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Aprendo a criar zombis:


Me sorprendí al descubrir que nos dejarían la furgoneta.

Normalmente Argos nos llevaba en las búsquedas a la ciudad y de allí nos las teníamos que arreglar por nuestra cuenta. Pero esta vez simplemente nos entregaron las llaves del vehículo para que nosotros nos encargásemos de todo.

—Yo conduzco—dijeron Thalia y Zoë a la vez.

Y, lo siento Thalia, pero después de lo del autobús de Apolo, me sentía mejor confiándole el volante a Zoë, lo mismo pensaban Bianca y Grover.

Cruzamos Manhattan con un miedo constante de que nos detuviese algún oficial, porque definitivamente Zoë no aparentaba los dieciséis años. Atravesamos el túnel Lincoln y seguimos hacia el sur hasta que finalmente paramos en un área de descanso en Maryland.

Yo había decidido desconectarme un poco de la realidad. Zoë y Thalia no paraban de pelear, y Zoë irradiaba hostilidad hacia mí, incluso si no me dirigía una sola palabra. Yo me limité a guardar silencio y a tratar de dormir un poco para pasar el tiempo.

Estuve sólo un rato en la furgoneta mientras esperaba a los demás, que habían bajado a un supermercado. En ese tiempo pensé en lo que me había dicho Dioniso en el campamento y en la reacción de Zoë en la reunión de líderes. ¿Qué pudo haberle sucedido en el pasado para estar tan resentida con cualquier héroe del género masculino?

Finalmente el resto salió del local, hablando entre ellos con aire desconfiado:

—¿Estás seguro, Grover?—decía Thalia.

—Eh... bastante seguro. Al noventa y nueve por ciento. Bueno, al ochenta y cinco.

—¿Y lo has hecho con unas simples bellotas?—preguntó Bianca con incredulidad.

Grover pareció ofendido.

—Es un conjuro de rastreo consagrado por la tradición. Y bueno, estoy bastante seguro de haberlo hecho bien.

—Washington está a unos cien kilómetros—dijo Bianca—. Nico y yo...—Frunció el entrecejo—. Vivíamos allí. Que... qué extraño. Se me había olvidado.

—Esto no me gusta—murmuró Zoë—. Deberíamos dirigirnos directamente al oeste. La profecía decía al oeste.

—Como si tu destreza para seguir el rastro fuese mejor, ¿no?—refunfuñó Thalia.

Zoë dio un paso hacia ella.

—¿Cómo osas poner en duda mi destreza, bellaca? ¡No tienes ni idea de lo que es una cazadora!

—¿Bellaca? ¿Me llamas bellaca? ¿Qué demonios significa eso?

—¡Ey, ustedes!—las llamé, asomando la cabeza por la ventanilla de la furgoneta—. ¡No empiecen otra vez!

—Percy tiene razón, no sirve de nada pelear—añadió Bianca—. Y, como dice Grover, Washington parece ser nuestra mejor alternativa.

Zoë no parecía convencida, pero asintió a regañadientes.

—Muy bien. En marcha.

—Vas a conseguir que nos detengan por empeñarte en conducir—rezongó Thalia—. Yo aparento más que tú los dieciséis.

—Quizá—respondió Zoë—. Pero yo llevo condiciendo automóviles desde que los inventaron. Vamos.







Seguimos hacia el sur un tiempo más. Cruzamos el río Potomac y entramos en el centro de Washington.

Finalmente bajamos de la furgoneta. Grover señaló a uno de los grandes edificios que se alinean frente al National Mall.

—Hay un fuerte olor a monstruos viniendo de ese lugar—nos dijo—. Artemisa tuvo que haber parado aquí durante búsqueda.

Thalia asintió y todos empezamos a andar azotados por un viento helado. Entonces me quedé petrificado.

—Miren, discretamente—les señalé.

Una manzana más allá, de un auto negro bajó un hombre de cabello gris cortado al estilo militar. Llevaba lentes oscuros y un abrigo negro. El tipo sacó un teléfono móvil y habló un momento. Luego miró alrededor, como asegurándose de que no había nadie a la vista, y echó a andar por el Mall siguiéndonos bastante discretamente.

Únicamente logré notarlo tras haberlo visto de reojo en el reflejo de las ventanas de los edificios. Como le dije a Nico, después de haber perdido un ojo, aprendí a prestar atención a cada mínimo detalle para así compensar mi falta de visión.

Y por supuesto que reconocí a aquel hombre, era el doctor Espino, la Mantícora de Westover Hall.

—Ese auto...—murmuró Zoë—. Nos ha estado siguiendo por carretera durante kilómetros.

—Yo lo vigilaré—propuse—. Si simplemente quisiese atacarnos, ya lo habría hecho, aquí pasa algo más.

—¿Y por qué serás tú quien lo vigile?—preguntó Zoë, hostilmente.

—Porque yo soy quien tiene la gorra de invisibilidad—terminé, sacando la gorra de Annabeth de mi bolsillo—. Los veo luego.

Me adelanté de ellos, me metí en un edificio y me puse la gorra, desapareciendo en el acto. Luego, volví a salir al exterior y seguí a mis amigos a la distancia, vigilando constantemente a la Mantícora.







Espino se mantenía bastante alejado de mis amigos, y hacía todo lo posible para no ser visto, sin saber que nosotros ya habíamos reparado en su presencia.

Pensé en simplemente acercarme a él por detrás y matarlo silenciosamente, pero presentía que había algo más en todo el asunto, así que decidí esperar a ver que hacía.

Grover se detuvo por fin en un gran edificio con un letrero que rezaba: "Museo Nacional del Aire y Espacio" el Instituto Smithsoniano, yo había estado allí con mi madre hacía años, sólo que entonces todo me parecía mucho más grande.

Thalia tanteó la puerta. Estaba abierto, sí, aunque no había mucha gente que entrara. Hacía demasiado frío y no era época escolar. Los cuatro se deslizaron hacia el interior.

El doctor Espino vaciló. Al parecer, no quería entrar en el museo. Dio media vuelta y se encaminó al otro lado del Mall. Yo lo seguí desde no muy lejos, tratando de averiguar que se traía entre manos.

Cruzó la calle y subió las escaleras del Museo de Historia Natural. Había un gran cartel en la puerta. A primera vista leí: "Cerrado por las fueras". Deduje que tenía que ser "fiestas".

Entré tras él y lo seguí por una gran sala llena de esqueletos de dinosaurios y mastodontes. Se oían voces al fondo, tras unas grandes puertas. Fuera había dos centinelas. Le abrieron a Espino y tuve que apresurarme antes de que las cerraran.

Lo que vi allí adentro fue realmente espantoso.

Me hallaba en una enorme estancia redonda, con una galería que la rodeaba un metro por encima del suelo. En aquella galería había al menos una docena de guardias mortales, además de un par de monstruos: dos dracaenae de Escitia.

Pero eso no era lo peor. Entre las dos mujeres-serpiente—y habría jurado que mirándome—estaba mi viejo enemigo Luke. Tenía un aspecto terrible: la piel lívida como la cera, y el cabello—antes rubio—casi del todo gris, como si hubiera envejecido diez años en unos meses. Aún conservaba el brillo colérico de sus ojos, y también la cicatriz de la mejilla, donde un dragón lo había arañado una vez. Pero la cicatriz tenía ahora un feo color rojizo, como si se le hubiese vuelto a abrir hace poco.

Junto a él, sentado de modo que las sombras lo ocultaban, había otro hombre. Lo único que le veía eran los nudillos, aferrados a los brazos dorados de su silla, que parecía más bien un trono.

—¿Y bien?—preguntó el hombre de la silla. Su voz era igual que la que había oído en mi sueño: no la voz espeluznante de Crono, sino más profunda, más grave, como si la tierra misma se hubiera puesto a hablar. Su resonancia llenaba la sala pese a que no estaba gritando.

El doctor Espino se quitó los lentes oscuros. Sus ojos de dos colores, marrón y azul, relucían de pura excitación. Después de una rígida reverencia, habló con su extraño acento francés.

—Están aquí, General.

—Eso ya lo sé, idiota—respondió el nombre com voz tonante—. Pero ¿dónde?

—En el museo de cohetes,

—El Museo de Aire y Espacio—corrigió Luke con irritación.

El doctor Espino le lanzó una mirada furibunda.

—Como usted diga, señorrrr....

Claramente hubiese preferido traspasarlo con una de sus espinas.

—¿Cuántos?—preguntó Luke.

Espino fingió no haberlo oído.

—¡¡¿Cuántos?!!—insistió el General.

—Cinco, General. El sátiro, Grover Underwood. La chica con el pelo negro en punta y ropa... ¿cómo se dice?... punk, armada con ese escudo espantoso...

—Thalia—dijo Luke.

—Perseus Jackson... él se separó del resto del grupo y desapareció—siguió la Mantícora—. Si no me equivoco simplemente fue al baño, pero nunca se sabe...

—¿Y el resto?—urgió el General.

—Hay otras dos chicas... cazadoras. Una de ellas con una diadema de plata.

—A ésa la conozco—gruñó el General.

Todo el mundo se removió incómodo.

—Déjeme apresarlos—le rogó Luke al General—. Tenemos más que suficientes...

—Paciencia—replicó el General—. Ya deben de estar bastante ocupados. Les he mandado un compañero de juegos para entretenerlos.

—Pero...

—No podemos arriesgarte, muchacho.

—Eso es, muchacho—dijo Espino con una cruel sonrisa—. Usted es demasiado frágil. Déjenme que acabe yo con ellos.

—No.—El General se alzó de su silla y entonces pude echarle un vistazo.

Era alto y musculoso, con la piel levemente bronceada y el cabello oscuro peinado hacia atrás. Vestía un traje de seda marrón de aspecto muy caro. Tenía un rostro brutal, hombros enormes y manos capaces de romper en dos el mástil de una bandera. Sus ojos eran como piedras. Tuve la sensación de estar mirando una estatua viviente. Resultaba asombroso que pudiera moverse.

—Ya me has fallado una vez, Espino—tronó.

—Pero General...

—¡Sin excusas!

Espino retrocedió un paso. Yo lo había considerado un tipo espeluznante cuando lo vi por primera vez con su uniforme negro en Westover. Ahora, en cambio, de pie ante el General, parecía pequeño y patético. El General sí impresionaba. No necesitaba uniforme. Era un líder nato.

—Debería arrojarte a las profundidades del Tártaro por tu incompetencia—dijo—. Te mando a que captures al hijo de uno de los tres dioses mayores y tú me traes a una esmirriada hija de Atenea.

—¡Pero usted me prometió una oportunidad para vengarme!—protestó Espino—. ¡Y una unidad para mi!

—Soy el comandante en jefe del señor Crono—dijo el General—. ¡Y elegiré como lugartenientes a quienes me ofrezcan resultados! Sólo gracias a Luke logramos salvar en parte nuestro plan. Y ahora, Espino, fuera de mi vista. Hasta que encuentre alguna tarea menor para ti.

Espino se puso rojo de rabia. Creí que iba a empezar a echar espumarajos o a disparar espinas, pero se limitó a inclinarse torpemente y abandonó la estancia.

—Bien, muchacho—dijo el General, mirando a Luke—, lo primer que hemos de hacer es separar de los demás a la mestiza, Thalia. El monstruo que buscamos acudirá entonces a ella.

—Será difícil deshacerse de las cazadoras—dijo Luke—. Zoë Belladona...

—¡No pronuncies ese nombre!

Luke tragó saliva.

—P... perdón, General. Yo sólo...

El General lo hizo callar con un gesto.

—Déjame mostrarte, muchacho, cómo derrotaremos a las cazadoras.

Señaló a un guardia que se hallaba en el nivel inferior de la estancia.

—¿Tienes los dientes?

El tipo se adelantó pesadamente con una vasija de cerámica.

—¡Si, General!

—¡Plántalos!—le ordenó.

El centro de la sala había un gran círculo de tierra, donde supongo que estaba previsto exponer un dinosaurio. Observé con inquietud al guardia mientras extraía de la vasija unos aguzados dientes blancos y los iba hundiendo en la tierra. Luego aliso la superficie ante la gélida sonrisa del General.

El guardia retrocedió y se sacudió el polvo de las manos.

—¡Listo, General!

—¡Excelente! Riégales, y luego dejaremos que sigan el rastro de su presa.

El guardia asió una pequeña regadera decorada con margaritas que resultaba más bien incongruente, porque no era agua lo que salía de ella, sino un líquido rojo oscuro.

La tierra empezó a burbujear.

—Muy pronto, Luke—dijo el General—, te mostraré tales soldados que harán que resulte insignificante el ejército que tienes en ese barco.

Luke apretó los puños.

—¡Me he pasado un año entrenando a mis fuerzas! Cuando el Princesa Andromeda llegue a la montaña serán los mejores...

—¡Ja!—soltó el General—. No niego que tus tropas puedan convertirse en una magnífica guardia de honor para el señor Crono. Y tú, naturalmente, tendrás un papel que desempeñar.

Me pareció que Luke palidecía aún más.

—... pero bajo mi liderazgo, las fuerzas del señor Crono se verán multiplicadas por cien. Seremos incontenibles. Mira, ahí están mis máquinas más mortíferas.

La tierra sufrió una especie de erupción, e impulsivamente me eché atrás.

En cada punto donde habían plantado un diente surgía ahora una criatura de la tierra. La primera emitió un sonido:

—¡Miau!

Era un gatito. Un cachorro anaranjado con rayas de tigre. Luego apareció otro, y otro, hasta una docena, y todos se pusieron a jugar y revolcarse por la tierra.

Todo el mundo los miraba sin dar crédito. El General rugió:

—¿Qué es esto? ¿Gatitos de peluche? ¿De dónde has sacado esos dientes?

El guardia que los había traído se encogió de pánico.

—¡De la exposición, señor! Como usted me dijo. El tigre dientes de sable...

—¡No, idiota! ¡Te he dicho dl tiranosaurio! Recoge esas... esas pequeñas bestias infernales y sácalas de aquí. No vuelvas a presentarte ante mí nunca más.

El tipo estaba tan aterrorizado que se le cayó al suelo la regadera. Recogió los gatitos y salió corriendo.

—¡Tú!—El General señaló a otro guardia—. Tráeme los dientes que he pedido. ¡Ahora!

El tipo se apresuró a cumplir sus órdenes.

—Imbéciles—murmuró el General.

—Por eso yo no utilizo mortales—dijo Luke—. No son de fiar.

—Son débiles de carácter, fáciles de sobornar, violentos—corroboró el General—. Me encantan.

Un minuto después, el guardia regresó a toda prisa con las manos llenas de grandes y aguzados colmillos, cada uno del tamaño de una banana.

—Magnifico—dijo el General. Se subió a la barandilla de la galería y desde allí saltó, elevándose seis metros por los aires.

Al caer, el suelo de mármol se resquebrajó por el impacto. Hizo una mueca y se masajeó el cuello.

—¡Mis malditas cervicales!

—¿Una almohadilla caliente, señor?—le ofreció un guardia—. ¿Una tableta de paracetamol?

—¡No! Ya se me pasará.—Se sacudió su traje de seda y le arrebató los dientes al guardia—. Lo haré yo mismo.

Sostuvo un diente y sonrió.

—Dientes de dinosaurio... ¡ja! Estos estúpidos mortales ni siquiera saben que tienen dientes de dragón en su poder. Y no de cualquier dragón. ¡Estos dientes proceden de la antigua Síbaris en persona! Nos serán de mucha utilidad.

Había escuchado la historia muy por encima alguna vez. Un joven llamado Alcioneo iba a ser sacrificado a Síbaris, pero otro joven llamado Euribatos, que se había enamorado de Alcioneo decidió sustituirlo. Sin embargo en el último segundo tomó valor y mató al monstruo, sacándolo de su cueva y creando en su lugar una fuente.

Como sea, el General plantó los dientes en la tierra. Una docena en total. Recogió la regadera y rocío el suelo con sangre. Luego la dejó a un lado y abrió los brazos.

—¡Alzaos!

El suelo tembló. El esqueleto de una mano surgió disparado de la tierra y apretó el puño.

El General levantó la vista hacia la galería.

—Deprisa, ¿tienen en rastro?

—Sssssí, ssssseñor—dijo una de las señoras serpiente, y sacó una faja de tela plateada, como la que llevaban las cazadoras.

—Magnífico—dijo el General—. En cuanto mis guerreros huelan el rastro, perseguirán a su propietaria sin descanso. Nada los detendrá: ningún arma conocida por los mestizos o las cazadoras. Harán pedazos a las cazadoras y sus aliados. ¡Pásamela!

En ese momento surgieron los esqueletos de la tierra. Eran doce, uno por cada diente plantado por el General. Les creció carne hasta que se convirtieron en hombres. Hombres de piel grisácea, con ojos amarillos y ropa moderna: camisetas grises sin mangas, pantalones de camuflaje, botas de combate. Si no los mirabas de cerca, casi podías creer que eran humanos. Pero tenían la piel transparente y sus huesos relucían debajo com un brillo trémulo, como imágenes de rayos X.

Uno de ellos me miró com una expresión helada, y comprendí en el acto que ninguna gorra de invisibilidad iba a despistarlo.

La mujer-serpiente había arrojado la faja, que revoloteó lentamente por el aire hacia la mano del General. En cuanto él se la entregase a los guerreros, saldrían en busca de Zoë y los demás, no cejarían hasta aniquilarlos.

No tuve tiempo de pensarlo. Corrí y salté con todas mis fuerzas, chocando contra los guerreros y atrapando la faja en el aire.

—¿Qué significa esto?—bramó el General.

Aterricé a los pies de un guerrero-esqueleto, que silbó como una serpiente.

—Un intruso—tronó el General—. Un enemigo cubierto de tinieblas. ¡Sellad las puertas!

—¡Es Percy Jackson!—gritó Luke—. Tiene que ser él.

Corrí hacia la salida. Oí el ruido de un desgarrón y vi que el guerrero-esqueleto me había arrancado un trozo de la manga. Cuando volví la vista, se había pegado a la nariz el trozo de tela y lo husmeaba a conciencia. Luego se lo pasó a los otros.

Me colé entre las puertas un segundo antes de que los centinelas las cerrasen de golpe a mi espalda.

Y luego corrí.

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