El mensajero de la justicia:
Flotaba sin rumbo alguno en medio de la oscuridad de mi mente.
Las sombras me envolvían completamente y desde todos lados, estaba sólo en la nada, sin sentir nada más que malestar en mi cuerpo.
Entonces, una luz de esperanza se abrió camino entre la oscuridad y un firme brazo me ayudó a ponerme de pie.
—¿Quién eres?—le pregunté.
—Eso ya lo sabes, Percy—me respondió amablemente—. Has un esfuerzo por recordar, ¿quieres?
Lo miré fijamente por primera vez en años, realmente había estado a punto de olvidarlo por completo, pero ahora aquella experiencia que había pensado fue sólo un sueño volvía a mi cabeza fresca y reciente.
Hércules era un hombre musculoso muy alto, con ojos color azul marino. Su cabello era largo, presentando un color naranja rojizo. Vestía con una hombrera la cual llevaba en su brazo derecho además de tener un protector pectoral de arquería, mientras que en su brazo izquierdo poseía un brazalete dorado el cual cubría su bícep. Vestía una falda de piel de león, un cinturón de campeonato dorado y unas sencillas sandalias de cuero. Contaba con un tatuaje rojo en su torso que se extendía desde su hombro derecho hasta la parte inferior izquierda de su abdomen.
—¿Cómo?—pregunté—. ¿Por qué?
Él alzó una ceja.
—Ni siquiera sabes que estás preguntando.
Bajé la cabeza.
—Sí, tienes razón—reconocí. Respiré profundamente y volví a hablar—. ¿Exactamente qué es lo que eres...? Porque no creo que seas Hércules Hércules, es decir, el de los mitos y todo eso, ¿o sí?
El dios de la fortaleza hizo una mueca, tratando de pensar como responder correctamente.
—Pues sí y no...
—No pues, gracias, eso explica mucho.
Él soltó una riza alegre y me revolvió el cabello con su gigantesca mano.
—Vaya que eres hiperactivo, dame un momento, por favor.
Meditó por un tiempo sus palabras antes de hablar:
—Sí, soy yo, Hércules, dios de la fortaleza y lo demás—dijo—. Pero no soy precisamente él que tú crees. Vengo... de un lugar un tanto lejano.
Por más raro que suene, sus palabras me hacían sentido.
—Me lo imaginaba—reconocí—. ¿Exactamente de dónde?
—Pues... si estoy en lo correcto, vengo de una realidad distinta a esta—explicó—. Una en la que todos, desde los dioses hasta los humanos, son radicalmente distintos. Las visiones que has tenido no son otra cosa más que mis recuerdos, así que supongo que ya viste las diferencias más notorias.
Asentí con la cabeza y me senté en la oscuridad, flotando en la nada absoluta.
—¿Cómo fue que llegaste aquí?—pregunté—. A mi realidad y a mi mente, quiero decir.
Hércules se sentó a mi lado en la nada.
—Esa... es una excelente pregunta—murmuró—. No sé cómo fue que llegué hasta aquí... a la realidad. Un capricho del destino, supongo. Pero sí puedo decirte cómo llegué a tu mente. En resumidas cuentas pude notar como algo cambiaba en mi Interior tras llegar a este mundo, me hice mucho más poderoso, sin duda, aunque sin llegar al nivel de las deidades de por aquí. Use ese aumento para introducir mi conciencia en ti.
Hice una mueca, recordando la imagen de su cuerpo desvaneciéndose frente a mis ojos aquella noche lluviosa hacia tantos años ya.
—¿Por qué a mí?—le pregunté—. ¿Por qué yo soy tu elegido?
Me dio una palmada en la espalda.
—Pude verlo en tus ojos—me dijo—. Noté varias cosas de inmediato, alguien que había y seguirá sufriendo, pero que no se dejaría doblegar ni se entregaría al hedonísmo a causa de eso. Alguien de buen corazón que lucharía por lo correcto, pero lo suficientemente poderoso como para resistir el peso de mi marca.
—El Éxodo de Hércules...—murmuré—. Eso... eso es lo que es la marca.
Él asintió.
—Una colección de doce técnicas divinas, cada una obtenida tras completar uno de mis trabajos.
—La marca duele—le dije.
Hércules me miró con pena, disculpándose por la mirada.
—Te ruego que me perdones por eso—murmuró—. El éxodo causa un abrumador dolor constante a su portador, el cual sólo aumenta mientras más crece la marca en tu piel. Es el precio a pagar por tanto poder. La técnica entera está basada en la resistencia y la voluntad.
Suspiré mientras me miraba el brazo, cubierto en su totalidad por la marca.
—Sí... lo entiendo—dije—. Cuando el hombre obtiene una habilidad excesiva, a cambio debe perder algo. Eso es lo que significa ser humano.
Hércules me sonrió.
—Sabias palabras, hermanito.
—¿Qué?
Me revolvió el cabello otra vez.
—Tú tranquilo, para mí, todos los semidioses son mis hermanos.
Sacudí la cabeza y miré hacia la negra oscuridad.
—¿Y ahora qué?—le pregunté—. No es que te esté echando ni nada pero, ¿te quedarás en mi cabeza de aquí en delante?
Él me dedicó una sonrisa triste.
—No te preocupes—me dijo—. Sólo me quedaré lo suficiente para poder entrenarte como es debido en el uso de mi poder. Entonces mi fuerza y habilidades pasarán a ser tuyas por completo, y yo finalmente descansaré en paz.
Abrí mucho los ojos y negué con la cabeza.
—Pero... Nifhel...—balbuceé—. No quedará nada de ti cuánto te vallas...
—Quedará el, recuerdo—respondió con tranquilidad—. ¿No es eso lo más importante? Al final, lo que marca la diferencia es la huella que dejaste en otros y en el mundo. Me iré feliz y en paz sabiendo que habré dejado a un heredero digno.
No sabía bien que decir. Después de una vida entera de ser menospreciado por otros, de problemas con los profesores y la autoridad, de que se me repitiera una y otra vez que nunca sería nadie, y de que mi propio padre no me buscara hasta que necesitaba algo de mí. Venía este gran héroe y me decía que me entrenaría para ser su sucesor, que se sentiría feliz de morir sabiendo que yo cargaría con su legado.
Admito que se me salieron las lágrimas.
—Yo... gracias... no... no sé qué decir...
Él se puso de pie, me sonrió fraternalmente y me tendió una mano para ayudarme a ponerme de pie.
—Por ahora, tienes una misión que completar—me dijo—. Yo me mantendré al margen desde ahora, pero nos veremos en sueños para que comiences a entender el verdadero significado del Éxodo de Hércules. Serás un gran héroe Percy, no lo dudes ni por un segundo.
El estiró su mano, dándome un empujón en el pecho, justamente en donde yo llevaba la marca.
Está refulgió, su color anaranjado rojizo se convirtió en uno verde mar. Una luz dorada me envolvió y salí despedido de los confines más oscuros de mi mente, empecé a abrir mis ojos mientras era empujado de regreso a la realidad.
—¡Percy!—Celebró Grover cuando me vio abrir los ojos—. ¡Estás vivo!
Yo no me sentía precisamente vivo. Era más bien como si acabara de ser aplastado por un edificio, me hubieran clavado decenas de cuchillos y me hubieran arrojado ladrillos, todo a la vez.
—Ajá...—fue mi brillante respuesta.
—Eso ha sido alucinante—siguió Grover.
—Fue terrorífico—terció Annabeth.
—¡Fue genial!—se obstinó Grover.
Annabeth me miró seriamente de pies a cabeza.
—Tú marca...—murmuró con preocupación.
—Sí, lo sé—dije—. Más grande, más dolorosa y de otro color.
Ella negó con la cabeza sobrepasada.
—¿Qué es lo que te está sucediendo?—me preguntó con genuina preocupación en su voz.
Intenté sonreír para tranquilizarla, en su lugar sólo logré hacer una horrorosa mueca de agonía.
—Se los explicaré todo más tarde—aseguré—. Lo prometo.
Me logré poner de pie a duras penas. Le pedí a Grover la mochila y miré adentro. El rayo maestro seguía allí. Vaya menudencia para casi provocar el Ragnarok... esto, la Tercera Guerra Mundial.
—Tenemos que volver a Nueva York—dije, mientras me metía en la boca toda la ambrosía que me quedaba, intentando aliviar un poco la agonía que sentía—. Ahora.
—Eso es imposible—contestó Annabeth—, a menos que vayamos...
Me saqué las tres perlas del bolsillo y se las mostré.
—Mi padre nos las dio para que saliéramos del inframundo—dije—. Cómo al final no las necesitamos para eso, tal vez ayuden ahora. La nereida me dijo que su función dependía de la necesidad, "lo que es del mar siempre regresa al mar". Podría funcionar.
Annabeth miró las perlas y se encogió de hombros.
—Bueno, no perdemos nada con intentarlo.
Les di a Grover y a ella una perla a cada uno, a la cuenta de tres las arrojamos al suelo rompiéndolas a nuestros pies. Burbujas de energía lechosa aparecieron con un destello verde, y fuimos engullidos por el suelo mientras nos movíamos a toda velocidad sin control alguno sobre las esferas.
Salimos del suelo y las burbujas se reventaron a mitad del Río Este. Ayudé a Annabeth y a Grover a llegar a la orilla. Luego llegamos a una parada de taxis en donde nos separamos.
Les dije que volvieran al Campamento Mestizo e informarán a Quirón de lo que había pasado. Protestaron, y fue duro verlos marchar después de todo lo que habíamos pasado juntos, pero debía afrontar solo aquella última parte de la misión. Si las cosas iban mal, si los dioses no me creían... quería que Annabeth y Grover sobrevivieran para contar la verdad a Quirón.
Subí a un taxi y seguí con mi camino.
Unos minutos más tarde estaba entrando en el vestíbulo del edificio Empire State.
Debía de parecer un niño de la calle, vestido con prendas ajadas y el rostro arañado. Hacía por lo menos veinticuatro horas que no dormía. Me acerqué al guardia del mostrador y le dije:
—Quiero ir al piso seiscientos.
Leía un grueso libro con un mango en la portada. La fantasía no era lo mío, pero el libro debía de ser bueno, porque le costó lo suyo levantar la mirada.
—Ese piso no existe, niño.
—Necesito una audiencia con Zeus.
Me dedicó una sonrisa vacía.
—¿Una audiencia con quién?
—Ya me ha oído.
Estaba a punto de decidir que aquel tipo no era más que un mortal normal y corriente, y que lo mejor sería largarme antes de que llamara a seguridad, cuando dijo:
—Sin cita no hay audiencia, niño. El señor Zeus no ve a nadie que no se haya anunciado.
—Bueno, me parece que hará una excepción—. Me quité la mochila y la abrí.
El guardia miró dentro el cilindro de metal y, por un instante, no comprendió qué era. Después palideció.
—¿Esa cosa no será...?
—Sí, lo es—le dije—. ¿Quiere que lo saque y...?
—¡No! ¡No!—Brincó de su asiento, buscó presuroso un pase detrás del mostrador y me tendió la tarjeta—. Insértala en la ranura de seguridad. Asegúrate de que no haya nadie más contigo en el ascensor.
Así lo hice. En cuanto se cerraron las puertas del ascensor, metí la tarjeta en la ranura. En la consola se iluminó un botón rojo que ponía "600". Lo apreté y esperé, y esperé. De oía música ambiental y al final "ding". Las puertas se abrieron. Salí y por poco me da un infarto.
Estaba de pie sobre una pequeña pasarela de piedra en medio del vacío. Debajo tenía Manhattan, a altura de avión. Delante, unos escalones de mármol serpenteaban alrededor de una nube hasta el cielo. Mis ojos siguieron la escalera hasta el final, y entonces no di crédito a lo que vi.
"Vuelve a mirar"—decía mi cerebro.
"Ya estamos mirando"—respondió la voz de Hércules en mi cabeza.
"¿No qué te ibas a quedar al margen desde ahora?"
"Pues sí, pero... esto... esto es..."—murmuró—. "No se parece en nada a mi mundo"
Desde lo alto de las nubes se alzaba el pico truncado de una montaña, con la cumbre cubierta de nieve. Colgados de una ladera de la montaña había docenas de palacios en varios niveles. Una ciudad de mansiones: todas con pórticos de columnas, terrazas doradas y braseros de bronce en los que ardían mil fuegos. Las caminos subían enroscándose hasta el pico, donde el palacio más grande de todos refulgía recortando contra la nieve. En los precarios jardines colgantes florecían olivos y rósales. Vislumbré un mercadillo al aire libre lleno de tenderetes de colores, un anfiteatro de piedra en una ladera de la montaña, un hipódromo y un coliseo en la otra. Era una antigua ciudad griega, pero no estaba en ruinas. Era nueva, limpia y llena de colores, como debía de haber sido Atenas dos mil quinientos años atrás.
"Este lugar no puede estar aquí"—me dije. ¿La cumbre de una montaña colgada encima de Nueva York como un asteroide de mil millones de toneladas? ¿Cómo algo así podía estar anclado encima del Empire State, a la vista de millones de personas, y que nadie lo viera?
Pero allí estaba. Y allí estaba yo.
Mi viaje a través del Olimpo discurrió en una neblina. Pasé al lado de unas ninfas del bosque que se reían y me tiraron olivas desde su jardín. Los vendedores del mercado me ofrecieron ambrosía, un nuevo escudo y una réplica genuina del Vellocino de Oro, en lana de purpurina, como anunciaba la Hefesto TV. Las nueve musas afinaban sus instrumentos para dar un concierto en el parque mientras se congregaba una pequeña multitud: sátiros, náyades y un puñado de adolescentes que debían ser dioses y diosas menores. Nadie parecía preocupado por una guerra civil inminente. De hecho, todo el mundo parecía estar de fiesta. Varios se volvieron para verme pasar y susurraron cosas que no pude oír.
Subí por la calle principal, hacia el gran palacio de la cumbre. Era una copia inversa del palacio del inframundo, en donde todo era negro y de bronce: aquí, todo era blanco y con destellos argentados.
Hades debía de haber construido su palacio a imitación de éste. No ser bienvenido en el Olimpo salvo durante el solsticio de invierno sin duda era algo cruel. El que se le negara la entrada a aquel sitio amargaría a cualquiera.
Unos escalones conducían a un patio central. Tras él, la sala del trono.
"Sala" no es exactamente la palabra adecuada. Aquel lugar hacía que la estación Grand Central de Nueva York pareciera un armario para escobas. Columnas descomunales se alzaban hasta un techo abovedado, en el que se desplazaban las constelaciones de oro. Doce tronos, construidos para seres del tamaño de Hades, estaban dispuestos en forma de U invertida, como las cabañas del Campamento Mestizo. Una hoguera enorme ardía en el brasero central. Todos los tronos estaban vacíos salvo dos: el trono principal a la derecha, y el contiguo a su izquierda. No hacía falta que me dijeran quiénes eran los dioses que estaban allí sentados, esperando que me acercara. Avancé con piernas tembló todas.
La voz de un narrador sonó fuerte y clara dentro de mi cabeza, un recuerdo que Hércules me estaba compartiendo sobre los dioses que tenía frente a mí:
...
¡Si llamamos a Adán el Padre de la Humanidad, entonces lo más adecuado es decir lo mismo de él!
Padre de los dioses...
¡¡NO!!
D P D C
¡¡Dios Padre Del Cosmos!!
¡Usando los poderes de la creación a su propio capricho, regresando al vacío lo que no le quede bien a su elegante espalda!
El verdadero, ¡¡¡REY DE LOS DIOSES!!!
Hace eones luchó en la Titanomaquia para decidir al dios más poderoso...
Infame por haber cometido el crimen de patricidio, el viejo ¡¡Entra a la batalla!!
¡¡Un verdadero dios entre los dioses!!
Su nombre es...
¡¡¡ZEUS!!!
...
Zeus, el señor de los dioses, lucía un traje azul marino de raya diplomática. El suyo era un trono sencillo de platino. Llevaba la barba bien recortada, gris, vetada de negro, como una nube de tormenta. Su rostro era orgulloso y sombrío al mismo tiempo, y tenía los ojos de un gris lluvia. A medida que me acercaba a él, el aire crepitó y despidió olor a asono.
...
No aprecia a los patéticos humanos
Podríamos incluso decir que le gusta ponerlos aprueba
¡Pero eso es lo que define a un dios!
¡¡Las pruebas más duras y esa indiferencia que siente por la vida forman parte del reino de los dioses!!
¡¡Sigue al todopoderoso Zeus y representará a los dioses en la tercera ronda!!
Si Zeus es el dios del cosmos, este hombre gobierna los océanos con puño de hierro.
¡¡El Soberano de los Mares!!
Incluso los dioses tiemblan de miedo con sólo pensar en provocar su ira...
¡¡El dios más temible!!
¡¡También conocido como Zeus Enalios!! El segundo de los tres hermanos del Olimpo
¡¡Su nombre es...!!
¡¡Poseidón!!
...
Sin duda Poseidón era la imagen contraria a la de mis visiones.
Sin duda era el hermano de Zeus, pero vestía de manera muy distinta. Me recordó a uno de esos playeros permanentes de Cayo Hueso. Llevaba sandalias de cuero, pantalones cortos caqui y una camiseta de las Bahamas con estampado de cocos y loros. Estaba muy bronceado y sus manos se veían surcadas de cicatrices, como un viejo pescador. Tenía el cabello negro, como el mío. Su rostro poseía la misma mirada inquietante que siempre me había señalado como un rebelde. Pero sus ojos, de verde mar, también como los míos, estaban rodeados de arrugas provocadas por el sol, lo que sugería que solía sonreír.
Su trono era una silla de pescador. Ya Sabes, el típico asiento giratorio de cuero negro con una funda acoplada para afirmar la caña. En lugar de una caña, la funda sostenía un tridente de bronce, cuyas puntas despedían una luminiscencia verdosa.
Los dioses no se movían ni hablaban, pero había tensión en el aire, como si acabaran de discutir.
Me acerqué el trono de pescador y me arrodillé a sus pies.
—Padre.—No me atreví a levantar la cabeza. El corazón me iba a cien por hora. Sentía la energía que emanaba de los dos dioses. Si decía lo incorrecto, me fulminarían en el acto.
A mi izquierda, habló Zeus:
—¿No deberías dirigirte primero al amo de la casa, chico?
Mantuve la cabeza gacha y esperé.
—Paz, hermano—dijo por fin Poseidón. Su voz removió mis recuerdos más lejanos: el brillo cálido que había sentido de bebé, su mano sobre mí frente—. El muchacho respeta a su padre. Es lo correcto.
—¿Sigues reclamándolo, pues?—preguntó Zeus, amenazador—. ¿Reclamas a este hijo que engendraste contra nuestro sagrado juramento?
—He admitido haber obrado mal. Ahora quisiera oírlo hablar.
"Haber obrado mal..." Se me hizo un nudo en la garganta. ¿Eso era todo lo que yo era? ¿Una mala obra? ¿El resultado del error de un dios?
"Tranquilo"—dijo la voz de Hércules en mi cabeza—. "Espera a que te diga lo que tenga que decirte"
—Debería fulminarlo porque su insolencia—rezongó Zeus.
—¿Y arriesgarte a destruir tu propio rayo maestro?—replicó Poseidón con calma—. Escuchémoslo, hermano.
Admito que estaba sumamente sorprendido, mientras oía a mi padre hablar no dejaba de pensar en el Tirano de los Mares. Aunque ambos siempre hablaban en completa calma, uno lo hacía irradiando paz, sabiduría y serenidad, mientras que el otro solamente mostraba frialdad, indiferencia y superioridad.
Zeus refunfuñó un poco más y decidió:
—Escucharé. Después pensaré si lo arrojo del Olimpo o no.
Okey, éste no era tan raro al Dios Padre del Cosmos que me esperaba, solamente se veía unos millones de años más joven y serio.
—Perseus—dijo Poseidón—. Mírame.
Lo hice, y su rostro no me indicó nada. No había ninguna señal de amor o aprobación, nada que me animase. Era como mirar al océano: algunos días veías de que humor estaba, aunque la mayoría resultaba ilegible y misterioso.
Tuve la impresión de que Poseidón no sabía realmente qué pensar de mí. No sabía si estaba contento de tenerme como hijo o no. Creo que lo entendía, con el historial de hijos que tuvo en los mitos, por cada héroe tenía unos diez monstruos, ya fuera de manera literal o figurativa.
Estaba bien, de cualquier manera yo tampoco sabía que pensar de él como padre. Claramente estaba mirando la marca en mi piel con preocupación, pero no dijo nada de ella, no se hubiera sentido natural de todas formas.
—Dirígete al señor Zeus, chico—me ordenó Poseidón—. Cuéntale tu historia.
Así pues, conté casi todo lo ocurrido, guardándome única y exclusivamente los detalles sobre el éxodo y las visiones, decidí que eso era algo que debía mantener en privado por el momento. Luego saqué el cilindro de metal, que empezó a chispear en presencia del dios del cielo, y lo dejé a sus pies.
Se produjo un largo silencio, sólo interrumpido por el crepitar de la hoguera.
Zeus abrió la palma de la mano. El rayo maestro voló hasta allí. Cuando cerró el puño, los extremos metálicos zumbaron por la electricidad hasta que sostuvo lo que parecía más un relámpago, una jabalina cargada de energía sonora que me erizó la nuca.
—Presiento que el chico dice la verdad—murmuró Zeus—. Pero que Ares haya hecho algo así... es impropio de él.
—Es orgulloso e impulsivo—comentó Poseidón—. Le viene de familia.
—¿Señor?—tercié.
Ambos respondieron al unísono:
—¿Sí?
—Ares estaba siendo manipulado, controlado por alguien, algo más. El robo del rayo fue idea de otra cosa.
Describí algunos de mis sueños en la boca del foso y como Ares había reaccionado después de nuestro enfrentamiento, sus palabras habían sido literalmente: "puedo pensar con claridad ahora"
—En los sueños—proseguí—, la voz me decía que llevara el rayo al inframundo. Ares sugirió que él también había soñado. Estaba siendo utilizado, como yo, para desatar una guerra.
—¿Acusas a Hades, después de todo?—preguntó Zeus.
—No—contesté—. Quiero decir, señor Zeus, que Hadas es incapaz de traicionar a su familia, por más desprecio que haya sufrido de parte de ustedes. Además, si vamos a ello, el poder, la sensación de la cosa del foso era muy diferente a la de Hades. Ese pozo, es la entrada al Tártaro, ¿no? Algo poderoso y mal gafo se está despertando allí abajo... algo más antiguo que los dioses.
Poseidón y Zeus se miraron. Mantuvieron una discusión rápida e intensa en griego antiguo. Gracias al conocimiento prestado de Hércules pude comprender la mayor parte, pero en su mayoría solamente era Poseidón tratando de alertar a Zeus, y éste último negándolo todo una y otra vez. El tema principal de su conversación era su padre.
Poseidón hizo algunas sugerencias, pero Zeus cortó por lo sano. Poseidón intentó discutir. Molesto, Zeus levantó una mano.
—Asunto concluido—dijo—. Tengo que ir a purificar este relámpago en las aguas de Lemnos, para limpiar la mancha humana del metal.—Se levantó y me miró. Su expresión se suavizó ligeramente—. Me has hecho un buen servicio, chico. Pocos héroes habrían logrado tanto.
—Tuve ayuda, señor—respondí—. Grover Underwood y Annabeth Chase...
—Para mostrarte mi agradecimiento, te perdonaré la vida. No confío en ti, Perseus Jackson. No me gusta lo que tu llegada supone para el futuro del Olimpo, pero, por el bien de la paz en la familia, te dejaré vivir.
—Esto... gracias, señor.
—Que no te encuentre aquí cuando vuelva. De otro modo, probarás este rayo. Y será tu última sensación.
El trueno sacudió el palacio. Con un relámpago cegador, Zeus desapareció.
Me quedé solo en la sala del trono con mi padre.
—Tu tío—suspiró Poseidón— siempre ha tenido debilidad por las salidas dramáticas. Le abría ido bien como dios del teatro.
Un silencio incómodo.
—Señor—pregunté—, ¿qué había en el foso?
—¿No te lo has imaginado ya?
—Sí...—murmuré—. Kronus, el rey de los titanes.
Incluso en la sala del trono del Olimpo, muy lejos del Tártaro, el nombre "Kronus" oscureció la estancia, haciendo que la hoguera a mi espalda no pareciera tan cálida.
Poseidón agarró su tridente.
—En la primera guerra, Percy, Zeus cortó a nuestro padre Kronus en mil pedazos, justo como Kronus había hecho con su propio padre, Urano. Zeus arrojó los restos de Kronus al foso más oscuro del Tártaro. El ejército de los titanes fue desmembrado, su fortaleza en el monte Otris destruida y sus monstruosos aliados desterrados a los lugares más remotos de la tierra. Aún así, los titanes no pueden morir, del mismo modo que tampoco podemos morir los dioses. Lo que queda de Kronus sigue vivo de alguna espantosa forma, sigue consiente de su dolor eterno, aún hambriento de poder.
—Se está curando—dije—. Está volviendo.
Poseidón negó con la cabeza.
—De vez en cuando, a lo largo de los eones, Kronus se despereza. Se introduce en las pesadillas de los hombres e inspira malos pensamientos. Despierta monstruos incansables de las profundidades. Pero sugerir que puede levantarse del foso es otro asunto.
—Eso es lo que pretende, padre. Es lo que dijo.
Poseidón guardó silencio durante un largo momento.
—Zeus ha cerrado la discusión sobre este asunto. No va a permitir que se hable de Kronus. Has completado tu misión, niño. Eso es todo lo que tenías que hacer.
—Pero...—Me interrumpí. Discutir no iba a servir de nada. De hecho, bien podría enfadar a mi padre—. Como... deseéis, padre.
Una débil sonrisa se dibujó en sus labios.
—La obediencia no tenía surge de manera natural, ¿verdad?
—No... señor.
—En parte es culpa mía, supongo. Al mar no le gusta que lo contengan—Se irguió en toda su estatura y recogió su tridente. Entonces emitió un destello y adoptó el tamaño de un hombre normal—. Debes marcharte, niño. Pero primero tienes que saber que tu madre ha vuelto.
Impresionado, lo miré fijamente y pregunté:
—¿Mi madre?
—La encontrarás en casa. Hades la envió de vuelta cuando recuperaste su yelmo. Incluso el Señor de los Muertos paga sus deudas.
El corazón me latía desbocado. No podía creérmelo.
—¿Vais a... querríais...?
Quería preguntarle a Poseidón si le apetecía venir conmigo a verla, pero entonces reparé en que eso era ridículo. Me imaginé al dios del mar en un taxi camino del Upper East Side. Si hubiese querido ver a mi madre durante todos estos años, lo habría hecho. Y también había que pensar en Gabe el Apestoso.
Los Poseidón adquirieron un tinte de tristeza.
—Cuando regreses a casa, Percy, deberás tomar una decisión importante. Encontraras un paquete esperándote en tu habitación.
—¿Un paquete?
—Lo entenderás cuando lo veas. Nadie puede elegir tu camino, Percy. Debes decidirlo tú.
Asentí, aunque no sabía a qué se refería.
—Tu madre es una reina entre las mujeres—declaró Poseidón con añoranza—. No he conocido una mortal como ella en mil años. Aún así... lamentó que nacieras, niño. Te he deparado un destino de héroe, y el destino de los héroes nunca es feliz. Es trágico en todas las ocasiones.
Intenté no sentirme herido. Allí estaba mi propio padre, diciéndome que lamentaba que yo hubiese nacido.
—No me importa, padre.
—Puede que aún no—dijo—. Aún no. Pero aquello fue un error imperdonable por mi parte.
—Os dejó, pues.—Hice una referencia incómoda—. N-no os molestaré otra vez.
Me había alejado cinco pasos cuando me llamó.
—Perseus—Me volví. Había un fulgor en sus ojos, una especie de orgullo fiero—. Lo has hecho muy bien, Perseus. No me malinterpretes. Hagas lo que hagas, debes saber que eres hijo mío. Un auténtico hijo del dios del mar.
Cuando regresé caminando por la ciudad de los dioses, las conversaciones se detuvieron. Las musas interrumpieron su concierto. Todos, personas, sátiros y náyades, se volvieron hacia mí con expresiones de respeto y gratitud, y cuando pasé junto a ellos se inclinaron como si fuera un héroe de verdad.
Quince minutos más tarde, aún en trance, ya estaba de vuelta en las calles de Manhattan.
Fui en taxi hasta el apartamento de mi madre, llamé al timbre y allí estaba: mi preciosa madre, con aroma a menta y regaliz, cuyo cansancio y preocupación desaparecieron de su rostro al verme.
—¡Percy! Oh, gracias al cielo. Oh, mi niño.
Me dio un fuerte abrazo y nos quedamos en el pasillo mientras ella sollozaba y me acariciaba el pelo. Yo también lloraba y temblaba de emoción, tan aliviado me sentía.
Me dijo que sencillamente había aparecido en el apartamento aquella mañana y Gabe casi se había desmayado del susto. No recordaba nada desde el Minotauro, y no podía creerse lo que le había contado Gabe: que yo era un criminal buscado, que había viajado por todo el país y había estropeado monumentos nacionales de incalculable valor. Se había vuelto loca de preocupación todo el día porque no había oído las noticias. Gabe la había obligado a ir a trabajar, puesto que tenía un sueldo que ganar.
Me tragué la ira y le conté mi historia. Intenté suavizarla para que pareciera menos horrible de lo que en realidad había sido, pero no era tarea fácil. Se me hizo nudo la garganta cuando traté de explicar el trato con Hades pero logré contar lo qué pasó allí. Estaba a punto de llegar a la pelea con Ares cuando la voz de Gabe me interrumpió desde el salón.
—¡Eh, Sally! ¿Ese pastel de carne está listo o qué?
Cerró los ojos.
—No va a alegrarse de verte, Percy. Lo sabes.
—Es mutuo—gruñí.
Durante mi ausencia el apartamento se había convertido en Tierra de Gabe. La basura llegaba a los tobillos en la alfombra. El sofá había sido retapizado con latas de cerveza y de las pantallas de las lámparas colgaban calcetines sucios y ropa interior.
Gabe y tres de sus amigotes jugaban al póquer en la mesa.
Cuando Gabe me vio, se le cayó el puro y la cara se le congestionó.
—¿Cómo... cómo tienes la desfachatez de aparecer aquí, pequeña sabandija? Creía que la policía...
—La policía puede seguir buscándome todo lo que quiera en Los Ángeles, no me encontrará.
—Percy no ha cometido ningún crimen—intervino mi madre sonriendo—. ¿No es maravilloso, Gabe?
Nos miró boquiabierto. Estaba claro que mi vuelta a casa no le parecía tan maravillosa.
—Ya es bastante malo que tuviera que devolver el dinero de tu seguro de vida, Sally—gruñó—. Dame el teléfono. Voy a llamar a la policía.
—¡Gabe, no!
Él arqueó las cejas.
—¿Dices que no? ¿Crees que voy a aguantar a ese monstruo en ciernes en mi casa? Aún puedo presentar cargos contra él por destrozarme el Camaro.
—Pero...
Levantó la mano y mi madre se estremeció.
Entonces comprendí algo: Gabe había golpeado a mi madre. No sabía cuando ni cómo, pero estaba seguro de que lo había hecho. Quizá llevaba años haciéndolo sin que yo me enterase. La ira empezó a expandirse en mi pecho. Me acerqué a Gabe, sacando instintivamente el bolígrafo de mi bolsillo. Estaba más que dispuesto a invocar una vez más el Éxodo de Hércules, quería sacar el maldito perro de los infiernos y que devorara vivo a Gabe.
Él se echó a reír.
—¿Qué, pringado? ¿Vas a escribirme encima? Si me tocas, irás a la cárcel para siempre, ¿te enteras?
—Que así sea—gruñí—. Me parece un trato justo.
El Éxodo de Hércules no sólo era extremadamente doloroso, sino que también me mataba de poco en poco cada vez que lo usaba. Pero aún con eso, estaba deseando usar la técnica más terrible de aquella colección sólo para hacer pedazos a Gabe.
—Vale ya, Gabe—lo interrumpió su colega Eddie—. Sólo es un niño.
Gabe lo fulminó con la mirada e imitó con voz de falsete:
—Sólo es un niño.
Sus otros colegas rieron como idiotas.
—Está bien. Seré amable—Gabe me enseño unos dientes manchados de tabaco y añadió—: Tienes cinco minutos para recoger tus cosas y largarte. Si no, llamaré a la policía.
—¡Gabe, por favor!—suplicó mi madre.
—Prefirió huir de casa—repuso él—. Muy bien, pues que siga huido.
Estaba a punto de abalanzarme sobre él para arrancarle la cabeza cuando mi madre me agarró del brazo.
—Por favor, Percy. Vamos. Iremos a tu cuarto.
Permití que me apartara. Mi cuerpo temblaba de ira.
Mi habitación estaba abarrotada de la basura de Gabe: baterías de coché estropeadas, trastos y chismes de toda índole, e incluso un ramo de flores medio podridas que alguien le había enviado tras ver su entrevista con Barbara Walters.
—Gabe sólo está un poco disgustado, cariño—me dijo mi madre—. Hablaré con él más tarde. Estoy segura de que funcionará.
—No, nunca funcionará. No mientas él siga aquí.
Ella se frotó las manos, nerviosa.
—Mira... te llevaré a mi trabajo el resto del verano. En otoño a lo mejor encontramos otro internado...
—Ya basta, mamá.
Bajó la mirada.
—Lo intentó, Percy. Sólo... que necesito algo de tiempo.
—No, encontraste a Gabe para protegerme. Eso no sólo ya no funciona, sino que también no es necesario. Déjalo ahora.
De pronto apareció un paquete en mi cama. Una caja de cartón que conocía bastante bien.
—O no, no se librara tan fácilmente de mi—gruñí viendo la caja.
La cabeza de Medusa, una forma fácil y rápida de deshacerme de Gabe. Una muerte terrible, sí, pero rápida e indolora. Él no merecía tal cosa.
Tomé la caja y me la puse bajo el brazo.
—Tengo que deshacerme de él—dije—. Tengo que librar al mundo de su existencia... es lo que es justo, de cualquier modo en que lo veas.
—Percy, no es tan fácilmente. Yo...
—Mamá. Ese cretino te ha pegado. ¿Quieres que desaparezca o no?
Vaciló, y después asintió levemente.
Me encamine hacia la salida de la habitación, pero ella me detuvo tomándome del brazo.
—Percy. Quiero que desaparezca. Pero intentó reunir todo mi valor para hacerlo yo. No puedes hacerlo tú por mí. No puedes resolver mis problemas.
Vaya que podía. Podría simplemente abrir la caja en la mesa de póquer, o podría hacerlo con mis propias manos invocando los poderes que se me habían dado. Pero entonces pensé en otra cosa:
A pesar de todo, a pesar de lo mucho que Gabe se mereciera una tortura eterna en las profundidades de Helheim. ¿Qué derecho tenía yo de enviar a alguien allí?
Sabía que Hércules no interferiría si usaba el éxodo contra Gabe, pero ¿realmente era eso para lo que me lo había legado? ¿Para que tomará venganza contra ese despreciable ser? No, si el dios de la fortaleza me había elegido era para traer justicia, no venganza.
—Tienes que echarlo—dije finalmente—. Si te ha golpeado, si tienes pruebas de ello, tienes que llamar a la policía. Tienes que deshacerte de él cuanto antes, de la manera en la que consideres justa. Pero de verdad, no seas suave con él.
Oímos el sonido de las fichas de póquer e improperios, y el canal deportivo ESPN en el televisor del salón.
—Has lo que tengas que hacer—dije finalmente—. Dejaré esta caja por aquí, entonces. Si él te amenaza, una mirada a lo qué hay adentro y jamás volverá a molestarte.
Ella asintió con un aire triste.
—¿Adonde piensas ir, Percy?
—A la colina Mestiza.
—¿Para verano... o para siempre?
—Supongo que eso depende.
Nos miramos y tuve la sensación de que habíamos alcanzado un acuerdo. Ya veríamos cómo estaban las cosas al final de verano.
Me besó en la frente.
—Serás un héroe, Percy. El mayor héroe de todos.
Volví a mirar mi habitación e intuí que ya no volvería a verla. Después fui con mi madre a la puerta principal.
—¿Te marchas tan pronto, pringado?—me gritó Gabe por detrás—. ¡Hasta nunca!
Tuve un último momento de duda. ¿Cómo podía desperdiciar la oportunidad de darle su merecido a aquel bruto?
—¡Sally!—gritó él—. ¿Qué pasa con ese pastel de carne?
Una mirada de ira refugio en los ojos de mi madre y pensé que, después de todo, la estaba dejando en buenas manos:
Las suyas propias.
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