Doce Desastres y Pecados:
Volar ya era de por sí bastante malo para un hijo de Poseidón. Pero volar directamente al palacio de Zeus entre truenos y relámpagos era aún peor.
Volamos en círculo sobre el centro de Manhattan, trazando una órbita alrededor del monte Olimpo. Incluso si ya había estado allí una vez en el pasado, la vista aérea del lugar era tan majestuosa que me hizo perder el aliento.
En la penumbra del alba, las antorchas y hogueras hacían que los palacios construidos en la ladera reluciesen con veinte colores distintos, desde el rojo sangre hasta el índigo. Por lo visto, en el Olimpo nadie dormía nunca. Las tortuosas callejuelas se vecina atestadas de dioses, de espíritus de la naturaleza y demás criaturas sobrenaturales que Ivan y venían, unos caminando y otros conduciendo carros o llevados en sillas de mano por un par de cíclopes. El invierno no parecía existir allí. Percibí la fragancia de los jardines, inundados de jazmines, rosas y otras flores incluso más delicadas que no sabría nombrar. Desde muchas ventanas se derramaba el suave sonido de las liras y de las flautas de junco.
En la cima de la montaña se levantaba el mayor palacio de todos: la respaldeciente morada de ls dioses.
Nuestros pegasos nos dejaron en el patio delantero, frente a unas enormes puertas de plata. Antes de que se me ocurriese llamar, las puertas se abrieron por sí solas.
"Buena suerte, jefe"—me dijo Blackjack.
—Sí.—No sabía por qué, pero tenía un presentimiento funesto. Nunca había visto a todos los dioses juntos. Sabía que cualquiera de ellos podía pulverizarme con un pensamiento, y realmente no quería darles motivos para hacerlo.
"Oiga, si no volviera, ¿puedo quedarme con su cabaña como establo?"
Miré al pegaso.
"Sólo era una idea"—añadió—. "Perdón"
Blackjack y sus amigos salieron volando. Durante un minuto, Thalia, Annabeth y yo permanecimos inmóviles, mirando el palacio, tal como habíamos permanecido los tres frente a Westover Hall al principio de aquella aventura (parecía que hiciera un millón de años).
Luego avanzamos juntos hacia la sala del trono.
Doce grandes tronos formaban una U alrededor de la hoguera central, igual que las cabañas en el campamento. En el techo relucían todas las constelaciones, incluso la más reciente: Zoë la cazadora, avanzando por los cielos con su arco.
Al verla, sentí una extraña sensación en mi interior, algo que no sabría cómo describir. En mi mente flasheó una extraña imagen, era un profundo espacio completamente negro, iluminado únicamente por una puerta hecha de luz pura de un reluciente color blanco.
Ante aquella entrada, se encontraba Zoë, quien volvió la cabeza por un segundo para mirarme, y sin decir una sola palabra cruzó el umbral.
Parpadeé y regresé a la realidad, notando un extrañamente reconfortante calor en mi interior.
Tenía muchísimas dudas acerca de aquello que había ocurrido durante mi despedida con la cazadora, ese extraño brillo plateado sobre mi marca había sido el inicio de una descarga de poder de la que nadie más pareció percatarse. No lo entendía.
Todos los asientos se hallaban ocupados. Los dioses y diosas medían unos cuatro metros de altura. Y te aseguro una cosa: si alguna vez vieses a una docena de seres alteradores de la realidad e imponentes volviendo sus ojos hacia ti... Bueno, en ese caso, enfrentarte a una pandilla de monstruos te parecería un picnic.
—Bienvenidos, héroes—dijo Artemis.
—¡Muuuuuu!
Sólo entonces vi a Grover y Bessie.
Había una esfera de agua suspendida en el centro de la estancia, junto a la zona de la hoguera. Bessie nadaba alegremente en su interior, agitando su cola de serpiente y asomando la cabeza por los lados y la base de la esfera. Parecía disfrutar aquella novedad de nadar en una burbuja mágica. Grover permanecía de rodillas ante el trono de Zeus, como si acabase de rendir cuentas. Pero nada más vernos, exclamó:
—¡Gracias a los dioses! ¡Lo lograron!
Iba a correr a nuestro encuentro cuando recordó que le estaba dando la espalda al Dios Padre del Cosmos y levantó la vista para solicitar su permiso.
—Anda, ve—le dijo Zeus, sin prestarle atención. El señor de los cielos miraba fijamente a Thalia.
Grover se acercó trotando. Ninguno de los dioses decía nada. El redoble de sus pezuñas en el suelo de mármol resonaba por toda la sala. Bessie chapoteó en su burbuja de agua y la hoguera chisporroteó.
Yo miraba nervioso a mi padre, Poseidón. Iba vestido como la última vez que lo había visto: short de playa, una camisa hawaiana y sandalias. Tenía el rostro curtido y bronceado, la barba oscura y los ojos de un verde intenso. No sabía cómo le sentaría verme otra vez, pero en la comisura de sus labios parecía insinuarse una sonrisa. Me hizo un gesto con la cabeza, como preguntando "¿todo está bien?"
Grover les dio aparatosos abrazos a Annabeth y Thalia. Luego me agarró de los hombros.
—¡Bessie y yo lo conseguimos, Percy! Pero has de convencerlos. ¡No pueden hacerlo!
—¿El qué?—preguntó.
—Héroes—empezó Artemis.
La diosa bajó de su trono y, adoptando estatura humana, se convirtió en una chica de cabello castaño rojizo que se movía con desenvoltura entre los olímpicos. Cuando se nos acercó con su reluciente túnica plateada, vi que su rostro no delataba ninguna emoción. Parecía moverse en un halo de luz de luna.
—La asamblea ha sido informada de vuestras hazañas—nos dijo Artemis—. Saben que el monte Othrys se está alzando en el oeste. Conocen del intento de Atlas por liberarse y del tamaño del ejército de Crono. Hemos decidido por votación actuar.
Hubo algunos murmúralos entre los dioses, como si no estuvieran muy conformes con el plan, pero nadie protestó.
—A las órdenes de mi señor Zeus—prosiguió Artemis—, mi hermano Apolo y yo cazaremos a los monstruos más poderosos, para abatirlos antes de que puedan unirse a la causa de los titanes. La señora Atenea se encargará personalmente de que los demás titanes no escapen de sus diversas prisiones. El señor Poseidón ha obtenido permiso para desencadenar toda su furia contra el crucero Princesa Andrómeda y enviarlo al fondo del mar. Y en cuanto a vosotros, mis queridos héroes...
Se volvió hacia los otros inmortales.
—Estos mestizos han hecho un gran servicio al Olimpo. ¿Alguien de los presentes se atrevería a negarlo?
Miró en derredor a los asambleístas, examinando sus rostros uno por uno. Zeus llevaba su traje de raya diplomática. Tenía su barba perfectamente recortada y los ojos le chispeaban de energía. A su lado se sentaba una mujer bastante hermosa de cabello plateado trenzado sobre el hombro y un vestido multicolor como un plumaje de pavo real: la señora Hera.
A la derecha de Zeus estaba mi padre, Poseidón. Junto a él había un hombre enorme con una abrazadera de acero en la pierna, la cabeza deformada y la barba castaña y enmarañada, al que le salían llamas por los bigotes: el señor de las fraguas, Hefesto.
Hermes me guiñó un ojo. Esta vez iba con traje y no paraba de revisar los mensajes de su caduceo, que era también un teléfono móvil. Apolo se repantigaba en su trono de oro con sus gafas de sol. Tenía puestos los auriculares de su iPod, así que no sé si estaba escuchando siquiera, pero me miró y levantó los pulgares. Dioniso parecía aburrido y jugueteaba con una ramita de vid. Y Ares, bueno, estaba en su trono de cuero y metal cromado, mirándome detenidamente con los ojos ardiendo mientras afilaba su cuchillo. Su mirada únicamente transmitía un mensaje: "desempate".
Por el lado de las damas, junto a Hera había una diosa de pelo oscuro y túnica verde sentada en un trono de ramas de manzano entrelazadas: Deméter, la diosa de las cosechas. Luego venía una mujer muy hermosa de ojos grises con un elegante vestido blanco: sólo podía ser la madre de Annabeth, Atenea. A continuación estaba Afrodita, que me sonrió con aire de complicidad y logró que me sonrojase, a mi pesar.
Todos los olímpicos reunidos, todo aquel poder en una sola estancia... Parecía un milagro que el palacio entero no volara por los aires.
—He de decir—intervino Apolo, rompiendo el silencio—que estos chicos se han portado de maravilla.—Se aclaró la garganta y empezó a recitar—: "Héroes que ganan laureles..."
—Sí, de primera clase—lo interrumpió Hermes, al parecer deseoso de ahorrarse la poesía de Apolo—. ¿Todos a favor de no desintegrarlos?
Algunas cuantas manos se alzaron tímidamente: Deméter, Afrodita...
—Aún tenemos un asunto que tratar—interrumpió Atenea—. A riesgo de sonar cruel, me veo en la obligación de recordarle a este consejo sobre el peligro que los hijos de los Tres Grandes representan.
—Ni hablar—le cortó Poseidón—. Son dignos héroes, no van a asesinar a mi hijo.
—Ni a mi hija—estuvo de acuerdo Zeus—. Lo ha hecho muy bien.
Thalia se sonrojó y se concentró en el suelo de mármol. Sabía cómo se sentía. Yo apenas había hablado con mi padre, y mucho menos me había llevado un cumplido.
Atenea se aclaró la garganta.
—Aunque comparto el orgullo hacia mi hija, sería irresponsable ignorar el riesgo de seguridad evidente de los otros dos.
—¡Madre!—exclamó Annabeth—. ¡¿Cómo puedes...?!
La diosa la cortó con una mirada serena pero firme.
—Es una desgracia que mi padre Zeus y mi tío Poseidón rompieran su juramento de no tener más hijos. Sólo Hades mantuvo su palabra, cosa que encuentro irónica. Como sabemos por la Gran Profecía, los hijos de los tres dioses mayores son peligrosos.
Dioniso levantó la mirada mientras ahogaba un bostezo.
—¿Realmente consideras, Atenea, que lo más seguro es destruirlos?
—Yo no me pronuncio—respondió ella—. Sólo señalo el peligro. Lo que haya que hacer, debe decidirlo la asamblea.
—Yo no les aplicaría un castigo—dijo Artemis—, sino una recompensa. Si destruimos a estos héroes, que nos han hecho un gran servicio, entonces no somos mejores que los titanes. Si ésta es la justicia del Olimpo, prefiero pasar de ella.
—Cálmate, hermanita—dijo Apolo—. Relájate, demonios...
—¡No me llames hermanita!—le espetó, antes de recuperar la calma nuevamente—. Yo los recompensaría.
—Bien—habló Zeus—. Quizá así sea. Pero al monstruo, por otro lado, hay que destruirlo. ¿Estamos de acuerdo en eso?
Gestos de asentimiento.
Me costó unos segundos entender lo que estaban diciendo. Y entonces, el corazón me dio un vuelco.
—¿Bessie? ¿Quieren destruir a Bessie?
—¡Muuuuuu!
Mi padre frunció el entrecejo.
—¿Has llamado Bessie al Taurofidio?
—Padre—dije—, es sólo una criatura del mar. Una criatura realmente hermosa. No pueden destruirla.
Poseidón se removió, incómodo.
—Percy, el poder de ese monstruo es considerable. Si los titanes llegasen a capturarlo...
Pensé por un momento en aplicar la estrategia de Brunhild, pero me figuré que quizá no sería tan efectiva, en vista de que cualquiera de los doce olímpicos podría desintegrarme con un pensamiento, riesgo que la valquiria no corría en su mundo.
Ademas, ¿qué iba a decir? No creía que Bessie pudiese ganarse el derecho a la vida en su propio Ragnarök bovino.
—Por favor, dioses—insistí. Miré a Zeus. Su sola presencia habría debido intimidarme, pero le sostuve la mirada—. Querer controlar las profecías nunca funciona, ¿no es así? Ademas, el Taurofidio es inocente. Matar a alguien así esta simplemente mal. Si terminasen con él, ¿en qué se diferenciarían de Crono, devorando a sus hijos por algo que tal vez pudiesen hacer? ¡Es simplemente injusto!
Zeus pareció considerar mis palabras. Sus ojos se posaron en su hija, Thalia.
—¿Y qué hay del riesgo?—dijo—. Crono sabe que si uno de ustedes sacrificase las entrañas de la bestia, tendría el poder de destruirnos. ¿Crees que podemos permitir que exista semejante posibilidad? Tú, hija mía, cumplirás dieciséis mañana, tal como augura la profecía.
—Tienen que confiar en ellos, señor—suplicó Annabeth, alzando la voz—. Confíen, por favor.
Zeus torció el gesto y me dirigió una mirada severa.
—¿Confiar en un héroe?
—Annabeth tiene razón—intervino Artemis—. Y ése es el motivo de que deba otorgarle mi recompensa a uno de ellos. Mi leal compañera Zoë Belladona se ha incorporado a las estrellas. Necesito una nueva lugarteniente. Y tengo intención de elegirla ahora. Pero antes, padre Zeus, debo hablarle en privado.
Zeus le hizo una seña para que se acercase. Se inclinó y escuchó lo que le decía al oído.
Sentí una extraña opresión en el pecho, pero me sacudí la conmoción traté de mantener la calma.
Después de algunos segundos, Artemis se volvió.
—Voy a nombrar una nueva lugarteniente—anunció—. Si ella accede. Thalia, hija de Zeus. ¿Te unirás a la cacería?
Un silencio sobrecogedor inundó a la estancia. Miré a Thalia sin dar crédito a lo que oía. En mi interior, sentí como si una parte de mi corazón saltara en júbilo, pero en cierta forma se sentía ajeno.
Consideré la opción de tener alguna segunda presencia dentro de mi cuerpo, pero y tenía algo de experiencia en ese terreno. No se sentía como cuando había albergado al espíritu de Hércules, era ciertamente distinto, así que lo atribuí a mis nervios.
Annabeth le sonrió a Thalia y le apretó la mano, como si lo hubiera esperado desde hacía mucho.
—Sí—respondió Thalia con firmeza.
Zeus se levantó con expresión preocupada.
—Hija mía, considéralo bien...
—Padre—dijo ella—. No alcanzaré los dieciséis mañana. Nunca lo haré. No permitiré que la profecía se cumpla conmigo. Permaneceré con mi hermana Artemis. Crono no volverá a tentarme de nuevo.
Se arrodilló ante la diosa y empezó a pronunciar las palabras que yo recordaba del juramento de Bianca.
—Prometo seguir a la diosa Artemisa. Doy la espalda a la compañía de los hombres...
Tras el juramento, Thalia hizo una cosa que casi me sorprendió tanto como su promesa. Se me acercó, sonrió y me dio un gran abrazo ante toda la asamblea.
Cuando se separó y me agarró de los hombros, le pregunté:
—¿No se supone que no puedes hacer estas cosas? Quiero decir, abrazar a un chico.
—Rindo honores a un amigo—me conoció—. Debo unirme a la caza, Percy. No he tenido paz desde... desde que salí de la Colina Mestiza. Ahora, por fin siento que tengo un hogar. Pero tú eres un héroe. Y serás el héroe de la profecía.
—Estupendo—mascullé.
—Sé que tomarás la decisión correcta... la decisión justa. Me siento orgullosa de ser tu amiga.
Abrazó a Annabeth, que hacía esfuerzos para contener las lágrimas. E incluso abrazó a Grover, que parecía a punto de desmayarse, como si acabaran de regalarle un vale de come-todo-lo-que-puedas en un restaurante de enchiladas.
Thalia se situó finalmente junto a Artemis.
—Y ahora, el taurofidio—dijo la diosa.
—Ese chico sigue siendo un peligro—advirtió Dioniso—. La bestia constituye la tentación de un gran poder. Incluso si le perdonamos la vida al chico...
—No—recorrí con la vida el semicírculo de los dioses—. Por favor, dejen con vida al Taurofidio. Mi padre puede ocultarlo bajo el mar o conservarlo aquí, en el Olimpo, en un acuario. Pero tienen que protegerlo.
—¿Y por qué deberíamos confiar en ti?—intervino Hefesto con voz resonante.
—Sólo tengo catorce años—dije—. Si la profecía habla de mí, aún faltan dos.
—Dos años para que Crono pueda engañarte—terció Atenea—. Pueden cambiar muchas cosas en dos años, mi joven héroe.
—¡Madre!—gritó Annabeth, exasperada.
—Es sólo la verdad, niña. Es una mala estrategia mantener vivo al animal. O al chico. En cualquier momento, sea por la razón que sea, podría ser tentado por el camino del mal.
—El perdonar o quitar iba vida es sólo un capricho de los dioses...—dije finalmente—. No es diferente de su capricho de considerarnos peligrosos, ¿eh?
El ambiente se hizo especialmente pesado, sentía masivas cantidades de poder acumulándose a mi alrededor.
—¡Percy!—me susurró Annabeth—. ¡¿Qué Hades estás haciendo?! ¡¿Acaso quieres que te maten?!
—Los humanos son seres débiles. Esa es la razón por la que, a pesar de esforzarse por hacer el bien, a veces deben volverse malvados—continué—. Y después de dudar sobre qué hacen con su vida, los humanos continúan creciendo. El espíritu de la justicia yace dentro de toda la humanidad, en lo profundo de nuestra debilidad innata. Y, a pesar de nuestras súplicas de misericordia y juramentos de obediencia, ustedes los dioses deciden aplastarnos bajo sus pies... ¡¿Y claman ser justos?!
—Te estás arriesgando demasiado, Percy...—me advirtió Thalia.
—Bien—respondí—. Si es necesario... ¡¡¡Arriesgaré mi vida para oponerme a los dioses!!!
—O estás de nuestro lado, o estas del de Crono—me dijo Atenea con severidad.
Le sostuve la mirada.
—Yo siempre estoy del lado de la justicia.
Mi padre se incorporó.
—No permitiré que sea destruida una criatura del mar, siempre que pueda evitarlo. Y puedo evitarlo.—Extendió una mano y apareció un tridente en ella. Un mango de bronce de seis metros rematado con tres puntas aguzadas en las que reverberaba una luz azulada—. Yo respondo por el chico y por la seguridad del Taurofidio.
—¡No te lo llevarás al fondo del mar! —Zeus se levantó de golpe—. No voy a dejar en tu poder semejante arma.
—¡Hermano, por favor! —suspiró Poseidón.
El rayo maestro de Zeus apareció en su mano: un mástil de electricidad que inundó la estancia de olor a ozono.
—Muy bien —dijo Poseidón—. Construiré aquí un acuario para la criatura. Hefesto puede echarme una mano. Aquí estará a salvo. La protegeremos con todos nuestros poderes. El chico no nos traicionará. Respondo de ello con mi honor.
Zeus reflexionó.
—¿Todos a favor?
—¿Nadie va a mencionar que el niño es como tres veces más musculoso de lo que debería un chico de su edad, su cuerpo está cubierto de tatuajes y su cabello es ridículamente largo y de color blanco?—dijo Dioniso, alzando una ceja.
¿Color blanco?
Me volví hacia mis amigos, quienes asintieron de la cabeza, sorprendidos de que yo mismo no lo hubiese notado.
—¿Desde cuándo...?
—Desde que usaste... sostuviste el cielo—susurró Annabeth.
Me pregunté si sería alguna clase de efecto secundario de las Manzanas de las Hespérides. Después de todo, era blanco puro, no gris como el de Annabeth. Otra teoría que tenia era que, al haber llegado exactamente a la mitad del Éxodo de Hércules, mi cuerpo empezaba a asemejarse más al del propio dios de la fortaleza, quien en sus tiempos como semidiós había poseído una larga melena blanca.
—Hago bastante ejercicio, tengo pintura de guerra mágica y no sé explicar lo del cabello—respondí.
Definitivamente Dioniso no me creyó, pero ni él ni nadie más hicieron otro cuestionamiento.
—¿Todos a favor?—volvió a preguntar Zeus.
Para mi sorpresa, se alzaron muchas manos. Únicamente Dioniso y Atenea se abstuvieron.
—Hay mayoría—decretó Zeus—. Así pues, ya que no vamos a destruir estos héroes... me figuro que deberíamos honrarlos. ¡Que dé comienzo la celebración triunfal!
Existen las fiestas normales y también las fiestas monstruosas. Y luego están las fiestas olímpicas. Si alguna vez tienes ocasión de elegir, quédate con la olímpica.
Las nueve musas se ocupaban de la música, y advertí que sonaba lo que tú querías que sonara: los dioses mayores oían clásica y los jóvenes hip-hop, rap o lo que les apeteciera. Todo en una sola banda sonora. Sin discusiones ni peleas para cambiar la canción. Sólo peticiones para que subieran el volumen.
Dioniso iba de aquí para allá creando de la nada puestos de refrescos y siempre del brazo de una mujer muy guapa: su esposa Ariadna. Lo veía contento por primera vez. Había fuentes de oro de las que manaban néctar y ambrosía, y también bandejas repletas de canapés para mortales. Las copas doradas se llenaban de la bebida que querías. Grover trotaba por allí con un plato repleto de latas y enchiladas, y con una copa llena de café, a la cual le susurraba una y otra vez: "¡Pan! ¡Pan!", como si fuese un conjuro.
Yo decidí aprovechar la abundancia en ambrosía para tratar de calmar un poco mi dolor físico, podía consumir mucha más comida divina que un semidiós promedio, y cada pequeño bocado me daba un minúsculo pero importante alivio a mi malestar perpetuo.
No obstante, más que el cuerpo, me dolía es espíritu. No tenía sentido, apenas y había conocido a Zoë, pero realmente la extrañaba, casi como si fuese una parte de mí.
Los dioses se me acercaban a felicitarme. Por fortuna, se habían reducido a estatura humana para no andar pisoteando a los invitados. Hermes se puso a charlar conmigo, y se le veía tan alegre que me resultona horrible la perspectiva de contarle lo ocurrido con el menos favorito de sus hijos, es decir, Luke. Pero antes de que pudiera armarme de valor, recibió una llamada en su caduceo-móvil y se alejó.
Apolo me dijo que podía conducir su carro solar cuando quisiera, y que si me hacían falta unas lecciones de tiro con arco...
—Gracias—le dije—. A decir verdad, no soy muy bueno con el arco,
—¡Exactamente por eso son las lecciones! ¡Imagínate hacer prácticas de tiro desde el carro mientras sobrevuelas todo el país! ¡No hay nada más divertido!
—Yo...—suspiré, teniendo la sombra de una idea en la mente—. Quizá podamos hablar después sobre otra cosa...
—¿Es sobre tu dolor constante?
Me paré en seco.
—¿Cómo lo sabes?
Se dio un par de toquecitos en la frente.
—Dios de la medicina, ¿recuerdas?—me dijo—. Lo noté desde que te vi por primera vez. Eso y que no has parado de engullir ambrosía como un demente.
Bajé la mirada.
—¿Por qué no dijiste nada?
Él se encogió de hombros.
—No me importabas lo suficiente para interesarme—dijo a la ligera—. Pero ahora que salvaste a mi hermanita, podemos arreglar una consulta. Después de todo, aunque veo tu dolor, no veo que lo causa, y eso me intriga, eres toda una anomalía, ¿lo sabes?
—Yo... muchas gracias.
Él asintió antes de retirarse y perderse entre la multitud.
Me puse a buscar a Annabeth entre los jardines. La última vez que la había visto estaba bailando con un diosecillo menor.
Entonces oí una voz a mis espaldas.
—Confío en que no me falles.
Me volví y vi a Poseidón sonriendo.
—Padre... Hola.
—Hola, Percy. Has estado muy bien.
Aquel elogio me hizo sentir incomodo. Era agradable, claro, pero él se había arriesgado mucho al proclamar que respondía por mí. Le habría resultado mucho más fácil dejar que los demás me desintegraran.
—No te fallaré—le prometí.
Él asintió. No me respiraba fácil detectar las emociones de los dioses, pero me pregunté si albergaba ciertas dudas.
—Tu amigo Luke...
—No es mi amigo—lo interrumpí groseramente—. Perdón.
—Tu antiguo amigo Luke—se corrigió— hizo promesas parecidas en su momento. Era el orgullo y la alegría de Hermes. Que no se te olvide, Percy. Incluso los más valientes pueden caer.
—Si he de caer, será sólo para volver a levantarme—aseguré—. No soy cómo Luke, la justicia en mi corazón no va a desaparecer.
Poseidón esbozó una sonrisa.
—Sabes que no ha muerto, ¿verdad?
Lo miré desconcertado.
—¿Cómo?
—Creo que Annabeth ya te lo ha dicho. Luke sigue vivo. Lo he visto. Su barco está zarpando ahora mismo de San Francisco con los restos de Crono. Se batirá en retirada y reagrupará sus fuerzas antes de volver a la carga contra ti. Yo haré todo lo posible para destruir su barco con tormentas, pero él ha estado estableciendo una alianza con mis enemigos, los antiguos espíritus del océano. Y ellos lucharán para protegerlo.
—Pero ¿cómo es posible que siga vivo? ¡Esa caída tendría que haberlo matado!
Poseidón parecía preocupado.
—No lo sé, Percy, pero cuídate de él. Ahora es más peligroso que nunca. El ataúd de oro sigue en sus manos, y cada vez cobra más vigor.
—¿Y Atlas? ¿Qué va a impedirle escapar de nuevo? ¿No podría obligar a algún gigante a cargar con el peso del cielo?
Mi padre resopló, burlón.
—Si fuese tan fácil, ya habría escapado hace mucho. No, hijo mío. La maldición del cielo sólo puede imponerse a un titán, a la raza nacida de Gaia y Urano. Cualquier otro debe aceptar la carga por su libre voluntad. Y sólo un héroe, alguien con la fuerza suficiente, un corazón sincero y un gran valor, haría algo parecido. Ningún miembro del ejército de Crono se atrevería a cargar con ese peso, ni siquiera so pena de muerte.
—Luke lo hizo—dije—. Liberó a Atlas, engañó a Annabeth para que lo salvase y luego la utilizó para que Artemis tomara sobre sí el peso del cielo.
—Ya. Luke es... un caso interesante.
Nos quedamos en silencio por un largo rato.
—Mas tarde quiero hablarte de algo, en privado—me dijo él.
Tardé varios segundos en hacerme una idea sobre a qué se refería.
—Oh... ¿es sobre lo que pasó en...?
—El Mar de los Monstruos, el verano pasado, sí.
Era un tema sumamente complejo y difícil de explicar, incluso si era mi padre con quien hablaba.
—Yo no... bueno, sí. Es que...
—Percy—me detuvo—. Sé que escondes muchas cosas en tu interior, sé que algo no es normal en ti, pero no creo que sea algo malo. Tus secretos son secretos por una razón, pero eso no evita que me preocupe. Ambos sabemos que esas marcas no son pintura de guerra, y también sabemos que tu musculatura no viene sólo del ejercicio.
Suspiré.
—Te lo contaré todo—prometí—. Pero...
—Este no es el lugar—terminó él—. Entiendo.
Justo en ese momento, Bessie empezó a mugir en el otro lado del patio. Algunos dioses menores se habían puesto a jugar con su esfera de agua y la empujaban alegremente de un lado a otro por encima de las cabezas de la multitud.
—Será mejor que me ocupe de eso—rezongó Poseidón—. No podemos permitir que se vayan pasando al Taurofidio como si fuese una pelota de playa...
Desapareció entre la multitud, dirigiéndose a poner orden en el asunto.
Me disponía a seguir buscando entre la gente, con mi corazón latiendo irregularmente, debatiéndose sobre si ir a buscar a Artemis o a Annabeth. Sabía que Afrodita me observaba desde no muy lejos, y no me agradaba el como se divertía al alborotar mis emociones.
Entonces una voz sonó a mis espaldas, esta vez de mujer.
—Tu padre asume un gran riesgo, ¿sabes?
La mujer de ojos grises era tan parecida a Annabeth que poco me faltó para confundirme.
—Señora Atenea.
Procuré no mostrarme resentido por su modo de referirse a mí ante el consejo olímpico. Me limité a mantener una expresión seria.
Ella sonrió secamente.
—No me juzgas con dureza, mestizo. La sabiduría no siempre es popular. Pero yo he dicho la verdad. Eres peligroso.
—¿Y usted nunca asume riesgos?—pregunté—. Ya sabe, cosas como intervenir directamente en una misión, incluso en contra de los deseos de su padre.
Ella asintió lentamente.
—Tal vez aciertes en eso. No he dicho que no puedas resultar útil. No obstante, tu defecto fatídico podría causar nuestra destrucción, y también la tuya.
Se me hizo un nudo en la garganta. Un año atrás, Annabeth y yo habíamos hablado de "defectos fatídicos". Cada héroe tenía uno. El suyo, me dijo, era el orgullo. Ella se creía capaz de cualquier cosa... Como sostener el mundo, por ejemplo. O salvar a Luke. En cambio, yo no estaba seguro de cuál era el mío, quizá incluso tenía varios.
Atenea casi parecía compadecerse de mí.
—Crono conoce tu defecto, aunque tú lo ignores. Él sabe estudiar a sus enemigos. Piensa, Percy. ¿Cómo ha hecho para manipularte? Primero, te arrebató a tu madre. Luego a tu mejor amigo. Ahora a mi hija—hizo una pausa, con aire de reproche—. En los tres casos, tus personas queridas fueron utilizadas para atraerte a la trampa que Crono había tendido. Tu defecto fatídico es la lealtad personal, Percy. Tú nunca comprendes cuándo hay llegado la hora de cortar por lo sano. Por salvar a un amigo, sacrificarías al mundo entero. En el héroe de la profecía, eso puede ser muy, muy peligroso.
Apreté los puños.
—Que poco me conoce—respondí—. Yo siempre lucharé por lo correcto, sin importar qué. No deseo ser descortés, pero sabe bien que no soy un simple semidiós, no sé cuándo o cómo lo descubrió, y la verdad ya no me importa. Lo único que interesa es que sé dentro de mi corazón que tomaré la decisión justa, incluso si me perjudica a mí o a mis amigos.
Ella pareció analizar mi respuesta.
—Cometí un error—reconoció, antes de que sus ojos grises refulgieran con poder—. Tu gran defecto fatal es la ira. Una ira primitiva y asesina que arde muy profundo en tu interior, esperando para salir. Ansias traer la muerte y gozas de la violencia.
—Me rehuso a creer eso.
—No te equivoques, mestizo, eres un arma peligrosa, y te utilizaré como tal. Confío en que acabe siendo una sabia decisión la que ha tomado la asamblea. Pero yo permaneceré alerta, Percy Jackson. No apruebo tu amistad con mi hija. No creo que sea conveniente para ninguno de los dos.
Le sostuve la mirada.
—Traeré la justicia a este mundo, Atenea, cueste lo que cueste. Quizá entonces veas realmente lo poderosa que es mi convicción. Sé que actúas racionalmente, y si dices algo ha de ser fundamentado en hechos, pero, por extraño que suene, te equivocas.
Me clavó su fría mirada gris y comprendí que podía llegar a ser una terrible enemiga: mil veces peor que Ares o Dioniso, e inclusive que mi padre. Atenea nunca cejaría. No se precipitaría ni cometería una estupidez por el hecho de odiarte, y si había planeado matarte, no fallaría.
—¡Percy!—gritó Annabeth, que se acercaba corriendo. Se detuvo en seco cuando vio con quién estaba hablando.
—Ah... madre.
—Te dejo por ahora, Mensajero de la Justicia—me dijo Atenea—. Cuando tus emociones te lleven por el mal camino, estaré allí para acabar contigo.
Dio media vuelta y caminó entre la muchedumbre, que le iba abriendo paso como si sostuviera la Égida.
—¿Te ha hecho pasar un mal rato?—me preguntó Annabeth.
Me reí, intranquilo por dentro, pero confiado por fuera.
—Me amenazó de muerte si me salía del mal camino—respondí—. Y ambos sabemos exactamente cuándo pasará eso.
Ella asintió.
—Eso no sucederá nunca.
Aun así, me examinó con preocupación. Pasó los dedos por mi cabello, ahora blanco. Yo no pude evitar mirar su cabellera, antes rubia, ahora gris. Ambos contábamos ahora con un doloroso recuerdo de haber sostenido la carga de Atlas. Quería decirle tantas cosas, pero Atenea me había arrebatado toda esperanza o felicidad que pudiese haber sentido en aquel festejo. Me sentía como seme hubieran dado un puñetazo en el estómago.
"No apruebo tu amistad con mi hija"—había dicho.
—¿Cómo te sientes?—preguntó Annabeth—. ¿La marca te molesta mucho?
Negué con la cabeza.
—Sólo estoy... mentalmente agotado—respondí—. Han pasado muchas cosas, tengo que contarte sobre todo lo que sucedió en la misión, y quizá quieras matarme tras oír algunas partes, pero...—negué con la cabeza—. Que sea después, ¿de acuerdo?
Ella asintió.
—De acuerdo.
Le ofrecí una mano.
—Ahora bien. ¿Tú quisieras... acompañarme a bailar?
Lentamente, una sonrisa apareció en su rostro.
—Por supuesto, sesos de alga.
La tomé de la mano. No sé qué oirían los demás, pero para mí sonaba como una canción lenta: un poco triste quizá, pero un poco esperanzadora también.
El tiempo pasaba, pero el ambiente no daba indicios de relajarse. Me encontraba apoyado contra una mesa apartada de la fiesta tratando de meditar.
Me sentía realmente extraño, físicamente hablando, lo que, siendo justos, es normal en mí, pero está vez era otra clase de extrañeza.
Me sorprendí mirando hacia las estrellas una vez más. La constelación de Zoë me seguía transmitiendo aquel reconfortante calor al observarla, pero tampoco era capaz de explicar por qué.
A su vez, tan siquiera pensar en la muerte de Bianca me ponía dos veces más deprimido de lo que ya había estado.
Mi mente salió de su ensimismamiento cuando una joven se acercó a la misma mesa en donde me encontraba para servirse una copa de néctar. El corazón me dio un vuelco al verla, pero, para variar, tampoco entendí por qué.
Era una chica ciertamente hermosa, con cabello negro y ojos brillantes. Supuse de inmediato que debía de tratarse de una diosa, por lo que escarbé dentro de los recuerdos de Hércules en busca de alguna deidad que me transmitiese la misma sensación de desconcierto.
Para mi sorpresa, no fue muy difícil de encontrar.
Se trataba de la esposa inmortal de Heracles: Hebe, diosa de la juventud.
—Fue un gran trabajo el que hiciste allá afuera—me dijo, al notar que me le había quedado viendo—. Mi marido no lo hubiese hecho mejor.
Me ruboricé.
—Se lo agradesco—logré pronunciar, antes de que una idea me llegase a la cabeza—. Él... ¿está por aquí? Realmente me gustaría conocerlo.
Alzó una ceja, intrigada.
—No, lo lamento—respondió—. Se la vive en la frontera del Mar Mediterráneo en una lamentable islita. Dice que es su labor sagrada impuesta por Zeus, pero sé bien que simplemente prefiere el autoexilio, es un tanto triste.
—Oh... ya veo...
—He oido bastante sobre ti, Percy—prosiguió ella—. Algunas cosas... interesantes-
Parpadeé dos veces, confundido.
—¿Cómo...?
—Ares es mi hermanito menor, ¿sabes?—explicó—. Después de su pelea hace un año y medio, fui yo la primera y única en escuchar la historia completa de sus labios. La lengua se le suelta mucho mientras le limpian las heridas.
Hice una mueca.
—No sé por qué no me sorprende.
—No te preocupes, tu pequeño secreto está a salvo conmigo.
Ambos guardamos silencio por algunos instantes.
—Así que eres la esposa de Hércules, ¿no?—le dije—. Me compadezco, he oido que no es precisamente el gran héroe que todos creen.
Ella dio un trago a su copa antes de quedarse viendo por varios segundos el líquido en su interior.
—No sé que tanto has escuchado, pero te aseguro de que no es tan terrible, no es un monstruo—respondió—. No obstante, está lejos de ser un santo. Hizo cosas horribles en su pasado, a día de hoy las sigue haciendo de vez en cuando. Tiene serios problemas de ira y autocontrol, por no mencionar la infidelidad...
—Lo... lo siento—me disculpé—. No quería hacerte pensar en esas cosas.
Ella dejó escapar un risita.
—No te preocupes. Yo también estoy lejos de ser una santa, ¿si es que me entiendes?—dijo, mientras se inclinaba sobre mí—. ¿Sabes? Me recuerdas bastante a él. Veo la fuerza, el heroísmo, la determinación, la duda en tu interior, las poderosas y revueltas emociones... pero no veo nada de lo malo.
Intentó tomarme de la mano, pero retrocedí bruscamente.
—Lo lamento, señora—me excuse—. Realmente no estoy interesado. Sé que luzco algo mayor, pero sigo siendo sólo un chico.
Ella se encogió de hombros y se separó un par de pasos.
—Cómo desees. Pero si algún día cambias de opinión...
Me guiñó el ojo.
Hice una mueca que traté de disimular con un intento de sonrisa.
No me agradaba mucho la idea. No me mal entiendan, la diosa era hermosa, pero no me sentía cómodo con ella coqueteándome siendo la contraparte de la esposa de quien consideraba mi hermano, estaba simplemente mal.
Ademas, el vivir en constante dolor había retrasado lo suyo mi despertar del apetito sexual. Para un adolecerte normal, el ponerlo estaría bastante arriba en la lista de prioridades. Para mí, el mundo giraba alrededor de que mi abuelo el caníbal no regresase a la vida para destruir el mundo.
Fui salvado de esa situación incomoda cuando una segunda deidad, que para colmo también alborotó mis emociones, se apoyó en la mesa junto a mí.
—Saludos, hermana—le dijo Artemis a Hebe—. ¿Te molestaría dejarme un momento a solas con Perseus?
La diosa de la juventud asintió y se retiró para volver a la fiesta.
Suspiré aliviado.
—Gracias por eso...
Ella me estudió detenidamente.
—Me debes muchas explicaciones—dijo—. Retaste a los dioses de una forma excesivamente temeraria, eso no le gustó a la mayoría.
—¿No te gustó a ti?
Bufó.
—Creo que tenías razón, Percy, pero eso no significa que fuese el momento o el lugar para decirlo. Tienes suerte de que la mayoría del consejo estuviese de tu lado, pero en otras circunstancias mi padre podría no ser tan misericordioso.
Alcé una ceja.
—¿Es preocupación lo que estoy escuchando?
Artemis sonrió.
—Era una promesa, ¿o no, Mensajero de la Justicia?
—No empieces tú también.
—Ahora somos amigos, Perseus, vas a tener que vivir con ello.
Suspiré.
—Empiezo a entender el por qué de que Apolo se haya vuelto loco.
Su expresión volvió a tornarse sombría.
—Lo que te dijo Zoë antes de morir... ¿a qué se refería? ¿Qué es el Éxodo de Hércules? Para que ella se haya atrevido a pronunciar ese nombre, tuvo que haber sido importante.
Me dejé caer al suelo y respiré pesadamente.
—La marca sobre mi piel—expliqué—. El Éxodo de Hércules: Doce Desastres y Pecados. Una pintoresca colección de técnicas divinas extremadamente poderosas que se relacionan a los trabajos que el héroe realizó antes de ascender al Olimpo.
Artemis parecía reacia a creerlo, pero haciendo memoria, mis palabras tenían sentido.
—Mientras sostenías el cielo... esa luz dorada que nos envolvió, la que nos curaba y daba energías... gritaste esas palabras: "Éxodo de Hércules" dijiste... dijiste que eran las manzanas de las hespérides.
Asentí.
—El undécimo trabajo. Era la única forma de que mi magullado cuerpo pudiese sostener el cielo por tanto tiempo...
—¿Cómo es eso posible?—preguntó ella—. ¿De qué forma te hiciste con ese poder?
Miré las líneas sobre mi piel y exhalé.
—Es una historia muy larga en la que sé que te costará creer—le advertí—. Pero en esencia, un dios venido desde otra realidad, Hércules, me cedió toda su fuerza y conocimiento.
Me puse de pie e hice creer mis músculos del brazo como si estuviese apunto de ejecutar el Apheles Heros, pero me contuve, exhalé hondo y dejé que mi cuerpo se relajase. Ella me miró perpleja.
—Él era el mensajero de la justicia—proseguí—, la luz de la esperanza para los dioses y los hombres. Y debo seguir con ese legado, a como dé lugar.
—Percy—interrumpió Artemis—. Lo que dices, es muy difícil de creer.
—Te lo dije—me encogí de hombros—. La marca me causa dolor, es la repercusión por el uso de las técnicas. Cuando sea cubierto por completo, moriré.
La diosa me miró a los ojos, pero yo aún no le había dado una razón para desconfiar de mí, por lo que trató de asimilar mis palabras.
—¿Qué tan malo es ese dolor?
Ladeé la cabeza.
—Depende. Hay días buenos y días malos, nada importante.
Ella me tomó por los hombros.
—Es importante—repuso—. No le restes relevancia a tu dolor. Aún no sé cómo, pero te hiciste amigo de Zoë, eso dice más que mil palabras. Si ella te creyó, yo también te creeré...
Se quedó por completo en blanco, mirándome fijamente, como si acabase de ver un fantasma.
—¿Qué sucede?—pregunté.
La diosa sacudió la cabeza.
—Lo siento, me pareció verla... a ella—suspiró—. Realmente la extraño.
Sentí que se me empañaban los ojos de lágrimas.
—Perdóname—le rogué—. Debí haber sido más fuerte... pude haber hecho más...
Ella respondió dándome un puñetazo en el estomago que me arrancó todo el aire de los pulmones.
—¡Ella murió salvando tu vida!—me gritó—. ¡No te atrevas a deshonrar su memoria al quitarle peso a su decisión y sacrificio!
Sus palabras hacían sentido, claro, pero yo estaba más ocupado en tratar de volver a respirar. No obstante, a una parte de mí le resultaba en extremo divertida mi situación actual.
¿Estaría desarrollando esquizofrenia?
—Lo siento...—logré pronunciar—. Esa jamás fue mi intención.
Artemis ahogó un sollozó.
—Lo sé...—admitió—. Es sólo que... realmente duele.
Quizá acababa de firmar mi propia sentencia de muerte, pero la abracé mientras lloraba. Una parte de mí deseaba decirle que todo estaba bien, pero ¿cómo podía yo decirle eso? Su mejor amiga había muerto de una forma lenta y dolorosa, y ella, una diosa, no había podido hacer nada al respecto.
—Tu presencia... se parece mucho a la de ella—murmuró Artemis, con la voz rasposa—. Antes no era así... cambiaste de alguna forma.
Recordé aquel extraño fenómeno que había sucedido durante mi despedida con Zoë, y me figuré que quizá, y sólo quizá, una pequeña parte de su espíritu se había unido a mí.
Era una locura, no tendría sentido... pero todo en mi vida era una locura sin sentido.
Rechacé la idea como un simple disparate, de cualquier modo. Incluso yo tenía un límite en la rareza que podía aceptar.
—Quería darte algo—dijo Artemis, separándose de mí—. Un regalo, en agradecimiento por salvarme.
—N-no hace falta que...
—No vas a rechazar el obsequio de una diosa, ¿o sí?—pregunto, esforzándose por tratar de poner buena cara.
Le sonreí débilmente de regreso.
—Tienes razón, sería... descortés por mi parte no aceptar.
Ella se inclinó sobre mí, parándose de puntillas para alcanzar mi altura, y estiró su mano hasta mi rostro, tomándome delicadamente mientras retiraba las vendas médicas que de forma provisional cubrían mi cuenca ocular vacía.
Instintivamente cerré mi único ojo, y aguardé.
Ella llevó sus labios hasta donde mi vieja herida y comenzó a recitar una antigua bendición. Podía sentir su aliento, cálido y con aroma a madreselva, sobre mi piel.
La diosa sopló suavemente directamente en mi cuenca antes de separarse de mí y esperar.
Abrí los ojos...
Sí "ojos"
Me toqué el rostro, sin dar crédito a lo que sentía.
—Es increíble...
Artemis hizo aparecer un espejo en su mano y me lo dio para que revisase. Mis ojos ahora relucían con un brillo dicromático. Mi lado derecho mantenía su tonalidad verde habitual, pero mi orbe izquierdo ahora despedida un poderoso fulgor gris plata.
Artemis me dedicó una una sonrisa tan brillante como la luna llena.
—Por favor, dime qué ves.
Cerré mi ojo derecho y me enfoqué en mi nuevo órgano visual. Era increíble: de alguna forma, era capaz de hacer acercamientos y alejamientos a voluntad. Veía cada detalle de mis alrededores y aún más. Podía distinguir cada uno de los cabellos grises de Annabeth,, quien estaba hablando animadamente con una diosa menor del otro lado del Olimpo.
Parpadeé y mi visión regreso a la normalidad, cosa que me mareó un poco, pero no hizo que mi emoción disminuyera.
—¿Cómo es que...?
—Me tomé la libertad de remplazar tu ojo por el de un halcón, espero no te moleste—me dijo Artemis—. Supongo que ya notaste sus... mejoras. Pero en resumen, ademas de una visión de aumentada de cazador, cuentas con visión nocturna. Te puedes quitar el ojo si quieres, se convertirá en una canica de plata al retirarlo de su cuenca, pero te aconsejaría que no lo hicieras muy seguido.
Sonreí y, otra vez sin pensarlo, le di un fuerte abrazo.
—Muchas gracias, Artemis. Yo... no sé que decir.
Ella me dio un par de palmadas en la espalda, con algo de rigidez.
—No tienes nada que agradecer—me aseguró—. Creo que te será útil que la pelea.
Me separé de ella, confundido.
—¿Pelea?
La diosa me miró extrañada.
—Creí que ya lo sabías. Ares lo ha estado anunciando a los cuatro vientos—me dijo—. Es el evento estelar de la noche. Tú y él se batirán en duelo frente a todo el Olimpo.
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