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Enalios:


Los siguientes días me acostumbre a tres cosas.

La primera, un dolor constante en mi marca, era soportable la mayoría del tiempo, pero en ocasiones lo único que quería era arrancarme la piel.

La segunda, me sentía fuerte, mucho más de lo que alguna vez había sido, pero sin contar ese extraño arranque de poder que tuve contra el Minotauro. Simplemente tenía mucha más energía y aguante.

Y la tercera, una rutina que casi parecía normal, si exceptuábamos el hecho de que me daban clase sátiros, ninfas y un centauro.

Cada mañana recibía clases de griego clásico con Annabeth, y hablábamos de los dioses y las diosas en presente, lo que me resultaba bastante natural, cosa que me parecía rara. Redescubrí que en efecto el griego antiguo no me representaba ninguna dificultad, creo que incluso Annabeth se impresionó de la facilidad que tenía en el tema.

Y eso, también se me hizo muy extraño.

El resto del día probaba todas las actividades al aire libre, buscando algo en lo que fuera bueno. Quirón intentó enseñarme tiro con arco, pero pronto descubrimos que no era ningún as con las flechas. No se quejó, ni siquiera cuando tuvo que desenmarañarse una flecha perdida de la cola.

¿Carreras? Tampoco. Las instructoras, unas ninfas del bosque, me hacían morder el polvo. Me dijeron que no me preocupara, que ellas tenían siglos de práctica de tanto huir de dioses enamorados. Pero, aún así, era un poco humillante ser más lento que un árbol.

¿Y la lucha libre? Eso era un tema aparte.

Con algo de esfuerzo logré derribar a varios campistas mayores, incluidos varios chicos de Ares. No sabía de donde venía aquella habilidad en un deporte que jamás había probado, pero lo agradecía. Era algo instintivo y antiguo, que igual que éste tal Éxodo de Hércules, llevaba dormido dentro de mi, esperando el momento adecuado a salir.

Eso... hasta que Clarisse llegó a bajarme los humos, estrellando mi cara contra la colchoneta en más de una ocasión.

Otra cosa en la que sobresalía, la canoa, que no es precisamente la habilidad heroica que la gente esperaba descubrir en el chico que había derrotado al Minotauro.

Sabía que los campistas mayores y los consejeros me observaban, intentando decidir quién era mi padre. Hasta el momento tenían algunas teorías. La primera de ellas: Ares. Aunque después de que Annabeth les hablara sobre mi extraño ataque cuando mencionó la ambrosía decidieron no descartar a Apolo, incluso con mi pésimo manejo del arco, argumentando qué tal vez ese ataque podría haber sido una profecía o yo que sé.

Annabeth de echo parecía tener una teoría propia que se negaba a compartir con nadie.

A pesar de todo, me gustaba el campamento. Pronto me acostumbre a la neblina matutina sobre la playa, al aroma de los campos de fresas por la tarde, incluso a los sonidos raros de los monstruos de los bosques por la noche. Cenaba con los de la cabaña 11, echaba parte de mi comida al fuego e intentaba percibir algún tipo de conexión con mi padre. No percibí nada, solo el sentimiento cálido de siempre había tenido, como el recuerdo de su sonrisa.

Empecé a entender la amargura de Luke y cuánto parecía molestarle su padre, Hermes. Sí, de acuerdo, a lo mejor los dioses tenían cosas importantes que hacer. Pero ¿no podían llamar de ves en cuando, o tronar, o algo por el estilo? Había visto que Dioniso podía hacer aparecer de la nada una Coca-Cola Light. ¿Por qué no podía mi padre, o quien fuera, hacer aparecer un teléfono?

Simplemente no era justo.

"Justicia"

Esa palabra que siempre había estado muy presente en mi conciencia parecía estar tomando vida propia. Podía notar que, así como la fuerza y demás características físicas, había algo en mi personalidad que siempre había estado allí que ahora estaba saliendo. Empezaba a actuar ligeramente diferente a antes. Ya fuera haciendo cosas que antes quería y no me atrevía, o no haciendo cosas que antes no quería pero sí hacia.

Cada día estaba más seguro de una cosa, debía hacerme más fuerte para serle útil al resto.




El martes por la tarde, tres días después de mi llegada al Campamento Mestizo, tuve mi primera lección de combate con espada. Todos los de la cabaña 11 se reunieron en el enorme ruedo donde Luke nos instruiría.

Empezamos con los tajos y las estocadas básicas, practicando con muñecos de paja com armadura griega. Supongo que no lo hice mal. Por lo menos entendí lo que debía hacer y mis reflejos eran buenos.

El problema era que no encontraba una espada que se adaptara bien a mí. O eran demasiado ligeras, o demasiado largas, o muy cortas, o simplemente no estaban bien equilibradas. Luke intentó todo lo que estuvo en su mano para ayudarme, pero coincidió en que ninguna de las armas de práctica me serviría.

Después empezamos a enfrentarnos en parejas. Luke anunció que sería mi compañero, dado que era la primera vez.

—Buena suerte—me deseó uno de los campistas—. Luke es el mejor espadachín de los últimos trescientos años.

—A lo mejor afloja un poco conmigo—dije.

El campista bufó.

Luke me enseñó los ataques, las paradas y los bloqueos de escudo a la manera dura. Con cada golpe, acababa un poco más machacado y magullado, y la marca de mi piel me ardía más y más.

—Mantén la guardia alta, Percy—decís y me asestaba un cintarazo en las costillas—. ¡No, no tan alta!—¡Zaca!—. ¡Ataca!—¡Zaca!—. ¡Ahora retrocede!—¡Zaca!

La principal observación aquí era que mis ataques eran muy pesados y fuertes, como si quisiera partir al oponente. Cosa que por el tamaño y peso del xiphos, la espada griega que usábamos, no compensaba. Lo mejor sería ir a los cortes y estocadas, usando mi fuerza y peso a favor, pero de forma balanceada para que estos no fueran en mi contra.

En sus propias palabras: "Es raro, es como si por un lado hubieras nacido para empuñar una espada. Pero por el otro lado, es como si también hubieras nacido para llevar algo más pesado, como un garrote o una maza. No sé muy bien que pensar"

Cuando paramos para el descanso chorreaba de sudor. Todo el lindo se apiñó junto al refrigerador de bebidas. Luke se echó agua helada sobre la cabeza, y decidí imitarlo por dos razones.

La primera, hacia mucho calor y sería agradable refrescarse. Y la segunda, había descubierto que mientras estaba mojado (ya sea en las duchas o en el lago) mi marca prácticamente no me dolía.

Y vaya si funcionó esta vez. Mis brazos recuperaron las fuerzas. La espada no se sentía tan extraña en mis manos. Y sí, la marca en mi piel no me ardía casi nada, lo que me permitía ahora pensar con total claridad, sin tener que estar aguantando el malestar.

—¡Vale, todo el mundo en círculo, arriba!—ordenó Luke—. Si a Percy no le importa, quiero hacerles una pequeña demostración.

"Bien"—pensé—. "Vamos a ver cómo le patean el trasero a Percy"

Los chicos de Hermes se reunieron alrededor de mí. Se aguantaban las risitas. Supuse que antes habían estado todos ellos en mi lugar, y se morían de impaciencia por ver cómo Luke me usaba como saco de boxeo.

Le dijo a todo el mundo que iba a hacerles una demostración de una técnica de desarme: cómo girar el arma enemiga asestándole un golpe con la espada de plano para que no tuviera más opción que soltarla.

—Esto es difícil—remarcó—. A mí me lo han hecho. No se rían de Percy. La mayoría de los guerreros trabajan años antes de dominar esta técnica.

Hizo una demostración del movimiento a cámara lenta. Desde luego, la espada cayó de mi mano con bastante estrépito.

—Ahora en tiempo real—dijo en cuento hube recuperado el arma—. Atacamos y páramos hasta que uno le quite el arma al otro. ¿Listo, Percy?

Asentí, y Luke vino a por mí. De algún modo conseguí evitar que diera a la empuñadura de mi espada. Mis sentidos estaban alerta. Veía venir sus ataques. Conté. Di un paso hacia adelante e intenté imitar la técnica. Luke logró desviar su ataque, pero con un costo.

Yo hice exactamente lo que el me dijo antes, use mi fuerza y peso a favor del golpe. Por lo que cuando él desvió el ataque, se topó con que tenía mucha más potencia de lo que esperaba. Dio un traspié y perdió el equilibrio.

Esperé medio segundo a que recuperara su compostura, pero aproveché esa mínima distracción y golpeé la base del arma de Luke. Una vez más balanceando todo mi peso hacia un lado como si en lugar de una espada, en efecto, de un garrote se tratase.

La espada de Luke repiqueteó en las piedras. La punta de mi espada estaba a tres dedos de su pecho indefenso.

Los demás campistas quedaron en silencio.

Bajé la espada.

—Lo siento... Perdona.

Por un momento Luke se quedó demasiado aturdido para hablar.

—¿Perdona?—Su rostro se ensanchó en una sonrisa—. Por los dioses, Percy, ¿por qué lo sientes? ¡Vuelve a enseñarme eso!

Lo hice, pero esta vez con bastante dificultad. El impulso de energía se me estaba agotando. Sentía incómoda la espada. No estaba bien equilibrada. Me estaba agotando, dejaba de tener tanto control sobre mi propio cuerpo y las marcas de mi piel volvían a doler intensamente.

Aún así, la hoja de Luke callo al suelo por segunda vez.

Llega el tercer asalto, y Luke me hace morder el polvo en menos de dos segundos.

Hubo una larga pausa en la que el público lo único que hizo fue verme respirar con dificultad, tratando de contener el aliento, y sujetarme con fuerza las zonas del cuerpo que más me dolían.

—¿Suerte del principiante?—preguntó un campista.

Luke se secó el sudor de la frente. Me observó con un interés absolutamente renovado.

—No lo creo, es algo más.—dijo—. Definitivamente quiero ver lo que Percy sería capaz de hacer con una espada bien equilibrada...




El viernes por la tarde estaba con Grover a orillas del lago, descansando de una experiencia cercana a la Muerte en el recódromo. Grover había a la cima a saltos como una cabra montesa, pero la lava poco a poco acababa conmigo. Mi camisa tenía agujeros humeantes y se me había chamuscado el vello de los antebrazos.

Aún así, ese nuevo instinto, o necesidad por fortalecerme seguía allí.

Incluso al lado de mi mejor amigo, en el embarcadero, observando a las náyades tejer cestería bajo el agua, no paraba de hacer flexiones. Era algo instintivo.

Le pregunté cómo le había ido con el señor D.

Se le puso la cara algo amarilla y dijo:

—Bien. Genial.

—¿Así que tu carrera sigue en pie?

Me miró algo nervioso.

—¿Quirón te dijo que quiero una licencia de buscador?

—Bueno... no.—No tenía idea de lo que esa licencia era, pero no me parecía el mejor momento para preguntar—. Sólo dijo que tenías grandes planes, ya sabes... y que necesitabas ganarte la reputación de terminar un encargo de guardián. ¿La conseguiste?

Grover miró hacia abajo, a las náyades.

—El señor D ha suspendido mi valoración. Dice que no he fracasado ni logrado nada aún contigo, así que nuestros destinos siguen unidos. Si te dieran una misión y yo te acompañara para protegerte, y los dos regresásemos con vida, puede que considerara terminado mi trabajo.

Me animé.

—Bueno, ¿no está tan mal, no?

—¡Beee-ee! Habría sido mejor que me trasladaran a limpieza de establos. Las oportunidades de que te den una misión son... Ademas, aunque te la dieran, ¿por qué ibas a quererme a tu lado?

—¡Pues claro que te querría a mi lado!

Alicaído, Grover observó el agua.

—Cestería... Tiene que ser estupendo tener una habilidad que sirva de algo.

Intenté animarlo, asegurándole que poseía muchísimos talentos, pero eso sólo lo puso más triste. Hablamos un rato de canoas y espadas, después debatimos los pros y contras de los distintos dioses. Al final, acabé preguntándole por las cabañas vacías.

—La número ocho, la de plata, es de Artemisa—dijo—. Juró mantenerse siempre doncella. Así que nada de niños. La cabaña es, ya sabes... honoraria. Si no tuviera se enfadaría.

—Artemis...—murmuré haciendo memoria.

La diosa de la luna y la caza.

Pensé en aquellas veces que había visto a aquella misteriosa chica de ojos plateados en el pasado. Cuando yo era muy pequeño, tenía el recuerdo borroso de un jabalí y ella entrando con un arco plateado. Luego, en Yancy, cuando la vi corriendo por el bosque.

Me preguntaba si se trataba de Artemis. ¿Sería posible que hubiera visto ya dos veces a la diosa sin siquiera saberlo?

—¿Y las otras tres?—pregunté—. ¿Son los Tres Grandes?

Grover se puso tenso. Era un tema delicado.

—No. Una de ellas, la número dos, es de Hera, otra de las honorarias—dijo—. Es la diosa del matrimonio, así que por supuesto no va por ahí metiéndose con mortales. Ésa es tarea de su marido. Cuando decimos "los Tres Grandes" nos referimos a...

—Los tres hermanos más poderosos de toda Grecia—concluí—. Los hijos de Kronus: Hades, Poseidón y Zeus.

Sentía que allí podría caber un nombre más, uno que no existía, o al menos no debería de hacerlo. En mi memoria, mis visiones, no era más que un rumor, una anécdota del pasado, algo que podría o no haber sucedido y que no era importante recordar.

Una única palabra: "Adamas"

—Exacto. Tras la titanomaquia, le quitaron el mundo a su padre y se echaron a suertes a quien le tocaba cada cosa.

—Zeus se quedó con el Valhalla, Poseidón con los mares, y Hades con Helheim...—murmuré en voz baja.

—¿Qué?

—Nada, solo... cielo, mar e inframundo—me corregí, recordando lo que me había dicho Annabeth sobre el término nórdico, y Quirón sobre no meterse con otros panteones.

Aún así, algo en mi sabía, o al menos creía, que todo era parte de un todo aún más grande.

Luego, otra cosa llego a mi mente.

—Pero... Hades no tiene cabaña.

—No, y tampoco trono en el Olimpo. Digamos que se dedica a sus cosas en el inframundo. Si tuviera una cabaña aquí...—Grover se estremeció—. Bueno, no sería agradable. Dejémoslo así.

—No me parece justo—dije—. Y, además, Zeus y Poseidón... los dos tenían una infinidad de hijos en los mitos. ¿Por qué están vacías sus cabañas?

Grover movió las pesuñas, incómodo.

—Hace unos sesenta años, tras la Segunda Guerra Mundial, los Tres Grandes se pusieron de acuerdo para no engendrar más héroes. Los niños eran demasiado poderosos. Influían bastante en el curso de los acontecimientos de la humanidad y causaban mucho derramamiento de sangre. La Segunda Guerra Mundial fue básicamente una lucha entre los hijos de Zeus y Poseidón por un lado, y los de Hades por el otro. El lado ganador, Zeus y Poseidón, obligó a Hades a hacer un juramento con ellos: no más líos con mortales. Todos juraron sobre el río Estigio.

El trueno bramó.

—Ése es el juramento más serio que puede hacerse—dije. Grover asintió—. ¿Y los hermanos mantuvieron su palabra?

La expresión de Grover se enturbió.

—Hace diecisiete años, Zeus cayó del tren. Había una estrella de televisión con un peinado de los ochenta... En fin, no se pudo resistir. Cuando nació su hija, una niña llamada Thalia... Bueno, el río Estigio se toma en serio las promesas. Zeus se libró fácilmente porque es inmortal, pero condujo a su hija a un destino terrible.

—¡Pero eso no es justo! ¡No fue culpa de la niña!

Grover vaciló.

—Percy, Los hijos de los Tres Grandes tienen mayores poderes que el resto de mestizos. Tienen un aura muy poderosa, un aroma que atrae a los monstruos. Cuando Hades se enteró de lo de la niña, no le hizo ninguna gracia que Zeus hubiera roto el juramento. Hades liberó a los peores monstruos del Tártaro para torturar a Thalia.

Eso no me cuadraba, no lo comprendía, o tal ves simplemente no quería hacerlo. Siempre había visto a Hades como el mayor de los tres hermanos, aquel que protegía a sus hermanos menores y que tomaría venganza por ellos en caso de ser necesario.

Este ser rencoroso y agresivo no se parecía en nada a la imagen de él que había tenido toda mi vida.

—Se le asignó un sátiro como guardián cuando tenía doce años—continuaba Grover—, pero no había nada que pudiera hacer. Intentó escoltarla hasta aquí con otro par de mestizos de los que se había hecho amiga. Casi lo consiguieron. Llegaron hasta la sima de la colina.—Señaló al otro lado del valle, el pino junto al que yo había luchado contra el Minotauro—. Los perseguían las tres Benévolas, junto a una horda de perros del infierno. Estaban a punto de echárseles encima cuando Thalia le dijo a su sátiro que llevara a los otros dos mestizos a lugar seguro mientras ella contenía a los monstruos. Estaba herida y cansada, y no quería dejarla, pero Thalia no cambio de idea, y él debía proteger a los otros. Así que se enfrentó a su última batalla sola, en la cumbre de la colina. Mientras moría, Zeus se compadeció de ella. La convirtió en aquel árbol. Su espíritu ayuda a proteger las lindes del valle. Por eso la colina se llama Mestiza.

Miré el pino a la distancia.

La historia me dejó vacío, y también me hizo sentir culpable. Una chica de mi edad se había sacrificado para salvar a sus amigos. Se había enfrentado a todo un ejército de monstruos. Al lado de eso, mi victoria sobre el Minotauro no parecía gran cosa. Me pregunté si de haber actuado de manera diferente, habría podido salvara a mi madre.

Pensé en eso, por más que algo en mi interior me decía que aquel resplandor en que se había ido mi madre significaba simplemente el fin. Otra parte de mi se negaba a creerlo, había algo más en ello, algo diferente y que no podía funcionar de la misma manera.

—Así que... ¿siempre hay un sátiro asignado para velar por un semidiós?

—No siempre. Acudimos en secreto a muchas escuelas. Intentamos detectar a los mestizos con potencial para ser grandes héroes. Si encontramos alguno con un aura muy poderosa, como un hijo de los Tres Grandes, alertamos a Quirón. Éste intenta vigilarlos, porque podrían causar problemas realmente graves.

—Y tú me encontraste. Quirón dice que crees que yo podría ser alguien especial.

Grover hizo una mueca.

—Yo no... Oye, no pienses en eso. Aunque lo fueras (ya sabes a lo que me refiero)l jamás te asignarían una misión, y yo nunca obtendré mi licencia. Probablemente eres hijo de Ares. O puede que de alguna deidad menor, como Themis o Némesis, divinidades de la justicia. No te preocupes, ¿de acuerdo?

Me pareció que lo decía más por confortarse a sí mismo que a mí.

—Ejem, Grover, ambas son diosas—le recordé, cosa que solo puso más en evidencia su nerviosismo.





Esa noche, después de la cena, hubo más ajetreo que de costumbre.

Por fin había llegado el momento de capturar la bandera.

Cuando retiraron los platos, la caracola sonó y todos nos pusimos en pie.

Los campistas gritaron y vitorearon cuando Annabeth y dos de sus hermanos entraron en el pabellón portando un estandarte de seda. Medía unos tres metros de largo, era de un gris reluciente y tenía pintada una lechuza encima de un olivo. Por el lado contrario del pabellón, Clarisse y sus colegas entraron con otro estandarte, de tamaño idéntico pero rojo fuego, pintado con una lanza ensangrentada y una cabeza de jabalí.

Me volví hacia Luke y le grité pro encima del bullicio.:

—¿Ésas son las banderas?

—Sí.

—¿Ares y Atenea dirigen siempre los equipos?

—No siempre—repuso—, pero sí a menudo.

—Así que si otra cabaña captura una, ¿que hacen? ¿Repintan la bandera?

Sonrió.

—Ya lo veras. Primero tenemos que conseguir una.

—¿De qué lado estamos?

Me lanzo una mirada ladina, como si supiera algo que yo ignoraba. La cicatriz en su rostro le hacía parecer casi malvado a la luz de las antorchas.

—Nos hemos aliado temporalmente con Atenea. Esta noche vamos por la bandera de Ares. Y tú vas a ayudarnos.

Se anunciaron los equipos. Atenea se había aliado con Apolo y Hermes, las dos cabañas más grandes; al parecer, a cambio de algunos privilegios: horarios en la ducha y en las tareas, las mejores horas para actividades.

Ares se había aliado con todos los demás: Dioniso, Deméter, Afrodita y Hefesto.

Había que entender cómo funcionaba el enemigo: los chicos de Dioniso eran muy buenos atletas. Los de Deméter poseían muy buenas habilidades en la naturaleza y actividades al aire libre, pero no eran muy agresivos. Los hijos de Afrodita no representaban ninguna amenaza mientras no los hicieras enojar, preferían evitar toda actividad mientras se peinaban y chismeaban entre ellos. Y finalmente los cuatro hijos de Hefesto, grandes, corpulentos y sin duda peligrosos.

Y eso dejaba, por supuesto, a la cabaña de Ares: una docena de los chicos más grandes, agresivos, y fuertes de todo Long Island, y de cualquier otro lugar en el Midgard.

¿Midgard? ¿Y eso de donde vino?

Quirón corcel el mármol del suelo.

—¡Héroes!—anunció—. Conocéis las reglas. El arroyo es la frontera. Vale todo el bosque. Se permiten todo tipo de artilugios mágicos. El estandarte debe de estar claramente expuesto y no tener más de dos guardias. Los prisioneros pueden ser desarmados, pero no pueden ser heridos ni amordazados. No se permite matar ni mutilar. Yo haré de árbitro y médico de urgencia. ¡Armaos!

Abrió los brazos y de repente las mesas se cubrieron de equipamiento: cascos m espadas de bronce, lanzas, escudos de piel de buey con protecciones de metal.

—¿De verdad vamos a usar todo esto?

Luke me miró como si yo fuese tonto.

—A menos que quieras que tus amiguitos de la cinco te ensarten. Ten. Quirón ha pensado que esto te iría bien. Estas en la fruta de frontera.

Mi escudo era del tamaño de un tablero de la NBA, con un enorme caduceo en el medio. Habría podido practicar snowboard con él. Mi casco, como todos los del equipo de Atenea, tenía un penacho azul encima. Ares y sus aliados lo llevaban rojo.

—¡Equipo azul, adelante!—gritó Annabeth.

Vitoreamos, agitamos nuestras armas y la subimos por el camino hacia la parte sur del bosque. El equipo rojo nos provocaba a gritos mientras se encaminaba hacia el norte.

Conseguí alcanzar a Annabeth sin tropezar con mi equipo.

—¡Eh!—Ella siguió marchando—. Bueno, ¿y cuál es el plan?—pregunté—. ¿Tienes algún artilugio mágico que puedas prestarme?

Se metió la mano en el bolsillo, como si temiera que le hubiese robado algo.

—Ojo con la lanza de Clarisse—dijo—. Te aseguro que no te conviene que te toque. Por lo demás no te preocupes. Conseguiremos el estandarte de Ares. ¿Te ha dado Luke tu trabajo?

—Patrulla de frontera, sea lo sea.

—Es fácil. Quédate junto al arroyo y mantén a los rojos apartados. Déjame el resto a mí. Atenea siempre tiene un plan.

Apretó el paso, dejándome en la inopia.

—Bien—murmuré—. Me alegro de que me quisieras en tu equipo.

Era una noche cálida y pegajosa. Los bosques estaban oscuros, las luciérnagas parpadeaban. Annabeth me había ubicado junto a un pequeño arroyo que borboteaba por encima de unas rocas, mientras ella y el resto del equipo se dispersaban entre los árboles.

Allí de pie, solo, con mi gran casco de plumas azules y me enorme escudo, me sentí como un idiota. La espada de bronce, como todas las espadas que había probado hasta entonces, parecía mal equilibrada. La empuñadura de cuero me resultaba tan cómoda como una bola de boliche.

En la lejanía se oyó una caracola. Es chuche vítores y gritos en los bosques, entrechocar espadas, chicos peleando. Un aliado emplumado de azul paso corriendo a mi lado como un ciervo, cruzó el arroyo y se internó en territorio enemigo.

"De acuerdo"—pensé—. "Como de costumbre, me pierdo la diversión"

Entonces, en al fin lugar cerca de donde me encontraba, oí un ruido—una especie de gruñido desgarrador—que me provocó un súbito escalofrío. El dolor en mi cuerpo pareció atenuarse muy levemente para permitir a mis sentidos registrar lo que sucedía. Sabía que algo me acechaba. Entones los gruñidos se detuvieron. Percibí que la presencia se retiraba.

Al otro lado del arroyo, de pronto la maleza explotó. Aparecieron cinco guerreros de Ares gritando y aullando en la oscuridad.

Mi visión se dividió en dos realidades que se sobreponían.

En una, allí estaba la mitad de la cabaña de Ares. En la otra, era todo un ejército, liderado por aquel gigantesco hombre con casco de guerra y capa roja, montado en un corcel de fuego.

Tomé mi espada con fuerza y miré a mis enemigos con determinación, pero sin creerme realmente capaz de hacer absolutamente nada en contra de ellos.

En ambas realidades me lancé al ataque rugiendo con mi arma en alto. En la primera Clarisse me golpeó con su lanza en las costillas, sentí un tremendo calambre, gracias al cielo que tenía la armadura de cuero, porque de lo contrario habría sido atravesado de extremo a extremo. Aún así, sentí un aguijonazo que por poco me arranca los dientes.

Electricidad, su estupida lanza tenía electricidad.

En la segunda visión, aquel hombre del caballa simplemente estiró una pierna y me dio una patada en la cara que me mandó a volar mientras decía:

—Hazte a un lado, estás en mi camino.

En ambas realidades salí despedido y caí al suelo violentamente.

Mi casco se desprendió de mi cabeza y se alejó rodando.

Los chicos de Ares empezaron a reír incontrolablemente, burlándose de mi dioses.

Me logré poner de pie a duras penas, enterrando la espada en el suelo y apoyándome en ella como si fuera un bastón. Me temblaba el cuerpo y sudaba frío por el choque eléctrico.

—Tú no... pasarás...—gruñí a duras penas mientras me levantaba del suelo.

Clarisse y sus hermanos me vieron con diversión.

—Uy, uy, uy—se burló Clarisse—. Qué miedo me da este niño. Muchísimo.

Intenté avanzar, pero el terrible dolor en mi cuerpo, en mi marca, como si me quemara el alma, se incrementó aún más.

Di un traspié y caí de cara contra el arrollo, haciendo que los chicos de Ares empezaran a reírse con aún más fuerza.

—¡Al agua con el pringado!—rió Clarisse.

—Sesión de peluquería—propuso uno de sus hermanos.

—¡Sí! ¡Agárrenle el pelo!

Sin embargo, mi cuerpo allí en el suelo, con la cara metida en el arroyo, empezaba a dejar de sentir dolor. La agonía de aquella extraña marca que tenía en mi piel se atenuó hasta ser casi inexistente, volví a pensar con claridad total, la energía y determinación volvía a mi cuerpo.

Cuando uno de los chicos de Ares se acercó para agarrarme por el cabello, puse la hoja de mi espada en un rápido movimiento a dos centímetros de su rostro, obligándole a retroceder.

—Ya se los dije—gruñí mientras me volvía a erguir—. No pasarán.

Volví a enterrar la punta de mi espada en el suelo y miré desafiante a mis atacantes, retándolos a avanzar.

Uno de los hijos de Ares río.

—¡Hay que enseñarle al novato quien manda por aquí!

Se abalanzó sobre mi con la espada en alto.

Tomé la empuñadura de mi arma y la balance hacia arriba. Arrancándola de la tierra con todo y un trozo de suelo.

Le di directamente en la parte inferior de la mandíbula, le vi los ojos vibrar mientras se derrumbaba de espaldas en el agua.

Miré sombríamente al resto, preguntando silenciosamente quien seguía.

—¡Idiota! ¡Gusano asqueroso!

Y me hubieran llamado cosas peores mientras se lanzaban al ataque, pero me encargué de silenciarlos, poseído por el mismo instinto de batalla que tenía cuando luché contra el Minotauro.

Balanceé mi espada y golpe al segundo semidiós en el pecho, destrozando el pedazo de suelo que tenía empalado en la punta.

El chico calló al suelo. Yo balanceé mi espada y esquilé el penacho del tercer chico antes de asestarle una patada en el estómago que también lo derribó.

El cuarto chico no parecía muy por la labor de atacar, por lo que me sentí algo culpable cuando le di con la empuñadura de la espada en el casco y lo puse a dormir.

Solo quedaba Clarisse, quien se lanzó de frente con su lanza crepitante de electricidad.

Esquive el primer golpe moviéndome a un costado y tomé su lanza por el asta con mi mano libre. Apreté y giré mi muñeca hacia arríbame destrozando el arma como si de una ramita se tratase.

Ella se quedó pasmada por un segundo, tiempo que use para repetir el mismo golpe que use en nuestro primer encuentro, con la única diferencia de que ahora sí tenía energía.

Ella cayó de espaldas contra el suelo tras recibir un poderoso puñetazo en el rostro.

Se volvió a poner de pie, con una mirada furiosa, le había arrancado el casco de la cabeza, u su cabello le cubría la cara. Aún así podía sentir el veneno en su mirada.

Entonces oí chillidos y gritos de alegría. Y vi a Luke correr hacia la frontera enarbolando el estandarte del equipo rojo. Un par de chicos de Hermes le cubrían la retirada y unos cuantos de Apolo se enfrentaban a las huestes de Hefesto.

Los chicos de Ares se levantaron aturdidos y Clarisse murmuró una maldición.

—¡Una trampa!—exclamó—. ¡Era una trampa!

Trataron de atrapar a Luke, pero era demasiado tarde. Todo el mundo se reunió junto al arroyo cuando Luke cruzó a su territorio. Nuestro equipo estalló en vítores. El estandarte rojo brillo y se volvió plateado. El jabalí y la lanza fueron reemplazados por un enorme caduceo, el símbolo de la cabaña 11. Los del equipo azul agarraron a Luke y lo alzaron en hombros. Quirón salió a medio galope del bosque e hizo sonar la caracola.

El juego había terminado. Habíamos ganado.

Estaba a punto de unirme a la celebración cuando la voz de Annabeth, Justo a mi lado en el arroyo, dijo:

—No está mal, héroe.—Miré, pero no estaba allí—. ¿Dónde demonios has aprendido a luchar así?

El aire se estremeció y ella se materializó a mi lado quitándose una gorra de los Yankees.

Me enfadé. Ni siquiera me importó el hecho de que acababa de volverse invisible.

—Me usaste como sebo—le dije—. Me pusiste aquí porque sabías que Clarisse vendría a por mí, mientras enviabas a Luke por el otro flanco. Lo habías planeado todo.

Annabeth se encogió de hombros.

—Ya te lo he dicho. Atenea siempre tiene un plan.

Gruñí, no es que no lo entendiera. Definitivamente siempre se necesita un buen plan. Pero esa clase de planes en las que todo está fríamente calculado, sin que los peones sepan tan siquiera lo que estaban haciendo o para qué lo hacían, me daban asco.

—Un plan para que me pulvericen.

—Vine tan rápido como pude. Estaba a punto de saltar para defenderte, pero...—Se encogió una vez más de hombros—. No necesitabas mi ayuda.

Salí del agua, y caí al suelo. El subidón de adrenalina remitió y volví a sentirme terrible. La marca me dolía horrores, el mundo daba vueltas, y mi cuerpo resentía cada golpe de la pelea.

Annabeth me sujeto antes de que cayera al suelo.

—¿Estas bien?

—La marca...—logré murmurar.

Ella pareció estar analizando lo que acababa de ver cuando un gruñido pareció abrir en dos el bosque.

Los vítores de los campistas cesaron al instante. Quirón gritó algo en griego antiguo, y yo le entendí:

—¡Apartaos! ¡Mi arco!

Annabeth desenvainó su espada.

En las rocas situadas encima de nosotros había un enorme perro negro, con ojos rojos como la lava y colmillos que parecían dagas.

Me miraba fijamente.

Nadie se movió y Annabeth gritó,

—¡Percy, corre!

Intentó interponerse entre el bicho y yo, pero el perro era muy rápido. Le salto por encima—una sombra con dientes—y se abalanzó sobre mí.

Tuve un último impulso de energía. Balanceé mi hoja una vez más.

Lo siguiente que recuerdo, fue caer con fuerza al suelo, cubierto de polvo dorado. Con la marca doliéndome terriblemente.

Quirón trono hacia nosotros con el rostro sombrío.

Di inmortales!—exclamó Annabeth—. Eso era un perro del infierno de los Campos de Castigo. No están... se supone que no...

—Alguien lo ha invocado—dijo Quirón—. Alguien del campamento.

Luke se acercó. Había olvidado el estandarte y su momento de gloria se había esfumado.

Uno de los chicos de Ares, al que casi le había roto la mandíbula, gritó:

—¡Percy tiene la culpa de todo!—vociferó—. ¡Percy lo ha invocado!

—Cállate, niño—le espetó Quirón.

Yo me quedé en el suelo, retorciéndome, ahogándome con mi propia voz mientras intentaba gritar sin éxito.

—La marca de su cuerpo—dijo Annabeth.

Quirón se inclinó para ver mejor.

—Agua...—logré decir a duras penas.

Annabeth me arrastró hasta el arroyo, y el dolor cesó.

Me quedé allí tumbado, disfrutando de la paz que el agua me proveía.

Todos estaban en un silencio de muerte.

Abrí los ojos, aún echado en el arroyo. Ví un holograma de luz verde, girando y brillando. Una lanza de tres puntas: un tridente.

—Tu padre...—murmuró Annabeth—. Oh Estigia, esto no es nada bueno... quería... suponía que habría sido Zeus...

—Ya está determinado—anunció Quirón.

Todos empezaron a arrodillarse, incluso los campistas de Ares, aunque la mayoría no se veían nada contentos, otros, como Clarisse, parecían estar revaluándome.

Me puse de pie con dificultad.

—¿Mi padre?—murmuré perplejo.

—Poseidón—repuso Quirón—. Sacudidor de la tierra, portador de las tormentas, padre de los caballos. Salve, Perseus Jackson, hijo del dios del mar.

Mi padre...

Zeus enalios: 

El Tirano de los Mares.


...

Bien, espero que a partir de aquí pueda empezar a variar más la cosa.

Otra cosa que quiero intentar es que, así como Hércules y Ares en Shuumatsu, Percy y Clarisse tengan una suerte de hermandad.

Aunque sin tantas humillaciones por parte de chinos en el asunto.

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