El monstruo de las donas:
—¡El termo!—grite mientras nos precipitábamos hacia el agua.
—¿Qué?—Annabeth debió de pensar que había perdido la cabeza. Ella se aferraba a una de las correas del bote para salvar el pellejo, con todo el cabello disparado hacia arriba como si fuera un pincel.
Tyson si me entendió. Logró abrir mi petate y sacar el termo mágico de Hermes sin que se le cayeran y, lo que es más, sin caerse él.
Las flechas y las jabalinas silbaban a nuestro alrededor.
Agarré el termo. Confiaba en no cometer un error.
—¡Sujétense bien!
—¡Ya estoy sujeta!—aulló Annabeth.
—¡Más fuerte!
Afirmé los pues bajo el banco inflable del bote; Tyson nos asió por la camisa a Annabeth y a mí, y yo le di al termo un cuarto de vuelta.
Al instante emitió un chorro de viento que nos propulsó lateralmente y convirtió nuestra caída en picado en un estrepitoso aterrizaje en un ángulo de cuarenta y cinco grados.
El viento parecía reírse mientras salía del termo, como si alegrara de liberarse por fin. Al impactar con la superficie del agua, rebotamos dos veces, como una piedra lanzada al ras, y de repente salimos zumbando como una lancha motora, con el agua rociándonos la cara y sin otra cosa en el horizonte que el mar abierto.
Oí un clamor furioso en el barco, pero ya nos hallábamos fuera del alcance de sus disparos. El Princesa Andromeda se convirtió enseguida en un barquito de juguete y desapareció.
Mientras nos deslizábamos a toda velocidad por el agua, Annabeth y yo intentamos enviarle un mensaje Iris a Quirón. Pensábamos que era importante explicarle a alguien lo que se proponía Luke, y no sabíamos en quien más confiar.
A aquella velocidad, el bote levantaba una fina cortina de agua y la luz se descomponía en un arcoíris al atravesarla: eran las condiciones ideales para enviar un mensaje Iris, aunque la cobertura era bastante mala. Annabeth arrojó un dracma de oro y yo recé para que la diosa del arcoíris nos mostrara a Quirón.
Apareció su cara sin problemas, pero había una extraña luz estroboscópica y una música de rock atronado en segundo plano, como si estuviese en una discoteca.
Se lo contamos todo: nuestra salida furtiva del campamento, Luke y el Princesa Andromeda, el ataúd de oro con los restos de Kronus... Pero entre el ruido que había de su lado y el zumbido del viento y del bote surcando las olas, no sabía cuánto lograría captar de todo aquello.
—Percy—chilló Quirón—, tienes que tener cuidado con...
Su voz quedó ahogada por un gran griterío alzado a su espalda: un montón de voces aullando en plena juerga como guerreros comanches.
—¿Qué?—grité.
—¡Maldita parentela!—Tuvo que agacharse para esquivar un plato que le pasó por encima de la cabeza para ir a estrellarse fuera de nuestro campo visual—. Si consiguen el vellocino...
—¡Sí, pequeña!—chilaba alguien que tenía detrás—. ¡Uau, Uau!
Alguien subió a la música y puso los bajos tan al tope que hasta nuestro bote vibraba.
—...Miami—gritaba Quirón—. Trataré de vigilar...
Nuestra nebulosa pantalla se desintegró como si alguien del otro lado hubiese arrojado una botella, y Quirón se evaporó.
En resumen, Quirón maldecía a sus parientes, y nosotros teníamos que encontrar el vellocino, Miami se lo confirmó.
Una hora más tarde divisamos tierra: una larga extensión de playa en la que se alineaban hoteles de muchos pisos. Las aguas empezaron a llenarse de barcos de pesca y buques de cisterna. Un guardacostas pasó por estribor y luego dio media vuelta, como para echar un segundo vistazo.
Imagino que no veían cada día un bote salvavidas sin motor, tripulado por tres adolescentes y lanzado a más de cien nudos.
—¡Es Virginia Beach!—dijo Annabeth cuando nos acercamos a la orilla—. ¡Por los dioses! ¿Cómo es posible que el Princesa Andromeda haya llegado tan lejos en una sola noche? Deben de ser...
—Cinco mil treinta millas náuticas—dije.
Ella me miró asombrada.
—¿Cómo lo sabes?
—Soy hijo del truchín, ¿recuerdas?
Annabeth me señaló, claramente con una idea en la cabeza.
—Percy, ¿cuál es nuestra posición?
—Treinta y seis grados, cuarenta y cuatro minutos norte; setenta y seis grados, dos minutos oeste—respondí automáticamente—. ¿En serio planeas usarme de GPS humano lo que queda del viaje?
Ella sonrió.
—Sí, básicamente eres mi nuevo mapa, genial, ¿no crees?
Hice una mueca, pero no tuve ocasión de responder. Tyson me dio unos golpecitos en el hombro.
—Viene bote.
Me di la vuelta. El guardacostas, ahora ya abiertamente, venía por nosotros. Nos hizo señales con las luces y empezó a ganar velocidad.
—No podemos dejar que nos atrapen—dije—. Nos harían demasiadas preguntas.
—Sigue adelante hasta la bahía de Chesapeake—dijo Annabeth—. Conozco un sitio donde escondernos.
No le pregunté a qué se refería ni por qué conocía tan bien la región. Me arriesgué a aflojar un poquito más la tapa del termo: un nuevo chorro de viento nos impulsó como un cohete en torno al extremo norte de Virginia Beach y luego hacía la bahía de Chesapeake. El guardacostas se iba quedando cada vez más atrás. No aminoramos la marcha hasta que las orillas de la bahía empezaron a estrecharse. Entonces me di cuenta dr que estábamos entrando en la desembocadura de un río.
Percibí el cambio de agua salada a la dulce. Me sentía repentinamente candado, exhausto, y eso sin contar el terrible dolor de la marca de Hércules. Ya no sabía dónde me encontraba ni en qué dirección debía orientar el bote. Menos mal que Annabeth me indicaba el camino.
—Allí—dijo—. Después de ese banco de arena.
Viramos hacia una zona pantanosa invadida de maleza y detuve el bote al pie de un ciprés gigante.
Los árboles se cernían sobre nosotros, cubiertos de enredaderas. Los insectos zumbaban en la hierba; el ambiente era sofocante, de la superficie del tío se levantaba una nube de vapor. En resumen, no era Manhattan, y no me gustaba nada.
—Vamos—dijo Annabeth—. Está ahí, en el banco de arena.
—¿El qué?—pregunté.
—Tú sígueme.—Agarró su petate—. Y será mejor que ocultemos el bote. No debemos llamar la atención.
Después de cubrirlo con ramas, Tyson y yo seguimos a Annabeth por la orilla, con los pies hundidos en lodo rojizo. Una serpiente se deslizó junto a mi zapato y desapareció entre las hierbas.
—No es sitio bueno—dijo Tyson, y aplastó a los mosquitos que empezaban a pararse en su brazo.
—Aquí—dijo Annabeth finalmente.
Lo único que yo veía era un montón de zarzas. Ella apartó las ramas enredadas, como si fuesen una puerta, y de repente vi que tenía ante mi un refugio camuflado.
El interior era lo bastante grande para tres, incluso si el tercero era Tyson. Las paredes eran de platas entretejidas y daban la impresión de ser impermeables. Amontonado en un rincón había todo lo necesario para una acampada: sacos de dormir, mantas, una nevera portátil y una lámpara de queroseno. También había provisiones para semidioses: puntas de bronce de jabalina, un carcaj repleto de flechas, una espada y una caja de ambrosía. Olía a moho, como si el lugar hubiera estado desocupado mucho tiempo.
—Un escondite mestizo.—Miré maravillado a Annabeth—. ¿Lo construiste tú?
—Thalia y yo—dijo en voz baja—. Y Luke...
Comprendí que ella no quería abordar el tema, pero aún así tenía que asegurarme de una o dos cosas antes de respirar tranquilo.
—¿No crees que Luke venga a buscarnos aquí?
Ella negó con la cabeza.
—Construimos una decena de refugios como éste. Dudo mucho que recuerde siquiera dónde están. Ni creo que le importe.
Se tendió sobre las mantas y empezó a hurgar en su petate. Claramente no quería hablar más del asunto.
—Hummm... ¿Tyson?—dije—. ¿Te importaría echar un vistazo a los alrededores? Para buscar una tienda selvática o algo por el estilo.
—¿Una tienda?
—Sí, para comprar papas fritas. O donas. Cosas así. Sólo no te vayas muy lejos.
—Donas—dijo Tyson, muy serio—. Voy a buscar donas por la selva.—Salió y empezó a gritar—. ¡Donas!
En cuanto se fue me dirigí a la esquina del refugio y tomé la caja de ambrosía. Al abrirla me percaté de que seguía en buen estado, (no tengo ni la menor idea sobre si la comida de los dioses puede caducar, pero prefiero prevenir que lamentar) tomé un gran pedazo y me lo metí en la boca, exhalando un suspiro de alivio cuando el dolor en mi cuerpo remitió ligeramente.
—¿Tan mal estás?—preguntó Annabeth, preocupada.
—No es mi peor día—respondí, tratando de no darle mucha importancia.
Ella desenvainó su cuchillo y empezó a limpiar la hoja con un trapo.
—Eso no contesta mi pregunta—repuso—. Percy, necesitas ayuda. No importa si la marca es algo que elegiste o que te da poder. Te está matando, destruye tu cuerpo poco a poco...
—Y vuelve mi voluntad más fuerte—terminé—. Es lo que necesito para enfrentarme a lo que se acerque. Ya te prometí que no volvería a usar el éxodo de no ser estrictamente necesario. Por ahora estoy bien sólo con la ambrosía.
—No te has visto al espejo—dijo Annabeth en voz baja—. No entiendes lo mal que estas.
Suspiré, la verdad era que sí que me había visto, sabía perfectamente cómo la Marca de Hércules se había apoderado de mi rostro y brazos. Dudaba seriamente de poder realizar un trabajo más sin morir, y aún tenía mucha misión por delante.
—Luke nos dejó ir demasiado fácil—dije, tratando de cambiar el tema. Y por suerte, funcionó.
—Yo estaba pensando lo mismo—asintió Annabeth—. Eso que le oímos decir sobre una "jugada" y también lo de "morderán el anzuelo". Me parece que hablaba de nosotros.
—¿El vellocino es el anzuelo? ¿O Grover?
Ella estudió el filo de su cuchillo.
—No lo sé, Percy. Quizá quiere quedarse el vellocino. Quizá espera que hagamos nosotros lo más difícil para luego robárnoslo. Aún no puedo creer que envenenase el árbol...
Ambos guardamos silencio por un rato.
—¿Cómo era ella?—le pregunté finalmente—. Thalia, quiero decir.
Annabeth inspiró con tristeza.
—Era como... bueno, como tú. Son tan parecidos que me resulta espeluznante. Quiero decir: o bien habrían sido amigos inseparables, o bien se abrían estrangulado el uno al otro.
—¿Y por qué no las dos?—murmuré con una pizca de humor.
Annabeth soltó una pequeña y triste riza.
—Sí, tal vez las dos.
Pensé en preguntarle por la profecía que Luke había mencionado, y por la relación que tenía con mi decimosexto cumpleaños, pero supuse que no me lo contaría. Quirón había dejado bien v,ato que no estaba autorizado a contármela hasta que los dioses lo decidieran.
—¿A qué se refería Luke cuando te recriminaba que viajaras con un cíclope?—pregunté—. Ha dicho que tú precisamente...
—Ya sé lo que dijo. Se refería... a la verdadera causa de la muerte de Thalia.
Aguardé, sin saber muy bien que decir.
Annabeth inspiró temblorosa.
—Nunca puedes confiar en un cíclope, Percy. Una noche, hace seis años, cuando Grover nos llevaba hacia la Colina Mestiza...
Se interrumpió al oír chirriar la puerta de la choza. Tyson entró agachándose.
—¡Donas!—dijo orgulloso, sosteniendo una caja.
Annabeth lo miró incrédula.
—¿De dónde sacaste eso? Estamos en medio del pantano. No hay nada en varios kilómetros...
—A sólo quince metros—dijo Tyson—. Una tienda de Donas Monstruo. Ahí, en la colina.
—Esto me huele muy mal—murmuró Annabeth.
Estábamos agazapados detrás de un árbol y mirábamos aquella tienda de donas en medio de la maleza. Parecía bastante nueva, con unos escaparates muy bien iluminados, una zona de aparcamiento y un estrecho camino que se internaba en el bosque. Pero no había nada más en los alrededores, y tampoco coches en el estacionamiento. Vimos sólo a un empleado que leía una revista detrás de la caja registradora. El letrero de la marquesina, con unas enormes letras negras que incluso yo podía descifrar, ponía: DONAS MONSTRUO.
Un ogro de tebeo le estaba tanto un mordisco a la última "O". El sitio olía muy bien, nos llegaba el típico aroma de donas de chocolate recién hechos.
—Esto no debería estar aquí—susurró Annabeth—. Hay algo que no encaja.
—Es sólo una tienda de donas—dije.
—¡Chist!
—¿Por qué me chitas? Tyson entró y compró una docena. Y no le ha pasado nada.
—Él es un monstruo.
—Hay vamos, Annabeth. Donas Monstruo no significa que sean sólo para monstruos. Es una cadena. En Nueva York hay varios.
—Una cadena—repitió ella—. ¿Y no te resulta extraño que aparezca un local así inmediatamente después de pedirle a Tyson que fuera a buscar donas? ¿Aquí, en medio del pantano?
Pensé en ello. Sí parecía un poquito raro, pero bueno, las tiendas de donas no ocupaban un puesto muy destacado en mi lista de amenazas siniestras.
—Podría ser una guarida—dijo Annabeth.
Tyson soltó un gemido. No creo que entendiese a Annabeth más de lo que yo la entendía (que no era mucho), pero su tono había conseguido ponerlo nervioso.
—Una guarida ¿para qué?—pregunté.
—¿Nunca te has preguntado por qué proliferan tan deprisa las tiendas que funcionan con una franquicia?—repuso—. Un día no hay nada y al otro... ¡zas!, aparece una hamburguesería, o un café, o lo que sea. Primero un local, luego dos, cuatro... Réplicas exactas diseminándose por todo el país.
—Hummm... ahora que lo mencionas.
—Percy, si algunas cadenas se multiplican a tanta velocidad es porque sus sucursales están conectadas de un modo mágico a la fuerza vital de un monstruo.
—Genial, ¿cuál crees que sea el monstruo del Oxxo?
—Percy, concéntrate—me regañó Annabeth—. Mira, algunos hijos de Hermes se las ingeniaron para conectar franquicias con monstruos en la década de mil novecientos cincuenta. Criaron...—Se quedó petrificada.
—¿Qué?—pregunté—. ¿Qué criaron?
—No hagas... movimientos... bruscos—dijo como si su vida dependiera de ello—. Muuuy despacio, date la vuelta.
Entonces lo oí: una especie de roce, como de algo enorme arrastrándose entre el follaje.
Me di la vuelta y vi una cosa del tamaño de un rinoceronte deslizándose entre las sombras de los árboles. Emitía un potente silbido y su mitad delantera se retorcía en todas direcciones. Una punzada de dolor llegó a mi cabeza mientras las memorias de Hércules se hacían presentes en mi mente.
Recordaba aquella cosa, y no me agradaba en lo absoluto.
Un monstruo de múltiples cuellos serpentinos, rematados cada uno con una cabeza reptil en la punta. Tenía la piel curtida y debajo de cada cuello lucia un babero de plástico con la leyenda: "¡Soy el Monstruo de las Donas!"
Saqué mi bolígrafo, pero Annabeth me sostuvo la mirada y me transmitió una silenciosa advertencia.
Todavía no.
Capté el mensaje. Había una pequeña posibilidad de que aquella Hidra se largara de allí sin notarnos, pero si destapaba la espada, el brillo de bronce llamaría su atención p.
Aguardamos.
La hidra estaba a menos de un metro. Parecía husmear el terreno y los árboles como si buscara algo. Luego advertí que dos cabezas estaban desgarrando un trozo de lona amarilla: uno de nuestros petates. Aquella cosa había estado ya en nuestro refugio. Estaba siguiendo nuestro rastro.
Apreté el bolígrafo con fuerza. Sabía que debía de esperar de aquel monstruo, pero no sabía si estaría a la altura de un enfrentamiento directo. Era posible que necesitase usar uno de los trabajos...
No, no volvería a usar uno si no lo necesitaba desesperadamente, había echo una promesa.
Tyson temblaba. Dio un paso atrás y partió sin querer una ramita. Al instante, las siete cabezas se volvieron hacia nosotros.
—¡Dispérsense!—gritó Annabeth, y se lanzó hacia la derecha.
Yo rodé hacia la izquierda. Una cabeza de la hidra escupió un chorro de líquido verde qué pasó junto a mi hombro y acabó rociando un olmo. El tronco empezó a echar humo y desintegrarse.
El árbol entero se venía abajo sobre Tyson, que no se había movido de su sitio y permanecía paralizado frente al monstruo.
—¡Tyson!—Le hice un placaje con todas mis fuerzas y logré derribarlo justo cuando la hidra se lanzaba sobre él.
El árbol se desplomó con estrépito sobre dos cabezas.
La bestia retrocedió dando tumbos, liberó de un tirón sus cabezas atrapadas y gimió enfurecida. Le escupió ácido al árbol con las siete cabezas a la vez, y el trono se disolvió hasta convertirse en un humeante charco de desperdicios.
—¡Muévete!—le dije a Tyson. Me hice a un lado y destapé a Contracorriente con la esperanza de desviar la atención del monstruo.
Funcionó.
La visión del bronce celestial resulta odiosa para la mayoría de los monstruos. En cuando apareció la hoja resplandeciente de mi espada, la hidra se abalanzó hacia ella con todas sus cabezas, silbando y mostrando los dientes.
La buena noticia era que Tyson estaba fuera de peligro por el momento. La mala era que yo estaba a punto de disolverme en un charco de materia viscosa.
Una cabeza hizo amago de morderme. Sin pensarlo demasiado estiré mi brazo y atravesé su cráneo con mi espada.
La cabeza calló al suelo, sostenida aún graciosamente del cuello. Convirtiéndose en un peso muerto para el resto de cabezas.
—¡Ja!—exclamé, creyendo haber encontrado una forma de acabar con el monstruo.
A la hidra no le impresionó demasiado mi descubrimiento. Se mordió y arrancó el cuello muerto con el resto de cabezas, dejando sólo un muñón palpitante: un muñón que enseguida dejó de sangrar y empezó a hincharse como un balón.
En cuestión de segundos, el cuello coarta cadi se ramificó en otros dos y cada uno creció hasta convertirse en una nueva cabeza. Ahora tenía ante mi una hidra de ocho cabezas.
—¡Percy!—me regañó Annabeth—. ¡Acabas de abrir en alguna parte otra sucursal de Donas Monstruo!
Esquivé otro chorro de ácido.
—¡No fue mi culpa!—repuse—. ¡Ella se arrancó la cabeza por su cuenta!
—¡Cabeza que tú mataste!
Zigzagueé entre los cuellos tratando de tomar distancia.
—¡¿Tienes con qué hacer fuego?!—pregunté—. Si logramos cortar y quemar sus muñones...
El monstruo logró asestarme un golpe lateral con el cuello, lanzándome varios metros hacia un costado.
Me levanté adolorido y empecé a retroceder hacia el río. La bestia me siguió.
Annabeth se movió hacia mi izquierda e intentó distraer una de sus cabezas, manteniendo a raya aquellos afilados dientes con su cuchillo. Pero otra cabeza se abalanzó de lado sobre ella y la derribó en el lodo.
Otra cabeza trató de morderme. Logré esquivar el ataque y me aferré con todas mis fuerzas a las escamas al lado de sus ojos. Empecé a forcejear inútilmente con aquella cabeza, manteniéndola bien sujeta mientras trataba de usar su cuello para acercarme al tronco del monstruo y poder apuñar su corazón, todo eso mientras el resto de cabezas me acosaban desde todos los ángulos y las mantenía a raya a duras penas.
No iba a conseguir nada de esa manera.
—¡No lastimes a mis amigos!—Tyson se lanzó a la carga y se interpuso entre dos cabezas de la hidra y Annabeth. Mientras ella se reincorporaba de nuevo, Tyson empezó a aporrear con los puños las ocho cabezas a una velocidad increíble, lo que me dio vía libre para soltarme y retroceder hasta una distancia prudente. Aún así, ni siquiera Tyson podría detener a ese monstruo por mucho tiempo.
Retrocedimos poco a poco, esquivando chorros de ácido y desviando las acometidas de las cabezas sin cercenarlas o matarlas. Pero era consciente de que no hacíamos más que aplazar lo inevitable. Al final cometeríamos un error y aquella cosa nos mataría a los tres.
Sujeté el mango de mi espada con fuerza y empecé a sentí el dolor en mi marca aumentar.
—Atrás—ordené a mis amigos—. Voy a...
—¡No te atrevas!—me interrumpió Annabeth.
—Pero...
—¡No!
Ella me jaló del cuello de la camiseta y, con una fuerza impresionante, me arrojó lejos girando sobre si misma antes de volverse al monstruo para seguir manteniéndolo a raya.
Me levanté rápidamente y volví a sujetar mi espada.
—¡Annabeth!—grité—. Tengo que hacerlo, es la única forma de...
Un fuerte sonido de Chuc-Chuc-Chuc resonó desde el río, haciendo temblar el agua.
—¿Qué es ese ruido?—gritó Annabeth, sin quitar los ojos de la hidra.
—Motor de vapor—dijo Tyson.
—¿Qué?—Me agaché y la hidra escupió su ácido por encima de mi cabeza.
Entonces, del río a nuestras espaldas, nos llegó una voz femenina muy conocida:
—¡Allí! ¡Preparar la batería del treinta y dos!
Sonreí aliviado.
—¡Ya era hora!—grité.
—¡No me hagas reconsiderar el salvarlos!—respondió Clarisse—. ¡Al suelo, pringados! ¡Capitán, fuego a discreción!
Lo voy a admitir, Annabeth, Tyson y to gritamos no muy dignamente y nos arrojamos al suelo Justo cuando la explosión surgía del río y sacudía la tierra.
¡¡BUUUUUM!!
Hubo un fogonazo de luz y una gran columna de humo, y la hidra explotó allí delante, duchándonos com una repulsiva baba verde que se evaporaba de inmediato.
—¡A la mierda las antorchas de Yolao!—grité emocionado y aliviado—. ¡Los malditos cañones pedazos son la clave!
"Yo no tenía cañones pesados en la antigüedad"—se defendió Hércules en mi cabeza.
"¿Y ese milagro de que saliste a ver qué ocurría?"
Hércules se encogió de hombros.
"Sentí la presencia de mi vieja enemiga y decidí echar un vistazo, pero creo que todo está bajo control"
El grito de emoción de Tyson me sacó de mi conversación mental:
—¡Barco de vapor!
Me puse de pie, tosiendo aún por la nube de pólvora que seguía flotando junto a la orilla.
Ante nosotros, resoplando penosamente, bajaba por el río el barco más extraño que he visto en mi vida. Navegaba muy hundido en el agua, como un submarino, y la cubierta era de hierro. En el centro había una torreta de forma trapezoidal con troneras a ambos lados para los cañones. Una bandera ondeaba encima: un jabalí salvaje y una lanza en un campo rojo de sangre. La cubierta estaba llena de zombis con uniforme gris: soldados muertos con una piel brillante que les recubría el cráneo sólo en parte, como los espíritus demoníacos que había visto en el inframundo montando guardia ante el palacio de Hades.
Era un acorazado. Un barco de la guerra de Secesión. Conseguí descifrar su nombre escrito en la proa con letras mohosas: CSS Birmingham.
De pie junto al cañón humeante que por muy poco no había acabado con nosotros, estaba Clarisse con armadura griega de combate p.
—Supongo que debo rescatarlos—dijo ella, lo que me dejaba claro que jamás iba a dejar de burlarse de mí por esto.
—Supones bien—bufé.
—Venga, subid a bordo.
...
Y he vuelto, ya hacia falta un capítulo por aquí, así que aquí lo tienen.
Ideas, sugerencias, dudas, comentarios, no duden en dejarlos.
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