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El princesa Andromeda:


Estaba contemplando las olas cuando Annabeth, Clarisse y Tyson me encontraron por fin.

—¿Qué ocurre?—preguntó Annabeth—. ¡Te he oído pidiendo ayuda!

—¡Y yo!—dijo Tyson—. Gritabas: "¡Nos atacan cosas malas!"

Clarisse asintió.

—Sí, algo parecido.

—Yo no les he llamado. Estoy bien.

—Pero entonces, ¿quién...?—Annabeth se fijó en los tres petates amarillos y luego en el termo y el bote de vitaminas que tenía en la mano—. ¿Y esto?

—Escuchen—dije—. No tenemos tiempo.

Les conté mi conversación con Hermes.

—Percy—dijo Annabeth—, tenemos que partir ahora.

—Pero el plan era salir hasta...

—El plan acaba de cambiar, Prisy—dijo Clarisse—. Los alcanzaré después.

—¿Conseguirás un barco a tiempo?

Ella descartó la pregunta con un gesto de la mano.

—Lo tengo cubierto, ahora lárguense.

Tyson levantó una mano, como para hacer una pregunta en la escuela.

—¿Puedo ir?

—¡No!—La voz de Annabeth parecía rozar el pánico—. Quiero decir... Vamos, Percy, tú sabes que no puede ser.

Me pregunté otra vez por qué estaba tan resentida contra los cíclopes. Debía de haber a,to que no le había contado.

Los dos me miraron, esperando una respuesta, mientras el crucero se alejaba más y más.

Una parte de mi no quería que Tyson viniera. No sabía hasta que pinto podría sernos de ayuda, ni cómo me las arreglaría para mantenerlo a salvo. Desde luego, Tyson es muy fuerte, pero en la escala de los cíclopes no pasaba de ser un niño y su mentalidad sería de unos siete u ocho años; podía imaginármelo flipando de repente o echándose a llorar cuando intentáramos deslizarnos a hurtadillas junto a algún monstruo, o algo por el estilo.

Pero por el otro lado...

—No podemos dejarlo aquí—decidí—. Sabes lo crueles que pueden ser los campistas con él. Y me rehuso a dejarlo aquí sin nadie que lo defienda, o podría ser que Tántalo lo arroje a un bosque. A menos...

Por un segundo pensé en pedirle a Clarisse que se llevara a Tyson consigo cuando partiera ella en su barco, pero no podía pedirle algo así, después de todo era su misión y Tyson era un añadido mío.

Negué con la cabeza.

—Tiene que venir.

—Percy—dijo Annabeth, tratando de mantener la calma—. ¡Vamos a la isla de Polifemo! Y Polifemo es un "ese", "i", "ce"... Digo, un "ce", "i", "ce"...—Pateó el suelo con frustración; por muy inteligente que fuera, también ella era disléxica y tenía accesos agudos. Nos podríamos haber pasado allí la noche mientras trataba de deletrear la palabra "cíclope"—. Bueno, ya sabes a qué me refiero.

—Tyson puede venir si quiere—insistí.

Tyson aplaudió.

—¡Quiero!

Annabeth miró a Clarisse en busca de apoyo, lo que me indicó que estaba desesperada.

Sin embargo, Clarisse se limitó a encogerse de hombros:

—Eh, como sea.

Annabeth me echo una mirada fulminante, pero supongo que sabía que yo no cambiaría de opinión. O quizá era consciente de que ya no teníamos tiempo de discutir.

—Está bien—dijo—. ¿Cómo vamos a subir a ese barco?

—Hermes dijo que mi padre me ayudaría.

—¿Y bien, sesos de alga? ¿A qué esperas?

Siempre me costaba un montón llamar a mi padre, o rezarle, o como se diga, pero, en fin, me metí en el agua.

—Hummm, ¿papá?—dije—. ¿Cómo va todo?

—¡Percy!—cuchicheó Annabeth—. ¡Esto es serio!

—Necesitamos tu ayuda—dije levantando un poco la voz—. Tenemos que subir a ese barco antes de que nos deje y tal, así que...

Al principio, no pasó nada. Las olas siguieron estrellándose contra la orilla como siempre. Entonces, a unos cien metros mar adentro, surgieron tres líneas blancas como las tres uñas de una garra rasgando el océano. O los tres horcones de un tridente.

Al acercarse más, el oleaje se abrió y la cabeza de tres caballos blancos surgió entre la espuma.

Tyson contuvo el aliento.

—¡Ponis pez!

Tenía razón. En cuanto llegaron a la arena, vi que aquellas criaturas sólo tenían de caballo la parte de delante; por detrás, su cuerpo era plateado como el de un pez, con escamas relucientes y una aleta posterior con los colores del arcoíris,

—¡Hipocampos!—dijo Annabeth—. Son preciosos.

El que estaba más cerca relinchó agradecido y rozo a Annabeth con el hocico.

—Ya los admiraremos luego—dije—. ¡Vamos!

Clarisse miraba también maravillada a los animales, pero se volvió, asintió con la cabeza y se encaminó de regreso al campamento.

—Avisaré que ya han partido—dijo—. Intentaré alcanzarlos lo más pronto posible. No se mueran hasta que llegue, ¿entendido?

Annabeth rodó los ojos y se volvió nuevamente hacia los caballos.

—¡Tyson!—dije—. Agarra un petate.

Él seguía mirando boquiabierto a los hipocampos.

—¿Tyson?

—¿Eh?

—¡Vamos!

Conseguí que se moviera con la ayuda de Annabeth. Recogimos las bolsas y montamos en nuestros corceles. Poseidón debía de saber que Tyson sería uno de los pasajeros, porque un hipocampo era mucho mayor que los otros dos: del tamaño adecuado para un cíclope.

Mi hipocampo dio media vuelta y se zambulló entre las olas. Annabeth y Tyson me siguieron.

Los hipocampos se deslizaban por el agua a la velocidad de una moto acuática y enseguida la orilla del Campamento Mestizo no fue más que una mancha oscura. Me preguntaba si volvería a verlo o regresaría de la misión para verlo en ruinas.

Despejé esos pensamientos de mi mente, tenía otros problemas en que pensar.

Mar adentro, empezaba a vislumbrarse el crucero: nuestro pasaporte hacia Florida y el Mar de los Monstruos.







Montar un hipocampo era incluso más fácil que montar un pegaso. Corríamos con el viento de cara, sorteando las olas con tal suavidad que casi no era necesario agarrarse.

A medida que nos acercábamos al crucero, me fui dando cuenta de lo enorme que era. Sentí como si estuviese mirando un rascacielos de Manhattan desde abajo; el casco de un blanco impecable, tenía al menos diez pisos de altura u estaba rematado con una docena de cubiertas a distintos niveles, cada una de ellas con sus miradores y sus ojos de buey profusamente eliminados. El nombre del barco estaba pintado junto a la proa con unas letras negras iluminadas por un foco. Me llevo unos cuantos segundos descifrarlo: Princesa Andromeda.

Adosado a la proa, un enorme mascarón de tres pasos de alto: una figura de una mujer con la túnica blanca de los antiguos griegos, esculpida de tal modo que parecía encadenada al barco. Era joven y hermosa, con el pelo negro y largo, pero tenía una expresión aterrorizada. ¿Cómo se le podía ocurrir a nadie poner a una princesa chillando de pánico en la proa de un crucero de vacaciones? No me cabía en la cabeza.

Recordé el mito de Andromeda y cómo había sido encadenada a una roca por sus propios padres para ofrecerla a un sacrificio a un monstruoso marino porque su madre había ofendido a las oceánides y con ellas a mi padre, Poseidón. El caso es que mi tocayo, Perseo, la salvó justo a tiempo y volvió piedra a aquel monstruo marino usando la cabeza de Medusa.

Aquel Perseo siempre acababa venciendo, uno de los pocos héroes con un final feliz. No fue traicionado, destrozado, mutilado, envenenado o maldito por los dioses. Mi madre esperaba que yo sacase algo de su suerte al ponerme su mismo nombre. Pero tomando en cuenta como me había ido hasta el momento, no podía ser tan optimista.

—¿Como vamos a subir a bordo?—gritó Annabeth para hacerse oír entre el fragor de las olas.

Pero no hubo que preocuparse. Los hipocampos parecían saber lo que queríamos; se deslizaron hacia el lado de estribor del barco, cruzando sin dificultad su enorme estela, y se detuvieron junto a una escalera de mano suspendida de la borda.

—Tú primero—le dije a Annabeth.

Ella se echó al hombre el petate y se agarró al último peldaño. Cuando se hubo encaramado, su hipocampo soltó un relincho de despedida y se sumergió en el agua. Annabeth empezó a ascender. Yo aguardé a que subiera varios peldaños y la seguí.

El único que quedaba en el agua era Tyson. Su hipocampo giraba en redondo y daba brincos hacia atrás, u Tyson se desternillaba de risa de tal modo que el eco de sus carcajadas rebrotaba por todo el costado del barco.

—¡Silencio, Tyson!—exclamé—. ¡Vamos, muévete!

—¿No podemos llevarnos a Rainbow?—preguntó, mientras la sonrisa se desvanecía de su rostro.

Yo lo miré atónito.

—¿Rainbow?

El hipocampo relinchó como si le gustara su nuevo nombre.

—Tenemos que irnos, Tyson—dije—. Y Rainbow... bueno, él no puede subir por la escalera.

Tyson se sorbió la nariz y apretó la vara contra la crin del hipocampo.

—¡Te voy a echar de menos, Rainbow!

El hipocampo soltó una especie de relinchó que yo hubiera jurado que era un llanto.

—Quizá volvamos a verlo en otro momento—sugerí.

—¡Sí, por favor!—dijo Tyson, aniñándose—. ¡Mañana!

No le prometí nada, pero logré que se despidiera y se agarrara a la escalera. Con un triste relincho, Rainbow dio una voltereta hacia atrás y se zambulló en el agua.







La escalera conducía a una cubierta de servicio llena de botes salvavidas de color amarillo. Había una doble puerta cerrada con llave que Annabeth logró abrir con su cuchillo y una buena dosis de maldiciones en griego antiguo.

Pensaba que tendríamos que movernos a escondidas, ya que éramos polizones, pero después de recorrer unos cuantos pasillos y de asomarnos por un mirador al enorme paseo principal flanqueado de tiendas cerradas, empecé a comprender que no había razón para esconderse de nadie. Quiero decir, era verdad que estábamos en plena noche, pero llevábamos ya recorrido medio barco y no habíamos visto a nadie. Habíamos pasado por delante de cuarenta o cincuenta camarotes y no había oído ni un solo ruido.

—Es un barco fantasma—murmuré.

—No—dijo Tyson, jugueteando con la correa de su petate—. Mal olor.

Annabeth frunció el ceño.

—Yo no huelo nada.

—Los cíclopes son como los sátiros—dije—. Huelen a los monstruos, ¿no es así, Tyson?

Él asintió, nervioso.

—Está bien—dijo Annabeth—. ¿Qué hueles exactamente?

—Algo malo—respondió Tyson.

—Fantástico—refunfuñó Annabeth—. Eso lo aclara todo.

Salimos al exterior en la cubierta de la piscina. Había filas te tumbonas vacías y un bar cerrado con una cortinilla metálica. El agua de la piscina tenía un resplandor misterioso y chapoteaba con un rítmico vaivén por el movimiento del barco.

Había aún más niveles por encima de nosotros, tanto a proa como a popa, incluyendo un muro artificial de escalada, una pista de minigolf y un restaurante giratorio. Pero no se veía el menor signo de vida.

Sin embargo, yo percibía algo que me resultaba conocido. Algo peligroso. Tenía la sensación de que si no hubiera estado tan cansado, tan fundido por la adrenalina de aquella larga noche, quizá habría sido capaz de discernir qué no andaba bien.

—Necesitamos un escondite—dije—. Algún sitio seguro donde dormir.

—Sí, dormir—repitió Annabeth, también agotada.

Explotamos unos cuantos corredores más, hasta que dimos en el noveno nivel con una suite vacía. La puerta estaba abierta, cosa que me pareció rara. En la mesa había una cesta con golosinas de chocolate y en la mesilla de noche una botella de sidra refrescándose en un cubo de hielo. Sobre la almohada, un caramelo de menta y una nota manuscrita: "¡Disfrute del crucero!"

Abrimos nuestros petates por primera vez y descubrimos que Hermes realmente había pensado en tofo: mudas de ropa, artículos de tocador, víveres, una bolsita de plástico con dinero y también una bolsa de cuero llena de dracmas de oro.

Incluso se había acordado de poner un paquete de hule en el que Tyson guardaba sus herramientas y algunas piezas de metal. También agregó la gorra de invisibilidad de Annabeth, lo cual contribuyó a que ambos se sintieran mucho mejor.

—Voy a la habitación de al lado—dijo Annabeth—. No beban o coman demasiado, chicos.

—¿Crees que es un sitio encantado?

Ella frunció el ceño.

—No lo sé. Hay algo que no encaja... Ve con cuidado.

Cerramos nuestras puertas con llave.

Tyson se desplomó en el diván. Jugueteó unos minutos con su artilugio de metal, que no quiso mostrarme, y empezó a bostezar. Lo envolvió todo en el hule y cayó desfallecido.

Me tendí en la cama y miré por el ojo de buey. Me pareció oír voces en el pasillo, una especie de cuchillo. No podía ser; habíamos recorrido todo el barco y no habíamos visto a nadie. Aquellas voces, sin embargo, me mantenían despierto, me recordaban al inframundo: eran como el murmullo de los espíritus de los muertos al pasar por mi lado.

Al final, me venció el cansancio. Caí dormido... y tuve el peor sueño de mi vida.







Estaba en la caverna, al borde del abismo del Tártaro. Y la voz gélida de Kronus habló desde la oscuridad:

—¡Pero si es el joven héroe!—Su voz era como la hoja de un cuchillo raspado en una roca—. De camino a otra gran victoria.

—Di lo que quieres, titán—dijo una voz autoritaria a mi lado.

Hércules miró al abismo, parado a un lado mío.

La voz guardó silencio por un momento.

—Oh... interesante—dijo el titán—. Un diosecillo... o al menos su espíritu. Me impresiona que lograras introducirte a mi presencia, te felicito. ¿Quién dices que eres?

Hércules miró con furia al vacío.

—Mi identidad no es de tu incumbencia, titán—le espetó—. Di lo que quieras y libera la mente de Perseus en este momento.

La rosa de Kronus sacudió la cueva.

—Como deseen, tal vez cuando vean a lo que se enfrentan y fracasen en su misión se pregunten si vale la pena trabajar como un burro para los dioses. ¿Cómo te ha demostrado tu padre su gratitud últimamente, Perseus Jackson? Y tú, pequeño dios polizón, has llamado mi atención... te arrepentirás de eso.

El titán se volvió a carcajear y el escenario cambió.

Grover estaba sentado junto al telar, con su vestido de novia sucísimo, y se afanaba en deshacer las hebras de la cola nupcial, todavía inacabada.

—¡Ricura!—gritó el monstruo desde detrás de la roca.

Grover ahogó un grito y se puso a tener otra vez las hebras que acababa de deshacer.

Toda la estancia tembló mientras la roca era desplazada de su sitio. Por la entrada asomó un cíclope tan descomunal que Tyson hubiera parecido un enano a su lado; tenía unos dientes amarillentos y afilados, y unas manos nudosas tan grandes como mi cuerpo. Llevaba una camiseta morada desteñida, con la leyenda "Expo Mundial de Ovejas 2001". Debía de medir al menos cinco metros, pero lo más asombroso era su ojo nublado, cubierto de cicatrices y la telaraña de unas cataratas; si no estaba completamente ciego, poco debía faltarle.

—¿Qué haces?—preguntó el monstruo.

—¡Nada!—dijo Grover con su voz de falsete—. Tejer mi cola de novia, ya lo ves.

El cíclope introdujo una mano en la cueva y tanteó hasta dar con el telar. Manoseó la tela.

—¡No ha crecido ni un centímetro!

—Eh... sí ha crecido, cariñito. ¿No lo ves? Le he añadido al menos tres dedos.

—¡Demasiado despacio!—bramó el monstruo. Luego se puso a husmear el aire—. ¡Hueles bien! ¡Como las cabras!

Grover simuló una risita.

—¿Te gusta? Es Eau de Chévre. Me la pongo para ti.

—¡Hummm!—El cíclope mostró sus dientes afilados—. ¡Como para comerte enterita!

—¡Ay, qué picarón!

—¡Se acabaron los retrasos!

—¡Pero, querido, aún no estoy!

—¡Mañana!

—No, no. Diez días más.

—¡Cinco!

—Bueno, siete. Si insistes.

—¡De acuerdo! Eso es menos que cinco, ¿no?

—Por supuesto.

El monstruo refunfuñó, todavía descontento con el acuerdo, pero dejó que Grover siguiera tejiendo y volvió a colocar la roca en su lugar.

Grover cerró los ojos y, aún tembloroso, inspiró profundamente para serenarse.

—¡Date prisa, Percy!—murmuró—. ¡Por favor, por favor, por favor!

...

Me despertó la sirena del barco y una voz por megafonía: un tipo con acento australiano que sonaba demasiado alegre:

—¡Buenos días, señores pasajeros! Hoy pasaremos todo el día en el mar. ¡El tiempo es excelente para bailar el mambo junto a la piscina! No olviden el bingo de un millón de dólares en el salón Kraken, a la una de la tarde. Y para nuestros invitados especiales, ¡ejercicios de despripamiento en la galería Promenade!

Me senté de golpe en la cama.

—¿Qué ha dicho?

Sentí un sudor frió en mi nuca, y la ya conocida y desagradable sensación de estar siendo atravesado de extremo a extremo del cuerpo por unas frías manos ensangrentadas.

Tyson rezongó, medio dormido todavía. Estaba tirado boca abajo en el diván y los pies le sobresalían tanto que llegaba hasta el baño.

—Creo que ha dicho... ¿ejercicios de estiramiento?

Ojalá tuviese razón, pero se oyó un golpe apremiante en la puerta interior de la suite y Annabeth asomó la cabeza, con su cabello rubio alborotado,

—¿Han dicho "ejercicios de destripamiento"?

En cuento estuvimos todos vestidos, nos aventuramos por el barco y descubrimos asombrados que había más gente. Una docena de personas de edad avanzada se dirigían a tomar el desayuno. Un padre llevaba a sus tres hijos a la piscina para que se dieran un chapuzón. Los miembros de la tripulación, vestidos con impecable uniforme blanco, saludaban a los pasajeros tocándose la gorra con dos dedos.

Nadie nos preguntó quiénes éramos. Nadie nos prestaba atención. Pero había algo que no encajaba.

Mientras la familia que iba a darse el baño pasaba por nuestro lado, el padre dijo a los niños:

—Estamos de crucero. Nos estamos divirtiendo.

—Sí—dijeron al unísono los niños con expresión vacía—. Nos lo estamos pasando genial. Vamos a nadar a la piscina.

Y siguieron su camino.

—Buenos días—nos dijo un tripulante de ojos vidriosos—. Nos la estamos pasando muy bien a bordo del Princesa Andromeda. Que tengan un buen día.—Y pasó de largo.

—Percy, esto es muy raro—susurró Annabeth—. Están todos en una especie de trance.

Al pasar frente a una cafetería, vimos al primer monstruo. Era un perro del infierno: un mastín negro con las patas delanteras subidas en el buffet y el hocico enterrado en una fuente de huevos revueltos. Debía de ser muy joven, porque era bastante pequeño comparado con la mayoría: no sería más grande que un oso pardo. Aún así, era preocupante.

Lo raro era esto: había una pareja de mediana edad en la cola del buffet, justo detrás del perro del infierno, esperando con paciencia su turno para servirse huevos revueltos... Ellos no parecían notar nada a normal.

—Ya no tengo hambre—murmuró Tyson.

Antes de que Annabeth o yo pudiéramos responder, se oyó una voz de reptil al fondo del pasillo:

—Ssseisss másss ssse nosss unieron ayer.

Annabeth gesticuló frenéticamente hacia el escondite más cercano—el lavabo de mujeres— y los tres nos abalanzamos a su interior. Estaba tan alucinado que ni siquiera se me ocurrió sentirme violento.

Una cosa—o mejor, dos—se deslizaron frente a la puerta del baño con un ruido como de papel de lija sobre linóleo.

—Sssí—dijo una segunda voz reptil—. Él lossss atare. Pronto ssse volverá muy vigorossso.

De deslizaron hacia la cafetería con un siseo glacial que tal vez fuera una risa de serpiente.

Annabeth me miró.

—Tenemos que salir de aquí.

—¿Crees que me gusta estar en el lavabo de señoras?

—¡Quiero decir del barco, Percy! Tenemos que salir del barco.

—Huele mal—asintió Tyson—. Y los perros se comen todos los huevos. Annabeth tiene razón, tenemos que salir del baño y del barco.

Me estremecí. Si Annabeth y Tyson estaban de acuerdo por una vez, sería mejor escucharles.

Entonces se oyó otra cosa fuera. Una voz que me dejó más helado que cualquier monstruo.

—... sólo es cuestión de tiempo. ¡No me presiones, Agrius!

Era Luke, sin la menor duda. Aquella voz era inconfundible.

—¡No te estoy presionando!—refunfuñó el tal Agrius. Su voz era más grave y sonaba más furiosa—. Lo único que digo es que si esta jugada no resulta...

—¡Resultará!—replicó Luke—. Morderán el anzuelo. Y ahora, vamos, tenemos que ir a la suite del almirantazgo y echar un vistazo al ataúd.

Sus voces se perdieron en el fondo del pasillo.

Tyson dijo en un susurro:

—¿Nos vamos ahora?

Annabeth y yo nos miramos y llegamos a un acuerdo silencioso.

—No podemos—le dije a Tyson.

—Hemos de averiguar qué se propone Luke—asintió Annabeth—. Y si es posible, le daremos una buena paliza, lo encadenaremos y lo llevaremos a rastras al monte Olimpo.

...

Bueno, hace poco estaba hablando con este sujeto Zubatman45, y revisando sus historias encontré una que les quiero recomendar, se llama "un mundo sin dioses" y trata de que Percy, junto a los protagonistas de las otras sagas de libros, despiertan en una realidad que... bueno, si nombre lo dice, no tiene dioses, y tienen que encontrar la manera de restaurar las cosas a cómo estaban.

Así que sí, se los recomiendo.


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