Divino Tesoro:
Aterrizamos en Crissy Field cuando ya era noche cerrada.
En cuanto al doctor Chase bajó de su Spowith Camel, Annabeth corrió hacia él y le dio un gran abrazo.
—¡Papá! Has volado... has disparado... ¡Por los dioses! ¡Ha sido lo más asombroso que he visto en mi vida!
Su padre se sonrojó.
—Bueno, supongo que no está mal para un mortal de mi edad.
—¡Y las balas de bronce celestial! ¿Cómo las has conseguido?
—Ah, eso. Te dejaste varias armas mestizas en tu habitación de Virginia la última vez que... te marchaste.
Annabeth bajó la vista, avengonzada. El doctor Chase había evitado decir: "te escapaste".
—Decidí fundir algunas para fabricar casquillos de bala—prosiguió—. Un pequeño experimento.
Lo dijo como si no tuviese importancia, pero con un brillo especial en los ojos. Ahora entendí por qué había quedado en gracia de Atenea, la diosa de los oficios y la sabiduría. En el fondo de su corazón era un notable científico loco.
—Papá...—murmuró Annabeth con voz entrecortada.
—Annabeth—la interrumpió Thalia.
El resto nos encontrábamos arrodillados junto a Zoë, buscando desesperadamente cualquier cosa, lo que fuera, que pudiese ser de ayuda.
Las Manzanas de las Hespérides ya habían dejado de hacer efecto, sorprendentemente eso no me hizo desmayar, aunque sí que volvió el dolor, peor que antes, pues la marca había crecido aún más, ganando terreno sobre mi piel.
Sentía un extraño cosquilleó sobre la piel, como si los residuos de la energía se siguieran dispersando, pero no me importaba, toda mi atención estaba puesta sobre Zoë.
No tenía buen aspecto. Tiritaba, respiraba con dificultad, y el leve resplandor que siempre la acompañaba se iba desvaneciendo.
—Sé que ya lo intentaste, pero... ¿puedes intentar curarla otra vez?—rogué a Artemis.
Ella estaba muy agitada.
—Puedo intentarlo...—murmuró—. Pero su vida está en un estado tan frágil y endeble que...
Negó con la cabeza, incapaz de aceptar la realidad.
Estiró su mano hacia Zoë, pero ella la agarró por la muñeca. Miró a la diosa a los ojos y entre ambas se produjo una especie de entendimiento.
—¿No os he... servido bien?—susurró Zoë.
—Con gran honor—respondió Artemis en voz baja—. La más sobresaliente de mis campeonas.
La expresión de Zoë se relajó.
—Descansar. Por fin.
—Puedo intentar curarte, mi valerosa amiga—dijo la diosa.
Pero en ese momento comprendí que no había más esperanza, el daño era irreparable, al menos para una deidad de las capacidades de Artemis. Zoë había sabido desde el principio que la profecía del Oráculo se refería a ella: que parecería por mano paterna. Y sin embargo, había emprendido igualmente la búsqueda. Ella había decidido salvarme, y la furia de Atlas la había roto por dentro.
Miró a Thalia y tomó su mano.
—Lamento que discutiéramos tanto—le dijo—. Habríamos podido ser hermanas.
—Todo fue mi culpa—respondió Thalia, al borde de las lágrimas—. Tenías razón sobre Luke. Sobre los héroes, sobre los hombres y sobre todo lo demás.
—No... sobre todo..—murmuró Zoë, y me dirigió una débil sonrisa—. ¿Todavía tienes la espada, Percy?
Yo no podía hablar, pero saqué a Contracorriente. Ella sostuvo el arma con satisfacción.
—Creo plenamente en tu misión, Percy Jackson—prosiguió—. Conviértete en el símbolo que ya veo en ti... Estabas en lo correcto, el mundo necesita un faro de esperanza en la guerra que acaba de comenzar... y tú eres el indicado para defender la justicia...
Tosió un chorro de sangre, su voz estaba entrecortada y respiraba con suma dificultad.
—Completarás el Éxodo de Hércules... lo sé...—dijo, con tanta confianza que casi me hizo creerlo de verdad—. Serás más grande que... Hércules... que los dos...
Se me llenaron los ojos de lágrimas y empecé a temblar.
—Zoë... no quiero dejarte ir... yo no...
—Estrellas—murmuró, con la vista perdida—. Las veo otra vez....
Una lágrima resbaló por la mejilla de Artemis.
—Sí, mi valerosa amiga. Están preciosas esta noche.
—Estrellas—repitió Zoë. Sus ojos quedaron fijos en el cielo y ya no se movió más.
Thalia bajó la cabeza. Annabeth se tragó un sollozo y su padre le puso las manos en los hombros. Artemis hizo un cuenco con las manos y cubrió la boca de Zoë, al tiempo que decía unas palabras en griego antiguo. Una voluntad de humo plateado salió de los labios de la cazadora y quedó atrapada en la mano de la diosa.
El cuerpo de Zoë tembló un instante y desapareció en el aire.
—¿Es ese...?—murmuré, con voz temblorosa.
—Su espíritu—asintió la diosa, mientras se incorporaba y pronunciaba una especie de bendición. Sopló en su mano y dejó que el polvo plateado volase hacía el cielo.
Por instinto, levanté mi mano hacia las alturas, y mientras lo hacía, la sustancia argentada en la que se había tornado el espíritu de la cazadora adoptó la forma de una silueta humanoide que también estiró su mano hacia mí.
Nuestros dedos hicieron contacto y, sin saber realmente como, o por qué, la marca sobre mi cuerpo se iluminó con un poderoso color gris plata.
¡¡FORJA DEL DIVINO TESORO!!
¡¡¡VÖLUNDR: DESTINOS ENTRELAZADOS!!!
—Volvamos a luchar juntos, Zoë...
El extraño fenómeno sólo duro unos segundos. El espíritu de la cazadora se separó de mí, ascendió hacia las alturas, centelleó y se desvaneció por fin.
Durante un momento, no ocurrió nada. Entonces Annabeth ahogó un grito. Levanté la vista y vi que las estrellas se habían vuelto más brillantes y formaban un dibujo en el que nunca había reparado: una constelación rutilante que recordaba a la figura de una chica... de una chica con un arco corriendo por el cielo.
—Que el mundo aprenda a honrarte, mi cazadora—dijo Artemis—. Vive para siempre en las estrellas.
No fue fácil despedirse. Los relámpagos seguían surcando el cielo hacia el norte, sobre el monte Tamalpais. Artemis estaba tan a afectada que su cuerpo despedía destellos de luz plateada. Lo cual me ponía nerviosos, porque si perdía los estribos y de repente adoptaba su verdadera forma divina, seríamos desintegrados con sólo mirarla.
—Debo partir hacia el Olimpo de inmediato—acertó a decir—. No puedo llevarlos, pero les enviaré ayuda.
Apoyó la mano en el hombro de Annabeth.
—Tienes un valor excepcional, querida muchacha. Sé que harás lo correcto.
Luego miró a Thalia con aire inquisitivo, como si no supiera del todo a qué atenerse respecto a aquella joven hija de Zeus. Thalia parecía reacia a levantar la vista, pero lo hizo por fin y le sostuvo la mirada a la diosa. Yo no podía saber qué se habían dicho en silencio, pero la expresión de Artemis se suavizó con un matiz de simpatía. Luego se volvió hacia mí.
—Zoë confiaba en ti—dijo—. Estaba de tu lado. Así pues, ¿de qué lado estás tú?
—Del lado de la justicia.
Una pequeña y débil sonrisa se asomó entre sus labios.
—Te creo.
Montó en su carro y éste empezó a resplandecer, obligándonos a apartar la vista. Se produjo un fogonazo de plata y la diosa desapareció.
—Bueno—dijo el doctor Chase con un suspiro—. Es impresionante. Aunque debo decir que sigo prefiriendo a Atenea.
Annabeth se volvió hacia él.
—Papá, yo... Siento que...
—Chist.—Él la abrazó—. Haz lo que tengas que hacer, querida. Sé que no es fácil para ti.—Le temblaba la voz, pero le dirigió una sonrisa valiente.
Entonces oí un vigoroso aleteo. Tres pegados descendían entre la niebla. Dos caballos alados blancos y uno negro.
—¡Blackjack!—exclamé.
"¡Eh, jefe!"—respondió él—. "¿Se las ha arreglado para mantenerse vivo sin mí?"
—Apenas—reconocí.
"Me he traído a Guido y Porkpie"
"¿Cómo está usted?"—saludaron los otros dos pegasos en el interior de mi mente.
Blackjack me examinó de arriba abajo, preocupado, y luego miró al doctor Chase, a Thalia y a Annabeth.
"¿Quiere que arrollemos a alguno de estos pavos?"
—No—respondí en voz alta—. Son amigos míos. Tenemos que llegar al Olimpo lo más rápido posible.
"No hay problema"—contestó—. "Salvo con ese mortal de ahí. Espero que él no venga"
—No te preocupes, el Barón Rojo vuela por su cuenta.
—Fascinante—exclamó el doctor Chase—. ¡Qué capacidad de maniobra! Me pregunto cómo se compensa el peso del cuerpo con la envergadura de las alas...
Blackjack ladeó la cabeza.
"¿Quéééé?"
—Si los británicos hubieran contado con estos pegasos en las cargas de caballería de Crimea—prosiguió el doctor—, el ataque de la brigada ligera...
—¡Papá!—lo cortó Annabeth.
Él parpadeó, miró a su hija y sonrió.
—Lo siento, querida. Sé que debes irte.
Le dio con torpeza un último abrazo y, cuando ella se disponía a montar en Guido, le dijo:
—Annabeth, ya sé... que San Francisco es un lugar peligroso para ti. Pero recuerda que siempre tendrás un hogar en casa. Nosotros te mantendremos a salvo.
Ella no respondió, pero tenía los ojos enrojecidos cuando se volvió. El doctor Chase iba a añadir algo más, pero se lo pensó mejor. Alzó una mano con tristeza y se perdió en la oscuridad.
Thalia, Annabeth y yo subimos a nuestros pegasos. Remontamos por los aires sobre la bahía y volamos hacia el este. Muy pronto San Francisco se convirtió en una medialuna reluciente a nuestras espaldas, con algún que otro relámpago destellando por el norte.
Thalia estaba tan exhausta que se quedó dormida sobre el lomo de Porkpie. Considerando su miedo a las alturas, debía de estar muy cansada para dormirse en pleno vuelo. Pero tampoco tenía de qué preocuparse. Su Pegaso volaba sin dificultades y, de vez en cuando, se reacomodaba el peso sobre el lomo para mantenerla bien sujeta.
Annabeth y yo volamos de uno al lado del otro.
—Tu padre es increíble—le dije—. Es prácticamente Nikola Tesla del mundo de Hércules, sólo intercambia la ciencia por la historia.
Estaba demasiado oscuro para ver su expresión. Ella se volvió, aunque California ya había quedado muy atrás.
—Sí, supongo—contestó—. Hemos pasado tantos años discutiendo...
—Eso me has dicho.
—¿Crees que mentía?—me soltó en tono retador, aunque sin demasiada energía, como si se lo estuviera preguntando a sí misma.
—Jamás dije que mentías—repuse—. Simplemente digo que... él parece buena persona. Y tu madrastra también. Quizá...se han relajado desde la última vez que los viste. O... quizá recuerdas todas sus peleas peor de lo que fueron, después de todo, lo veías todo desde la perspectiva de una niña pequeña.
Ella vaciló.
—La cuestión es que se han instalado en San Francisco, Percy. Y yo no puedo vivir tan lejos del campamento.
Suspiré.
—¿Y qué harás ahora?
Sobrevolamos una ciudad, una isla de luces en medio de la oscuridad. Pasó tan deprisa, como si fuésemos un avión.
—No lo sé—reconoció—. Pero gracias por salvarme.
—No te preocupes. Somos amigos.
—¿No creíste que estuviera muerta?
—Nunca.
Ella titubeó.
—Tampoco Luke lo está, ¿sabes? Quiero decir... no ha muerto.
Me la quedé mirando. No sabía si se le había ido la cabeza con tanta tensión o qué.
—Annabeth, esa caída ha sido tremenda. No es posible...
—Tú has recibido golpes peores.
—Sí, pero Luke no cuenta con el poder de Hércules...
—No ha muerto—insistió—. Lo sé. Tal como tú lo sabías de mí.
Aquella comparación no me hizo muy feliz.
Las ciudades se deslizaban cada vez más deprisa; sus manchas de luz se sucedían una tras otra a toda velocidad, hasta que llegó un momento en que el paisaje entero se convirtió en una alfombra reluciente que corría a nuestros pies. Se aproximaba el amanecer. El cielo se volvía gris hacia el este. Y al fondo se extendía ante nosotros un resplandor blanco y amarillo de proporciones colosales. Eran las luces de Nueva York.
"¿Qué tal va la velocidad, jefe?"—alardeó Blackjack—. "¿Nos vamos a ganar una ración extra de heno o qué?"
"Eres todo un hombre, Blackjack"—le dije—. "Bueno, todo un caballo"
—Tú no me crees—prosiguió Annabeth—, pero volveremos a ver a Luke. Está en un problema terrible. Crono lo tiene hechizado.
No tenía ganas de discutir, pero agrúmentos me sobraban para hacerlo. ¿Cómo podía ella albergar algún tipo de sentimiento positivo por aquella escoria? ¿Cómo era posible que siguiera buscándole excusas? Luke se había merecido aquella caída. Merecía morir, pero de una forma miles de veces peor. Diferencia de Bianca, a diferencia de Zoë.
No podía creerlo, pero me sorprendí deseando que siguiese vivo, aunque fuese sólo para que yo mismo lo pudiera matar.
—Allí está.—Era la voz de Thalia; se había despertado y señalaba la isla de Manhattan, que aumentaba de tamaño a toda velocidad—. Ya ha empezado.
—¿Qué?
Miré hacia donde ella me indicaba. Muy por encima del Empire State, el Olimpo desplegaba su propia isla de luz: una montaña flotante y resplandeciente, con sus palacios de mármol destellando en el aire de la mañana.
—El solsticio de invierno—dijo Thalia—. La Asamblea de los Dioses.
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