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El señor del sol:


Una vez lejos de Artemis recuperé mi compostura, no entendía por que aquella diosa me ponía tan nervioso. La cosa iba mucho más allá de simplemente haberla conocido de niño, pero no sabía muy bien a qué se debía.

Las cazadoras levantaron el campamento tan deprisa como lo habían montado. Artemis escudriñaba el horizonte por el este. Bien a se había sentado más allá con su hermano. Ya veía por la expresión sombría de Nico que estaba explicándole su decisión.

Buda hubiera aprobado las acciones de Bianca, Hades las hubiese aborrecido, yo no tenía derecho ni poder de evitar que Bianca tomase la decisión que quisiese, por eso le había prometido que cuidaría de Nico, si no podía evitar que se fuera, evitaría que se fuera sintiendo culpa.

Me parecía egoísta el como Bianca dejaba a su hermano para librarse de tales responsabilidades, sin considerar realmente como el mundo de un niño de diez años, el cual ya había cambiado radicalmente de un segundo a otro, se destrozaría con una noticia igualmente repentina.

Pero, Bianca sólo tenía doce años, y a saber desde cuando cuidaba de Nico, tener que proteger a un hermano menor que no puede valerse sólo es demasiada responsabilidad para alguien tan joven.

Yo sólo podía procurar que Nico se sintiese bien recibido en el campamento. Si Bianca había conseguido una nueva familia, yo le daría a Nico una nueva familia también.

Eso era lo justo.

Thalia y Grover se me acercaron, deseosos de saber lo que había ocurrido durante mi audiencia con la diosa.

Cuando se los conté, Grover palideció.

—La última vez que las cazadoras vinieron al campamento, la cosa no fue demasiado bien.

—A mi me intriga más el saber por qué se presentaron aquí—dije—. Artemis no dijo nada sobre ello, más allá de que estaban buscando algo antes de detectar a la Mantícora.

—Llegan y se llevan a Bianca—dijo Thalia, indignada—. La culpa la tiene Zoë. Esa presumida insoportable...

—¿Cómo va uno a culparla?—dijo Grover, suspirando—. Toda una eternidad con Artemisa...

Thalia puso los ojos en blanco.

—Son increíbles los sátiros. Todos loquitos por Artemisa. ¿No comprenden que ella jamás va a corresponderles?

—Es que... le va tanto la onda de la naturaleza.—Grover casi parecía en trance.

—Estás chiflado—le espetó Thalia.

—Me chifla, sí—dijo Grover, soñador—. Es cierto.

No entendía porque me molestaba, normalmente aquella situación no hubiese echo más que darme risa sobre la actitud de Grover. Pero ahora... no lo sé, por alguna razón me molestaba la forma de hablar de Grover sobre Artemis.

Lo fulminé con mi mirada de un sólo ojo, haciendo que reaccionara y se pusiese tenso.

—Nos iremos pronto—le dije—. Estate preparado.

El asintió nerviosamente y se fue a recoger sus cosas.

Thalia me miraba extrañada, pero yo pasé del tema.







El cielo empezó a clarear por fin. Artemis murmuró:

—Ya era hora. ¡Es tan perezoso en invierno!

Yo no estaba especialmente ansioso por conocer a Apolo.

Sabía bien de sobra que los dioses en mi mundo no eran como los que veía en los recuerdos de Hércules, pero simplemente no podía evitar estar preocupado por Apolo.

En el otro mundo, Apolo era tan temido y gozaba de la misma estima que el propio Zeus, era un dios maligno que disfrutaba de castigar a la humanidad. Decía adorar la razón y la armonía, pero que hacía cosas más tontas e inútiles que los mismos humanos. Era extremadamente dual, en el sentido de ser un ser luminoso con una profunda oscuridad interior, lo que resultaba ciertamente desorientador.

—No es tan malo como tú crees—me dijo Artemis—. Sólo es muy irritante.

—¿Me estaba leyendo la mente?

Juraría que la diosa se ruborizó un poco por la vergüenza.

—Mis disculpas—murmuró—. Irradiabas una inseguridad que me resuelto desconcertante.

—¿Exactamente cuanto...?

—Sólo leí superficialmente, no te preocupes.

—Hmm, bueno...

Hubo un destello repentino en el horizonte y enseguida una gran ráfaga de calor.

—No mires—me advirtió Artemis—. Hasta que se haya estacionado.

Desvíe la vista y vi que los demás hacían lo mismo. La luz y el calor se intensificaron hasta que me dio la sensación de que mi abrigo iba a derretirse. Y entonces la luz se apagó.

Me volví, encontrándome de frente con un Maserati Spyder convertible rojo. Era impresionante. Resplandecía, aunque era porque el metal estaba al rojo vivo. La nieve se había derretido alrededor del Maserati en un círculo perfecto.

El conductor bajó sonriendo. Parecía tener diecisiete o dieciocho años y, por un segundo, tuve la incómoda sensación que era Luke. El mismo cabello rubio; el mismo aspecto saludable y deportivo. Pero no. Era más alto y no tenía ninguna cicatriz en la cara. Su sonrisa resultaba más juguetona. Iba vestido con tejanos, mocasines y una camiseta sin mangas.

—¡Uf!—se asombró Thalia entre dientes—. Ese tipo está ardiendo.

—Es el dios del sol—dije.

—No me refería a eso.

—¡Hermanita!—gritó Apolo. Si hubiese tenido los dientes sólo un poco más blancos nos habría cegado a todos—. ¿Que tal? Nunca llamas ni me escribes. Ya empezaba a preocuparme.

Artemis suspiró.

—Estoy bien, Apolo. Y no soy tu "hermanita"

—¡Eh, que yo nací primero!

—¡No, no lo hiciste! ¿Cuantos milenios habremos de seguir discutiendo...?

—Bueno, ¿qué pasa?—la interrumpió—. Tienes a todas las chicas contigo, por lo que veo. ¿Necesitan unas clases de arco?

Artemis apretó los dientes.

—Necesito un favor. He de salir de cacería. Sola. Y quiero que lleves a mis compañeras al Campamento Mestizo.

—¡Claro, cielo...! Un momento.—Levantó una mano, en plan "todo el mundo quieto"—. Siento que me llega un haiku.

Las cazadoras refunfuñaron. Por lo visto, ya conocían bastante bien a Apolo. Él se aclaró la garganta y recitó con grandes aspavientos:


Hierba en la nieve.

Me necesita Artemisa.

Yo soy muy guay.


Nos sonrió de oreja a oreja. Sin duda, esperaba un aplauso.

—El último verso sólo tiene cuatro sílabas—observó su hermana.

Él frunció el ceño.

—¿De veras?

—Sí. ¿Qué tal: "Yo soy muy engreído"?

—No, no. Tiene seis. Hmm...—Empezó a murmurar en voz baja.

Zoë se volvió hacia nosotros.

—El señor Apolo lleva metido en esta etapa haiku desde que estuvo en Japón. Peor fue cuando le dio por escribir poemas épicos. ¡Al menos un haiku sólo tiene tres versos!

—¡Ya lo tengo!—anunció Apolo—. "Soy fe-no-me-nal". ¡Cinco sílabas!—Hizo una reverencia, muy satisfecho de sí mismo—. Y ahora, querida... ¿un transporte para las cazadoras, dices? Muy oportuno. Iba a salir a dar una vuelta.

—También tendrás que llevar a estos semidioses—precisó Artemis, señalándolos—. Son campistas de Quirón.

—No hay problema.—Nos echó un vistazo—. Veamos... Tú eres Thalia, ¿verdad? Lo sé todo sobre ti.

Ella se ruborizó.

—Hola, señor Apolo.

—Hija de Zeus, ¿no? Entonces somos medio hermanos. Eras un árbol, ¿cierto? Me alegra que ya no. No soporto ver a chicas guapas convertidas en árboles. Recuerdo una vez...

—Hermano—lo atajó Artemis—. Habrías de ponerte en marcha.

—Ah, sí.—Y me miró a mi, entornando los ojos—. ¿Percy Jackson?

Lo miré detenidamente con mi único ojo, se veía tan diferente a lo que imaginaba sería, tan relajado y alegre... pero no me confiaba. Sabía que seres tan luminosos como él proyectaban sombras muy oscuras.

Él me observó detenidamente de regreso, sin decir una sola palabra. No se mostraba especialmente hostil, pero me era inquietante.

—Así es... señor—dije finalmente, sentía que si seguía jugando al duelo de miradas con el dios del sol, acabaría perdiendo también mi otro ojo.

Él me analizó por un momento más antes de volverse al resto.

—¡Bueno! Será mejor que subamos. Éste cacharro sólo viaja en una dirección, hacia el oeste. Si se te escapa, te quedas en tierra.

Yo miré el Maserati. Allí cabían dos personas como máximo. Y éramos veinte.

—Un auto impresionante—dijo Nico.

—Gracias, niño—respondió Apolo.

—¿Como vamos a meternos todos ahí?

—Ah, bueno.—Parecía que acabase de advertir el problema—. Está bien. No me gusta cambiarlo del modo deportivo, pero si no hay más remedio...

Sacó las llaves y presionó el botón de la alarma.

Por un momento, el auto resplandeció otra vez. Cuando se desvaneció el resplandor, el Maserati había sido reemplazado por un autobús escolar.

—Vamos—dijo—. Todos, arriba.

Zoë ordenó a las cazadoras que subieran. Iba a recoger su mochila, cuando Apolo le dijo:

—Dame, cariño. Déjamela a mí.

Zoë dio un paso atrás; una mirada asesina le relampagueaba en los ojos.

—Hermanito—le reprendió Artemis—. No pretendas ayudar a mis cazadoras. No las mires, no les hables, no coquetees con ellas. Y sobre todo, no las llames "cariño"

Apolo extendió las palmas.

—Perdón. Se me había olvidado. Oye... ¿y tú adónde vas?

—De caería—dijo Artemis—. No es cosa tuya.

—Ya me enteraré. Yo lo veo todo y lo sé todo.

Artemis soltó un resoplido.

—Tú encárgate de llevarlos. ¡Sin perder el tiempo por ahí!

—Pero si nunca me entretengo por el camino...

Artemis puso los ojos en blanco; luego nos miró.

—Nos vemos para el solsticio de invierno. Zoë, te quedas al frente de las cazadoras. Actúa como yo lo haría.

Ella se irguió.

—Sí, mi señora.

Luego, Artemis me miró una última vez.

—Estoy confiando en ti por ahora, Percy Jackson—me dijo—. No te pongas del lado equivocado de mis flechas.

La miré a los ojos fijamente.

—Usted sabe exactamente de que lado estoy siempre.

Sus ojos relucieron brevemente, sabía exactamente lo que yo quise decir, pero me lanzaba un desafío al mismo tiempo: "pruébamelo".

Ella se arrodilló y examinó el suelo, como si buscase huellas. Cuando se incorporó, parecía intranquila.

—El peligro es enorme. Hay que dar con esa bestia.

Echó a correr hacia el bosque y se disolvió entre la nieve y las sombras.

—Eso fue raro...—murmuró Apolo, mirándome con sospecha. Luego, recuperó su natural expresión alegre—. Bueno. ¿Quién quiere conducir?







Las cazadoras subieron en tropel al autobús y se apelotonaron en la parte trasera para estar lo más lejos posible de Apolo y los demás varones. Bianca se sentó con ellas y dejó a su hermano con nosotros, aunque no es que a Nico le importase.

—¡Esto es increíble!—decía él, dando saltos en el asiento del conductor—. ¿Esto es el sol de verdad? Yo creía que Helios y Selene eran los dioses del sol y la luna. ¿Cómo se explica que unas veces sean ellos y otras veces tú y Artemisa?

—Reducción de personal—dijo Apolo—. Fueron los romanos quienes empezaron. Despidieron a Helios y Selene y atribuyeron a nuestros puestos sus funciones. ¿Apolo es el dios de la luz? ¡Pues que sea el sol también! Y, naturalmente, si yo era el sol, mi hermana tenía que ser la luna. Al principio fue una lata, pero al menos me dieron este súper auto.

—¿Y cómo funciona?—preguntó Nico—. Yo creía que el sol era una gran esfera de gas ardiente.

Apolo se echó a reír entre dientes y le alborotó el cabello.

—Ese rumor seguramente se difundió porque Artemisa tenía la manía de decir que yo era un globo enorme de humo o algo así. Hablando en serio, chicos, todo depende de si quieres hablar de astronomía o de filosofía. ¿Quieres que hablemos de astronomía? Bah... ¿dónde está la gracia? ¿Quieres que hablemos de lo que los humanos piensan del sol? Ah, eso ya es más interesante. Ten presente que casi todas sus apuestas dependen de cómo corra este cachorro, por así decirlo. El sol les da calor, alimenta sus cosechas, produce energía, hace que todo parezca más risueño: más soleado, vamos. Este carro está construido con los sueños de los hombres sobre el sol. Es tan antiguo como la civilización occidental. Cada día circula por el cielo, de éste a oeste, iluminando la endeble vida de los pobres mortales. El carro es sencillamente una manifestación de poder del sol tal como los mortales lo perciben. ¿Lo entiendes?

Nico meneó la cabeza.

—Ni un poco.

—Bueno, entonces considéralo como un auto solar muy potente y bastante peligroso.

—¿Puedo conducirlo?

—No. Eres demasiado joven.

—¡Yo, yo!—se ofreció Grover, levantando la mano.

—Humm... mejor no—decidió Apolo—. Demasiado peludo.—Miró más allá (pasándome a mí de largo) y se fijó en Thalia.

—¡La hija de Zeus!—exclamó—. El señor de los cielos. Perfecto.

—Uy, no.—Thalia meneó la cabeza—. Muchas gracias,

—Venga ya—dijo Apolo—. ¿Qué edad tienes?

Ella vaciló.

—No lo sé.

Era triste, pero cierto. Thalia se había transformado en un árbol a los doce, y de eso hacía siete años. Es decir, ahora tendría diecinueve, si se contaba año por año. Pero ella se sentía aún como si tuviera doce y, sí la observabas, llegabas a la conclusión de que estaba a medio camino entre los doce y los diecinueve. Según decía Quirón, ella había seguido creciendo cuando era un árbol, pero mucho más despacio.

Apolo se dio unos golpecitos en el labio.

—Tienes quince, casi dieciséis.

—¿Cómo lo sabes?

—Bueno, soy el dios de la profecía. Tengo mis trucos. Cumplirás dieciséis en una semana, más o menos.

—¡Es verdad!, ¡es mi cumpleaños! El veintidós de diciembre.

—Lo cual significa que ya tienes edad suficiente para conducir con un permiso provisional.

Thalia se removió en su asiento, nerviosa.

—Eh...

—Ya sé lo que vas a decir—la interrumpió Apolo—. Que no mereces el honor de conducir el carro del sol.

—No, no iba a decir eso.

—¡No te agobies! El trayecto desde Maine hasta Long Island es muy corto. Y no te preocupes por lo qué pasó con Faetón. Tú eres hija de Zeus. A ti no te sacará del cielo a cañonazos.

Se echó a reír con ganas. Los demás no nos unimos a su regocijo.

Thalia intentó protestar, pero Apolo no estaba dispuesto a aceptar un "No" por respuesta. El dios pulsó un botón del salpicadero y en lo alto del parabrisas apareció un rótulo. Tuve que leerlo invertido (cosa que, para un disléxico tampoco es mucho más difícil que leer al derecho). Ponía: "Atención: Conductor en prácticas"

—¡Adelante!—le dijo Apolo—. ¡Seguro que eres una conductora nata!







Thalia no era una conductora nata.

—La velocidad y el calor van a la par—le explicó Apolo—. O sea, que empieza despacio y asegúrate de que has alcanzado una buena altitud antes de pisar a fondo.

Thalia agarraba el volante con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. Daba la impresión de que se iba a marear de un momento a otro.

—¿Qué pasa?—le pregunté.

—Nada—dijo temblando—. N-no pasa nada.

Tiró del volante y el autobús dio una sacudida tan brusca que me fui hacia atrás y me estrellé contra una cosa blanda.

—¡Uf!—exclamó Grover.

—Lo siento.

—Más despacio—le recomendó Apolo.

—Perdón—dijo Thalia—. ¡Lo tengo controlado!

No lo tenía controlado.

Logré ponerme en pie. Por la ventana vi un círculo humeante de árboles en el claro desde el que habíamos despegado.

—Thalia—le dije—, afloja un poco.

—Ya lo he entendido, Percy—me respondió con los dientes apretados.

No lo había entendido.

—Relájate.

—¡Estoy relajada!

No estaba relajada.

Estaba tan rígida como si se hubiese convertido otra vez en un trozo de madera.

—Hemos de virar al sur para ir a Long Island—dijo Apolo—. Gira a la izquierda.

Thalia dio un volantazo, y me hubiese lanzado de nuevo a toda velocidad si no me hubiera aferrado a los asientos del autobús con todas mis fuerzas.

Nico sí que salió despedido y cayó sobre Grover, ambos pegados a la ventanilla.

—La otra izquierda—sugirió Apolo.

Cometí el error de mirar de nuevo por la ventana. Ya habíamos alcanzado la altitud de un avión, e incluso más porque el cielo empezaba a verse negro.

Me solté de los asientos y abracé a Nico y Grover protectoramente, tratando de recibir los golpes y las sacudidas por ellos, creyendo que íbamos a estrellarnos y morir todos en cualquier segundo.

—Esto...—empezó Apolo, tratando de parecer tranquilo—. No tan arriba, cariño. En Cape Cod se están congelando.

Thalia accionó el volante. Tenía la cara blanca como el papel y la frente perlada de sudor. Algo le sucedía, sin duda. Yo nunca la había visto así.

El autobús se lanzó en picado y salí despedido hacia delante, recibiendo un tremendo golpe en la cabeza por estar protegiendo a Grover y Nico. Ahora bajábamos directos hacia el Atlántico a unos mil kilómetros por hora, con el litoral de Nueva Inglaterra a mano derecha. Empezaba a hacer calor en el autobús.

Apolo había salido despedido hasta el fondo, pero ya avanzaba de nuevo entre los asientos.

—¡Toma tú el volante!—le suplicó Grover.

—No se preocupen—dijo Apolo, aunque el mismo parecía más que preocupado—. Sólo le faltaba aprender a... ¡Uuaaaau!

Yo también lo noté. A nuestros pies había un pueblecito de Nueva Inglaterra cubierto de nieve. Mejor dicho, había estado allí hasta hacía unos minutos, porque ahora la nieve se estaba fundiendo. La torre de la iglesia, completamente blanca un momento antes, se volvió marrón y empezó a humear. Por todo el pueblo surgían delgadas columnas de humo. Los árboles y tejados se estaban incendiando.

—¡Frena!—grité.

Thalia tenía los ojos en un brillo enloquecido. Tiró del volante bruscamente y volví a chocarme contra las paredes. Al menos Nico parecía estarlo disfrutando.

Mientras ascendíamos a toda velocidad, por la ventanilla trasera vi que el súbito regreso del frío sofocaba los incendios.

Pensé en usar los Doce Desastres y Pecados, quizá alguno de los trabajos del Éxodo pudiese ayudar... pero no. ¿Cómo demonios iba a detener el sol usando un montón de pintorescos animales?

—¡Allí está Long Island!—dijo Apolo, señalando al frente—. Todo derecho. Vamos a disminuir un poco la velocidad, querida. No estaría bien arrasar el campamento.

Nos dirigimos a toda potencia hacia la costa norte de Long Island. Allí estaba el Campamento Mestizo: el valle, los bosques, la playa. Ya se divisaban el pabellón comedor, las cabañas y el anfiteatro.

—Lo tengo controlado—murmuraba Thalia—. Lo tengo...

No lo tenía controlado.

Estábamos a sólo unos centenares de metros.

—Frena—dijo Apolo.

—Lo voy a conseguir...

—¡¡Frena!!

Thalia pisó el freno a fondo, el autobús describió un ángulo de cuarenta y cinco grados y fue a empotrarse en el lago de las canoas con un estruendoso chapuzón. Se alzó una nube de vapor y enseguida surgieron aterrorizadas las náyades, que huyeron con sus cestas de mimbre a medio trenzar.

El autobús salió a la superficie junto con un par de canoas volcadas y medió derretidas.

—Bueno—dijo Apolo con una sonrisa—. Era verdad, querida. Lo tenías todo fríamente calculado. Vamos a comprobar si hemos chamuscado a alguien importante, ¿te parece?

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