Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Furia:


No tardé mucho en recoger mis cosas. Los cuernos del Minotauro se quedaban en la cabaña, todo lo demás venía conmigo, (solamente una muda de ropa y mi cepillo de dientes).

En la tienda del campamento me prestaron cien dólares y veinte dracmas de oro. Estas monedas, del tamaño de galletas de aperitivo, representaban las imágenes de varios dioses griegos en una cara y el edificio Empire State en la otra. Los antiguos dracmas que usaban los mortales eran de plata, pero los Olímpicos sólo utilizaban oro puro.

Quirón nos dijo que las monedas podían resultar de utilidad para las transacciones no mortales, fueran lo que fuesen. Nos dio a Annabeth y a mí una cantimplora de néctar a cada uno y una bolsa con cierre hermético llena de trocitos de ambrosía, para ser usada sólo en caso de emergencia, si estábamos gravemente heridos. Era comida de los dioses, nos recordó Quirón. Nos Sanabria prácticamente cualquier herida, pero era legal para los mortales. Un consumo excesivo nos produciría fiebre. Una sobredosis nos consumiría, literalmente.

Eso me hacía todo el sentido del mundo, tenía visiones bastante reales sobre cómo era ser consumido vivo por la ambrosía, y prefería que no se hicieran realidad.

Annabeth trajo su gorra mágica de los Yankees, que al parecer había sido regalo de su madre cuando cumplió doce años. Llevaba un libro de arquitectura clásica escrito en griego antiguo para leer cuando se aburriera, y un largo cuchillo de bronce, oculto en la manga de la camisa.

Eso... si bien podría ser útil, me ponía los pelos de punta. Creo que ya he mencionado que padezco de un odio irracional a los cuchillos, en especial si están ocultos.

Por su parte, Grover llevaba sus pies falsos y pantalones holgados para pasar por humano. Iba tocado con una gorra verde tipo rasta, porque si se le mojaba el cabello se le podía ver la punta de los cuernecillos. Su mochila estaba llena de manzanas y latas de metal. En el bolsillo llevaba una flauta de junco que su padre cabra le había hecho, aunque sólo se sabía dos canciones.

Mientras nos despedíamos del resto de campistas, oí a Malcom Pace, hijo de Atenea, decirle a Annabeth:

—Buena suerte, sepan los dioses cuánto tiempo llevas esperando esto—le dio una palmadita en el hombro.

—Alguien tiene que evitar que Percy meta la pata—le respondió Annabeth.

Malcom le sonrió.

—Bien dicho, no importa cuanta fuerza tenga sí le falta cerebro...

Una Clarisse salvaje apareció en la hierba alta y tomó a Malcom por la cabeza mientras le daba un coscorrón.

—No creas que es como tú, idiota—le dijo—. Tu cabeza está llena de intrigas.

Sonreí.

—Voy a querer la revancha por lo ayer, La Rue—le advertí.

Ella sonrió con crueldad.

—En tus sueños, Jackson, volverás a morder el polvo.






Quirón nos esperaba sentado en su silla de ruedas al lado del pino de Thalia. Junto a él estaba el tipo con pinta de surfista que había visto durante mi tiempo en la enfermería. Según me dijo Grover se trataba del jefe de seguridad del campamento. Al parecer tenía ojos en todo el cuerpo, así que era prácticamente imposible sorprenderlo.

—Éste es Argos—me dijo Quirón—. Los llevará a la ciudad y... bueno, les echará un ojo.

Oí pasos detrás de nosotros.

Luke subía corriendo por la colina con unas zapatillas de baloncesto en la mano.

—¡Eh!—jadeó—. Me alegro de alcanzarlos.—Annabeth se sonrojó, como siempre que Luke estaba cerca—. Sólo quería desearles buena suerte—me dijo—. Y pensé que... a lo mejor te sirven.

Me tendió las zapatillas, que parecían bastante normales. Inclusive olían bastante normal.

—Maya!—dijo Luke.

De los talones de los botines surgieron alas de pájaro blancas. Di un respingo y las dejé caer. Las zapatillas revolotearon por el suelo hasta que las alas se plegaron y desaparecieron.

—¡Alucinante!—musitó Grover.

Luke sonrió.

—A mí me fueron muy útiles en mi misión. Me las regaló papá. Evidentemente, estos días no las utilizó demasiado...

Entristeció la expresión.

No sabía qué decir. Luke ya se había complicado bastante viniendo a despedirse. Me preocupaba que me preocupaba que me guardara rencor por haberme llevado tanta atención en los últimos días. Pero allí estaba, entregándome un regalo mágico... Me sonrojé tanto como Annabeth.

—Amigo... Gracias.

—Oye, Percy—Luke parecía incómodo—. Hay muchas esperanzas puestas en ti. Así que... mata algunos monstruos por mí, ¿de acuerdo?

—Dalo por hecho.

Nos dimos la mano. Luke le dio una palmadita a Grover entre los cuernos y un abrazo de despedida a Annabeth, que parecía a punto de desmayarse.

Cuando Luke se hubo marchado, le dije:

—Estás hiperventilando.

—No, no lo estoy.

—Pero ¿no lo dejaste capturar la bandera a él en lugar de ir tú?

—Oh... Aún me pregunto por qué quise ir a ningún lugar contigo en primer lugar.

Descendió por el otro lado de la colina hacia donde una furgoneta blanca nos esperaba junto a la carretera. Argos la siguió, haciendo tintinear las llaves del coche.

Recogí las zapatillas voladoras y de pronto tuve un mal presentimiento. Miré a Quirón.

—No me aconsejas usarlas, ¿verdad?

Negó con la cabeza.

—Luke tenía buena intención, Percy. Pero flotar en el aire... no es lo más sensato que puedes hacer.

Meneé la cabeza, pero entonces se me ocurrió una idea.

—Eh, Grover, ¿las quieres tú?

Se le encendió la mirada.

—¿Yo?

En poco tiempo atamos las zapatillas a sus pies falsos, y el primer niño cabra volador del mundo quedó listo para el lanzamiento.

—Maya!—gritó.

Despegó sin problemas, pero al poco se cayó de lado, desequilibrado por la mochila. Las zapatillas aladas seguían aleteando como pequeños potros salvajes.

—¡Práctica!—le gritó Quirón por detrás—. ¡Sólo necesitas práctica!

Grover siguió volando entre gritos en zigzag colina abajo, casi a ras del suelo, como un cortador de césped poseído, en dirección a la furgoneta.

Antes de seguirlo, Quirón me agarró del brazo.

—Debería haberte entrenado mejor, Percy—dijo—. Si hubiera tenido más tiempo... Hércules, Jason... todos recibieron más entrenamiento.

—No pasa nada. Sólo que ojalá... ya sabes, tuviera algo con lo que no ir desarmado.

Ah sí, prácticamente no llevaba ningún arma encima. No era demasiado bueno con la lanza, definitivamente me debía mantener alejado de los arcos, ninguna espada se encajaba bien a mí, y ya mencioné que odio los cuchillos.

Y ahora me dirán: "Pero Percy, es preferible llevar un arma con la que no te sientas cómodo a ir desarmado" y yo les respondo que ir con un arma que no sabes manejar es más peligroso para ti que para tus atacantes.

—Pero ¿dónde tengo la cabeza?—Exclamó Quirón—. No puedo dejar que te vallas sin esto.

Me tendió un bolígrafo desechable.

—¡¿Acaso es...?!

Tomé el bolígrafo recordando la espada que Quirón me había arrojado en el museo, con la que había pulverizado a la furia.

Pues... no lo era, sólo un bolígrafo normal y corriente.

—Oh, perdón, bolígrafo equivocado—se disculpó Quirón.

Ahora sí, al destapar este segundo bolígrafo me encontré cargando una espada de bronce brillante y de doble filo, con empuñadura plana de cuero tachonada en oro. Era la primera arma equilibrada que empuñaba.

—La espada tiene una larga y trágica historia que no hace falta que repasemos—dijo Quirón—. Se llama Anaklusmos.

—Contracorriente—traduje en automático—. Gracias, Quirón... yo...

—Úsala sólo para emergencias, y sólo contra monstruos. Ningún héroe debe hacer daño a los mortales amenos que sea absolutamente necesario, pero esta espada no los lastimará en ningún caso.

"Ningún héroe debe hacer daño a los mortales"

Cómo si de un detonante se tratase, me sumergí en una visión.

...

—¿Por qué...?—gruñí tratando de contener la enorme furia que sentía—. Hasta ahora, todos los hombres que han representado a la humanidad han sido dignos.

Dije sombríamente mientras recordaba a aquellos hombres que habían luchado hasta el final oponiéndose a la voluntad de los dioses.

—Lü Bu, Adán, Sasaki Kojiro.... Lo suficientemente dignos para sacudir por completo el corazón de nosotros, los dioses... Y sin embargo, ese hombre ¡¿Será mi oponente?!

Dejé de mirar hacia las gradas y me volví hacia él, el hombre vestido elegantemente con sombrero y monóculo. Nos encontrábamos en medio de la oscura ciudad de Londres.

—Un hombre que jugó con la vida de mujeres inocentes...—seguía gruñendo yo—. ¡¿Basura sacada de lo más profundo del infierno?!

Podía sentir mis venas hinchándose por la furia, miré con fiereza una vez más a las gradas que rodeaban la ciudad, a un punto específico de estas.

—¿Por qué...?

Incluso a la distancia, pude ver los fríos y calculadores ojos verdes de aquella que consideraba mi hermana.

—¡NO ME JODAS! ¡¡BRUNHILD!!—rugí.

Me volví hacia el hombre frente a mí, lo miré con furia y sostuve con fuerza mi garrote. Él sólo me miraba con los ojos cubiertos completamente por las sombras.

—Ahora voy a advertirte, inclínate y acepta la derrota—le dije—. Si lo haces, te juro que haré que Zeus lo acepte. Y podrás ser salvado del Nifhel.

Alcé mi arma y me mostré amenazante.

—No encuentro placer en la matanza sin sentido...—dije sombrío—. ¡¡PERO TÚ ERES UN CASO ESPECIAL!!

...

Miré sombríamente la colina, preguntándome que acababa de vivir.

—¿Qué quiere decir con que no lastimará a los mortales?—pregunté—. ¿Cómo puede no hacerlo?

Mi repentino cambio de tono y actitud tomaron por sorpresa a Quirón.

—La espada está hecha de bronce celestial. Forjado por los cíclopes, templado en el corazón del monte Etna y enfriado en las aguas del río Lete. Es letal para monstruos y cualquier criatura del inframundo, siempre y cuando no te maten primero, claro. Sin embargo, a los mortales los atraviesa como una ilusión; sencillamente, no son lo bastante importantes como para que la espada los mate. ¡Ah! Y he de advertirte otra cosa: como semidiós, puedes perecer tanto bajo armas celestiales como normales. Eres doblemente vulnerable.

—Es bueno saberlo.

—Ahora, tapa el bolígrafo,

Toqué la punta de la espada con la tapa del bolígrafo y Contracorriente se encogió hasta convertirse de nuevo en bolígrafo. Me lo meto en el bolsillo y respiré profundamente, tratando de calmar mis nervios por la visión que acaba de tener.

—Gracias, Quirón.

Bajé al pie de la colina y volví la vista atrás. Quirón se erguía en toda su altura de hombre caballo y nos despidió levantando el arco. La típica despedida de campamento del típico centauro.





Argos nos condujo a la parte oeste de Long Island y de allí nos dirigimos a Manhattan sin mayores complicaciones, aunque admito que después de dos semanas en el campamento, me quedaba embonado viendo cada McDonal's, cada valla publicitaria, y cada centro comercial.

El tráfico de Queens nos realentizó bastante. Cuando llegamos a Manhattan, el sol se estaba poniendo y había empezado a llover.

Argos nos dejó en la estación de autobuses Greyhound del Upper East Side, no muy lejos del apartamento de Gabe y mi madre. Pegado a un buzón, había un cartel empapado con mi foto: "¿Ha visto a este chico?"

Lo arranqué y lo hice pedazos de inmediato.

Argos descargó nuestro equipaje, se aseguró de que teníamos nuestros boletos de autobús y luego se marchó abriendo el ojo del dórese de la mano para echarnos un último vistazo mientras salía del estacionamiento.

Pensé en lo cerca que estaba de mi antiguo departamento. En un día normal, mi madre ya habría vuelto a casa de la tienda de golosinas. Probablemente Gabe el Apestoso estaría all en aquel momento, jugando al póquer y sin echarla siquiera de menos.

Grover se cargó al hombro su mochila. Miró hacia donde yo estaba mirando.

—¿Quieres saber por qué se casó con él, Percy?

—¿Me estabas leyendo la mente o qué?—repuse, mirándolo fijamente.

—Sólo tus emociones—se encogió de hombros.

—¿Eres un Jedi o algo así?

—Los sátiros tenemos esa cualidad.

—¿La de ser Jedis?

—¡No! Sentir las emociones de los demás. Estabas pensando en tu madre y tu padrastro, ¿verdad?

Asentí, preguntándome que otras cosas podía hacer Grover que no me había contado.

—Tu madre se casó con Gabe por ti. Lo llamas "apestoso", pero te quedas corto. Ese tipo tiene un aura... ¡Puaj! Lo huelo desde aquí. Huelo restos de él en ti, y ni siquiera has estado cerca de él en semanas.

—Gracias—respondí—. ¿Dónde está la ducha más cercana?

—Tendrías que estar agradecido, Percy. Tu padrastro huele tan asquerosamente a humano que es capaz de enmascarar la presencia de cualquier semidiós. Lo supe en cuando olfateé el interior de su Camaro: Gabe lleva ocultando tu esencia durante años. Si no hubieses vivido con él todos los veranos, probablemente los monstruos te habrían encontrado hace mucho tiempo. Tu madre se quedó con él para protegerte. Era una mujer muy lista. Debía quererte mucho para aguantar a ese tipo... si te sirve de consuelo.

No me servía de ningún consuelo, pero me abstuve de expresarlo.





La lluvia no cesaba.

La espera nos impacientaba y decidimos jugar a rebotar una de las manzanas de Grover. Annabeth era increíble. Hacía rebotar la manzana en su rodilla, codo, hombro, lo que fuera. Yo tampoco era muy malo.

El juego terminó cuando le lance la manzana a Grover demasiado cerca de su boca. En un megamordisco de cabra engulló nuestra pelota. Grover se ruborizó e intentó disculparse, pero Annabeth y yo estábamos muriéndonos de risa.

Por fin llegó el autobús p. Cuando nos pusimos en fila para embarcar, Grover empezó a mirar alrededor, olisqueando el aire como si oliera enchiladas.

—¿Qué pasa?—le pregunté.

—No lo sé. A lo mejor no es nada.

Pero se notaba que sí era algo. Empecé a mirar yo también por encima del hombro.

Me sentí aliviado cuando por fin subimos y encontramos asientos juntos al final del autobús. Guardamos nuestras mochilas en el portaequipajes. Annabeth no paraba de sacudir con nerviosismo su gorra de los Yankees contra el muslo.

Cuando subieron los últimos pasajeros, Annabeth me apretó la rodilla.

—Percy.

Una anciana acababa de subir. Incluso en ese disfraz fui capaz de reconocerla: era la señora Dodds. Más vieja y arrugada, pero igual de perversa.

Me agaché en el asiento.

Detrás de ella venían otras dos viejas: una con gorro verde y la otra con gorro morado. Por lo demás, tenían exactamente el mismo aspecto que la señora Dodds. Un trío de abuelas diabólicas.

Se sentaron en la primera fila, justo detrás del conductor. Las dos del asiento del pasillo miraron hacia atrás con un gesto disimulado pero de mensaje muy claro: "de aquí no sale nadie"

El autobús arrancó y nos encaminamos por las calles de Manhattan, relucientes a causa de la lluvia.

—No ha pasado muerta mucho tiempo—gruñí.

—Bueno...—dijo Annabeth—. Evidentemente no eres muy suertudo.

—Las tres—sollozó Grover—. Di immortales!

—No pasa nada—dijo Annabeth, esforzándose por mantener la calma—. Las furias. Los tres peores monstruos del inframundo. Ningún problema. Escaparemos por las ventanillas.

—No se abren—musitó Grover.

—¿Hay puerta de emergencia?

No la había. Y aunque la hubiera, no habría sido de ayuda. Para entonces, estábamos en la Novena Avenida, de camino al puente Lincoln.

—No nos atacaron con testigos—dije—. ¿Verdad?

—Los mortales no tienen buena vista—dijo Annabeth—. Sus cerebros sólo pueden procesar lo que ven a través de la niebla. Lo que sea menos la verdad.

—Verán tres viejas matándonos, ¿no?

Pensó en ello.

—Es difícil saberlo. Pero no podemos contar con los mortales para que nos ayuden. ¿Y una salida de emergencia en el techo...?

Llegamos al túnel Lincoln, y el autobús se quedó a oscuras salvo por las bombillitas del pasillo. Sin el repiqueteo de la lluvia contra el techo, el silencio era espeluznante.

La señora Dodds se levantó. Como si lo hubiera ensayado, anuncio en voz alta:

—Tengo que ir al aseo.

—Y yo—añadió la segunda furia.

—Y yo—repitió la tercera.

Y las tres echaron a andar por el pasillo.

—Percy, ponte mi gorra—me urgió Annabeth.

—¿Para qué?

—Te buscan a ti. Vuélvete invisible y déjalas pasar. Luego intenta llegar a la parte de delante y escapar.

—No—dije secamente.

—Hay bastantes posibilidades de que no reparen en nosotros. Eres hijo de uno de los Tres Grandes, ¿recuerdas? Puede que tu olor sea abrumador.

—Me niego—volví a decir.

—¡Percy, no tenemos tiempo!

Precisamente, no teníamos tiempo.

Las ancianas llegaron hasta donde nosotros. Se transformaron y adoptaron cuerpos de arpía marrones y coriáceos, con alas de murciélago, manos y pies como garras de gárgola. Sus bolsos se convirtieron en fieros látigos.

—Perseus Jackson—siseó la señora Dodds.

—Hola, maestra, quería consultarle sobre el problema número tres de la última tarea.

El monstruo enseño sus garras y gruñó.

—¿Dónde está? ¿Dónde?—silbaban sus hermanas entre dientes.

—Sólo te lo voy a preguntar una vez más, Perseus Jackson, ¿dónde está?

Annabeth sacó su cuchillo de bronce y Grover tomó una lata de su mochila dispuesto a lanzarla.

Yo ladeé mi cabeza.

—¿Dónde está qué?

—No digas que no fuiste advertido.

Antes de que ella pudiera atacar, yo me le adelanté embistiéndola con todas mis fuerzas.

Atravesamos el camión y nos chocamos contra el conductor, quien dio un volantazo hacia la izquierda. La señora Dodds y yo empezamos a forcejear con el pobre conductor en medio comp daño colateral.

Me compadezco de aquel sujeto, él sólo podía gritarnos con impotencia que nos detuviéramos mientras luchaba con todas sus fuerzas por no chocar el camión.

Salimos del túnel Lincoln a toda velocidad y volvimos a la tormenta, personas y monstruos dando tumbos dentro del autobús mientras los coches eran apartados o derribados como si fueran bolos.

De algún modo, el conductor una salida en medio del mar de puños y garras en el que lo habíamos metido. Dejamos la autopista a toda máquina, cruzamos media docena de semáforos y acabamos, aún a velocidad de vértigo, en una de esas carreteras rurales de Nueva Jersey en las que es imposible creer que haya tanta nada justo al otro de Nueva York. Había un bosque a la izquierda y el río Hudson a la derecha, hacia donde el conductora parecía dirigirse.

Me las arregle para atrapar con fuerza la cabeza de la señora Dodds y la estrelle con fuerza contra la palanca de freno.

El autobús aulló, derrapó ciento ochenta grados sobre el asfalto mojado y se estrelló contra los árboles. Se encendieron las luces de emergencia. La puerta se abrió de par en par.

El conductor salió arrastrándose como pudo, y los pasajeros lo siguieron gritando enloquecidos. Yo me metí en el asiento del conductor y pateé con todas mis fuerzas a la furia para que cayera en una de las hileras de asientos, dejando a los pasajeros bajar.

Las otras dos furias recuperaron el equilibrio. Revolvieron sus látigos contra Annabeth, mientras ésta amenazaba con su cuchillo y les ordenaba que retrocedieran en griego clásico. Grover le lanzaba latas... supongo que está bien.

La marca de mi cuerpo me dolía horrores, cosa que me dio una idea. Pensé en el arranque de poder que tuve en la pelea contra el Minotauro.

El Éxodo de Hércules.

La señora Dodds aprovechó mi distracción y se lanzó contra mí. Sus dos hermanas se volvieron y siguieron su ejemplo.

—Perseus Jackson—dijo la señora Dodds con tono de ultratumba—, has ofendido a los dioses. Vas a morir.

—Buen dato, pero... yo no te pregunté.

Gruñó.

Annabeth y Grover se movían tras las Furias con cautela, buscando una salida.

Saqué el bolígrafo de mi bolsillo y lo destapé. Anaklusmos se alargó hasta convertirse en una brillante espada de doble filo.

Las furias vacilaron.

—Sométete ahora—silbó entre dientes la señora Dodds— y no sufrirás tormento eterno.

El dolor de mi marca hizo que se me nublara la visión, sacudí la cabeza y gruñí.

—Ni lo sueñes...

—¡Percy, cuidado!—me advirtió Annabeth.

La señora Dodds enroscó su látigo en mi espada mientras las otras dos Furias se me echaban encima.

Sentí la mano como atrapada en plomo fundido, sentía todo el cuerpo cubierto por mi marca aún peor, pero aún así conseguí no soltar la espada.

Golpeé a la Furia de la izquierda con la empuñadura y la envié con violencia de espaldas contra un asiento. Me volví y le asesté un tajo a la de la derecha. En cuento la hoja tocó su cuello, gritó y explotó en una nube de polvo.

Annabeth le aplicó a la señora Dodds una llave de lucha libre y tiró de ella hacia atrás, mientras Grover le arrebataba el látigo.

—¡Ay!—gritó él—. ¡Ah! ¡Quema! ¡Quema!

La Furia del asiento volvió a atacarme levantando las garras, pero la detuve con un mandoble y se abrió como piñata.

La señora Dodds intentaba quitarse a Annabeth de encima. Daba patadas arañaba, silbaba y mordía, pero Annabeth aguantó mientras Grover le ataba las piernas con su propio látigo. Al final ambos lograron tumbarla en el pasillo.

Intentó levantarse, pero no tenía espacio para batir sus alas de murciélago, así que volvió a caerse.

—¡Zeus te destruirá!—prometió—. ¡Tu alma será de Hades!

Braccas meas vescimini!—le grité. Un poco de latín para variar el asunto.

Un trueno sacudió el autobús. Se me erizó el vello de la nuca.

—¡A fuera!—ordenó Annabeth—. ¡Ahora!

No necesité que me lo repitiese.

Salimos corriendo fuera y encontramos a los demás pasajeros vagando sin rumbo, aturdidos y gritando impotentes.

—¡Vamos a morir!—Un turista con una camisa hawaiana me hizo una foto antes de que pudiera tapar la espada.

—¡Nuestras bolsas!—dijo Grover—. Hemos dejado nues...

¡BUUUUUUM!

Las ventanas del autobús explotaron y los pasajeros corrieron despavoridos. El rayo dejó un gran agujero en el techo, pero un aullido enfurecido desde el interior me indicó que la señora Dodds no estaba muerta.

—¡Corran!—exclamó Annabeth—. ¡Está pidiendo refuerzos! ¡Tenemos que largarnos de aquí!

Al menos el agua de la lluvia me aliviaba del dolor de mi marca.

Nos internamos en el bosque, con el autobús en llamas a nuestra espalda y nada más que oscuridad ante nosotros.


...

Acabo de pensar algo.

Supongamos que Alecto logra matar a Percy al comienzo del libro.

Percy llega al inframundo, se le hace su juicio, ven su alma y descubren que él no robó el yelmo de Hades, es más, ni siquiera sabía que era un semidiós.

Hades se hubiera quedado algo así cómo: ª

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro