Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Diosas del Crepúsculo:


—Jamás llegaremos—protestó Zoë—. Vamos demasiado despacio. Pero tampoco podemos dejar al Taurofidio.

—Muuuuuu—dijo Bessie, que iba nadando a nuestro lado mientras caminábamos junto a la orilla.

Habíamos dejado muy atrás la zona de combate y nos dirigíamos al Golden Gate, pero estaba mucho más lejos de lo que parecía. El sol descendía ya hacia el oeste.

—Se nos agota el tiempo—estuve de acuerdo—. Si no llegamos antes del crepúsculo, el jardín cerrará sus puertas, y habremos de esperar otro día para volver a intentar entrar. Annabeth no tiene tanto tiempo, y el consejo no esperará a Artemis más allá de hoy.

—Necesitamos un vehículo—dijo Thalia.

—¿Pero qué hacemos con Bessie?—pregunté.

Grover se detuvo en seco.

—¡Tengo una idea! El Taurofidio puede nadar en aguas de todo tipo, ¿no?

—De hecho—dije—. Estaba en Long Island Sound. Y luego en el lago de la presa Hoover. Y ahora está aquí.

—Entonces podríamos convencerlo para que regrese a Long Island Sound—prosiguió Grover—. Quirón tal vez nos ayudaría a trasladarlo al Olimpo.

—Pero Bessie me estaba siguiendo a mí—recordé—. Si yo no estoy en Long Island, ¿crees que encontrará el camino?

—Muuu—mugió Bessie con tono desamparado.

—Yo puedo mostrarle el camino—se ofreció Grover—. Iré con él.

Lo miré fijamente. Grover no era el fanático más empedernido del agua, así que digamos. Desde su traumática experiencia en el Mar de los Monstruos el verano anterior había optado por mantenerse lo más alejado del océano que pudiese. Además, no podía nadar bien con sus pezuñas de cabra.

—Soy el único capaz de hablar con él—continuó—. Es lo lógico.

Se agachó y le dijo algo al oído a Bessie, que se estremeció y soltó un mugido de satisfacción.

—La bendición del Salvaje debería contribuir a que hagamos el recorrido sin problemas—añadió—. Tú rézale a tu padre, Percy. Encárgate de que nos garantice un trayecto tranquilo a través de los mares.

No me agradaba el plan, pero era cierto que era nuestra mejor opción.

Traté de concentrarme en las olas, en el olor del océano, en el rumor de la arena, pero no era sencillo. Me sentía muy mareado, desorientado y ajeno a mi cuerpo. Las náuseas aún no se me pasaban, y las imágenes del cuerpo de la Mantícora siendo destrozado parpadeaban en mi cabeza una y otra vez.

—Padre...—musité—, ayúdanos. Permite que Grover y el Taurofidio lleguen a salvo al campamento. Protégelos en el mar.

—Una oración como ésa requiere un sacrificio—dijo Thalia—. Algo importante.

Reflexioné un instante y me volví hacia Zoë.

Ella entendió de inmediato lo que pensaba, y se quitó el abrigo de piel para dármelo de regreso.

—Percy—nos detuvo Grover—, ¿estás seguro? Esa piel de león ha resultado muy útil. ¡La usó Hércules!

Tomé la prenda con las manos y la miré un momento en completo silencio. No pude evitar sonreír con nostalgia al recordar a mi viejo maestro, a la vez que sentía la furia apoderarse de mi cuerpo al pensar en aquello que Zoë me había contado sobre su pasado.

—Quizá—murmuré—. No obstante, tenemos que construir nuestros propios significados para los mitos. El Hércules que conocí no era como el que habita en nuestro mundo, y eso es algo que he de entender bien. El Mensajero de la Justicia no dependió de una armadura impenetrable cuando se vio cara a cara con el Rostro del Mal. Y yo tampoco lo haré...

Arrojé el abrigo a la bahía. Inmediatamente, se convirtió en una dorada piel de león que relucía en el agua. Luego, al empezar a hundirse, pareció disolverse en una mancha de sol.

—Si he de sobrevivir, no será gracias a la piel de un león—dije—. Yo no soy Hércules, lo quiera o no. La única alternativa que me queda, es ser aún mejor, y continuar así con el legado de mi hermano.

El viento arreció.

Grover respiró hondo.

—No hay tiempo que perder—dijo, y se lanzó al agua de un salto.

Nada más zambullirse, empezó a hundirse. Bessie se deslizó a su lado y dejó que se agarrara de su cuello.

—Tengan cuidado—les advertí.

—No te preocupes—contestó Grover—. Bueno, eh... ¿Bessie? Vamos a Long Island Sound. Al este. Hacia allí.

—¿Muuuuuu?

—Sí. Long Island. Ésa isla... larga. Venga, vamos.

—Muuuuuu.

Bessie se lanzó con una sacudida y empezó a sumergirse.

—¡Espera! ¡Yo no puedo respirar bajo el agua!—gritó Grover—. Creí que ya lo había... ¡Glu!

Desaparecieron de la vista y confié en que la protección de mi padre incluyese algunos detalles menores, como la respiración submarina.

Crucé miradas con Zoë, quien volvía a analizarme de arriba a abajo, como si de nuevo estuviese viéndome por primera vez, tratando de hacerse una imagen mental de mí.

Le dediqué una débil sonrisa y señalé con la cabeza hacia delante. Ella asintió y devolvió su atención a la misión.

—Ese fue un problema menos—dijo—. Ahora, ¿cómo llegaremos al jardín de mis hermanas?

—Se me ocurren varias ideas, cada una peor que la anterior—respondí—. Podría cargarlas hasta allá, si me esfuerzo lo suficiente, no debería tardar demasiado si quemo mis reservas de poder divino.

Zoë negó con la cabeza.

—No podemos arriesgarnos a encontrarnos con las fuerzas del General sin nuestro peso pesado en condiciones—repuso—. No disfruto admitirlo de esta manera, pero te necesitamos.

—Gracias—murmuré, un tanto sorprendido por la sinceridad e incluso estima en sus palabras—. Pero entonces... supongo que... ¿tendremos que "pedir prestado" un auto?

No me agradaba la idea en lo absoluto. Inclusive si era por el bien del mundo entero, un robo terminaría llamando demasiado la atención de los mortales, y ya había sufrido demasiados golpes a mi moral en los últimos días para toda una vida, no necesitaba más peso en mi conciencia.

—Un momento—reflexionó Thalia, y empezó a hurgar en su mochila—. Hay una persona en San Francisco que podría ayudarnos. Tengo la dirección en alguna parte.

La idea llegó a mi cabeza, pero no me atrevía a preguntar.

—¿Te refieres a...?

Thalia sacó un trozo de papel arrugado.

—El profesor Chase—asintió—. El padre de Annabeth.








Después de oír durante años a Annabeth quejándose de su padre, esperaba que tuviese cuernos y colmillos. Es normal, entonces, el haberme sorprendido tanto como lo hice al ser recibido por un anticuado hombre de ojos saltones que llevaba puesto un gorro de aviador y un par de anteojos.

Se venía tan raro que todos retrocedimos un paso en el porche de su casa.

—Hola—dijo en tono amistoso—. ¿Vienen a entregarme mis aeroplanos?

Thalia, Zoë y yo nos miramos con cautela.

—Ehm... no, señor...—contesté.

—¡Mecachis!—exclamó—. Necesito tres Spowith Camel más.

—Ah, ya...—murmuré, sin tener la menor idea de cómo reaccionar—. Somos... amigos de Annabeth.

—¿Annabeth?—se enderezó de golpe, como si le hubiese dado una descarga eléctrica—. ¿Se encuentra bien? ¿Sucedió algo?

Ninguno de los tres se atrevió a responder, no obstante, nuestra expresión era suficiente para poder deducir que algo grave había ocurrido. Se quitó el gorro y los anteojos. Su cabello era rubio rojizo, similar al de Annabeth, y tenía unos intensos ojos castaños. Tenía la apariencia de no haberse afeitado en varios días y llevaba la camisa mal abotonada, de modo que un lado del cuello le quedaba más alto que el otro.

—Será mejor que entren—dijo.







Aquello no parecía una casa a la que se acabasen de mudar. Había robots construidos con piezas de lego en las escaleras y dos gatos durmiendo en el sofá de la sala. La mesita de café estaba cubierta de revistas y había un abriguito de niño en el suelo. Toda la casa olía a galletas de chocolate recién hechas. De la cocina llegaba una melodía de jazz. En conjunto, parecía un hogar desordenado y feliz: el lugar en donde una familia ha pasado toda su vida.

No obstante, mi mente se había distraído pensando en otra cosa:

Nada más ver al padre de Annabeth había notado algo extraño, algo antiguo. Era una sensación de alerta en mi cerebro, me figuré que se trataría de aquel instinto que Hércules tenía, aquel que le permitía a los dioses saber quienes ostentaban alguna clase de magia divina.

Al principio, supuse que podría tratarse de algún rastro residual dejado por Annabeth en el pasado, pero no... era otra cosa.

Cerré los ojos y me concentré profundamente, el aura sobrenatural del doctor Chase era muy leve, casi imperceptible, pero allí estaba. Me recordaba vagamente a la presencia que dioses cómo Thor, Loki u Odín tenían en el mundo de Hércules, aunque en extremo diluida y sin duda con grandes diferencias.

Teoricé que, quizá, la familia Chase, por el lado del doctor, al menos, descendía de alguna deidad escandinava, de algún lugar en Europa del Norte, en los territorios nórdicos.

Tendría sentido, el poder divino en su sangre estaba tan diluido que en esencia no eran más que simples mortales, pero el rastro existía, quizá eso había atraído a Atenea hacía el profesor en primer lugar.

Hubiese sido imposible notarlo sólo observando a Annabeth, como hija de Atenea, su magia griega era tan poderosa que enmascararía su otra aura. Pero era sólo una teoría, tendría que observarlos tanto a ella como a sus hermanos mortales para estar seguro.

Ese mismo pensamiento despertó mi sentido de urgencia, mis teorías conspirativas podían esperar, primero necesitábamos salvarla.

—¡Papá!—gritó un niño, sacándome de mis pensamientos—. ¡Me está rompiendo los robots!

—Bobby—dijo el doctor Chase distraídamente—, no rompas los robots de tu hermano.

—¡Yo soy Bobby!—protestó el chico.

—Eh... Matthew—se corrigió el doctor—, no rompas los robots de tu hermano.

—De acuerdo, papá...

El doctor se volvió hacía nosotros.

—Subamos a mi estudio. Por aquí.

—¿Cariño?—dijo una mujer, y en la sala apareció la madrastra de Annabeth secándose las manos con un trapo.

Era una mujer asiática, muy guapa, con reflejos rojizos en el cabello, el cual llevaba recogido en un moño.

—¿No me presentas a tus invitados?—preguntó.

—Ah—dijo el doctor Chase—. Éste es...—nos miró con aire inexpresivo.

—¡Frederick!—lo reprendió ella—. ¿No les preguntaste sus nombres?

Nos presentamos nosotros mismos, con algo de incomodidad, incluso si la señora Chase se veía agradable. Nos preguntó si teníamos hambre. Reconocimos que sí, y ella dijo que nos traería sandwiches y refrescos.

Mientras ella hablaba, en silencio me concentré, tratando de detectar cualquier clase de anomalía en su aura, pero no sentí nada raro, ninguna clase de poder latente. La señora Chase podría haber sido prácticamente cualquier cosa en el planeta, pero descendiente de un dios no era una de ellas.

—Querida—dijo el doctor—, vienen por Annabeth.

Casi me esperaba que la señora se pusiera como loca ante la sola mención de su hijastra, pero apretó los labios con aire preocupado.

—Muy bien. Acomódense en el estudio; en seguida les subiré una bandeja.—Me dirigió una sonrisa—. Encantada de conocerte, Percy. He oído hablar mucho de ti.







Subimos al primer piso y entramos al estudio del doctor.

—Vaya...—murmure, asombrado.

Las cuatro paredes estaban cubiertas de libros, pero lo que me llamó la atención de verdad fueron los modelos bélicos. Había una mesa enorme con tanques en miniatura y soldados combatiendo junto a un río pintado de azul y rodeado de colinas, arbolitos y demás cosas. Colgados del techo, un montón de biplanos antiguos se ladeaban en ángulos imposibles, como en pleno combate aéreo.

Chase sonrió.

—Sí. La tercera batalla de Ypres. Estoy escribiendo un trabajo sobre la importancia de los Spowith Camel en los bombardeos de las líneas enemigas. Creo que tuvieron un papel mucho más destacado del que se les ha reconocido.

—Demonios... si tuviese uno de estos sobre la Batalla de Kollaa en Finlandia... o de la Batalla de las Termópilas...

El doctor Chase se volvió para mirarme con un nuevo interés.

—¿Guerra de Invierno?

No pude evitar sonreír, divertido.

—A ver, quizá Finlandia perdió la guerra, pero básicamente le quitaron todo el poder de negociación de la Union Soviética. Un puñado de granjeros repelieron tanques, soldados y aviones valiéndose sólo de su conocimiento superior del territorio y de un increíble manejo de recursos. Y luego está Bélaya Smért...

—"La Muerte Blanca"—asintió el profesor, compartiendo mi emoción—. Tú y yo, joven, vamos a tener una larga conversación...

Me gustaba la idea, después de todo, en su mundo, Hércules había sido el mejor amigo de Ares, dios de la guerra, e incluso si los dioses habían dejado de intervenir en la tierra, eso jamás detuvo al fortachón de disfrutar de los conflictos desde la distancia.

Ademas, claro está, que el propio Hércules también había presenciado incontables campos de batalla a través de sus milenios de vida, si existía alguien que supiese de historia bélica, era yo, incluso si era casi en su totalidad involuntario.

Zoë se acercó al modelo sobre la mesa y estudió el campo de batalla.

—Las líneas alemanas estaban más alejadas del río.

El doctor Chase volvió inmediatamente toda su atención hacia ella.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque estaba allí—dijo sin darle importancia—. Artemisa quería mostrarnos lo horribles que son las guerras y cómo pelean los mortales entre sí. También lo estúpidos que son. Esa batalla fue un desastre completo.

El doctor abrió la boca, atónito.

—Tú...

—Es una cazadora, señor—explicó Thalia—. Pero no estamos aquí por eso. Necesitamos...

—¿Viste los Spowith Camel?—preguntó Chase, con la voz temblorosa por la emoción—. ¿Cuántos había? ¿En qué tipo de formación volaban?

—Señor—lo interrumpió Thalia—, Annabeth está en peligro.

Él reaccionó y dejó el biplano.

—Claro—dijo—. Cuéntenmelo todo.

No era fácil, pero lo intentamos. Entretanto, la luz de la tarde empezaba a decaer. Se nos acababa el tiempo.

Cuando terminamos, el doctor Chase se desmoronó en su butaca de cuero y se llevó una mano en la frente.

—Mi pobre y valiente Annabeth...—murmuró—. Debemos darnos prisa.

—Señor, necesitamos un vehículo para llegar a Tamalpais—dijo Zoë—. De inmediato.

—Los llevaré en auto. Sería más rápido volar en mi Camel, pero sólo tiene dos plazas.

—¡Espera! ¡Espera! ¡Espera! ¿Tiene un biplano de verdad?—pregunté.

—En el aeródromo de Crissy Field—contestó Chase muy orgulloso—. Por eso tuve que mudarme aquí. Mi patrocinador es un coleccionista privado y posee algunas de las mejores piezas de la Primera Guerra Mundial que se han conservado. Él me dejó restaurar el Spowith Camel...

—Señor—volvió a interrumpir Thalia—, con el auto está bien. Y quizá sería mejor que vayamos sin usted. Es demasiado peligroso.

El doctor arrugó el entrecejo, incómodo.

—Alto ahí, jovencita. Annabeth es mi hija. Con o sin peligro, yo... yo no puedo...

—¡Hora de merendar!—anunció la señora Chase, entrando con una bandeja llena de bocadillos de mantequilla de cacahuate, galletas recién sacadas del horno, pastillas de chocolate y vasos de Coca-Cola. Thalia y yo engullimos unas cuantas galletas mientras Zoë explicaba:

—Yo sé conducir, señor. No soy tan joven como aparento. Y prometo no destrozarle el coche.

La anfitriona levantó las cejas.

—¿Qué está sucediendo?

—Annabeth está en grave peligro—le explicó el doctor—. En el monte Tamalpais. Yo los llevaría, pero... no es apto para mortales, al parecer.—Dio la impresión de que le costaba pronunciar esa última parte.

Yo pensaba que la señora Chase se negaría. Vamos, ¿qué padres mortales permitirían que tres menores que ni siquiera conocían se llevasen prestado su auto?

Para mi sorpresa, ella asintió.

—Será mejor que se pongan en marcha, entonces.

—¡Bien!—el doctor se levantó de un salto y empezó a palparse los bolsillos—. Mis llaves...

Su mujer dio un suspiro.

—¡Por favor, Frederick! Serías capaz de perder hasta los sesos si nos los llevases envueltos en esa gorra. Las llaves están en el colgador de la entrada.

—Ah, sí, eso es.

Zoë agarró un sandwich.

—Gracias, a los dos. Ahora hemos de irnos.

Salimos del estudio y bajamos las escaleras corriendo, con los Chase detrás.

Cuando ya nos íbamos, la señora Chase me detuvo un momento.

—Percy—me dijo—. Por favor, dile a Annabeth... que aún tiene aquí un hogar, ¿de acuerdo? Recuérdaselo.

Eché un último vistazo all desbarajuste de la sala, donde los hermanos de Annabeth seguían discutiendo y tirando piezas de lego por todas partes. La casa entera seguía oliendo a galletas recién horneadas. No era un mal lugar para vivir, pesé.

—Se lo diré—prometí.

Corrimos hacia un Volkswagen descapotable amarillo, estacionado en el sendero. El sol estaba ya muy bajo. Calculé que nos quedaba menos de una hora para salvar a Annabeth.







—¿Esta cosa no va más rápido?—preguntó Thalia.

Zoë le lanzó una mirada furibunda.

—No puedo controlar el tráfico.

—Suenan igual que mi madre—bufé.

—¡Cállate!—respondieron al unísono.

Avanzábamos serpenteando entre los coches por el Golden Gate. El sol se hundía ya en el horizonte cuando llegamos por fin al condado de Marin y salimos de la autopista.

Ahora la carretera era estrechísima y avanzaba en zigzag rodeada de bosques, subiendo montañas y bordeando escarpados barrancos. Zoë no disminuyó la velocidad.

—¿Por qué huele a pastillas para a tos?—pregunté.

—Son eucaliptos—repuso ella, señalando los enormes árboles que nos rodeaban.

—¿Esa cosa que comen los koalas?

—Y los monstruos—contestó—. Les encanta masticar las hojas. Sobre todo a los dragones.

—¿Los dragones mastican hojas de eucalipto?

—Créeme—dijo Zoë—, si tuvieras el aliento de un dragón, tú también las mascarías.

No se lo discutí, pero mantuve el ojo muy abierto. Ante nosotros se alzaba el monte Tamalpais. Supongo que, para ser una montaña, era más bien pequeña, pero parecía inmensa a medida que nos acercábamos.

—O sea, que ésa es la Montaña de la Desesperación—dije.

—Sí—respondió Zoë con voz tensa.

—¿Por qué la llaman así?

Ella permaneció en silencio durante casi un kilometro.

—Después de la Titanomaquia, muchos de los titanes fueron castigados y aprisionados. A Crono lo cortaron en pedazos y lo arrojaron al Tártaro. El general que comandaba a sus fuerzas, su mano derecha, fue encerrado ahí, en la cima de la montaña, junto al jardín de las Hespérides.

—El General—dije. Las nubes se iban arremolinando alrededor de la cumbre, como su la montaña las atrajera y las hiciera girar como peonzas.

Mi mente comenzó a trabajar a toda velocidad, extrayendo los pasajes de la vida de Hércules que se correspondían a mi situación actual.

Casi podía sentir el peso del cielo sobre mis hombros, y olía venir pronto el choque de dos deidades.

Un dios y un titán, ambos señores de la fortaleza.

Sacudí mi cabeza, no podía dejarme perder entre los recuerdos de Hércules, no en un momento como ese. La información era útil, pero si me dejaba llevar, terminaría con más preocupaciones de las que ya tenía.

Las nubes grises seguían espesándose sobre la montaña. Y nosotros nos dirigíamos hacia allí. Habíamos dejado el bosque atrás para internarnos en un espacio abierto plagado de barrancos y rocas.

Miré el mar cuando pasábamos por una curva que se abría a una gran panorámica y vi algo que me hizo dar un bote en el asiento.

—¡Miren!

Pero justo entonces terminamos de doblar la curva y el mar desapareció tras la montaña.

—¿Qué era?—preguntó Thalia.

—Un barco blanco—dije—. Junto a la playa. Parecía un crucero.

Abrió mucho los ojos.

—¿El de Luke?

Me habría gustado decir que no estaba seguro. Podía tratarse de una coincidencia. Pero yo sabía que no lo era. El Princesa Andrómeda, el crucero demoníaco de Luke, estaba anclado en la playa. Por eso lo había enviado al canal de Panamá. Era el único modo de navegar hasta California desde la costa Este.

Comencé a sentir un dolor fantasma en donde antes había estado mi ojo, la sangre corría por mi cuerpo a toda velocidad, y la furia se empezó a apoderar de mi mente.

—Vamos a tener compañía—discurrió Zoë con tono lúgubre—. El ejército de Crono.

—Cuando le ponga mis manos encima a ese hijo de perra...

—No—me interrumpió Thalia—. Él es mío, no voy a permitir que...

En ese mismo instante, se me erizó el vello de la nuca. Thalia se interrumpió con un grito:

—¡Frena! ¡Rápido!

Zoë pisó el freno a fondo sin hacer preguntas. El Volkswagen amarillo giró sobre sí mismo dos veces antes de detenerse al borde del barranco.

—¡Salten!—Thalia abrió la puerta, me empujó fuera y rodamos los dos por el suelo.

Y enseguida... ¡BOOOM!

Un rayo partió los cielos, y el auto del doctor Chase estalló como una granada amarilla. Los pedazos como metralla me hubiesen destrozado de no ser por el escudo de Thalia, que apareció sobre mí de repente.

Oí un sonido de lluvia metálica, y cuando abrí los ojos estábamos rodeados de chatarra. Una parte del guardabarros del Volkswagen se había quedado clavada en la carretera. El capó humeante todavía daba vueltas en el suelo. Había trozos de metal amarillo por todos lados.

Noté el sabor de humo en la boca y miré a Thalia.

—Me salvaste...

—"Uno perecerá por mano paterna..."—murmuró—. Maldito sea... ¡¿Es que piensa destruirme?! ¡¿A mí?!

Tardé un par de segundos es procesar sus palabras.

—No no no... oye—le dije—. No puede haber sido el rayo de Zeus. Ni hablar. El viejo no...

—¿De quién si no es él?

—Thalia, literalmente todas las deidades pueden lanzar rayos. No hay motivos para...

Ella sacudió la cabeza, furiosa.

—No. Tuvo que haber sido él.

Me negaba a creerlo. Zeus podía ser mochas cosas, cruel, despiadado y severo, pero no era un asesino a sangre fría. Él jamás trataría de matar a su hija sin ser agredido antes por ella.

O bueno, eso trataba de decirme, pero no estaba demasiado seguro sobre si mis pensamientos venían de mi corta y desagradable experiencia al lidiar con el rey de los dioses, o de los recuerdos mezclados de Hércules. Después de todo, incluso si en aquel mundo Zeus era un enano arrugado extremadamente violento, para Hércules seguía siendo su amado padre adoptivo.

—Si Zeus nos quisiera de verdad muertos, al grado de trasgredir las reglas antiguas para actuar, ya nos habría desintegrado molecula a molécula. El sujeto podría borrar continentes del mapa con un solo golpe de su rayo, por no mencionar de que puede manipular el universo y la realidad a su antojo.

Thalia se me quedo viendo fijamente, su energía parecía haberse desvanecido.

—Tú... lo conociste—murmuró—. Se me suele olvidar ese detalle...

Quería decir algo para reconfortarla, pero no sabía bien que hacer. Me imaginaba como debía de sentirse, saber que tu primo menor, que para colmo era el elegido de un dios de otro universo, había conocido a tu padre antes que tú misma.

—Yo no...—una terrible sensación recorrió mi columna—. Un momento. ¿Dónde esta Zoë? ¡Zoë!

Nos levantamos al mismo tiempo y corrimos de un lado para otro alrededor del Volkswagen destrozado. No había nadie dentro. Nada en la carretera. Miré por el precipicio, pero no vi ni rastro de ella.

—¡Zoë!—llamé.

De pronto me la encontré a mi lado, tirándome del brazo.

—¡Silencio, idiota! ¿Quieres despertar a Ladón?

—¿Ya llegamos?

—Estamos muy cerca—dijo—. Seguidme.

Había sábanas de niebla deslizándose por la carretera. Zoë atravesó una de ellas y, cuando la niebla pasó de largo, había desaparecido.

Thalia y yo nos miramos perplejos.

—Concéntrate en Zoë—me recomendó—. La estamos siguiendo. Metete en la niebla con esa idea en la cabeza.

—Un momento, Thalia. Lo que sucedió en el muelle... Quiero decir, lo de la Mantícora y el sacrificio...

—No quiero hablar de eso.

—¿Tú no habrías llegado a...? Bueno, ya me entiendes.

Ella vaciló.

—Estaba confundida. Nada más.

—Te lo repito, no fue Zeus quien lanzó el rayo. Fue Crono. Quiere manipularte, ponerte de su lado.

Ella respiró hondo.

—Percy, ya sé que lo dices para que me sienta mejor. Gracias. Pero ahora vamos. Hay que seguir adelante.

Suspiré.

—Como digas—concedí—. Pero antes...

Abaniqué el aire con fuerza, haciendo uso de mi fuerza divina. El simple movimiento creó huracanadas ráfagas de viento que despejaron la niebla en su totalidad. Zoë volvió a ser visible no muy lejos de nosotros.

—Después de ti.

Continuamos andando por la ladera. La carrera dejó paso a la tierra, flanqueada por hierba mucho más tupida. El sol trazaba en el mar una cuchilla sangrienta. La cima de la montaña, envuelta en nubes de tormenta, parecía más cercana y más poderosa. Había un solo sendero que conducía a la cumbre a través de un prado exuberante de flores y sombras: el jardín del crepúsculo, tal como lo había visto en sueños.







Las memorias de un distante pasado volvieron a mi cabeza, el viaje del Mensajero de la Justicia por completar su Éxodo y ascender al Olimpo. El lugar se veía distinto, la energía, las formas, las sensaciones, todo era muy diferente. Pero una cosa se mantenía igual en mi interior, el sentimiento de incertidumbre que me invadía.

De no ser por el enorme dragón, aquel jardín habría sido el lugar más hermoso que había visto en mi vida. La hierba brillaba a la luz plateada del anochecer y las flores eran de colores tan intensos que casi refulgía en la oscuridad. Unos escalones de mármol negro pulido ascendían a uno y otro lado de un manzano de diez pisos de altura. Cada rama relucía cargada de manzanas doradas.

Me faltan palabras para explicar por qué resultaban tan fascinantes. Nada más oler su fragancia, tuve la seguridad de que un mordisco de aquellas manzanas habría de resultar lo más delicioso que pudiese probar jamás.

—Las manzanas de la inmortalidad—dijo Thalia—. El regalo de boda de Zeus a Hera.

Me habría acercado para arrancar una si no hubiera sido por el dragón enroscado en el trono del árbol.

No sé exactamente en qué estarás pensando cuando digo "dragón", pero sea lo que sea, te aseguro que no es lo bastante espantoso. Su cuerpo de serpiente tenía el grosor de un cohete y lanzaba destellos con sus escamas cobrizas. Tenía más cabezas de las que yo era capaz de contar. Más o menos, como si se hubieran fusionado cien pitones mortíferas. Parecía dormido. Las cabezas—con todos los ojos cerrados—reposaban sobre la hierba enroscadas en un amasijo con aspecto de espagueti.

Ese monstruo no sólo era grande, sino también poderoso. Hercules no había podido enfrentarlo en su día. Me gustaba la idea de que siguiese durmiendo.

Las sombras que teníamos delante empezaron a agitarse. Se oía un canto bello y misterioso: como voces surgidas del fondo de un pozo. Iba a empuñar a Contracorriente, pero Zoë detuvo mi mano. Cuatro figuras temblaron en el aire y cobraron consistencia: cuatro jóvenes que se parecían mucho a Zoë, todas con túnicas griegas blancas. Tenían piel de caramelo. El cabello, negro y sedoso, les caía suelto sobre los hombros.

Era curioso, pero nunca me había dado cuenta de lo linda que era Zoë hasta que vi a sus hermanas, las hesérides. Era exactamente iguales a ella, preciosas, y seguramente muy peligrosas.

—Hermanas—saludó Zoë.

—No vemos a ninguna hermana—replicó una de ellas con tomo glacial—. Vemos a dos mestizos y una cazadora. Todos los cuales han de morir muy pronto.

—Nadie va a morir—gruñí, dando un paso al frente—. Diosas del ocaso, reconozcan que, a pesar del pasado o el peligro, el equilibrio ha de restaurarse. El sol debe dejar paso a la luna, y eso no sucederá amenos que salgan de nuestro camino.

Las tres me examinaron de arriba a abajo. Sus ojos parecían de roca volcánica: cristalinos y completamente negros.

—Perseus Jackson—dijo una de ellas.

—Sí—musitó otra—. El perpetuo dolor físico es notorio en su hablar y actuar. No entiendo por qué es una amenaza.

—Creanme, soy una amenaza mucho peor de lo que aparento.

La primera hespéride echó un vistazo atrás, hacia la cima de la montaña.

—Os temen, Perseus. Están descontentos porque pesa aún no os ha matado—dijo señalando a Thalia.

—Una verdadera tentación, a veces—reconoció ella—. Pero no, gracias. Es mi amigo.

—Aquí no hay amigos, hija de Zeus—dijo la hespéride secamente—. Sólo enemigos. Volved atrás.

—No sin Annabeth—replicó Thalia.

—Ni sin Artemisa—añadió Zoë—. Hemos de subir la montaña.

—Sabes que te matará—dijo la chica—. No eres rival para él.

—Quiza—reconoció Zoë—. Pero conozco a alguien que sí. El héroe que derrotó al Leon de Nemea con un único golpe, quien lucha por proclamarse como el faro de esperanza para dioses y hombres.

¿Eso era confianza mezclada con algo de admiración? ¿Estaba soñando acaso?

Una de las hermanas meneó con la cabeza.

—Los milenios no han conseguido enseñarte tu lección—respondió—. ¿Una vez más traicionarás a tu padre y hermanas por el amor a un hombre?

—No a un hombre, sino a un ideal—contraatacó Zoë—. Este chico, más que un individuo, aspira a convertirse en un símbolo. Algún día, por su mano, finalmente se hará justicia, completará el Éxodo de Hércules y trascenderá la barrera del entendimiento de nuestro universo, lo he visto, y sé que así será.

—Zoë...

No podía creer lo que estaba oyendo, y claramente no era el único, pues las diosas del ocaso estaban igualmente anonadadas.

—Tú, de entre todo el cosmos, ¿te atreves a pronunciar el nombre de "La Gloría de Hera" en nuestro sagrado jardín?

La cazadora alzó su arco y cargó una flecha.

—¿Qué os puedo decir? Con frecuencia... hemos de darle nuestros propios significados a los mitos.

Zoë disparó, y las tres hermanas se dispersaron entre chillidos, disolviéndose en el aire. Sus voces, como un eco del pasado, se perdieron en el aire:

"Conoceréis a la muerte siguiendo un destino peor del que universo os tenía reservado"

Ninguno de los tres habló mucho durante los siguientes minutos. Tan silenciosamente como pudimos nos escabullimos por el perímetro del jardín, manteniéndonos tan alejados como pudimos del árbol celestial y su guardián.

—Una serpiente para resguardar el fruto prohibido, digno de los jardines del Edén...—murmuré—. Aunque he de decir que este monstruo se nota más agradable que aquel de los abrahámicos.

Zoë miró con nostalgia, arrepentimiento y tristeza a la criatura que dormitaba pacíficamente en el centro del jardín.

—Ladón... mi pequeño dragón—murmuró con pesar—. Yo le alimentaba con mis propias manos, amaba la carne de cordero...

Deseaba reconfortarla, pero no me venían las palabras a la mente.

—Yo... lo lamento, Zoë. Si hay algo que...

—Déjalo—me pidió—. En el pasado, abandone el paraíso por aquello que creí correcto, y hoy, una vez más, lo hago. No obstante, a diferencia de la antigüedad, cuento con la certeza de que voy por el buen camino, ya no hay duda o arrepentimiento en mi actuar.

Subimos la cuesta mientras las hespérides reanudaban su canto en las sombras que habíamos dejado atrás. Su música ya no me pareció tan bonita, sino más bien como un requiem dirigido a la traición.







La cima de la montaña estaba sembrada de ruinas, llena de bloques de granito y de mármol negro tan grandes como una casa. Había columnas rotas y estatuas de bronce que daban la impresión de haber sido fundías en buena parte.

—Las ruinas del monte Othrys—susurró Thalia con un termo reverencial.

—Sí—dijo Zoë—. Antes no estaban aquí. Es mala señal.

—La fortaleza de los titanes...—murmuré—. Creí que Zeus la había desintegrado con un rayo. ¿Cómo es que sus restos están aquí?

Thalia miraba alrededor con cautela mientras sorteábamos los cascotes, los bloques de mármol y los arcos rotos.

—Se desplaza en la misma dirección que el Olimpo—dijo—. Siempre se haya en los márgenes de la civilización. El hecho de que esté aquí, en esta montaña, no indica nada bueno.

Fruncí el ceño.

—Pero si aquí también está el jardín de las Hespérides... quiere decir que de alguna manera, la fortaleza de los titanes y el pilar del cielo se han sobrepuesto uno entre el otro...

—¿El pilar del cielo?—cuestionó Thalia.

Zoë asintió muy lentamente.

—La montaña de Atlas. Desde donde él sostiene... desde donde sostenía el cielo.

Habíamos llegado a la cumbre. A unos metros apenas, los grises nubarrones giraban sobre nuestras cabezas en un violento torbellino, creando un embudo que casi parecía tocar la cima, pero que reposaba en realidad sobre los hombros de una joven de cabello castaño rojizo, cubierta con los andrajos de un vestido plateado.

—¡Artemis/Mi señora!—gritamos Zoë y yo al unísono.

Allí estaba ella: sujeta con cadenas de bronce celestial. Justo lo que había visto en mi sueño. Y no era el techo de una caverna lo que se veía obligada a sostener. Era la bóveda celeste, la infinidad compuesta por Urano, el Aether y el Caos Primigenio.

Tratamos de correr hacía ella. Pero Artemis gritó:

—¡Deténganse! ¡Es una trampa! ¡Deben huir ahora mismo!

Parecía exhausta y estaba empapada de sudor. Yo había visto a dioses morir y sufrir de incontables formas a través de mis memorias del otro mundo. No obstante, jamas había imaginado que una deidad pudiese sentir tanta agonía. El peso del cielo era a todas luces demasiado para ella.

Zoë sollozaba. Pese a las protestas de Artemis, se adelantó y empezó a tirar de las cadenas.

Entonces retumbó una voz a nuestras espaldas.

—¡Ah, qué conmovedor!

Nos dimos media vuelta. Allí estaba el General, con su traje de seda marrón. Tenía a Luke a su lado y también a media docena de dracaenae que portaban el sarcófago de Crono. Junto a Luke, Annabeth con las manos a la espalda y una mordaza en la boca. Él apoyaba la punta de la espada en su garganta.

Me congelé, mientras sentía el pánico apoderarse de mi cuerpo. En mi mente se repetía en bucle una y otra vez la escena de la muerte de Bianca.

Miré a Annabeth a los ojos, como si de ese modo ella pudiese responder a todas mis preguntas. Pero ella solamente me enviaba un mensaje: "Huye".

—Luke—gruñó Thalia—, suéltala.

Él esbozó una sonrisa endeble y pálida. Tenía un aspecto mucho peor que el de la última vez que nos vimos.

—Esa decisión está en manos del General, Thalia. Pero me alega verte una vez más. Te dije que nuestra reunión llegaría pronto, ¿no es así?

Thalia le escupió en respuesta.

El General rió entre dientes.

—Ya vemos en qué ha quedado esa vieja amistad. Y en cuento a ti, Zoë, ha pasado mucho tiempo... ¿Cómo está mi pequeña traidora? Voy a disfrutar matándote.

—No le contestes—gimió Artemis—. No lo desafíes.

Alcé mis ojos hacia los del General.

—Atlas, titán de la fortaleza, ¿verdad?

La deidad me estudió con la mirada.

—Ah... tu debes ser el autoproclamado Mensajero de la Justicia—sonrió—. Escuché que buscas mi titulo como señor de la fuerza. Será un placer aplastar tus sueños junto con todos tus huesos, tan pronto como me haya ocupado de esta desgraciada muchacha.

—No vas a hacerle ningún daño a Zoë—dije—. ¿Quieres acabar con ella? Tendrás que pasar sobre mí. ¿Quieres aplastarme a mí? Tendrás que pasar sobre el dios de la fortaleza.

El General sonrió desdeñoso.

—No tienes derecho a inmiscuirte, pequeño héroe. Esto es un asunto de familia.

Miré a Zoë, quien asintió lentamente con la cabeza. Luego, volví a encarar al titán.

—La última vez que revisé, la habían desheredado. Y aunque no fuese así, ¿no somos todos los presentes descendientes del Caos?

Zoë se paró a mi lado y le sostuvo la mirada a su padre.

—Sólo te diré esto una vez, Atlas—escupió—. Libera a Artemisa.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro