Asesinato accidental:
Fue idea de Annabeth.
En Las Vegas nos hizo subir a un taxi como si realmente tuviéramos dinero y le dijo al conductor:
A Los Ángeles, por favor.
El taxista mordisqueó su puro y nos dio un buen repaso.
—Eso son quinientos kilómetros. Tendrán que pagarme por adelantado.
—¿Acepta tarjetas de débito de los casinos?—preguntó Annabeth.
Se encogió de hombros.
—Algunas. Lo mismo que con las tarjetas de crédito. Primero tengo que comprobarlas.
Annabeth le tendió su tarjeta verde LotusCash. El taxista la miró con escepticismo.
—Pásela—le animó Annabeth.
Lo hizo.
El taxímetro se encendió y las luces parpadearon. Marcó el precio del viaje y, al final, junto al signo de dolar apareció el símbolo de infinito. Al hombre se le cayó el puro de la boca. Volvió a mirarnos, esta vez con los ojos como platos.
—¿A qué parte de Los Ángeles... esto, alteza?
—Al embarcadero de Santa Mónica.—Annabeth se irguió en el asiento, muy ufana con lo de "alteza"—. Si nos lleva rápido, puede quedarse el cambio.
Creo que no debería haberle dicho aquello.
El velocímetro del coche no bajó de ciento cincuenta en ningún momento a través del desierto del Mojave.
En la carretera tuvimos tiempo de sobra para hablar, y de pasada de comer las hamburguesas que me había llevado del casino. Les hablé del sueño que tuve en el camión, pero los detalles se volvieron borrosos al intentar recordarlos. El Casino Loto parecía haber provocado un cortocircuito en mi memoria. No recordaba de quien era la voz del sirviente invisible, aunque estaba seguro de que era alguien que conocía. El sirviente había llamado al monstruo del foso algo más aparte de "mi señor". Había usado un nombre o título especial...
—¿El silencioso?—sugirió Annabeth—. ¿Plutón? Ambos son nombres para Hades.
—No—aseguré—. Y tampoco "hospitalario" ni "de prudente consejo". Sencillamente no creo que se refiera a Hades.
—Ese salón del trono se asemeja al de Hades—intervino Grover—. Así suelen describirlo, tiene que ser él.
Negué con la cabeza.
—Aquí falla algo. El salón del trono no era la parte principal del sueño. Y la voz del foso... No sé. Es que no sonaba como la voz de un dios.
Los ojos de Annabeth se abrieron como platos.
—¿Qué piensas?—le pregunté.
—Eh... nada. Sólo que... No, tiene que ser Hades. Quizá envió al ladrón, esa persona invisible, por el rayo maestro y algo salió mal...
—¿Como que?
—No... no lo sé—dijo—. Pero si robó el símbolo de poder de Zeus del Olimpo y los dioses estaban buscándolo... Me refiero a que pudieron salir mal muchas cosas. Así que el ladrón tuvo que escoger el rayo, o lo perdió. En cualquier caso, no consiguió llevárselo a Hades. Eso es lo que la voz dijo en tu sueño, ¿no? El tipo fracasó. Eso explicaría por qué las Furias lo estaban buscando en el autobús. Tal vez pensaron que nosotros lo habíamos recuperado.—Annabeth palideció.
—Pero si ya hubieran recuperado el rayo—contesté—, ¿por qué habrían de enviarme a Helheim?
—Para amenazar a Hades—sugirió Grover, ya resignado a que así seria como yo le llamaría al Erebo—. Para hacerle chantaje o sobornarlo para que te devuelva a tu madre.
Dejé escapar un silbido.
—Menudos pensamientos malos tienes para ser una cabra.
—Vaya, gracias.
—Pero la cosa del foso dijo que esperaba dos objetos—repuse—. Si el rayo maestro es uno, ¿cuál es el otro?
Grover meneó la cabeza. Annabeth me miraba como si supiera mi próxima pregunta y deseará que no la hiciese.
—Tú sabes lo qué hay en el foso, ¿verdad?—le pregunté—. Vamos, si no es Hades...
—Percy... no hablemos de ello. Porque si no es Hades... No; tiene que ser Hades.
Así que yo estaba aferrado a que no era Hades, y ellos a que sí lo era.
No me animé a hablarles de mi ultimo sueño, ni de como el dolor estaba peor que de costumbre. Sabía que se preocuparían, no podía permitirme eso ahora.
Sabía que me faltaba información, información básica y crucial. Odiaba como todo en mi vida parecía ser un rompecabezas con piezas faltantes. La marca en mi piel, la posible aparición de la diosa Artemis cuando era pequeño, el ladrón del rayo...
Nada tenía sentido, y solamente me hundía más en ese abismo de misterios que parecían llevar a sitios aún más oscuros y retorcidos.
Estaba convencido de que Hades era inocente en todo esto, pero aún así me dirigía hacia el a ciento cincuenta kilómetros por hora. Realmente esperaba poder obtener algo de información de él, por algo debía ser llamado Hades Eubuleo: "Hades el de prudente consejo"
Sabía que teníamos el tiempo en contra, pero mis instintos me decían que obtendría respuestas en el inframundo de alguna u otra forma.
Al anochecer, el taxi nos dejó en la playa de Santa Monica. Tenía el mismo aspecto que tienen las playas de Los Ángeles en las películas, aunque olía peor.
Grover, Annabeth y yo caminamos hasta la orilla.
—¿Y ahora qué?—preguntó Annabeth.
El Pacífico se tornaba oro al ponerse el sol. Pensé cuánto tiempo había pasado desde la playa de Montauk, en el otro extremo del país, donde contemplaba un océano diferente. ¿Cómo podía haber un dios que controlara todo aquello? ¿Y cómo podía ser yo el hijo del alguien tan poderoso?
Me metí en las olas al instante, más que nada para aliviar el dolor de la marca. Me sorprendí gratamente al descubrir que en lugar de atenuarse y adormilarse, el dolor desaparecía en su completa totalidad al contacto con el agua salada.
—¡Percy!—llamó Annabeth—. ¿Qué estás haciendo?
Seguí caminando más y más, hundiéndome cada vez más profundo en el agua.
Ella seguía gritando a mis espaldas.
—¿No sabes lo contaminada que está el agua? ¡Hay todo tipo de sustancias tóxicas!
En ese momento metí la cabeza bajo el agua.
Al principio aguanté la respiración. Es difícil respirar agua intencionadamente. Al final ya no pude aguantarlo. Tragué... No había duda, respiraba con normalidad.
Bajé hasta los bancos. No se veía nada con aquella oscuridad, pero de algún modo sabía donde estaba todo.
Sentí una caricia la pierna. Miré hacia abajo y por poco subo hasta la superficie como un misil. Junto a mí había un tiburón mako de un metro y medio de longitud.
Pero él no atacaba. Tan sólo me olisqueaba. Me seguía como un perrito. Le toqué la aleta dorsal con cautela y el tiburón corcoveó un poco, como invitándome a agarrarme con fuerza. Me así a la aleta con las dos manos y el escualo salió disparado, arrastrándome con él. Me condujo hacia la oscuridad y me depositó en el límite mismo del océano, donde el banco de arena se despeñaba hacia un enorme abismo. Era como estar al borde del Gran Cañón a medianoche, sin ver demasiado pero consciente de que el vacío está justo ahí.
Sabía que estaba a cincuenta metros por debajo de la superficie, y sabía que la presión debería de haberme aplastado, y por supuesto sabía que no debería de estar respirando.
Entonces algo brillo en la oscuridad de abajo, algo que se volvía mayor a medida que ascendía hacia mí. Una voz de mujer muy parecida a la de mi madre, debo decir, me llamó:
—Percy Jackson.
Siguió acercándose y su forma se hizo más clara. Una mujer de cabello negro que llevaba un vestido de seda verde iba montada en un hipocampo.
Desmontó. El caballo marino y el tiburón macó se apartaron y empezaron a jugar entre ellos. La dama submarina me sonrió.
—Has llegado lejos, Percy Jackson. Bien echo.
No estaba muy seguro de cómo debía comportarme, así que hice una reverencia.
—¿Sois la mujer que me habló en el río Misisipi?
—Sí, niño. Soy una nereida, un espíritu del mar. No fue fácil aparecer tan río arriba, pero las náyades, mis primas de agua dulce, me ayudaron a mantener mi fuerza vital. Honran al señor Poseidón, aunque no le sirven en su corte.
—¿Y vos sí le servís en su corte?
Asintió.
—Hacía mucho que no nacía un niño del dios del mar. Te hemos observado con gran interés.
De repente recordé los rostros en las olas de las playas de Montauk cuando era un niño, reflejos de mujeres sonrientes. Como en tantas otras cosas raras en mi vida, no había vuelto a pensar en ello.
—Si mi padre está tan interesado en mí—dije—, ¿por qué no está aquí? ¿Por qué no habla conmigo?
Una corriente fría se alzó de las profundidades.
—No juzgues al Señor del Mar demasiado severamente—me aconsejó la nereida—. Se encuentra al borde de una guerra no deseada. Tiene muchos problemas que resolver. Además, se le prohíbe ayudarte directamente. Los dioses no pueden mostrar semejantes favoritismos.
—¿Ni siquiera con sus propios hijos?
—Especialmente con ellos. Los dioses sólo pueden actuar por influencia indirecta. Por eso yo te doy un aviso, y un regalo.
Extendió la mano y en su palma destellaron tres perlas blancas.
—Sé que te diriges al reino de Hades—prosiguió—. Pocos mortales lo han hecho y sobrevivido para contarlo: Orfeo, que tenía una gran habilidad musical; Hércules, dotado de enorme fuerza; Houdini, que podía escapar incluso de las profundidades del Tártaro. ¿Tienes alguno de esos talentos?
Me tardé un poco en responder, la verdad, estaba algo distraído pensando en que podría agregar a Michel Nostradamus a esa lista, aunque no entendía del todo por qué.
—Yo... pues no, señora... creo...
—Ah, pero tienes algo más, Percy. Posees dones que sólo estás empezando a descubrir. Los oráculos han predicho un futuro grande y terrible para ti, si sobrevives hasta la edad adulta. Poseidón no va a permitir que mueras antes de tiempo. Así pues, toma esto, y cuando te encuentres en un apuro rompe una perla a tus pies.
—¿Qué pasará?
—Eso dependerá de la necesidad. Pero recuerda: lo que es del mar siempre regresa al mar.
—¿Qué hay de la advertencia?
Sus ojos emitieron destellos verdes.
—Haz lo que te dicte el corazón, o lo perderás todo. Hades se alimenta de la duda y la desesperanza. Te engañará si puede, te hará dudar de tu propio juicio. En cuanto estés en su reino, jamás te dejará marchar voluntariamente. Mantén la fe. Buena suerte, Percy Jackson.
Llamó a su hipocampo, montó y cabalgó hacia el vacío.
—¡Espera!—grité—. En el río me dijisteis que no confiara en los regalos. ¿Qué regalos?
—¡Adiós, joven héroe!—se despidió mientras su voz se desvanecía en las profundidades—. ¡Escucha tu corazón!
Se convirtió en una motita de luz verde y desapareció.
Admito que estuve tentado por un segundo a seguirla y conocer la corte de Poseidón, pero entre que sabía que tenía una misión que terminar, y que algo en mi interior me decía que mientras más alejado del Tirano de los Mares era mejor, volví a la superficie.
Cuando llegué a la playa, mis ropas se secaron al instante. Les conté a Grover y Annabeth todo lo ocurrido y les enseñé las perlas.
Ella hizo una mueca.
—No hay regalo sin precio.
—Lo sé... pero ignoro cual sea este.
—En cualquier caso, tenemos que irnos—urgió Grover—. Se nos acaba el tiempo.
Usamos las monedas que nos quedaban en la mochila de Ares para tomar un autobús hasta West Hollywood.
Preguntamos por los estudios de grabación El Otro Barrio al conductor, pero él no sabía dónde estaban.
Bajamos del autobús y caminamos varios kilómetros preguntando por el estudio, pero nadie parecía conocerlo. También tuvimos que escondernos en callejones para evitar los coches de policía.
Me quedé atónito delante de una tienda de electrodomésticos: en la televisión estaban emitiendo una entrevista con alguien que me resultaba muy conocido: mi padrastro, Gabe el Apestoso. Estaba hablando con la célebre presentadora Barbara Walters; quiero decir, en plan como si fuera famoso. Ella estaba entrevistándolo en nuestro apartamento, en medio de una partida de póquer, y a su lado había una mujer joven y rubia, dándole palmaditas en la mano.
Una lagrima falsa le brillo en su mejilla. Estaba diciendo:
"De verdad, señora Walters, de no ser por Sugar, aquí presente, mi consejera en la desgracia, estaría hundido. Mi hijastro se llevó todo lo que me importaba. Mi esposa... mi Camaro... L-lo siento. Todavía me cuesta hablar de ello"
"Lo han visto y oído, queridos espectadores"—Barbara Walters se volvió hacia la cámara—. "Un hombre destrozado. Un adolescente con serios problemas. Permítanme enseñarles, una vez más, la última foto que se tiene del joven y perturbado fugitivo, tomada hace una semana en Denver"
En la pantalla apareció una imagen granulada de Grover, Annabeth y yo de pie fuera del restaurante Colorado, hablando con Ares.
"¿Quiénes son los otros niños de esta foto?"—preguntó Barbara Walters dramáticamente—. "¿Quién es el hombre que está con ellos? ¿Es Percy Jackson un delincuente, un terrorista o lo víctima de un lavado de cerebro a manos de una nueva y espantosa secta? Tras la publicidad, charlaremos con un destacado psicólogo infantil. Sigan sintonizándonos"
—Vamos—me dijo Grover. Tiró de mi antes de que destrozara el escaparate de un puñetazo.
Cayó la noche y los marginados empezaron a merodear por las calles. Poco a poco perdía la esperanza de encontrar la entrada al Helheim. Nos cruzamos con miembros de bandas, vagabundos y gamberros que nos miraban intentando calibrar si valía la pena atracarnos. Al pasar por delante de un callejón, una voz me llamó desde la oscuridad.
—Eh, tú.—Como un idiota, me paré.
Antes de que nos diéramos cuenta, estábamos rodeados por una banda. Seis chicos con ropa cara y rostros malvados. Como los de la academia Yancy: mocosos ricos jugando a ser chicos malos.
Instintivamente destapé el bolígrafo, y cuando la espada apareció de la nada los chavales retrocedieron, pero el cabecilla era muy idiota, siguió acercándoseme empuñando una navaja automática.
Ataqué.
Él gritó. Claramente era un ciento por ciento humano, porque la hoja lo atravesó sin hacerle daño alguno. Eso no me detuvo, continué con mi embate hasta que lo noqueé de un golpe en la cabeza con la empuñadura de la espada.
El baboso cayó al suelo temblando.
—¿Alguien más?—gruñí. No tenía ni el tiempo ni la paciencia para lidiar con ellos.
Le metí un puñetazo en el estómago al siguiente que se intentó acercar, dejándolo en el suelo y sin aire.
Eso bastó mara mandar el mensaje y el resto se alejó corriendo entre gritos.
Bufé.
—Idiotas.
Grover miró a uno de los dos chicos del suelo, éste seguía temblando con los ojos en blanco.
—¿Está bien...?
—No lo sé, eso espero—dije—. No es que me guste andar golpeando idiotas por la calle, pero se nos acaba el tiempo. Grover, ¿hueles algo?
El olisqueó el aire.
—Huelo... hay un monstruo... cerca—murmuró nervioso.
—¿Dónde?—pregunté, esperando que éste me diera una pista para llegar al inframundo.
Grover señaló una dirección.
—Por aquí.
Caminamos hasta llegar al Palacio de las Camas de Agua Crusty, no sonaba el lugar más monstruoso de todos, pero supuse que la nariz de Grover no se equivocaba.
De inmediato, nos recibió un gigantesco hombre totalmente calvo. De piel grisácea y sonrisa reptiloide. Se acercaba lentamente, pero daba a entender que se podía mover con rapidez si quería.
—¡Soy Crusty!—dijo—. ¡Bienvenidos al Palacio de las Cama...!—se detuvo en seco al ver mi espada—. Semidioses...
—El el es monstruo—decidió Annabeth.
Lo siguiente pasó demasiado rápido. Intenté ser amable y pedirle indicaciones para llegar al inframundo educadamente, pensando qué tal vez el sujeto no quería hacernos nada malo...
Pero ni siquiera alcancé a abrir la boca para cuando él se abalanzó sobre nosotros. Balanceé la espada y le rebané la cabeza.
—Lo siento...—me disculpé con el cadáver que se disolvía en polvo.
—¿Por qué te disculpas?—preguntó Annabeth—. Sólo es un monstruo, que intentó matarnos, además.
Me encogí de hombros.
—Tal vez él únicamente era un monstruo bienintencionado que quería ganarse la vida vendiendo camas de agua—me excuse.
—Pues claramente no era así—gruñó Grover.
—Nunca lo sabremos—dije—. Tal vez sólo entró en pánico y por eso atacó, o tal ves si quería matarnos, jamás lo descubriremos.
Annabeth rodó los ojos.
—Está bien, ¿para qué querías venir aquí?
—Esperaba pedir indicaciones al monstruo sobre el inframundo, pero...
Miré el tablón de anuncios detrás del mostrador de este tal Crusty. Había un anuncio del servicio de entregas Hermes Exprés, y otro del "Nuevo y completo compendio de la Zona Monstruo de Los Ángeles: ¡Las únicas páginas amarillas monstruosas que necesita!" Debajo, un panfleto naranja de los estudios de Grabación El Otro Barri ofrecía incentivos por las almas de los héroes. "¡Buscamos nuevos talentos!" La dirección de EOE estaba indicada debajo con un mapa.
—Eso es conveniente—me encogí de hombros mientras tomaba el panfleto—. El inframundo está a solo una manzana de aquí.
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