospital a mis costados, en la de mi derecha, recuperándose de sus heridas, se encontraba Ares mirando al techo.

No éramos los únicos en la habitación. Apolo se movía de un lado a otro, revisando una serie de apuntes. Artemis me vigilaba, con los brazos cruzados, recargada en la pared. Thalia y Annabeth estaban sentadas al lado de mi cama, en el extremo opuesto de Poseidón. Grover se paseaba de un lado a otro tan ansioso como Apolo, bebiendo baso tras baso de café.

Junto a Ares, se encontraba Afrodita, riéndose de los quejidos que soltaba el dios de la guerra cada que ella tocaba sus heridas.

Finalmente, Hermes contaba alegremente la montañita de dracmas dorados que había ganado en sus apuestas. Al verme consciente, sonrió y levantó su pulgar en gesto de aprobación.

—¿Cómo... lo sabes?

Todo el mundo guardó silencio y se volvió hacia mí.

Apolo hizo un ademán con la mano. Todas las puertas y ventanas se cerraron de golpe.

Annabeth me miró a los ojos.

—Lo... lo siento... Percy—murmuró—. Y-yo creí que... bueno—suspiró.

—Creímos que sería lo mejor decirlo—intervino Thalia—. Nadie fuera de ésta habitación lo sabe. La pregunta es, ¿confías en los presentes?

Los miré detenidamente a todos.

Annabeth, Grover, Thalia, Artemis y Ares ya lo sabían. A Poseidón y Apolo iba a decírselos tarde o temprano. Lo que nos dejaba con Afrodita y Hermes...

Ellos eran impredecibles, en el mejor de los casos. No era que desconfiase o no me agradasen, pero no estaba cien por ciento seguro. Aún así, ambos me habían ayudado en el pasado, por lo que terminé aserintiendo con la cabeza.

—Esto no puede salir de aquí—logre decir—. Si Zeus se entérase...

—Eso no sucederá—aseguró Apolo, mientras volvía a estudiarme—. Lo juramos por el Estigio.

Poseidón suspiró y se dejó caer sobre su asiento.

—Aunque... es una historia difícil de creer.

—Dice la verdad—interrumpió Ares—. El niño me arrolló con un jabalí gigante de energía. Eso no lo hace cualquiera.

—También derribó a las Aves de Estínfalo en el campamento—añadió Annabeth—. Y uso el ganado de Gerion con...—hizo una pausa—. Bueno, eso no importa ahora.

—El León de Nemea y las manzanas de las Hespérides...—murmuró Thalia también—. Somos demasiados testigos como para poder negarlo, señor Poseidón.

—Les faltó... el cinturón de Hipólita—logré pronunciar—. Pero sí... esa es la cuenta.

Traté de ponerme en píe una vez más, pero mi padre volvió a detenerme.

—¿Es curable?—le preguntó a Apolo.

—No es una enfermedad—gruñí.

—Por otro lado, se propaga y te está matando—añadió Hermes.

—Que no es una...

—El Vellocino de Oro hizo retroceder la marca hace seis meses—me cortó Annabeth—. Le compró tiempo y disminuyó el dolor.

—También lo encendió en llamas—añadió Grover—. Aunque... eso no paso a más.

Apolo dejó sus notas a un lado y estiró los brazos.

—Es todo lo que tenía que saber—sonrió—. Si ese trasto viejo pudo ayudarlo, definitivamente yo también.

—Ese "trasto viejo" era mi hijo—gruñó Poseidón.

—Y también el chico que lentamente se está disolviendo en la nada—apuntó Apolo—. ¿Quieres que lo trate o no?

Mi padre suspiró.

—Hazlo.

—Ejem...—tosí para llamar su atención—. ¿Podrían dejar de hablar como si no estuviera aquí?

—El resultado es el mismo, cariño—intervino Afrodita—. Deja que Apolo de trate.

Me volví hacia Annabeth, quien asintió con la cabeza.

Suspiré y miré a Apolo.

—Has lo que tengas que hacer.

El dios se inclinó sobre mí, me tocó en el pecho, en el lugar exacto desde donde nacía la marca, comenzó a recitar un cántico antiguo y refulgió con una cálida luz dorada.

Un agradable calor se extendió por sobre mi piel... y luego entré en combustión.

No era capaz de gritar o retorcerme, ni siquiera de desmallarme. Únicamente podía procesar el dolor.

Vagamente era semiconsciente de las voces de los demás, entrando en pánico a mi alrededor.

—¡Detente!—ordenó Poseidón, poniéndose de pie.

—¡No!—quiso detenerlo Annabeth—. ¡Si no hacemos esto, el próximo trabajo lo consumirá!

—¡No si el fuego lo consume primero!

—Es tu hijo, Poseidón—intervino Artemis—. Tiene una resistencia natural a las llamas.

—Pero...

—Es lo mejor.

Al cabo de unos segundos que se sintieron como horas el dolor remitió y las llamas se extinguieron.

Apolo sonrió, satisfecho.

—Como nuevo.

Respiré entrecortadamente y analicé mi cuerpo.

La marca se había ido casi en su totalidad, se había reducido a únicamente el lado derecho de mi pecho y abdomen, el mismo tamaño que tenía cuando recién había despertado el Éxodo.

—Genial...—suspiré de satisfacción. El dolor seguía allí, claro, pero ahora ya no se extendía sobre todo mi ser.

El dios solar se miró las manos.

—No. No es genial—dijo—. Esa marca tuya luchaba contra mi poder divino. Como si se adaptara. Si intentara curarte otra vez, para cualquier cosa, desde una enfermedad hasta un hueso roto, no funcionaría. Al menos no sin un gran esfuerzo de promedio.

Negó con la cabeza.

—No podré volverte a ayudar.

Me puse de pie, a pesar de los deseos de mi padre.

—Cuatro trabajos—dije—. A lo mucho cinco. Ese es mi límite. Considerando que son seis las técnicas que me quedan, tendré que administrarlas de la mejor forma posible, sólo si la vida realmente depende de ello.

Nadie se notaba especialmente contento con el diagnostico.

—¿Por qué tienes que usar el Éxodo, Percy?—preguntó Annabeth—. ¿Por qué no puedes seguir sin él, ahora que está en su punto más bajo de dolor?

Negué con la cabeza.

—Jamás me perdonaría si alguien muriese sabiendo que pude salvarle al usar mis técnicas. No importa si acorto mi vida con ello—respondí—. Si he de morir usando hasta el último de mis trabaos, que sea llevándome a Crono conmigo.

Artemis suspiró.

—¿Nos dejan un momento a solas?

Todos alrededor se miraron entre ellos.

—No mates a mi paciente—le advirtió Apolo—. Odiaría haberlo incendiado por nada.

Él se fue, llevándose la camilla de Ares consigo. Antes de seguirlos, Afrodita me dedicó otra sonrisa de complicidad.

—Te vemos en la entrada del Empire State—dijo Annabeth, llevándose a Grover consigo.

Thalia me alborotó el cabello blanco.

—Intenta no morirte mientras estoy lejos.

Sonreí.

—Intenta no morirte tú—dije—. Si tuviera que ir a salvarte el trasero, tus nuevas hermanas no me permitirían ni acercarme.

Ella salió del cuarto. Hermes también se dispuso a irse, no sin antes volverse hacia mí para decir:

—Te debo una—enseñando sus ganancias.

Finalmente Poseidón se puso de pie.

—Cuando termines... tenemos que hablar.

Asentí con la cabeza.

Él se fue, dejándonos solos a mí y a la diosa de la luna.

Pasaron varios segundos antes de que alguien se animara a hablar.

—¿La espada es nueva?—preguntó ella finalmente.

Fruncí el ceño, confundido.

—No, para nada.

Ahora ella se veía confundida.

—No puede ser, literalmente es de otro material. ¿No tomaste alguna otra por error antes de la batalla?

Me llevé una mano al bolsillo y extraje a Contracorriente, en su forma de bolígrafo no se apreciaba diferencia alguna.

—Conozco mi espada—dije—. El tamaño, el peso, su centro de equilibrio... no me pude haber confundido.

Destapé el arma y me quedé sin aliento. Artemis no mentía, la hoja de Anaklusmos era ahora de otro material.

No lo entendía, pero su filo, anteriormente de bronce, ahora relucía como la plata y emanaba luz de luna.

—¿Tú lo hiciste?—pregunté.

Ella negó con la cabeza.

—Es plata... de la misma variación sagrada que utilizamos yo y mis cazadoras, pero... no lo entiendo.

Yo tampoco lo entendía.

—No tiene nada que ver con el Éxodo—aseguré—. Es... no lo sé.

Artemis me estudió.

—En sus últimos segundos, el espíritu de Zoë y tu hicieron contacto, y tu marca se iluminó del mismo color—recordó—. Quizá fue un último regalo para ti.

—¿Los espíritus pueden hacer eso?

Ella hizo una mueca.

—Se supone que no—reconoció—. Pero en su día Zoë fue una diosa, quizá retomó algunas de sus características divinas brevemente antes de morir.

Lo dudaba. Había algo más en todo el asunto. Algo más que no podía explicar.

—Sin importar lo que haya sucedió, el punto es que pasó—suspiré, para luego mirarla a los ojos—. ¿Te volveré a ver? Quiero decir, fuera de los esfuerzos de guerra que se acercan.

Ella sonrió débilmente.

—No lo sé—reconoció—. Todo dependerá de lo que el destino tenga preparado.

Agaché la mirada.

—¿El mismo destinó que se llevó a Zoë?

Artemis tardó un segundo en responder.

—Su muerte no fue justa, lo sé—murmuró—. Ella y Bianca...

—A Bianca no la mató el destino—interrumpí—. Fue Luke. Él está vivo, y ella no. Un error que tengo que corregir. Eso es lo verdaderamente justo.

Artemis asintió lentamente antes de comenzar a desparecer en el aire.

—Haz lo que creas correcto, Mensajero de la Justicia.

Su imagen se deshizo en el aire, y me sentí completamente sólo.

Salí del palacio de Apolo, sintiéndome miserable. ¿Por qué yo tenía que estar en una fiesta del Olimpo, pasándomela bien y siendo atendido por el dios de la medicina después de que dos de mis amigas habían muerto?

Pensé en el universo de Hércules y en el Ragnarök. La batalla final entre dios y el hombre había acabado hacía mucho, pero el resultado de la contienda me era desconocido. Después de todo, el destino sólo permitía que mi espíritu viajase a esa realidad, observase un combate y volviese una vez cada número aleatorio de meses.

Quizá toda la humanidad se había extinto, y todo el esfuerzo de Hércules fue en vano. O quizá Brunhild había logrado su cometido, pero a un enorme precio.

—¿Ya podemos hablar?—preguntó Poseidón, apareciendo a mi espalda.

Me volví para verlo de frente y asentí.

Mi padre se sentó sobre uno de los bancos que estaban repartidos por el lugar y suspiró.

—El verano pasado, mientras tú buscabas el Vellocino de Oro, sentí una perturbación en el océano. Un nuevo ente que proyectaba dominio sobre los mares. Un dios violento, poderoso y no sujeto a las leyes antiguas que decía ser yo.

—Ah... eso...

Esperé a que prosiguiera.

—Investigué y... me sorprendí al verte luchando contra él.

—Me ayudaste—recordé—. Me salvaste la vida.

Mi padre sonrió ligeramente.

—Sí, y te agradecería que tu tío no se enterase de ello.

Asentí.

—Claro.

Poseidón miró a la nada por varios segundos.

—¿Él realmente era yo?—preguntó—. ¿Mi contraparte del universo de Hércules?

Me tardé en responder.

—Zeus Enalios—dije—. Poseidón, el Tirano de los Mares. El más divino y temido de los dioses. El mejor usuario de lanza de los cielos. Asesino de Adamas, dios de la conquista, el segundo de los hijos de Crono.

Mi padre me miró confundido.

—¿Adamas? ¿Dios de la conquista? ¿Hijo de Crono?

Me encogí de hombros.

—Cosas de universos paralelos—dije—. No es importante.

Poseidón suspiró.

—Ese silbido... era suyo.

—De Hades, en realidad—interrumpí—. Pero en esencia, sí. Puede que se lo haya robado.

—Me horroriza pensar en las cosas que ese otro yo pudo haber hecho—reveló mi padre—. Toda esa frialdad y violencia...

—No te pareces en nada e él—le aseguré—. El simple hecho de que te molestases en hablar conmigo es prueba de ello.

Poseidón me dio una palmada en el hombro.

—Continúa con tu misión sagrada, Percy—me dijo—. Si realmente estás destinado a completar el Éxodo de Hércules, tienes todo mi apoyo.

Eso realmente significó mucho, incluso si sólo era la segunda vez en mi vida que tenía contacto con mi padre.







Antes de dejar el Olimpo, decidí hacer unas llamadas. No era fácil con el jaleo de la fiesta, pero al final encontré una fuente tranquila en un rincón del jardín y le envié un mensaje Iris a mi hermano Tyson, en el fondo del océano. Le hablé de nuestras aventuras y de Bessie —él quería conocer todos los detalles sobre aquel bebé encantador de toro-serpiente—, y le aseguré que Annabeth estaba a salvo. Finalmente, le expliqué los daños que el ataque de la Mantícora había causado en el escudo que él me había fabricado el verano anterior.

—¡Aja! —dijo—. ¡Eso significa que era bueno! ¡Te salvó la vida!

—Ya lo creo, grandullón. Pero quedó destrozado.

—¡Para nada! —me prometió—. Iré a visitarte el próximo verano y te lo arreglaré.

La idea me entusiasmó. Supongo que no me había dado cuenta de lo mucho que lo extrañaba.

—¿En serio? —le pregunté—. ¿Te dejarán unos días libres?

—¡Sí! He hecho dos mil setecientas cuarenta y una espadas mágicas —dijo orgulloso, mientras me mostraba la hoja que estaba trabajando—. El jefe dice: "¡Buen trabajo!" Me dejará que me tome todo el verano. Y yo iré de visita al campamento.

Todavía hablamos un rato de los preparativos de la guerra y del combate que libraba nuestro padre con los antiguos espíritus del mar, y de las cosas divertidas que podríamos hacer juntos el próximo verano... Hasta que su jefe empezó a vociferar y tuvo que volver al trabajo.

Saqué mi último dracma de oro y mandé otro mensaje Iris. —Sally Jackson —dije—. En el Upper East Side de Manhattan.

La niebla tembló un instante y enseguida apareció mi madre en la mesa de la cocina, riendo a carcajadas y con las manos entrelazadas con... con un tipo. Había un montón de libros de texto entre los dos. El hombre tendría, no sé, treinta y pico.

Llevaba el cabello plateado bastante largo y vestía chaqueta marrón y camiseta negra. Tenía la apariencia de un actor: la clase de tipo que interpretaba a un agente secreto en la televisión.

Me quedé demasiado estupefacto para articular palabra. Aquello me resultó tremendamente embarazoso y ya estaba a punto de agitar la niebla con la mano para cortar la comunicación cuando mi madre reparó en mí.

Abrió unos ojos como platos y soltó a toda prisa la mano del sujeto.

—¡Ay, Paul! —le dijo—. Me he dejado el cuaderno en la sala de estar. ¿Te importa ir a buscármelo?

—Claro, Sally. Ahora mismo voy.

En cuanto salió de la habitación, mi madre se inclinó hacia delante para ver con claridad el mensaje.

—¡Percy! ¡Recibí tu carta! ¿Estás bien?

—¿Qué estás haciendo?—le pregunté.

Ella pestañeó.

—La tarea—contestó. Y entonces pareció comprender mi expresión—. Ah, cariño... Es Paul, digo... el señor Blofis. Está en mi taller de escritura.

—¿El señor Besugoflis?

—Blofis. Volverá en un minuto. Cuéntame qué ha pasado.

Le hice un resumen lo más rápido que pude. Ella suspiró aliviada cuando escuchó que Annabeth estaba a salvo.

—¡Sabía que lo lograrías! —dijo—. Estoy muy orgullosa de ti.

—Ya, bueno, será mejor que te deje seguir trabajando.

—Percy... Paul y yo...

—Mamá... ¿eres feliz?

La pregunta la pilló por sorpresa. Pensó un momento.


—Sí. La verdad es que sí, Percy. Tenerlo cerca me hace feliz.

—Entonces, perfecto. En serio. No te preocupes por mí.

Lo más curioso es que lo decía de verdad. Teniendo en cuenta la aventura que acababa de concluir, tal vez debería haberme preocupado por ella. Había visto lo malvadas que pueden ser unas personas con otras, como Heracles con Zoë, o Luke con Thalia. También había conocido en persona a Afrodita, diosa del amor, y sus poderes me habían dado más miedo que el mismísimo Ares. Pero al ver a mi madre contenta y riéndose después de tantos años soportando a mi espantoso padrastro, Gabe Ugliano, no podía dejar de alegrarme por ella.

—¿Prometes no llamarlo señor Besugofis? —me preguntó.

Me encogí de hombros.

—Bueno, por lo menos no en su presencia.

Mi madre sonrió.

—Por cierto, me gustó lo que hiciste con tu cabello.

Hice una mueca.

—Ah... eso...

—¿Sally? —llamó él desde la sala de estar—. ¿Necesitas el cuaderno verde o el rojo?

—Tengo que dejarte —me dijo mamá—. ¿Nos vemos en Navidad?

—¿Me pondrás golosinas azules en el calcetín?

Ella sonrió.

—Si aún no eres demasiado mayor para eso...

—Para las golosinas nunca.

—Nos vemos entonces.

Agitó la mano a través de la niebla. Su imagen se disolvió y pensé en la mucha razón que tenía Thalia cuando en Westover Hall me había dicho que mi madre era increíble.







Comparado con el monte Olimpo, Manhattan estaba tranquilo. Era el viernes antes de Navidad, pero todavía muy temprano y apenas había gente en la Quinta Avenida.

Argos, el jefe de seguridad (ya sabes, el de los múltiples ojos), nos recogió a Annabeth, a Grover y a mí en el Empire State para llevarnos de vuelta al campamento. Había una ligera ventisca y la autopista de Long Island estaba casi desierta.

Mientras subíamos por la Colina Mestiza hasta el pino donde relucía el Vellocino de Oro, casi esperaba encontrarme allí a Thalia. Pero no: no estaba. Había partido con Artemis y las demás cazadoras en pos de una nueva aventura.

Quirón nos recibió en la Casa Grande con chocolate caliente y sandwiches de queso. Grover se fue a ver a los demás sátiros para contarles nuestro extraño encuentro con la magia de Pan. Apenas una hora después, todos los sátiros del campamento corrían de un lado para otro, preguntando dónde estaba la cafetería más cercana.

Annabeth y yo nos quedamos un rato hablando con Quirón y con otros campistas veteranos: Beckendorf, Suena Beauregard y los hermanos Stoll. Incluso estaba Clarisse, que ya había regresado de su misión secreta de reconocimiento.

Deduje que habría pasado muchas dificultades, porque ni siquiera se molestó en tratar de derribarme. Tenía una nueva cicatriz en la barbilla, y llevaba el cabello rojizo cortado al rape de un modo irregular, como si alguien la hubiese atacado con un par de tijeras.

—Tengo noticias —masculló inquieta—. Malas noticias.

—Ya te contaré —me dijo Quirón con forzada jovialidad, interrumpiendo a Clarisse—. Lo importante es que has vencido. ¡Y que has salvado a Annabeth!

Ella me sonrió agradecida y yo desvié la mirada.

Si la había salvado, era gracias a todas las personas que perdimos en el camino. Bianca y Zoë merecían más crédito, más agradecimiento. Thalia había vencido a Luke, Artemis había derrotado a Atlas, el doctor Chase (a.k.a el Barón Rojo) nos había quitado de encima a una horda de monstruos.

Yo había levantado algunas nubes usando las técnicas que alguien más había ganado. No me sentía digno de elogio o reconocimiento.

—Luke está vivo —dije—. Annabeth tenía razón.

Ella se incorporó en su asiento.

—¿Cómo lo sabes?

Procuré no sentirme molesto por su interés. Le conté lo que me había dicho mi padre sobre el Princesa Andrómeda.

—Bueno —dijo removiéndose, inquieta—. Si la batalla final ha de producirse cuando Percy cumpla dieciséis, al menos nos quedan dos años para resolver algunas cosas.

Me dio la sensación de que "resolver algunas cosas" quería decir "conseguir que Luke se corrija", lo cual todavía me irritó más.

Quirón nos miraba con expresión sombría. Sentado junto al fuego en su silla de ruedas, me pareció muy viejo. Es decir, era viejísimo, sí, pero normalmente no lo parecía.

—Dos años pueden parecer mucho tiempo —dijo—. Pero no es más que un abrir y cerrar de ojos. Aún tengo la esperanza de que tú no seas la criatura de la profecía, Percy. Pero si lo eres, la segunda Titanomaquia está a punto de comenzar. El primer golpe de Crono será contra el campamento.

—¿Cómo lo sabes? ¿Por qué ha de importarle el campamento?

—Porque los héroes son las herramientas de los dioses —dijo Quirón—. Destruye las herramientas y los dioses quedarán muy tocados. Las fuerzas de Luke acudirán aquí. Mortales, semidioses, monstruos... Tenemos que estar preparados. Las noticias que ha traído Clarisse tal vez nos den alguna pista sobre cómo piensan atacarnos, pero...

Llamaron a la puerta y Nico di Angelo entró en la sala resoplando y con las mejillas rojas de frío.

Venía sonriente, pero miró alrededor con inquietud.

—¡Eh! ¿Y mi hermana?

Se hizo un silencio mortal. Yo miré a Quirón. Cerré los ojos y suspiré profundamente, preparándome mentalmente para lo que vendría.

Era lo último que deseaba hacer, pero se lo debía a Bianca.

—Nico.—Me levanté de mi confortable asiento—. Vamos a dar una vuelta, ¿de acuerdo? Tenemos que hablar.







Escuchó la noticia en silencio, lo cual aún me lo hacía más difícil. Yo seguí hablando; traté de explicarle cómo había ocurrido, cómo se había sacrificado Bianca para que la búsqueda no fracasase. No pude evitar que el veneno se filtrara en mi voz cuando narré la batalla contra Luke.

Mientras más hablaba, más deprimido me sentía. Más sentía que lo estaba empeorando todo.

—Ella quería que conservaras esto—le dije, y qué la figura que Bianca había encontrado en la chatarrería. Nico la sostuvo en la palma de la mano y contempló.

Estábamos en el pabellón del comedor, precisamente en el mismo sitio donde habíamos hablado antes de que yo partiera. A pesar de la protección mágica del campamento, el viento era helado. Nevaba levemente sobre los escalones de mármol, e imaginé que fuera de los límites del campamento debía de estar cayendo un auténtico temporal.

—Prometiste que la protegerías...—murmuró Nico.

Podría haberme apuñalado con una navaja oxidada y no me habría resultado tan doloroso como aquella madera de recordarme mi promesa.

—Luché con todas mis fuerzas... pero fui muy débil...

—¡Me lo prometiste!—me lanzó una mirada furibunda con los ojos enrojecidos y empuñó con fuerza la figura del dios—. No debí haber confiado en ti...

—¡Te advertí que habrían muertes!—lo corté—. Lo único que lamento es no haber sido yo el que muriese...

Nico guardó silencio por algunos minutos.

—Ahora tú tienes de nuevo dos ojos... y yo perdí a mi única familia. Mis pesadillas... mis pesadillas eran ciertas.

Lo miré fijamente.

—¿Qué pesadillas?

Su cuerpo temblaba de rabia.

—Debería haberlo sabido. Está en los campos Asfódelos ahora mismo, de pie ante los jueces. Puedo sentirlo.

Bajé la mirada.

—Tu padre se encargará de que llegue a los Eliseos—prometí.

Él me miró.

—¿Mi padre?

Asentí.

—Nico... eres hijo de Hades, el Rey del Inframundo—respondí—. Eres el príncipe de los muertos... mi primo.

Antes de que pudiese responder, oí un sonido a mi espalda. Un silbido y un rechinar de dientes que conocía muy bien.

Desplegué mi espada plateada y Nico sofocó un grito. Giré en redondo y me encontré frente a cuatro guerreros-esqueleto. Me dedicaron una sonrisa sin labios y avanzaron con sus espaldas desnudas. No entendía cómo se las habían ingeniado para entrar en el campamento, pero eso ahora no importaba. No iba a conseguir ayuda a tiempo.

—¡¿Qué estás intentando?!—chilló Nico—. ¿Tú trajiste... estas cosas?

—¡Atrás Nico! ¡No es posible destruirlos!

El primer esqueleto se lanzó a la carga. Desvié su mandible, pero los otros tres también se me echaron encima. Partí a uno por la mitad, aunque empezó a recomponerse de inmediato. Le corté a otro la cabeza, pero su cuerpo seguía luchando.

—¡Corre, Nico!—grité—. ¡Ve a pedir ayuda!

—¡No!—respondió él, tapándose los oídos.

No podía luchar con los cuatro a la vez, sobre todo porque no había modo de matarlos. Lancé tajos a diestra y siniestra, giré a toda velocidad, paré decenas de golpes y los atravesé con mi espada, pero los esqueletos eran imparables.

Barrí con mi brazo izquierdo, echando mano de mi fuerza divina. El grupo de esqueleto fue mandado a volar varios metros, comprándome algunos segundos.

—¡Nico!—le grité—. ¡Si quieres matarme o gritarme o lo que sea , puede esperar! ¡Ahora, o escapas o haces desaparecer a esas cosas!

—¡No!—gritó Nico—. ¡Sólo lárguense!

El suelo retumbó y los esqueletos se quedaron inmóviles. Yo me aparté rodando justo cuando se abría a sus pies una grieta y el suelo se desgarraba como una boca ávida. De la grieta surgió una llamarada y luego la tierra se tragó a los esqueletos con un gran crujido.

Silencio.

En el lugar donde hacía unos segundos habían estado los esqueletos se veía una marca de seis metros que recorría en zigzag el suelo de mármol del pabellón. No quedaba ni rastro de los guerreros-esqueleto.

Miré a Nico.

—Bien hecho.

—¡Vete!—chilló—. ¡Te odio! ¡Ojalá estuvieras muerto!

Trató de salir corriendo, pero lo atrapé sujetándolo por el brazo y levantándolo del suelo.

—¿Qué harás ahora?—le pregunté—. Sé que soy la última persona a la que deseas ver... pero ya perdí a Bianca. No soportaré que mueras tú también.

—¡Voy a matarlo!—gritó Nico—. ¡Ahora suéltame!

—¿Matarlo? ¿A Luke?

—¡Él la mató! ¡Tengo que asesinarlo!

Suspiré.

—También lo deseo muerto...—revelé—. Planeo matarlo con mis propias manos. Pero debes saber... que Luke me quitó mi ojo y por poco también mi brazo. No eres rival para él... aún no. Pero puedes estarlo.

El chico dejó de retorcerse y forcejear, pero siguió sin decir nada.

—Quédate conmigo, por favor...—le pedí—. Digamos que también eres hijo de mi padre. Entrena, aprende a luchar como es debido... luego hablaremos de la venganza.

—¿Me protegerás cómo protegiste a Bianca?

Lo solté, ese fue un golpe bajo.

—Nico... por favor, perdóname.

El chico se quedó en el suelo, sin poder parar de llorar.

—Me fallaste...

—Te advertí del peligro...

—¡Por qué la dejaste ir a esa misión!

—No me correspondía la decisión. Zoë...

—¡Ella tiene la culpa! ¡Todos la tienen!—gritó—. ¡Ella se la llevó! ¡Tú no la protegiste! ¡Ese Luke la mató!

Estaba muy deprimido en ese momento, mi alma estaba por los suelos. Mi espada emitió un pequeño, triste y apagado resplandor.

—No cometas una estupidez—le pedí—. No corras buscando venganza. Antes, por el medio que puedas, hazte más fuerte, más sabio.

Desenvainé los dos cuchillos de caza que le había quitado a los mercenarios de Espino y se los ofrecí.

—No son de metal sagrado, no te servirán contra los monstruos... pero en algo te ayudarán.

Él tomó las armas, me miró por ultima vez, con una mezcla de agradecimiento, odio, furia, miedo, impotencia y decenas de otras emociones combinadas, y salió corriendo, perdiéndose en la oscuridad del bosque.

Yo me quedé allí, solo, sintiéndome miserable.







—Creo que necesitas hablar con alguien, sobrino.

Me volví con un sobresalto hacia mi espalda, en donde me encontré frente a frente con el rey del inframundo en persona. No obstante, había algo... diferente.

Sus ropas estaban destruidas, únicamente portaba unos pantalones andrajosos. Su cabello estaba revuelto y desarreglado, una enorme cicatriz atravesaba su pecho hasta su costado y su cuerpo estaba cubierto de sangre seca.

Consigo, recargado tranquilamente sobre su hombro, portaba una enorme lanza de dos horcones: un bidente.

—T-tú eres...

—El padre del niño que acaba de salir corriendo—respondió—. O bueno, al menos una versión de él.

No sabía si debía inclinarme o arrodillarme o lo que fuera para mostrar respeto al rey del Helheim.

Él, por su lado, se limitó a sentarse en los escalones del pabellón junto a mí.

—Así que eres el hijo de Poseidón, ¿no es así?

—S-sí, señor...

El dios se dejó caer hacia atrás y admiró las estrellas.

—Ese insensato... siempre supe que su filosofía lo acabaría matando—bufó—. "Usar mi verdadera fuerza contra un ser inferior sería un insulto para los dioses" decía. Ya vimos cómo terminó eso.

Recordaba a Hades debido a las visiones de Hércules. Era un ser increíblemente poderoso, quien se había adentrado en el Tártaro para terminar con todo un ejercito de titanes por sí mismo. Pero al mismo tiempo, y por sobre todo lo demás, era un hermano mayor, que haría lo que fuese por sus seres queridos.

Si había alguien leal en el planeta, ese era él.

—¿Usted me conoce?—pregunté.

El rey del infamando soltó una pequeña risa.

—Bueno, propiamente hablando, no, desde luego—sonrió—. Pero sé que eres el heredero del Éxodo de Hércules, por lo que asumo que llevas la justicia en tu corazón.

—Yo...

—También sé que mataste a mi hermano Poseidón.

Me quedé helado. Si el dios de los muertos optaba por atacarme en ese momento y lugar, me mataría fácilmente. No tenía energía o fuerza de voluntad suficiente ni para luchar por mi vida. La única razón por la que había durado tanto contra los spartoi era porque Nico dependía de ello.

El soberano de Helheim me miró fijamente.

—No voy a lastimarte, sobrino. Relájate un poco.

Tragué saliva e intenté obedecer, pero no me resultó sencillo.

—Poseidón era un imbécil—siguió Hades—. Mi querido hermanito imbécil, pero un estúpido al final del día. Seguramente se lanzó a matar nada más escuchar que eras su hijo, ¿o me equivoco?

Ladeé la cabeza.

—Bueno...

—Lo tomaré como un sí—me interrumpió—. Tampoco puedo culparlo. Fue un capricho del destino que apareciese en esa isla para desafiarte, de la misma forma que el destino desea que hable contigo en este momento.

Aguardé unos segundos antes de responder.

—¿No está molesto?

El dios suspiró.

—Sin importar qué, el final de mi hermano ya estaba escrito, así como el mío. Ahora sólo nos queda ser parte de tu viaje antes de terminar de disolvernos en el Nifhel, no hay más que hacer.

—Te oyes muy tranquilo para alguien que acaba de ser asesinado...

Se encogió de hombros.

—Visto en retrospectiva, pude haber ganado el combate si usaba mejor mis cartas—reveló—. No haber invocado a Desmos, por ejemplo. O mejor aún, haberme quedado sentado en mi trono. Eso da igual ahora, caí ante la espada de un verdadero rey y acepto el resultado.

—Tus hermanos no lo verán de la misma forma.

—Zeus necesita aprender algo de humildad. Y Adamas... bueno, de él sí me preocupa un poco lo que pudiera hacer ahora.

Se levantó y me miró a los ojos.

—Pero suficiente de hablar de mí, sobrino—sentenció—. Cuéntame de tus problemas. Éste mundo se siente... al borde de un colapso.

—"De un colapso"—noté—. No "de el colapso"

—Creo que tu realidad es algo compleja, lo suficiente para que una sola crisis sea incapaz de desmoronarlo todo.

Miré al cielo.

—Tu padre, el titán Crono, ha resurgido desde las profundidades del Tártaro—expliqué—. Y amenaza con destruir el recuerdo de los dioses y hacerse con el mundo.

—Por la forma en la que lo dices, asumo que Zeus no lo derrotó con un único golpe por aquí, ¿o me equivoco?

—Fue una guerra de diez años la que decidió el futuro del cosmos—dije—. Crono también te comió vivo junto al resto de tus hermanos.

—Eh... eso es... desagradable.

—Y que lo digas.

Miré el filo ahora plateado de mi espada y suspiré con tristeza.

—Le prometí al Hades de mi mundo que cuidaría de sus hijos—murmuré—. Les prometí a ellos que los cuidaría como si fuesen mis propios hermanos. Ahora una está muerta y el otro está sólo en alguna parte del bosque, en peligro de ser devorado por un monstruo en cualquier momento. Y yo sólo estoy aquí sentado...

El dios me miró.

—Ser el hermano mayor no es fácil. Créeme, lo sé.

—Hice promesas que no pude cumplir.

Una pequeña sonrisa nostálgica aleteó en los labios del soberano de los muertos.

—Yo le juré a Poseidón que jamás sería derrotado. También prometí que lo vengaría tras su muerte... y mírame ahora, muerto, fracasado, en un universo que no conozco, esperando a disolverme en la nada.

Ahogué un sollozo, las imágenes de Bianca siendo asesinada por Luke, de Atlas atravesando a Zoë y Nico perdiéndose en la oscuridad hacían un doloroso eco en mi cabeza.

—¿Cómo haces para vivir con ello?

Hades me dio una palmada en el hombro.

—Lo hecho hecho está, no puede ser reparado—me explicó—. Sólo nos queda seguir adelante y avanzar, dar lo mejor de nosotros para que las pérdidas no hayan sido en vano. Mi forma de hacerlo es aconsejándote ahora, ¿cuál es la tuya?

Una vez más lo volví a ver. Bianca, Zoë, Nico.

Sacudí la cabeza.

—¡No lo sé!—lloré—. ¡Les fallé y no puedo arreglarlo! ¡Bianca y Zoë tendrían que estar vivas. Luke tendría que estar muerto! ¡¡Al ser tan débil, al no ser más fuerte, al no hacer más, las terminé matando y perdiendo a Nico!! ¡¡Tendría que haber muerto yo!!

Hades guardó silencio por un tiempo.

—¿Conoces la historia del Señor de las Moscas?

—¿Ese libro extraño que me hicieron leer en la escuela? No sé en que importan un montón de niños locos en una isla...

—No el libro, el propio Señor de las Moscas.

—Ah...

Hice memoria.

—Luchará en el Ragnarök—dije—. Quiere... vengar tu muerte. Su oponente es el genio inventor Nikola Tesla.

Hades hizo una mueca.

—Bueno, eso no lo sabía. ¿Cómo es que tú...?

—En ocaciones tengo visiones—expliqué—. Veo las batallas, aprendo un poco de los luchadores. Lo demás lo investigo tomando como base mi mundo. Hay diferencias, pero...

El dios señaló mi anillo.

—¿Te importaría dejarme ver el tridente de mi hermano?

Asentí con la cabeza y desplegué la lanza, confiándosela para que él la tomase.

El dios admiró el arma con nostalgia.

—Bueno... como te decía. Ese sujeto, Belcebú, tenía problemas... digamos similares. Se culpaba por la muerte de sus amigos, deseaba morir.

—Yo no deseo morir—lo interrumpí—. Solamente creo que... me lo merezco. Fue por mi debilidad que los perdí. Y cuando la guerra termine, me les uniré en las filas de los caídos.

Hades me dedicó una sonrisa de diversión.

—Te diré lo mismo que le dije a Belcebú en su día—rió—. Si que eres un estúpido.

—¿Qué?

—Desconozco los detalles sobre lo que pasó entre tú y esas Bianca y Zoë, pero incluso yo soy capaz de ver la verdad tras el gesto de su sacrificio.

Lo miré fijamente, esperando a que continuara.

—Ellas murieron para que tu vivieras, ¿cierto?—preguntó, antes de endurecer su tono y señalarme acusador—. Entonces deberías pensar en "cómo vivir" antes de en cómo morir, ¿no crees?

Se dio la vuelta y empezó a caminar hacia el bosque, en la misma dirección en la que había partido Nico.

—¿Quieres morir noblemente deteniendo a Crono y vengando a tus amigas? ¡No seas ridículo!—dijo a forma de despedida—. Vence a mi padre y has pagar a ese tal Luke... ¡pero quédate para disfrutarlo! ¡Vive por tus amigas que ya no pueden!

El dios comenzó a desaparecer en la oscuridad. Yo me puse de pie para tratar de seguirlo, pero tropecé y caí por las escaleras. Al volverme, noté que lo que me había hecho caer había sido la figura del dios que Bianca le había mandado a Nico, la cual representaba a Hades, rey del inframundo.

—Veré que el niño llegue a salvo a buen refugio—me dijo—. Tú levanta esa cara. O te la levantaré a golpes si te vuelvo a ver.

Finalmente se deshizo en las sombras, y entendí que seguirlo sería inútil.

—Gracias... tío—murmuré al aire—. Sé... que tienes razón...







Annabeth y Grover me encontraron más tarde en ese mismo lugar. Quisieron ir a buscar en el bosque, pero los convencí de que era una pérdida de tiempo.

—Tenemos que contárselo a Quirón —dijo Annabeth, jadeando.

—No —respondí.

Ella y Grover me miraron.

—Humm... —murmuró Grover, nervioso—. ¿Qué quiere decir ese no?

Yo mismo estaba intentando entender por qué lo había dicho. Me había salido instintivamente.

—No podemos dejar que se sepa. No creo que nadie se haya dado cuenta de que Nico es...

—Un hijo de Hades —remató Annabeth—. Percy, ¿te haces una idea de lo grave que es esto? ¡También Hades rompió su juramento! ¡Es terrible!

—No lo hizo—contesté.

—¿Cómo que no?

—Él es su padre—dije—, pero Bianca y Nico llevaban fuera de circulación mucho tiempo, desde antes de la Segunda Guerra Mundial.

—El Casino Loto—explicó Grover. Y le contó a Annabeth la conversación que habíamos mantenido con Bianca—. Ella y Nico estuvieron encerrados en ese sitio durante décadas. Pero habían nacido antes de que se hiciera el juramento.

Yo asentí.

—¿Y cómo escaparon?—objetó Annabeth.

—No lo sé—reconocí—. Pero no podemos contárselo a nadie, ni siquiera a Quirón. Si los olímpicos llegaran a enterarse...

—Empezarían otra vez a pelearse entre ellos —dijo Annabeth—. Es lo último que nos hace falta ahora.

Grover parecía muy inquieto.

—Pero no se les pueden ocultar cosas a los dioses. No para siempre, al menos.

—No hace falta que sea para siempre —respondí—. Sólo dos años. Hasta que cumpla los dieciséis.

Annabeth palideció.

—Pero, Percy, eso significa que la profecía tal vez no se refiera a ti. Podría referirse a Nico. Hemos de...

—No —insistí—. La profecía me concierne a mí.

—¿Por qué estás tan seguro? —saltó—. ¿Es que pretendes hacerte responsable del mundo entero?

La miré a los ojos.

—No puedo permitir que Nico corra más peligros —dije—. Eso al menos se lo debo a su hermana. Les he fallado... a los dos. No permitiré que ese pobre chico sufra más.

—Ese pobre chico que te odia y que quiere verte muerto —me recordó Grover.

—Tal vez logremos encontrarlo —proseguí—. Podemos convencerlo de que no pasa nada y esconderlo en un lugar seguro.

Annabeth se estremeció.

—Si Luke lo encuentra...

—No lo encontrará —dije—. Yo me encargaré de que tenga otras cosas de que preocuparse. Concretamente, de mí.







No estaba muy seguro de que Quirón se hubiera tragado lo que Annabeth y yo le contamos. Creo que se daba cuenta de que le ocultaba algo sobre la desaparición de Nico. Pero finalmente aceptó nuestra versión. Por desgracia, Nico no era el primer mestizo que había desaparecido.

—Un chico tan joven... —suspiró, con las manos en la barandilla del porche—. Espero que lo haya devorado algún monstruo. Mejor eso que ser reclutado en el ejército del titán.

Esa idea me hizo sentir muy incómodo. Pero H.des no era el más confiable de los dioses por nada. Si él había prometido que mantendría a Nico a salvo, así sería. No fallaría como yo sí lo había hecho,

—¿De verdad crees que el primer ataque se producirá aquí?—le pregunté.

Quirón contempló la nieve que caía sobre las colinas. Desde allí podía verse la columna de humo del dragón que vigilaba el pino y también el resplandor del Vellocino de Oro.

—No será hasta el próximo verano, por lo menos—respondió—. Este invierno será muy duro... el más duro desde hace siglos. Lo mejor es que te vayas a casa, Percy. Procura descansar. Necesitas descansar.

Miré a Annabeth.

—¿Y tú?

Ella se ruborizó.

—Al final, voy a hacer un intento en San Francisco. Tal vez pueda vigilar el monte Tamalpais y asegurarme de que los titanes no intentan otra maniobra.

—¿Enviarás un mensaje Iris si pasa algo?

Ella asintió.

—Aunque creo que Quirón tiene razón. No será hasta el verano. Luke va a necesitar tiempo para recobrarse.

A mí no me gustaba la idea de aguardar. En agosto cumpliría quince. Estaría tan cerca de los dieciséis que prefería no pensarlo siquiera.

—Muy bien—dije—. Pero cuídate. Y nada de acrobacias salvajes con el Sopwith Camel.

Ella sonrió con cautela.

—Trato hecho. Por cierto, Percy...

No terminó la frase. Fuese lo que fuese, se vio interrumpida por la súbita aparición de Grover, que salió de la Casa Grande tambaleante y muy pálido, como si hubiera visto un espectro.

—¡Ha hablado! —gritó.

—Calma, sátiro—dijo Quirón, arrugando el entrecejo—. ¿Qué ocurre?

—Estaba... tocando la flauta en la sala—balbuceó— y tomando café. Montones de café. ¡Y de repente habló en mi mente!

—¿Quién?—preguntó Annabeth.

—¡Pan!—gimió Grover—. El señor de la vida salvaje en persona. ¡Lo he oído! He de buscar una maleta.

—¡Uau...!—exclamé—. ¿Qué te ha dicho?

Grover me miró fijamente.


—Sólo tres palabras: "Te estoy esperando".

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