La elección de Hércules:
Desperté en un bote de remos con una vela improvisada con la tela gris de un uniforme confederado. Annabeth, sentada a mi lado, iba orientando la vela para avanzar en zigzag.
Intenté incorporarme, y de inmediato me sentí mareado.
—Descansa—me dijo—. Vas a necesitarlo.
—¿Y Tyson...?
Ella meneó la cabeza.
—Lo siento mucho, Percy.
Guardamos silencio mientras las olas nos sacudían.
—Quizá haya sobrevivido—dijo, aunque no muy convencida—. Ya sabes, el fuego no puede matarlo.
Asentí, pero no tenía ningún motivo para albergar esperanzas. Había visto como aquella explosión destrozaba el hierro blindado. Si Tyson estaba junto a las calderas en ese momento, era imposible que hubiera sobrevivido.
Ahora, muy seguramente, estaría reformándose en el Tártaro, y a saber cuantos horrores tendría que ver en el foso, o cuantos años le tomaría recuperarse del todo de la explosión.
Las olas rompían contra el bote. Annabeth me enseñó algunas cosas que había logrado salvar del naufragio: el termo de Hermes (ahora vacío), una bolsa hermética llena de ambrosía, un par de camisas de marinero y una botella de SevenUp.
Ella me había sacado del agua y también había encontrado mi mochila, aunque los dientes de Escila la habían desgarrado por la mitad. La mayor parte de mis cosas se habían perdido en el agua, pero todavía tenía el bote de vitaminas de Hermes. Y también mi espada, desde luego.
Navegamos durante horas. Ahora que estábamos en el Mar de los Monstruos, el agua relucía con un verde todavía más brillante que el ácido de la hidra. El aire era fresco y salado, pero tenía además un raro aroma metálico, como si se aproximara una tormenta eléctrica, o algo aún más peligroso.
Yo sabía en que dirección debíamos seguir. Y sabíamos que nos hallábamos exactamente a ciento trece millas náuticas de nuestro destino, en dirección oeste noroeste. Pero no por eso lograba sentirme menos perdido.
Sin importar en que dirección virásemos, el sol siempre me daba en la cara. Compartíamos unos sorbos de SevenUp y utilizamos la vela por turnos para guarecernos un poco en su sombra. También hablamos de mi último sueño con Grover.
Según Annabeth, teníamos menos de veinticuatro horas para encontrarlo, y eso dando por supuesto que mi sueño fuese fiable y que Polifemo no cambiara de idea e intentara casarse antes.
—Sí—dije amargamente—. Nunca puedes fiarte de un cíclope.
Annabeth fijó la vista en el agua.
—Lo siento, Percy. Me equivoqué con Tyson, ¿de acuerdo? Ojalá pudiera decírselo.
Traté de mantenerme molesto, pero no era fácil. Habíamos pasado juntos tantas cosas; me había salvado la vida muchísimas veces, y era una estupidez por mi parte seguir haciéndome el ofendido con ella.
Bajé la vista para examinar nuestras escasas pertenencias: el termo vacío, el bote de vitaminas. Me acordé de la mirada rabiosa de Luke cuando intenté hablarle de su padre.
—Annabeth, ¿cuál es la profecía de Quirón?
Ella frunció los labios.
—Percy, no...
—Ya sé que Quirón prometió a los dioses que no me lo diría. Pero tú no lo prometiste, ¿verdad?
—Saber no siempre es bueno.
—¡Tu madre es la diosa de la sabiduría!
—¡Ya lo sé! Pero cada vez que un héroe se entera de su futuro intenta cambiarlo, y nunca funciona.
—Los dioses están preocupados por algo que haré cuando crezca—aventuré—. O sea, cuando cumpla los dieciséis. ¿Es eso?
Annabeth retorcido entre las manos su gorra de los Yankees.
—No conozco la profecía entera, Percy, pero sí sé que alerta a los dioses sobre un mestizo de los Tres Grandes: el próximo que viva hasta los dieciséis años. Ésa es la verdadera razón de que Zeus, Poseidón y Hades hicieran un pacto después de la Segunda Guerra Mundial y de que juraran no tener más hijos. El siguiente hijo de los Tres Grandes que llegue a cumplir los dieciséis se convertirá en un arma poderosa.
—¿En qué sentido?
—En el que ese héroe decidirá el destino del Olimpo. Él o ella tomará una decisión, y con esa decisión, o bien salvará la era de los dioses, o bien, la destruirá.
Pasé un rato asimilando todo aquello. Nunca me mareo cuando navego, pero ahora me sentía mal.
—Por eso Kronus no me mató el verano pasado.
Ella asintió.
—Podrías resultarle muy útil. Si consigue que te pongas de su lado, los dioses estarán metidos en un grave aprieto.
—Pero si la profecía se refiere a mí...
—Sólo lo sabremos si sobrevives otros tres años. Lo cual puede llegar a ser mucho tiempo para un mestizo. Cuando Quirón oyó hablar por primera vez de Thalia, dio por supuesto que ella era la persona de la profecía. Por eso procuró tan desesperadamente que llegara a salvo al campamento. Luego ella cayó luchando y fue transformada en un pino, y ninguno de nosotros sabía ya que pensar. Hasta que apareciste tú.
Una aleta verde y erizada de púas, de unos cinco metros de largo, salió contoneándose a la superficie por el lado de babor y enseguida volvió a desaparecer.
—El protagonista de la profecía... quiero decir, él o ella, ¿no podría ser como un cíclope, por ejemplo?—pregunté—. Los Tres Grandes tienen un montón de monstruos entre sus hijos... en realidad casi todos los dioses los tienen...
Annabeth meneó la cabeza.
—El Oráculo dijo "mestizo". Y eso siempre significa medio humano medio divino. Realmente no hay nadie vivo que pudiera serlo, salvo tú.
—Entonces... si realmente soy yo, tomaré la decisión correcta.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Miré mis brazos, con mi piel surcada con el intrincado patrón de la Marca de Hércules.
—Es simple...—murmuré—. Yo siempre... siempre estaré del lado de la justicia.
Annabeth vaciló.
—No serías tú si no lo hicieras—dijo finalmente.
Entonces, una gaviota descendió de repente en picado, como salida de la nada, y se posó en nuestro mástil improvisado. Annabeth se sobresaltó cuando el pájaro dejó caer en su regazo un enredo de ramitas y hojas que debían habérsele enganchado.
—Tierra—dijo—. ¡Tiene que haber tierra cerca!
Me senté. No había duda: se veía una línea azul y marrón a lo lejos. Un minuto más tarde se divisaba una isla con una montañita en el centro, com un deslumbrante conjunto de edificios blancos, una playa salpicada de palmeras y un puerto que reunía un surtido bastante extraño de barcos.
...
—¡Bienvenidos!—dijo una mujer que sostenía un sujetapapeles.
Parecía una azafata, tenía la piel morena y llevaba traje azul marino, maquillaje impecable y el largo cabello negro recogido en una cola de caballo.
Sin embargo, había algo en sus oscuros ojos que me sembraba desconfianza.
Nos estrechó la mano en cuanto pisamos el muelle. Por la deslumbrante sonrisa que nos dedicó, uno habría creído que acabábamos de descender del Princesa Andromeda, no de un maltrecho bote de remos sin remos.
Pero la nuestra no era precisamente la única embarcación extraña del puerto. Además de una buena conexión de yates de recreo, había un submarino de la marina norteamericana, muchas canoas y balsas de troncos, y un antiguo barco de vela con tres mástiles. Había también una pista para helicópteros, con un aparato del Canal 5, y otra para aviones en la que se veía un jet ultramoderno junto a un avión de hélice que parecía un caza de la Segunda Guerra Mundial. Quizá eran réplicas para que las visitaran los turistas, o algo así.
Sin embargo no tenía sentido, ¿turistas? ¿En el Mar de los Monstruos?
—¿Es la primera vez que nos visitan?—preguntó la mujer del sujetapapeles.
Annabeth y yo nos miramos.
—Hummm...—dijo Annabeth.
—Primera... visita... al balneario.—dijo la mujer mientras lo anotaba—. Veamos...
Nos miró de arriba abajo con aire crítico. Me llevé la mano al bolsillo instintivamente.
—Hummm.... Para empezar, una mascarilla corporal de hierbas para la dama. Y desde luego un tratamiento completo para el caballero.
—¿Qué?—pregunté.
Ella estaba demasiado ocupada tomando notas para responder.
—¡Perfecto!—dijo con una animada sonrisa—. Estoy segura de que C. C. querrá hablar con ustedes personalmente antes del banquete hawaiano. Por aquí, por favor.
Eso no me inspiraba nada de confianza. Con frecuencia las trampas se veían bien, demasiado bien. ¿Una isla balneario a mitad del Mar de los Monstruos en la que te reciben sin hacer preguntas? Me preguntaba si no sería otra sucursal del Hotel Casino Loto.
Por otro lado, estábamos acalorados, cansados y hambrientos después de horas en el mar bajo el sol.
—No perdemos nada...—murmuró Annabeth.
Fruncí el ceño.
—Algo no...
"Semidiosa"—advirtió Hércules en mi cabeza,
"¿Qué?"
"Ella, la chica del sujetapapeles"—respondió—. "Puedo sentirlo, es una semidiosa, al igual que ustedes. Y por su edad y la fuerza de su aura, les aseguro que ya lo sabe. Esto tiene que ser una trampa"
—Oh... Hades...—maldije.
—¿Qué sucede?—preguntó Annabeth a mis espaldas.
Me aseguré de que la mujer del sujetapapeles no nos estuviese mirando y le susurré a Annabeth tan discretamente como pude.
—Es una semidiosa.
—¿Cómo lo sabes?
—Tengo a un dios instalado en mi cabeza, ¿recuerdas?
—Ah... ¿y cómo ha sobrevivido tanto tiempo en el Mar de los Monstruos?
—Es una trampa, Annabeth—respondí—. No sé de qué se trate, pero no confíes en nadie.
Ella asintió, y seguimos con nuestro camino con las manos disimuladamente sobre nuestras armas por si acaso.
El lugar era alucinante, com edificios de mármol blanco, fuentes de agua azul y laderas montañosas, piscinas, toboganes, cascadas y pasadizos sumergidos. Sin embargo no les presté atención, estaba demasiado tenso como para hacerlo.
Solamente me distraje cuando vi como unas fuentes com surtidores de aire creaban formas imposibles y en movimiento en el aire, como águilas volando, o caballos a galope.
A Tyson le encantaban los caballos, y sabía que le habrían fascinado aquellas fuentes. Casi me di la vuelta para ver su expresión, antes de recordar que ya no estaba.
—¿Te sientes bien?—preguntó Annabeth—. Te veo pálido.
—No... no lo estoy...—asentí con pesar—. Sólo... no quiero hablar de eso ahora... sigamos andando.
Vimos toda clase de animales domesticados. Además, noté que las únicas personas en el balneario eran mujeres jóvenes, cosa que me hizo sentir incómodo, dudaba que hubiesen más hombres en el lugar por alguna parte.
"Podrías coquetearle a la guía para que te de información"—sugirió Hércules.
"¿Estás loco?"—respondí—. "Ignoremos todas las implicaciones morales que eso conlleva. Ella ha de ser unos... ¿qué te gusta? ¿Dos-tres años mayor que yo? Además, parezco un náufrago que acaba de sufrir veinte golpes de calor uno tras otro"
"Era sólo una idea"—se excusó Hércules—. "Además, a mi me funcionó con las Amazonas"
"Te sacaron de allí a patadas"
"Eso... fue un malentendido"—repuso—. "Y de cualquier modo, mi esposa es varios milenios mayor que yo"
"¿Enserio vamos a discutir eso ahora?"
"Ya, lo siento"
Al subir una escalera había lo que parecía el edificio principal, oí a una mujer cantando. Su voz flotaba perezosamente como si estuviese entonando una nana. Cantaba en un idioma que no era griego clásico, pero sí muy antiguo: lengua minoica tal vez, o algo parecido.
El conocimiento divino de Hércules me sirvió de traductor: la canción hablaba de la luz de la luna entre los olivos, de los colores del amanecer y también de magia... eso no me tranquilizo en lo absoluto.
Llegamos a una gran estancia cuya pared frontal era toda de cristal. La pared del fondo estaba cubierta de espejos, de modo que el lugar parecía extenderse hasta el infinito. Había una serie de muebles blancos de aspecto muy caro, y sobre una mesa situada en un rincón, una enorme jaula para mascotas. Parecía fuera de lugar allí, pero no me detuve a pensar en ello, tenía otras preocupaciones.
Había un telar del tamaño de una pantalla de televisión gigante. El tapiz tenía un brillo trémulo, como si fuera en tres dimensiones, y representaba una cascada tan vívidamente que se veía como se movía el agua y cómo se desplazaban las nubes por un cielo de tela.
Annabeth contuvo el aliento.
—Es precioso.
La mujer que tejía, que también era la que había estado cantando, se volvió. Ella era más preciosa aún que su tapiz. Su largo cabello oscuro estaba trenzado con hilos de oro; tenía unos penetrantes ojos verdes y llevaba un vestido de seda negra con estampados que parecían moverse también. Eran sombras de animales en negro sobre negro, creo que ciervos corriendo por un bosque nocturno.
—¿Te gusta tejer, querida?—preguntó la mujer.
—Sí, señora—dijo Annabeth—. Mi madre es...
Se detuvo en seco. Y con razón. No puedes ir por ahí explicando que tu mamá es Atenea, la diosa que inventó el telar. La mayoría de la gente te encerraría de inmediato en una celda acolchada.
—... es tejedora, sí—terminó de decir finalmente.
Nuestra anfitriona se limitó a sonreír.
—Tienes buen gusto, querida. Me alegra mucho que estés aquí. Me llamó C. C.
Los animales de la jaula del rincón empezaron a dar chillidos. Debían de ser cobayas, por el ruido que hacían.
Nosotros nos presentamos también. Me miró con cierta desaprobación, como si hubiese fallado en alguna prueba. Pero debido a que literalmente tengo una marca verde mar atravesando casi todo mi cuerpo como si fuese un tatuaje, lo dejé pasar, ya había recibido esa mirada varias veces antes.
—Ah, querido—dijo con un suspiro—. Tú sí necesitas mi ayuda.
—¿Señora?—pregunté.
C. C. Llamó a la mujer con traje de azafata.
—Hylla, hazle un tour completo a Annabeth, ¿quieres? Muéstrale todos los servicios disponibles. Habrá que cambiarle la ropa, y el cabello ¡cielos! Solicitaremos una consulta exhaustiva de imagen cuando haya hablado con este caballero.
—Pero...—Annabeth pareció dolida—. ¿Qué pasa con mi cabello?
C. C. sonrió con benevolencia.
—Eres encantadora, querida. ¡De veras! Pero no estás sacando partido de ti misma ni de tus encantos. En lo absoluto. ¡Semejante potencial desperdiciado!
—¿Desperdiciado?
—Bueno, seguro que no estás contenta con tu aspecto actual. Cielos, no hay una sola persona que lo esté, pero no te preocupes. Aquí en el balneario, mejóranos a cualquiera. Hylla te mostrará a qué me refiero. ¡Has de liberar a tu auténtico ser, querida!
Los ojos de Annabeth brillaban anhelantes. Nunca la había visto tan desconcentrara.
—Pero... ¿y Percy?
—Claro—dijo C. C. lanzándome una triste mirada—. A Percy tengo que atenderlo personalmente. Él requiere más trabajo.
Normalmente, si alguien me hubiera dicho eso me habría enfadado. Pero al oírlo de C. C. me sentí abatido. La había decepcionado. Tenía que buscar el modo de mejorar.
Las cobayas chillaban como si estuviesen hambrientas, y entonces...
Les juro que sentí la bofetada divina de Hércules estrellarse contra mi rostro, aun si él es sólo los últimos remanentes de su conciencia viviendo en mi cerebro.
"Perseus, concéntrate"—me dijo—. "Están influyendo sobre ti con alguna clase de magia, a Annabeth le sucede lo mismo"
"Eh, si, claro..."
Intenté sacudirme la estupefacción de la cabeza, pero era más fácil decirlo que hacerlo.
—Bueno...—estaba diciendo Annabeth—. Supongo...
—Por aquí, querida—dijo Hylla. Y Annabeth se dejó llevar hacia los jardines llenos de cascadas.
C. C. me tomó del brazo y me guió hacia la pared de los espejos.
—Verás, Percy... Para liberar tu potencial necesitas mucha ayuda; ahora bien, el primer paso es admitir que no estás contento con tu forma actual de ser.
Me moví nervioso ante el espejo. Sorprendiéndome de gran manera cuando vi mi reflejo. Hacia mucho que no me veía la cara, era sorprendente y aterrador lo poco que se veía de mi piel entre la marca de Hércules, cerca de tres cuartas partes de mi cuerpo ya habían sido consumidas por el éxodo, y cada milímetro de piel cubierta me dolía intensamente.
Ese pensamiento me distrajo del resto de mi cuerpo. Realmente estaba quemando mi vida a cada segundo a cambio únicamente de poder... pero ese poder era el que me permitiría ayudar a mis amigos y enfrentar a Kronus... yo lo había aceptado, y no iba a renunciar a él.
La voz de C. C. parecía estar indagando en mi mente, tratando de hacer relucir mis inperfecciones, pero aquella marca sin duda era lo que llamaba más su atención, y por suerte, también la mía.
—Bueno, Bueno—dijo C. C. en tono de consuelo—. ¿Qué te parece si probamos... esto?
Chasqueó los dedos y sobre el espejo desplegó una cortina azul celeste. Tenía un brillo tembloroso, como el tapiz de un telar.
—¿Qué vez?—preguntó.
Miré el paño azul, sin saber a qué se refería.
—No sé...
Entonces hubo un cambio de colores. Me vi a mi mismo en una especie de reflejo, pero no era un reflejo. Temblando en medio de aquel paño se veía una versión distinta de mi, mayor, más alto y atlético, el cabello más largo como suerte de melena que caía hacia atrás, justo como la de Hércules.
Y lo más relevante, la marca en mi piel, mi conexión con el Éxodo de Hércules, no estaba casi en lo absoluto, solamente se notaba una pequeña línea, similar a una cicatriz, justo por encima de mí ojo derecho. Se veía bien, se veía muy bien...
"Percy, no te dejes influenciar"—me recordó Hércules.
Lo vi, él estaba allí, veía su reflejo junto al mío en el espejo, pero en lugar del gigantesco semidiós, veía a un chico delgado, incluso diría que flaco, dado que se le notaban mucho los huesos. Tenía un desordenado cabello oscuro y vestía con unos pantalones que le quedaban demasiado grandes y una capa a sus espaldas.
"¿Her... Hércules?"—pregunté, incrédulo.
"O Alcides, supongo"—respondió—. "Éste soy yo, por debajo del músculo, de la divinidad y del éxodo, este es el cuerpo que tuve como mortal a tu edad"
—Pero... ¿cómo....?
—¿Te gusta así?—preguntó C. C.—. ¿O probamos un tipo diferente?
—N-no... a-así está bien...—murmuré.
"Tienes que salir de su hechizo, Percy"—me instó Hércules... Alcides—. "Sé lo que se siente, desear ser más fuerte a toda costa, serle útil a los demás, no querer ser una carga, pero eso se consigue siempre trabajando duro, no con magia"
Su voz se escuchaba borrosa en mi cabeza.
—¿De veras puede...?—pregunté.
—Puedo ofrecerte un tratamiento completo—me aseguró C. C.
La parte racional de mi cerbero tomó el control por breves instantes.
—¿Cuál es el truco?—entonces, la parte idiota de mi cerebro volvió a tomar el control—. ¿Tengo que seguir una dieta especial o algo así?
—Oh, es muy fácil. Mucha fruta fresca, un programa de ejercicios y, desde luego... esto.
Se acercó al mueble y llenó un vaso de agua. Luego abrió un paquete de algo efervescente y vertió en el vaso un polvo rojo. La mezcla adquirió un resplandor momentáneo. Cuando se desvaneció, la bebida tenía el aspecto de un batido de fresa.
"Percy..."—insistía Alcides—. "Te están hechizando, es una trampa. ¡Reacciona de una vez!"
—Uno de estos equivale a una comida completa—dijo C. C.—. Te garantizo que verás los resultados de inmediato.
—¿Cómo es posible...?
Ella se echó a reír.
—¿Para qué hacer preguntas? Quiero decir, ¿no deseas convertirte sin más en tu "yo" perfecto?
—¿P-por qué... por qué no hay más chicos en este balneario?
—Ah, pero sí los hay—me aseguró—. Los conocerás muy pronto. Tú prueba el combinado y verás.
Miré el paño azul y aquel reflejo mío que no era yo.
La imagen de Alcides se estaba disolviendo... y mientras desaparecía llegaban a mi cabeza recuerdos, las pesadillas que me habían atormentado por años, aquel hombre en la ciudad oscura, el terrible dolor de ser atravesado de extremo a extremo, sentir el frío metal de decenas de cuchillos cortando mi piel...
—Mira, Percy—me reprendió C. C.—, la parte más difícil del proceso es dejar de querer controlarlo todo. Tienes que decidirte: ¿te vas a fiar de tu criterio sobre cómo deberías ser, o te vas a fiar del mío?
Tenía la garganta seca. Me oí decir:
—Del suyo.
Ella sonrió y me tendió el vaso. Y yo me lo llevé a los labios.
Me congelé cuando estaba a centímetros de mi boca.
La voz de Alcides habló una vez más en mi cabeza.
"Toda mi vida, cuando debía elegir un camino, elegía el más difícil y peligroso, siempre me retaba a mi mismo porque esa era la manera de mejorar, jamás me iba por el camino fácil, sin importar que tan tentador fuera. Y tú, Percy, has hecho lo mismo durante toda tu vida, ¿por qué renunciarás a eso ahora? ¿Por qué tomas la salida fácil cuando siempre supiste cuál camino elegir?"
A cada una de sus palabras, su voz se había más fuerte, gruesa y autoritaria. Dejaba de ser Alcides para convertirse en Hércules, el dios de la fortaleza.
—C. C....—murmuré—. C. C... Circe...
—Ojalá no lo hubieras descubierto...—susurró ella—. Todo hubiese sido mucho más sencillo...
Me giré sobre mi mismo a toda velocidad y le estrellé el vaso contra la cabeza, rompiéndolo en pedazos y derribando a la hechicera.
Sin perder un solo segundo destapé mi espada y me abalancé sobre ella.
Circe hizo un gesto con la mano, y el hilo de su telar salió disparado hacia mi a toda velocidad mientras se dividía en decenas de hebras.
Lance una serie de cuchilladas hacia él hilo, cortando grandes trozos de cuerda antes de que lograsen atraparme.
La hechicera se reincorporó, y yo me lancé contra ella de inmediato.
Lancé un tajo frontal que debería haberla atravesado, sin embargo se las arregló para dar un quiebro y esquivarlo por poco.
Utilizando el impulso que ya tenía, seguí cargando y estiré mi mano izquierda, cerrándola con fuerza alrededor de su cuello.
Creía que ya la tenía, pero entonces el hilo del telar se envolvió alrededor del brazo de la espada, luego de mi brazo izquierdo para luego levántame en alto y convertirme rápidamente en una momia de tela que me inmovilizaba los brazos y las piernas mientras mis ataduras se apretaban más y más, amenazando con cortarme en pedazos.
—Suéltame ahora, hechicera, antes de que te...
—Cariño, ahorra tus palabras—me aconsejó—. No hay nada que puedas hacer ahora. Hubieras sido más feliz como un cerdito de Guinea.
Vaya que sí podía hacer algo. Podía sacar al perro de los infiernos, destrozar mis ataduras y reducir toda esa isla a escombros, pero no iba a hacerlo, sabía de sobra que un trabajo más sería el fin, no podía desperdiciarlo tan a la ligera.
Pero si me liberaba con algún trabajo y luego encontraba a Annabeth y la sacaba de allí antes de morir... entonces ella podría terminar la misión, encontrar el vellocino y salvar el campamento...
Y hablando del Rey de Roma...
—¿Señora C. C.?—era la voz de Annabeth.
C. C. soltó una maldición en griego antiguo al tiempo que Annabeth entraba a la sala.
Apenas la reconocí. Llevaba un vestido de seda blanca sin mangas, como el de Circe. Tenía el cabello rubio recién lavado y peinado, y también trenzado con hilos de oro, pero lo peor era..l que la habían maquillado. Nunca habría creído que Annabeth se dejara pillar en semejante estado ni muerta.
Vamos a ver; tenía un buen aspecto. Muy bien aspecto. Fui incapaz de advertirle lo que sucedía porque se me atragantaban las palabras. Pero había algo en su aspecto que estaba del todo equivocado. Aquella no era Annabeth, sencillamente.
Ella miró alrededor, casi pegando un brinco de sorpresa al verme suspendido en el aire, atado por un montón de hilos mágicos.
—¡¿Percy?!
—¡Annabeth, corre!—le grité—. ¡C. C. es Cir...!
Los hilos le cubrieron la boca y luego también los ojos, dejándome totalmente atrapado en mi prisión de hilo... una asfixiante, y suavecita, prisión de hilo. Únicamente contaba con un minúsculo agujero para mirar, y escuchaba todo distante y amortiguado por la tela sobre mis oídos.
—¿Cir...? ¿Circe?—preguntó ella.
La hechicera se le acercó lentamente.
—Sí, querida.
Annabeth retrocedió y Circe se hecho a reír.
—No temas. No voy a hacerte ningún daño.
—¿Qué le está haciendo a Percy?
—Tu amigo se rehusó a encontrar su auténtica forma y atentó contra mi vida—dijo la hechicera con tranquilidad—. Únicamente me estoy defendiendo.
Los hilos apretaron aún más, y sentí cómo exprimían el aire fuera de mis pulmones.
Annabeth me miró fijamente, quiso acercarse a mi, pero Circe le cerró el paso.
—Olvídalo—le dijo—. Únete a mí y aprende los caminos de la hechicería.
—¿Hechicería?
—Sí querida—Circe alzó la mano y una llama surgió de su palma y bailó por la punta de sus dedos—. Mi madre es Hécate, la diosa de la magia. Reconozco a una hija de Atenea cuando la veo. Tú y yo no somos tan diferentes; las dos buscamos el conocimiento, las dos admiramos la grandeza y ninguna necesita permanecer a la sombra de los hombres.
—No... no acabo de comprender.
Traté de gritar, pero ya casi no me quedaba aire. Empecé a retorcerme, sentía como mi piel empezaba a cortarse bajo los hilos, los cuales se apretaban más y más a cada segundo.
—Quédate conmigo—volvió a decir la hechicera—. Estudia conmigo. Puedes unirte a nuestro equipo, convertirte en una hechicera, aprender a dominar la voluntad de los demás. ¡Te volverás inmortal!
—Pero...
—Eres demasiado inteligente, querida. Demasiado para confiar en ese estupido campamento de héroes. Dime, ¿cuántas grandes heroínas mestizas serías capaz de enumerar?
—Bueno... Atalanta, Amelia Earhart...
—¡Bah! Son los hombres los que se llevan siempre toda la gloria—Apretó el puño y extinguió aquella llama mágica—. El único camino que les queda a las mujeres para adquirir poder es la hechicería. ¡Medea, Calipso son muy poderosas! Y yo, desde luego. La más grande de todas. Y tú... te harás sabia y más poderosa, tendrás todo lo que siempre has deseado.
Annabeth seguía mirándome, pero con una expresión soñadora. La misma que yo debía de tener cuando Circe me había estado embelesando momentos antes.
Me retorcí con todas mis fuerzas, me dije a mi mismo que si Annabeth no reaccionaba en un minuto, usaría mi último trabajo y la sacaría de aquella isla a como diera lugar. Eso le ahorraría muchos problemas a futuro a los dioses, y morir sacrificándose no era la peor de las muertes...
—Déjeme pensarlo—murmuró Annabeth—. Sólo un minuto... a solas. Para despedirme.
—Claro que sí, querida—susurró Circe—. Un minuto. Ah, y para que dispongas de completa intimidad...—Hizo un ademán con la mano y descendieron de golpe unas barras de hierro sobre las ventanas. Luego se deslizó fuera y cerró la puerta con llave.
Los hilos se aflojaron y desenvolvieron un poco. Dejé de ser la Temible Momia de Lana para solamente estar sostenido en el aire, con los brazos y piernas aún atados.
Podía ver mi sangre saliendo de los múltiples cortes que el hilo me había hecho, y sentía la reconfortante pero desagradable al mismo tiempo sensación de la sangre llenando mis venas nuevamente y corriendo por mi cuerpo sin restricciones nuevamente.
La expresión embelesada de Annabeth se desvaneció en el acto. Se acercó corriendo a mí y empezó a revisarme los bolsillos.
—¿Me estás robando?—le pregunté.
—No te muevas—respondió secamente.
Ella sacó el bote de vitaminas de Hermes y comenzó a forcejear con el tapón.
—¿Qué haces? No es momento para vitaminas.
—Come—ordenó, metiéndome una gomita en la boca.
Hice lo que me pidió, sin entender que rayos estaba sucediendo.
Justo mientras ella se metía una gomita de limón en la boca, la puerta se abrió de golpe y entró Circe de nuevo, acompañada de dos chicas. La misma de antes, Hylla, y otra prácticamente igual a ella, pero de apariencia más joven, más o menos mi misma edad.
—Bueno—suspiró la hechicera—. ¡Qué rápido pasa un minuto! ¿Cuál es tu respuesta, querida?
—Ésta—dijo Annabeth, sacando su cuchillo y cortando mis ataduras con un golpe.
Caí al suelo no muy elegantemente, pero sí lleno de furia.
Circe dio un paso atrás, pero enseguida se recobró. Sonrió con desdén.
—¿De verdad, niños? ¿Un par de cuchillos contra toda mi magia? ¿Les parece sensato?
—Sensato sería arrancarte la cabeza de un garrotazo—respondí gruñendo.
Circe se volvió hacia sus ayudantes, que sonrieron. Alzaron las manos, como disponiéndose a lanzar un conjuro.
"¡Corre!"—me urgió Hércules en mi cabeza, pero no había hacia dónde ir salvo hacía delante.
—El chico será un cerdo, desde luego—dijo Circe—. ¿Pero cuál sería la forma adecuada para Annabeth...? Una cosa pequeña y malhumorada... ¡Ya sé, una musaraña!
De sus dedos surgieron espirales de fuego azul que se retorcieron como serpientes alrededor de nosotros.
Tomé mi espada con ambas manos.
—¡Éxodo de...!
Annabeth me puso su cuchillo en la garganta.
—No te atrevas.
—Pero...
—Sólo espera y verás.
El fuego nos envolvió y golpeó, luego se despejó y no pasó nada.
—¿Cómo demonios...?—aulló Circe.
Annabeth alzó el bote de vitaminas para que lo viese la hechicera.
Circe retrocedió y dio un alarido de frustración.
—¡Maldito sea Hermes y sus vitaminas! ¡No son más que una moda pasajera! ¡No te aportan ningún beneficio!
Las ayudantes de Circe dieron un paso al frente, pero su jefa las detuvo.
—¡Atrás! ¡Son inmunes a la magia mientras dure el efecto de esa maldita vitamina!
—Sí...—gruñí—. Pero tú no eres inmune a las espadas.
Me lancé una vez más de frente a toda velocidad. Las ayudantes de Circe se interpusieron en mi camino, pero las derribé mientras cargaba, tomé a la hechicera del cuello y la lancé contra el suelo mientras me alzaba frente a ella y levantaba mi espada.
—¡Desaparece de mi vista!
Bajé mi hija y partí su craneo a la mitad.
—No volverás a engañar a nadie más, hechicera—escupí.
Annabeth me miró en silencio sin decir nada. Las ayudantes de Circe retrocedieron acobardadas.
Las miré a los ojos y levanté mi espada.
—Salgan de esta isla antes de que se caiga a pedazos—les advertí—. Sin la protección de la hechicera, la cantidad de semidiosas en este lugar atraerá a una horda de monstruos para darse un festín.
Miré a Annabeth, ella asintió y echamos a correr. Atravesamos las terrazas y tejados hasta llegar al muelle mientras varias empleadas del balneario nos perseguían, seguramente más aprendices de Circe.
Obviamente me rehusaba a tomar de nuevo el bote de remos. Me fijé en un viejo barco de vela.
—Allí—dije.
—Pero...
—Funcionará.
—¿Cómo?
No sabía cómo explicárselo. Tomé a Annabeth de la mano y la arrastré hacia la embarcación de tres mástiles. En la proa lucia el nombre que sólo más tarde descifraría: Vengador de la Reina Ana.
No sabía cuánto tiempo duraría el efecto de las vitaminas, pero dudaba que fuese el suficiente para deshacerme de las aprendieses de hechiceras que nos perseguían. Y aunque así fuera, me rehusaba a matar a ninguna más. Matar no me da ningún placer, pero Circe era un caso especial.
—No lograremos salir a tiempo—dijo Annabeth mientras nos encaramábamos abordo.
Ciando llegamos arriba, miré el desesperante tinglado de velas y sogas que tenía alrededor.
Para ser un buque de trescientos años, estaba en perfectas condiciones. Aún así, habría hecho falta una tripulación de cincuenta marineros y muchas horas de trabajo para ponerlo en movimiento. Nosotros no teníamos tanto tiempo. Las protegidas de Circe venían colina abajo, y no estaban muy felices.
Cerré los ojos y me concentré en las olas que chapoteaban contra el casco, en las corrientes del mar, en los vientos que me rodeaban. Y de pronto me vino a la mente la palabra adecuada:
—¡Palo de mesana!—grité.
Annabeth me miró como si me hubiese vuelto loco, pero en un segundo el aire se llenó de un silbido de sogas que se tensaban, ruido de velas que se desplegaban y crujido de poleas.
Annabeth se agachó justo para esquivar un cable que pasó por encima de su cabeza y fue a arrollarse en el bauprés.
—Percy, ¿cómo...?
No tenía respuesta, pero sentía que el barco me respondía como si fuese parte de mi cuerpo.
Ordené que las velas se izaran con la misma facilidad con que flexionaba un brazo. Y luego ordené que girase el timón.
El Vengador de la Reina Ana se apartó con una sacudida del muelle, y cuando nuestras perseguidoras llegaron por fin a la orilla, nosotros ya navegábamos hacia el Mar de los Monstruos.
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