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Fin de la carrera:


Gracias a la capacidad especial de los centauros para viajar, llegamos a Long Island poco después de que lo hiciera Clarisse. Cabalgué a lomos de Quirón, pero no hablamos mucho durante el trayecto, y menos aún de Kronus. Tenía que haber sido difícil para Quirón hablarme de él y no quería agobiarlo con más preguntas. O sea, antes ya me había tropezado con otros casos de parientes indeseables. Pero... ¿te lo imaginas? ¿Kronus, el malvado señor de los titanes, el que pretendía destruir la civilización occidental? En fin, no era la clase de padre que invitarías a la escuela el día de fin de curso.

Aunque... por otro lado, que Quirón fuera hijo de Kronus lo hacía medio hermano de mi padre, lo que lo hacía a él mi tío, bueno, algo bueno tenia que haber en el asunto,

Cuando llegamos al campamento, los centauros tenían muchas ganas de conocer a Dioniso, dios de las fiestas y todo eso. Pero se llevaron una decepción, el dios del vino no estaba para fiestas precisamente cuando el campamento en pleno se reunió en lo alto de la colina Mestiza.

En el campamento habían pasado dos semanas muy duras. La cabaña de artes y oficios había quedado carbonízala hasta los cimientos a causa de un ataque de un Draco Aionius (que, por lo que pude averiguar, era el nombre latino de un lagarto-enorme-que-escupe-fuego-y-lo-destruye-todo). Las habitaciones de la Casa Grande estaban a rebosar de heridos; los chicos de la cabaña Apolo habían temido que hacer hifas extras para darles primeros auxilios. Todos los que se agolpaban en torno al árbol de Thalia parecían agotados y hechos polvo.

En cuanto Clarisse cubrió la rama más baja del pino con el Vellocino de Oro, la luna pareció iluminarse y pasar del color gris al plateado. Una brisa fresca susurró entre las ramas y empezó a agitar la hierba de la Colina y todo el valle, todo pareció adquirir más relieve: el brillo de las luciérnagas en los bosques, el olor de los campos de fresas, el rumor de las olas en la playa.

Poco a poco, las agujas del pino empezaron a pasar del marrón al verde.

Todo el mundo estalló en vítores. La transformación se producía despacio, pero no había ninguna duda: la magia del Vellocino de Oro se estaba infiltrando en el árbol, lo llenaba de nuevo vigor y expulsaba el veneno.

Quirón ordenó que se establecieran turnos de guardia las veinticuatro horas del día en la cima de la colina, al menos hasta que encontráramos al monstruo idóneo para proteger el vellocino. Dijo que iba a poner de inmediato un anuncio en "El Olimpo Semanal".

Entretanto, el resto de campistas nos llevaron a Clarisse, Annabeth y a mí a hombros hasta el anfiteatro, para recibir la corona de laurel y otros muchos honores entorno a la hoguera.

Porque sí, aunque estuvimos separados casi todo el viaje, Annabeth y yo éramos los compañeros de misión de Clarisse.

Aquella noche, mientras asábamos malvaviscos y escuchábamos de labios dr los hermanos Stoll una historia de fantasmas sobre un rey malvado que fue devorado por unos pastelitos demoniacos, Clarisse me empujó por detrás y me susurró al oído:

—Te comportarse como es debido, pero no vayas a creer que te libraste de mí. Barreré el suelo contigo en el entrenamiento.

Alcé una ceja.

—Maté a un dios frente a tus ojos... ¿Y aún quieres enfrentarme?

—Sí, y vas a usar ese elegante tridente tuyo.

Tragué saliva, una cosa era usar mi espada, y otra muy diferente era ir lanza contra lanza con Clarisse, quien se especializaba en la lucha con lanza.

No sería agradable ni para mi ni para mi adolorido cuerpo.







A la mañana siguiente, una vez que los ponis partieron para Florida, Quirón hizo un anuncio sorprendente: las carreras de carros continuarían como estaba previsto. Tras la marcha de Tántalo, todos creíamos que ya eran historia, pero a fin de cuentas parecía lógico volver a celebrarlas, en especial ahora que Quirón había regresado y el campamento estaba a salvo.

A Tyson no le entusiasmaba la idea de volver a subirse a un carro, después de nuestra primera experiencia, de modo que le pareció estupendo que formáramos equipo con Annabeth. Yo conduciría, Annabeth combatiría y Tyson sería nuestro mecánico. Mientras yo cuidaba los caballos, Tyson arregló el carro de Atenea y le introdujo un montón de modificaciones.

Pasamos dos días entrenándonos como locos. Annabeth y yo acordamos que si llegábamos a ganar, el premio, o sea, lo de librarse de las tareas domésticas durante el resto del mes, lo repartiríamos entre nuestras dos cabañas. Como Atenea tenía más campistas, ellos se llevarían la mayor parte de ese tiempo libre, algo que tampoco me importaba. A mí el premio me tenía sin cuidado. Yo lo que quería era ganar.

La noche antes de la carrera, me quedé muy tarde en los establos. Estaba hablando con nuestros caballos y dándoles un último cepillado, cuando alguien habló a mis espaldas:

—Estupendos animales, los caballos. Ojalá hubiera pensado en ellos.

Apoyado en la puerta del establo había un tipo de media edad con uniforme de cartero. Era delgado, de cabello oscuro y rizado bajo el salacot blanco y con una bolsa de correos colgada al hombro.

—¿Hermes?—balbuceé.

—Hola, Percy. ¿No me reconocías sin mi ropa de deporte?

—Bueno...—no sabía si debía arrodillarme o comprarle sellos o qué. Y entonces se me ocurrió por qué estaba allí—. Oiga, señor Hermes, en cuanto a Luke...

Él arqueó las cejas.

—Eh, lo vimos, sí. Pero...

—¿No lograste meterle un poco de sensatez en la mollera?

—Bueno, él me cortó el brazo y me dejó tuerto, y yo lo lancé como cien metros mar adentro.

—Ya veo. Intentaste una aproximación diplomática.

—Lo lamentó, de verdad, quiero decir, usted nos hizo todos esos regalos impresionantes y tal... Y ya sé que deseaba que Luke volviera al campamento, pero... la cuestión es que se ha vuelto malo, realmente malo. Me dijo que siente que usted lo abandonó.

Creí que Hermes se enfadaría, que me convertiría en un hámster o algo así. Pero no: Hermes se limitó a suspirar.

—¿Has sentido alguna vez que tu padre te había abandonado, Percy?

Vaya pregunta.

Durante mucho tiempo, sí, pero después de mi pelea con Poseidón (el Poseidón malo) en el fondo del mar... ya no estaba tan seguro. Había estado vendido, me enfrentaba a una muerte segura, y mi padre me ayudó discretamente, recibiendo el golpe por mi y permitiéndome seguir con la batalla.

En ése momento, estaba en paz con mi padre, entendía que no podía ayudarme todo el tiempo, pero que de presentársele la oportunidad de hacerlo, no dudaría en echarme una mano.

Pero esa no era la pregunta de Hermes, el preguntaba si alguna vez me había sentido abandonado por Poseidón, y eso sí que había pasado muchas veces en el pasado.

Hermes se acomodó la bolsa de correos en el hombro.

—Percy, lo que resulta más duro cuando eres un dios es que a menudo tienes que actuar de modo indirecto, en especial en todo lo relacionado con tus propios hijos. Si hubiésemos de intervenir cada vez que nuestros hijos tuvieran un problema... Bueno, eso sólo serviría para generar más problemas y rencores. Pero estoy seguro de que, sí lo piensas un poco, te darás cuenta de que Poseidón sí te ha prestado atención. Ha respondido a tus oraciones. No me queda sino esperar que Luke algún día se dé cuenta de eso mismo respecto a mí. Tanto si crees que lo conseguirte como si no, lo cierto es que le recordaste a Luke quien es. Hablaste con él.

—Le solté frases del tipo "soy un aliado de la justicia" mientras tratábamos de matarnos.

Hermes se encogió de hombros.

—Las familias suelen ser un embrollo. Y las familias inmortales, un embrollo eterno. A veces, lo mejor que podemos hacer es recordarnos unos a otros que estamos emparentados, para bien o para mal... y tratar de reducir al mínimo las mutilaciones y las matanzas.

No sonaba precisamente como una receta para la familia ideal, en especial después de haberme quedado sin un ojo, pero sabía que Hermes tenía razón. Además, si los dioses no podían ayudar directamente a sus hijos, tenían que ser creativos para hacerlo indirectamente, y no había dios más creativo que Hermes. Ojalá Luke lo hubiese entendido a tiempo.

Sonó la cara ola a lo lejos, marcando el toque de queda.

—Tienes que irte a la cama—dijo Hermes—. Ya te he ayudado a meterte en bastantes problemas éste verano; en realidad, sólo venía a hacer ésta entrega.

—¿Una entrega?

—Soy el mensajero de los dioses, Percy.—Sacó una agenda electrónica de su bolsa y me la tendió.

—Firma aquí, por favor.

Tomé el lápiz sin darme cuanta de que tenia entrelazadas un par de diminutas serpientes.

—¡Ah!—exclamé, sorprendido, soltando el lápiz y la agenda.

"¡Uf!"—dijo George.

"La verdad, Percy"—me regañó Martha—. "¿A ti te gustaría que te tirasen al suelo de un establo?"

—Oh, lo siento...—recogí la agenda y el lápiz. Martha y George se retorcían bajo mis dedos.

"¿Me has traído una rata?"—preguntó George.

—No—dije—. Hummm... No encontramos ninguna.

"Lo entiendo... aliado de la justicia"

"¡George!"—lo reprendió Martha—. "No le tomes el pelo al chico"

Firmé y le devolví la agenda a Hermes.

A cambio, él me entregó un sobre azul.

Me temblaban los dedos. Incluso antes de abrirlo, ya sabía que era de mi padre. Percibía su poder en el fresco papel azul, como si el sobre mismo hubiese sido fabricado con una ola del océano.

—Buena suerte mañana—dijo Hermes—. Tienes unos buenos caballos, aunque, si me disculpas, yo animaré la cabaña de Hermes.

"Y no te desanimes cuando la leas"—me dijo Martha—. "Él cuida de tus intereses y los lleva en el corazón"

—¿Qué quieres decir?—pregunté.

"No le hagas caso"—dijo George—. "Y la próxima vez, recuerda: las serpientes viven de las propinas"

—Ya basta—dijo Hermes—. Adiós, Percy. Por el momento.

Brotaron unas alitas blancas de su salacot y empezó a resplandecer. Ya conocía bastante a los dioses para saber que debía desviar la mirada antes de que él adoptase su verdadera forma divina. Desapareció con un deslumbrante fogonazo blanco y me dejó solo con mis caballos.

Miré el sobre azul que tenía en las manos. La dirección estaba escrita con la letra enérgica pero elegante que ya había visto una vez, en un paquete que me había enviado Poseidón el verano pasado.

Percy Jackson

Campamento Mestizo

Farm Road 3.141

Long Island, Nueva York 11954


Una carta de mi padre. Quizá me diría que hacía hecho un buen trabajo recuperando el Vellocino de Oro, o tal vez quería preguntarme quien emonios había sido el sujeto con tridente que trataba de matarme bajo la isla de Polifemo.

Había un montón de cosas que quería o esperaba que dijese aquella carta.

Abrí el sobre y desplegué el papel.

Una sola palabra figuraba en mitad de la página:

Prepárate







A la mañana siguiente, todos hablaban de la carrera de carros, aunque miraban con inquietud al cielo como si esperasen que apareciera una bandada de aves de Estínfalo. No apareció ninguno. Era un hermoso día de verano, con el cielo azul y un sol resplandeciente. El campamento empezaba a recuperar su aspecto de siempre: los prados, verdes y exuberantes; las blancas columnas de los edificios reluciendo al sol, y las ninfas del bosque jugando alegremente entre los árboles.

Yo, en cambio, me sentía fatal. Me había pasado la noche despierto, pensando en la advertencia de Poseidón.

"Prepárate"

Es decir: se toma la molestia de escribir una carta, ¿y escribe una sola palabra?

Martha, la serpiente, me había dicho que no me desanimara. Quizá Poseidón tenía motivos para ser tan parco, quizá ni siquiera él sabía sobre qué me estaba advirtiendo, pero intuía que algo muy gordo estaba a punto de ocurrir: algo que me acabaría arrollando a menos que estuviese preparado. No era fácil, pero intenté centrar todos mis pensamientos en la carrera.

Mientras Annabeth y yo guiábamos nuestros caballos hacia la pista, no pude dejar de admirarme ente el trabajo que Tyson había hecho con el carro de Atenea. La carrocería, cubierta de refuerzos de bronce, estaba reluciente. Las ruedas contaban con una nueva suspensión mágica y no notábamos el menor traqueteo mientras avanzábamos. Los aparejos estaban tan bien equilibrados que los dos caballos respondían a la menor señal de las riendas.

Tyson nos había fabricado también dos jabalinas, cada una con tres botones en el asta. El primer botón dejaba la jabalina lista para explotar al primer impacto y para lanzar un alambre de cuchillas que se enredarían en las ruedas del contrario y las haría trizas. El segundo botón hacía aparecer en el extremo de la jabalina una punta roma (pero no menos dolorosa), diseñada para derribar de su carro al auriga. El tercer botón accionaba un gancho de combate que podía servir para engancharse al carro del enemigo o para mantenerlo alejado.

Pensaba que estábamos en buena forma para la carrera, pero Tyson me advirtió que tuviera cuidado. Los otros equipos llevaban gran cantidad de trampas ocultas consigo.

—Toma—me dijo antes de empezar la carrera. Y me entregó un reloj de pulsera que no parecía tener nada de especial: sólo una esfera blanca y plateada y una correa de cuero negro. Pero al mirarlo me di cuenta de que aquél era el artilugio en que había pasado trabajando todo el verano.

Normalmente, no me gusta llevar reloj. ¿Qué más da la hora? Pero a Tyson no podía rechazárselo.

—Muchas gracias, hermano.—Me lo puse y noté que era sorprendentemente ligero y muy cómodo. Apenas me daba cuenta de que lo llevaba puesto.

—No pude terminarlo a tiempo para el viaje—musitó Tyson—. Lo siento, lo siento.

—Eh, Tyson, que no pasa nada.

—Si necesitas protección durante la carrera, aprieta el botón.

—De acuerdo.—No veía de que me iba a servir cronometrar la carrera, pero el interés de Tyson me conmovió. Le prometí que lo tendría presente.







Quirón ya estaba en la línea de salida, listo para hacer sonar la caracola. Subí al carro junto a Annabeth y tuve el tiempo justo para situarme en la línea de salida antes de que Quirón diese la señal.

Los caballos sabían lo que tenían que hacer. Salimos disparados por la pista a tanta velocidad que me habría caído al suelo si no hubiese tenido las riendas de cuero enrolladas en los brazos. Annabeth se agarraba con fuerza de la barandilla. Las ruedas giraban maravillosamente. Dimos el primer giro con una buena ventaja sobre Clarisse, que estaba ocupada intentando zafarse del ataque con jabalinas de los hermanos Stoll, de la cabaña de Hermes.

—¡Ya los tenemos!—aullé. Pero me precipitaba un poco.

—¡Que vienen!—gritó Annabeth. Y lanzó su primera jabalina, en la modalidad gancho de combate, librándonos de una red lastrada con plomos que nos habría atrapado. El carro de Apolo se había situado a nuestro lado. Antes de que Annabeth pudiera armarse de nuevo, el guerrero de Apolo lanzó una jabalina a nuestra rueda derecha. La jabalina acabó hecha añicos, pero no sin antes destrozarnos unos cuantos radios. Nuestro carro dio un bandazo y se tambaleó. Estaba seguro de que la rueda acabaría aplastándose, pero entretanto seguimos adelante.

Azucé los caballos para que mantuvieran la velocidad. Ahora estábamos a la par con los de Apolo. Hefesto nos seguía de cerca, Ares y Hermes se iban quedando atrás, el uno junto al otro, con Clarisse y Connor Stoll enzarzados en un combate de espada contra jabalina.

Sabía que bastaría otro golpe en la rueda para que volcáramos.

—¡Ya los tenemos!—chilló el auriga de Apolo. Era un campista novato, de primer año. No recordaba su nombre, pero parecía muy seguro de sí mismo.

—¡Eso te crees tú!—gritó Annabeth.

Echó mano de su segunda jabalina—lo cual era asumir un gran riesgo, pues aún nos quedaba una vuelta entera—y se la arrojó al auriga de Apolo.

Tenía una puntería perfecta. La jabalina le dio en el pecho, lo derribó sobre su compañero y, finalmente, los dos se cayeron del carro con un salto mortal de espaldas. Al notar que se aflojaban las riendas, los caballos enloquecieron y corrieron hacia los espectadores, que se apresuraron a trepar hacia arriba para ponerse a cubierto. Los dos caballos saltaron por un extremo de las gradas y acabaron volcando el carro dorado; luego galoparon hacia su establo, arrastrándolo con las ruedas al aire.

Conseguí que el nuestro saliera ileso del segundo giro, pese a los crujidos de la rueda derecha. Cruzamos la línea de salida y nos lanzamos tronando hacia nuestra última vuelta.

El eje chirriaba y gemía. La rueda tambaleante nos hacía perder velocidad, por mucho que los caballos respondieran a mis órdenes y corrieran como una máquina bien engrasada.

El carro de Hefesto nos iba ganando terreno.

Beckendorf sonrió malicioso mientras pulsaba un botón de su consola de mandos. Unos cables de acero salieron disparados de la parte frontal de sus caballos mecánicos y se nos enredaron en la barandilla trasera. Nuestro carro se estremeció en cuanto el torno que controlaba los cables empezó a girar, tirando de nosotros hacia atrás mientras Beckendorf aprovechaba para tomar impulso.

Annabeth soltó una maldición y sacó su cuchillo. Trató de cortar los cables pero eran demasiado gruesos.

—¡No puedo cortarlos!—gritó.

Ahora teníamos al carro de Hefesto peligrosamente cerca y sus caballos estaban a punto de pisotearnos.

—¡Cámbiame el sitio!—le dije a Annabeth—. ¡Toma las riendas!

—Pero..

—¡Confía en mí!

Vino a la parte delantera y agarró las riendas. Yo me volví, tratando de mantener el equilibrio, y destapé a Contracorriente.

Bastó un mandoble para que los cables se partieran como el hilo de una cometa. Nos despegamos de ellos con una sacudida hacia delante, pero el conductor viró hacia la izquierda y se colocó a nuestro lado. Beckendorf desenfundó su espada y le lanzó un tajo a Annabeth; logré parar el golpe y desviarlo.

Estábamos llegando al último giro. No íbamos a conseguirlo. Tenía que inutilizar el carro de Hefesto y sacarlo de en medio, pero también tenía que proteger a Annabeth. Aunque Beckendorf fuese un buen tipo, eso no significaba que no estuviese dispuesto a mandarnos a la enfermería si bajábamos la guardia.

Ahora estábamos a la par. Clarisse se acercaba desde atrás y trataba de recuperar el tiempo perdido.

—¡Hasta la vista, Percy!—chilló Beckendorf—. ¡Ahí va un regalito de despedida!

Arrojó a nuestro carro una bolsa de cuero. En cuanto tocó el suelo, empezó a desprender un humo verde.

—¡Fuego griego!—gritó Annabeth.

Solté un juramento. Había oído hablar de los efectos del fuego griego y supuse que nos quedaban unos diez segundos antes de que explotara.

—¡Sácalo de ahí!—me gritó Annabeth, pero era más fácil decirlo que hacerlo. El carro de Hefesto seguía pegado al nuestro, esperando hasta el último instante para asegurarse de que su regalito estallaba. Y Beckendorf me mantenía muy ocupado con su espada. Si bajaba la guardia para deshacerme del fuego griego, sería Annabeth la que resultaría herida y nos estrellaríamos igualmente. Intenté darle una patada a la bolsa de cuero, pero no lo lograba. Parecía pegada al suelo.

Me lamentaba por no haber traído mi tridente, el alcance extra me hubiese sido útil para mantener a Beckendorf a raya, pero en mi defensa, no tenía planeado ser yo el que peleara.

Entonces me acordé del reloj.

No sabía muy bien cómo podría ayudarme, pero me las arreglé para apretar el botón del cronómetro. El reloj se transformó en el acto. Empezó a expandirse rápidamente, con el borde metálico girando en espiral como el obturador de una cámara antigua. Una correa de cuero me envolvió el antebrazo al mismo tiempo. Y de repente me encontré sosteniendo un escudo redondo de más de un metro de diámetro. Por dentro era de cuero; por fuera de bronce pulido, con dibujos grabados que no tuve tiempo de examinar.

Tyson se había superado a sí mismo. Alcé el escudo: la espada de Beckendorf repicó sobre él como una campana y se hizo añicos.

—¿Qué?—gritó—. ¿Cómo...?

No tuvo tiempo de decir más porque lo aticé en el pecho con el escudo y lo mandé fuera del

carro. Lo perdí de vista mientras daba volteretas por el barro.

Estaba a punto de lanzarle un tajo al auriga cuando Annabeth me gritó:

—¡Percy!

El fuego griego había empezado a chisporrotear. Metí la punta de la espada bajo la bolsa de cuero y la levanté de golpe como si fuera una espátula. La bolsa salió disparada por el aire y acabó a los pies del conductor de Hefesto, que empezó a chillar.

En una fracción de segundo tomó la decisión correcta, o sea, saltó del carro, que se fue escorando y explotó entre un surtidor de llamas verdosas. Los caballos metálicos parecieron sufrir un cortocircuito. Dieron media vuelta y arrastraron los restos del carro ardiendo hacia Clarisse y los hermanos Stoll, que se vieron obligados a virar bruscamente para esquivarlo.

Annabeth mantuvo bien sujetas las riendas para tomar la última curva. Yo contuve la respiración, convencido de que acabaríamos volcando, pero ella se las arregló para superar el giro y espoleó a los caballos hasta la línea de meta.

La multitud estalló en un gran griterío.

Cuando nos detuvimos por fin, todos nuestros amigos se agolparon a nuestro alrededor. Empezaron a corear nuestros nombres, pero Annabeth gritó aún con más fuerza:

—¡Un momento! ¡Escuchad! ¡No hemos sido solo nosotros!

La multitud no dejaba de gritar, pero Annabeth se las arregló para hacerse oír.

—¡No lo habríamos conseguido sin la ayuda de otra persona! ¡Sin ella no habríamos ganado esta carrera, ni recuperado el Vellocino de Oro, ni salvado a Grover, ni nada! ¡Le debemos nuestras vidas a Tyson!

—¡A mi hermano!—dije en voz a cuello, para que todos pudiesen oírme.

Tyson se sonrojó hasta las orejas. La gente estalló en vítores. Annabeth me dio un beso en la mejilla, después de lo cual el rugido de la multitud aumentó bastante de volumen. La cabaña entera de Atenea nos subió a hombros a Annabeth, a Tyson y a mí, y nos llevó hasta la plataforma de los vencedores, donde Quirón aguardaba para entregarnos nuestras coronas de laurel.

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