
2. El mayor contraste posible es el que complementa
—¿No traes nada?
Me miré de arriba a abajo, había salido de casa con un chándal deportivo evidentemente naranja, con zapatillas y un coletero a juego. Quizá podría pasar por el uniforme de alguna empresa de reparto.
—No, ¿por qué?
El hombre miró al fondo del pasillo, en busca de alguien más. Algunas canas brillaron en su pelo cuando inclinó la cabeza.
—Estaba esperando a que vinieran los de la mudanza. Has sido tú quien ha llamado al telefonillo, ¿no?
—Sí, fui yo. Es por el cartel que has puesto en el balcón.
Se recolocó las gafas con el dedo anular de la misma mano con la que sujetaba la libreta y respiró hondo.
—El presidente de la comunidad está al tanto. Ni afecta a la estética de la fachada ni a su integridad, puedes preguntarle a él. —Sacó del bolsillo del batín un teléfono móvil, observó un instante la pantalla y dijo en voz baja—: ¿De verdad que aún hay gente que madruga por estos asuntos?
Intentó cerrar la puerta, pero puse la mano sobre el pomo para evitarlo.
—No, no sé de qué hablas —dije en voz baja—, solo quiero información, ¿no es esto una clínica de psicología?
—Lo es. O lo será dentro de muy poco, vaya.
Miró mi ropa con extrañeza, como si no entendiera qué narices hacía allí a las ocho de la mañana vestida de esa manera.
—Sé que es un poco pronto —procuré disculparme—, pero tenía un hueco libre y me he decidido a preguntar. Nada más.
—Ya... —Volvió a mirar mi ropa—. Entra y te cuento. Seguro que ya hay algún vecino cotilleando.
Se hizo a un lado y crucé el umbral de la puerta como quien atraviesa una cortina de humo hacia lo desconocido. El pasillo estaba lleno de cajas de cartón, columnas de libros tan altas como mi cintura —la mayoría con imágenes de animales sobre su superficie—, utensilios domésticos sin ningún tipo de orden y sentido, y varios cuadros apoyados en suelo.
—Disculpa el desorden, ya te he dicho antes que estaba con la mudanza y bueno... Aún no han acabado de traer todo. Han extraviado un par de cajas y te confundí con quien las tiene que traer. Las debería ir dando por perdidas, ¿verdad?
No respondí, estaba absorta en aquellos cuadros que aún no habían sido colgados de las paredes. Todos contenían láminas de Piet Mondrian, o al menos lo parecían. Si eran copias de las originales, habían sido modificadas para contener solo el color azul dentro de cada una de sus características celdas cuadrangulares.
—¿Son de Mondrian? —pregunté.
—No tengo ni idea —respondió sorprendido. —¿Te gusta la pintura?
—¿Por qué son todos azules? —volví a ignorar su pregunta.
—Me gusta ese color.
Noté un picor repentino en el cuero cabelludo. Algo en mi cuerpo estaba rechazando aquella situación con tanta fuerza que no tardé en sudar. Procuré controlarme y entré en el salón, donde más cajas estaban repartidas a lo largo de la pared. Solo había un sofá y una estantería vacía. En un extremo las cortinas tapaban la vista de la calle. Caminé hasta ellas, las corrí a un lado y vi mi balcón en el edificio de enfrente.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
—Nada, quería comprobar que el cartel era el mismo que había visto desde la calle.
—Que yo sepa ni hay más carteles en la fachada, ni más psicólogos en el edificio. Siéntate, por favor. ¿Quieres café?
Asentí con la cabeza, aunque no quería beber nada que pudiera aumentar mis nervios. Me limité a esperar en el sofá a que regresara con una taza humeante.
Era también azul.
Su ropa, las láminas de los cuadros de Piet Mondrián, la taza, la tapicería del sofá, y hasta las zapatillas de andar por casa.
En cuanto regresó a la cocina, dejé la taza sobre una caja, me levanté y me marché de allí tan rápido como había llegado. Bajé las escaleras del edifico y atravesé la carretera para llegar a mi portal, pero antes de meter la llave en la cerradura me detuve y miré atrás.
Allí arriba, asomado al balcón, el doctor Orange me observaba mientras su largo cabello bailaba ligeramente con la brisa matutina. Cerré los ojos con fuerza y giré sobre mí misma con la esperanza de haber pasado desapercibida... con un chándal naranja.
—Eres idiota —me dije entre dientes.
Pero ya me había visto, por lo que no tenía demasiado sentido echar a andar calle abajo. Abrí la puerta y entré en el portal. A partir de ese momento, me moví por mi apartamento como si estuviese jugando a ser una espía que se desliza por las paredes para no ser encontrada. El ventanal del mi salón no tenía cortinas y temía ser vista a través del cristal. Él ya sabía que vivía, al menos, en ese edificio. Pero cuando tuve las agallas para comprobar si él seguía allí, observé que había desaparecido.
—Eres idiota, de pies a cabeza —volví a decirme, ya sin disimulo alguno, a plena voz.
Me llevó algunos minutos volver a relajarme. Observé el lienzo aún colocado sobre el caballete con la esperanza de encontrar mi rostro sobre la superficie naranja. Me perdí durante más de una hora entre los surcos que mis dedos habían dejado en la superficie de tela.
¿Cómo era posible que aquel tipo se llamase Orange y se rodease del color azul con esa falta de gusto estético? ¿Habría usado un pseudónimo por alguna razón?
Me apresuré a limpiar la casa para mantener alejadas las preguntas, sin tener muy claro lo que esperaba hacer después. Fue entonces, mientras volvía a colocar el caballete junto a mis libros de universidad, cuando encontré unos apuntes sobre el color y su uso. Yo misma había pintado sobre su superficie una serie de frutas de color azul con acuarelas. Al lado de ellas, escrito con mala letra, pude leer:
El mayor contraste posible es el que complementa.
No recordaba haber escrito aquello, pero tampoco recordaba casi nada de los escasos apuntes que tomé durante la carrera. Imaginé que hacía referencia a los colores complementarios como tal, al máximo contraste posible que hacen cuando están juntos.
El color complementario del naranja es el azul.
Me lavé bien las manos y la cara con la intención de atajar aquel problema. Bajé una vez más a la calle, atravesé la carretera y llamé al telefonillo del apartamento del doctor Orange. Volvió a abrir sin preguntar quién era, por lo que pulsé el interruptor hasta que respondió.
—Sigo sin ser de la mudanza.
—¿Te encontrabas mal?
—¿Podemos hablar por teléfono?
—Te puedo dar mi número —dijo antes de tomarse unos segundos en continuar—. ¿No es más sencillo si subes aquí otra vez?
Acabó por darme su número de teléfono, por lo que llamé en ese mismo momento y esperé. Él se asomó al balcón y me saludó con un gesto de confirmación y el móvil pegado a la oreja. No colgué hasta que respondió.
—¿Quieres que hablemos ya? —preguntó finalmente.
—Para eso te estoy llamando —respondí dando unos pasos hacia la carretera, para tener un mejor ángulo desde el que observarle.
—Perdona que insista, ¿pero no sería mejor que hablásemos en persona en lugar de hacerlo a unos metros por teléfono?
—Si no estamos viendo, aun con algo de distancia, sigue siendo en persona —respondí mientras regresaba sobre mis pasos hacia mi edificio—. ¿Por qué tienes tantas cosas azules en tu casa?
—¿Te ha parecido que tenía muchas?
—No me respondas con otra pregunta —le reproché mientras sacaba las llaves del bolsillo.
—Es a lo que me dedico.
—Ya...
Entré en mi portal tras guardar el llavero decorado con la mascota de España 82.
—Parece que somos vecinos, ¿me puedes ver desde tu casa?
—Sí —reconocí—, si me das unos segundos.
Abrí la puerta del apartamento y el ventanal que daba al balcón. Al otro lado de la calle, asomado al suyo estaba él, aún vestido con el batín azul.
—Está siendo una mañana muy entretenida —dijo en cuanto me vio.
—¿Eres psicólogo?
—De nueve a cinco, sí.
—¿Me podrías tratar a mí?
—Tengo mis dudas.
—¿Ahora mismo?
—¿Quieres que tengamos una sesión por teléfono mientras nos vemos cada uno desde su balcón?
—Sí, eso es justo lo que quiero.
Me pareció ver cómo entrecerraba los ojos desde la distancia. Debía estar arrepintiéndose de haberse ido a vivir allí, y ya no solo por los vecinos o los problemas de mudanza.
—Está bien, podemos hacer una primera sesión así. No cobro el primer día, me lo tomo como una toma de contacto, como una entrevista, pero después cobro una tarifa en función de cuántas sesiones necesites.
—Desde tu balcón y por teléfono me cobrarás menos, ¿no?
—Me temo que cobro lo mismo, pero puedes venir hasta aquí otra vez. Mañana mismo lo tendré todo recogido y en orden, estarás más cómoda recostada sobre un sillón.
—Tengo uno aquí, gracias.
—Tú misma. Cuéntame en qué te puedo ayudar.
—Esperaba que fueses tú quien me lo dijese.
—Para eso tengo que saber primero por qué has decidido ver a un psicólogo.
Respiré hondo, estaba intentando evitar reconocer el simple hecho de estar pidiendo ayuda. Era tan ridículo que acabé por ceder.
—Es que nunca he ido a uno, ¿sabes? No sé muy bien cómo debería actuar. Tampoco estoy segura de que esté haciendo lo correcto ahora mismo.
—¿Piensas que estás perdiendo la cabeza? —preguntó de manera contundente, sin procurar que sus palabras sonaran más suaves. ¿Podía un psicologo preguntar algo así a su paciente?
—¿Eso parece?
—Ahora eres tú quien responde con otra pregunta. Pero no, no parece que la estés perdiendo. Lo que parece es que tú lo piensas, pero no lo quieres reconocer abiertamente. Quizá hayas experimentado últimamente algún cambio significativo a la hora de experimentar la realidad a tu alrededor. La manera en que se mueven las personas, su voz, su color...
—¿Su color?
Al otro lado del teléfono escuché un escueto resoplido de satisfacción.
—Has venido vestida toda de naranja, me has preguntado por qué eran azules mis cuadros, y una vez más en relación a los objetos de mi casa. Prefieres hablar desde el balcón, donde sigues vestida del mismo color. Es solo una suposición, pero pienso que tu malestar pueda estar relacionado con ello. ¿Qué opinas?
«¿Que qué opino?» Me pregunté. ¿Era fruto de la sugestión o me ya me había calado?
—¿Te parece esto una primera toma de contacto? Ni siquiera te has presentado.
Apoyó su mano sobre el cartel y le dio algunos toques.
—Ya sabes mi apellido —dijo después—, pero puedes llamarme por mi nombre. Soy Luis.
—Luis Orange.
—Eso es.
—Yo soy Cristina.
—Solo nos ha llevado una mañana entera presentarnos. Te recuerdo que a partir de la segunda sesión empiezo a cobrar.
—Nadie ha dicho que vaya a haber una segunda sesión.
—Bromeaba.
—Yo también.
Le expliqué brevemente mi situación actual, aunque evité el tema de la obsesión por el color naranja. No me sentía cómoda hablando de ello en particular, no aún. Sin embargo, contarle acerca de mi carrera o mi trabajo me resultó sencillo, hasta el punto de entrar en algunos detalles sin que él me preguntara por ellos. Como no llevaba ni había llevado una vida diferente a la del común de los mortales —al margen de las últimas semanas— no tardamos en dar por zanjada la conversación.
—Pásate mañana por aquí para la segunda consulta. No habrá nada azul, te lo prometo.
El resto del día no fue sino un trámite temporal que me llevaría a verle de nuevo. Volví a pintar, esta vez sobre unas hojas de papel. Tomé lápiz y carboncillo y comencé a realizar trazos circulares hasta que encontraron una forma determinada. Poco a poco, el dibujo tomó la forma de un balcón. Dediqué a los detalles la mayor parte del tiempo, pero en ningún momento me planteé que aquel hombre estuviera asomado en él. El propio dibujo parecía pedirme un respiro, era muy pronto para plasmar algo que apenas conocía.
Sin embargo, algo me inclinaba a intentar hacerlo de todos modos, como un vistazo al vacío que reclama, entre el miedo y la curiosidad, que saltes al vacío. Supuse que no me quedaba más remedio que conocer al doctor Orange si quería que se asomase al balcón desde el que mirarme a mí misma.
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