1. Como acuarela en un vaso de agua
Durante una de mis sesiones con el Doctor Orange aprendí que algunos animales utilizan los colores para ahuyentar a los depredadores. Los biólogos llaman a este mecanismo innato aposematismo, mediante el cual se advierte de la peligrosidad o toxicidad por parte de las presas. Sin embargo, su uso no es consciente, sino una consecuencia directa de la selección natural. Por ello, con el mismo desconocimiento que una rana brillante alerta de que puede ser venenosa, yo ignoraba por qué me rodeaba del color naranja de manera obsesiva. Y así, recostada sobre la butaca de la clínica, pensé que quizás yo también lo usaba para alejarme de los demás.
Cualquiera diría que llevaba una vida relativamente normal. Había estudiado Bellas Artes en la Universidad de Cuenca y trabajaba como restauradora de obras de carácter religioso. Residía en Madrid desde hacía un par de años, pagaba las facturas y el alquiler sin retrasos, y escuchaba música pop de los ochenta antes de dormir. Los problemas, porque al principio no podían llamarse de otra manera, comenzaron el día que embadurné una delicada virgen de madera del siglo diecisiete con una espesa capa de pintura naranja, por completo, como un baño de esmalte. La expresión doliente de la mujer del barroco desapareció bajo el acrílico, y dejó en su lugar una serie de facciones lisas y uniformes más propias de esculturas grecorromanas.
Aquel suceso no sería ni el último ni el único. Como un perro que responde a la voz de su dueño, mi atención comenzó a ser atraída por todo aquello que contenía aquel intenso color. Lo que en un principio pareció un arrebato de locura —pagado con aquella escultura de expresión exagerada— pronto pasó a convertirse en el leitmotiv de las semanas que vendrían por delante. Justifiqué el despiste, porque así lo denominé ante mis responsables, como un accidente desafortunado que no volvería a suceder.
Pero sucedió tres días más tarde.
No sé en qué momento me hice con dos enormes botes de pintura para paredes y entré en la misma iglesia a la que pertenecía la virgen que había arruinado. Era de noche, madrugada probablemente, cuando abrí la puerta trasera con las llaves que el alcalde del pueblo nos había dejado al empezar aquel proyecto. En una esquina situada tras el confesionario y cubierta con sábanas, la escultura de madera eliminaba a duras penas la humedad causada tras el baño de agua caliente que le había dado para eliminar el acrílico. Mejor que estuviese mojada de agua que de pintura, pensé mientras avanzaba con paso firme hasta la fachada posterior. De una sola nave, la iglesia se dibujaba mediante líneas rectas y sobrias, de estilo previo a las influencias italianas que llegarían décadas después de su construcción. En efecto, la obra pintada sobre la pared databa de una generación anterior a la de la virgen.
La escena que sobre el fresco se representaba se había desgastado con el paso de los años y de las manos que habían tocado su superficie en busca de amparo y protección espiritual. Sencillo, de carácter uniforme y escueto, había sobrevivido a guerras, saqueos y ultrajes. Sin embargo, no me sobrevivió a mí. Lancé los botes de pintura hacia la pared sin miramientos, consciente de querer abarcar todo lo posible con un solo impacto. El cuerpo del santo desapareció tras una densa cortina de color que bajaba camino del suelo. Tomé un rodillo extensible y repasé la superficie hasta que adquirió un adecuado y unificado tono naranja.
Aquella vez no hubo agua caliente que pudiera salvarme del sacrilegio patrimonial y ético que cometía por segunda vez en una misma semana. Me había quedado dormida observando mi obra cuando destelló con los primeros rayos de sol que se colaron por el rosetón vidriado de la fachada principal. El amanecer se presentó con toda su belleza ante mis ojos, que no daban crédito ante lo que acababan de presenciar; y no obstante, me recompensaron con una felicidad plena. Me descubrieron poco después tumbada sobre el suelo y se dio parte al ministerio. Así perdí aquel trabajo asegurado de por vida, a punto de pagar como compensación por los daños todos los ahorros de mi breve vida laboral. Fue la benevolencia de las autoridades, y en concreto la del tribunal que juzgó los hechos, la que me libró de semejante situación. Gracias a Dios —paradojas a parte— no escaló a la prensa sensacionalista ni a los memes de Internet.
A partir de ese momento, mi obsesión por el color naranja me llevó a cambiar el transcurrir de mi día a día, como si esta fuese la auténtica dueña de mi cuerpo. Si salía a hacer la compra, la cesta volvía a casa repleta de artículos de aquel color: calabazas, zanahorias, salmón ahumado, papayas y naranjas; kilos y kilos de naranjas de diferentes tamaños y formatos de presentación. Y aquello no acabó ahí, ni mucho menos. Mi manera de vestir, hasta entonces sobria y sin elementos que pudieran llamar la atención, pasó a transformar el armario en toda su profundidad: vestidos, camisetas, sujetadores, bragas, calcetines... Nada se libraba de ser reemplazado por su equivalente naranja. Salía a la calle como si fuese una flor de vivos colores, solo que en mi interior, a pesar de las apariencias, vivía en un constante estado de estrés.
Los tonos intermedios me desquiciaban, me decepcionaba el hecho de que el semáforo pasara del ámbar al rojo sin pasar por el tono medio entre ellos; que las luces de los coches casi brillaran como esperaba que lo hicieran; que mi color de piel, se bronceara o palideciese, estuviese lejos de ser naranja. Tras un par de días encerrada en mi apartamento comencé a pintar las paredes y el techo del mismo color. No podía entender por qué ocurría, pero si no obedecía a aquellos impulsos, estos acababan por consumirme en forma de nervios y ansiedad.
Había perdido mi trabajo y todo apuntaba a que tardaría una temporada en conseguir otro. En lugar de perder el tiempo tratando de comprender lo que me sucedía, desempolvé el caballete y los materiales de pintura que guardaba desde que acabé mis estudios. Dispuse todo en el centro del salón, orientado hacia la ventana para aprovechar la luz natural. Coloqué un lienzo sobre el saliente de madera de pino, manchado con una infinidad pegotes de óleo, acrílico y acuarela, y me alejé un par de metros en busca de una idea para dibujar sobre él. Cambié de postura y ángulo, pero ninguna silueta pareció tomar forma sobre la superficie blanca de la tela.
Podía reconciliarme con aquella virgen, pensé, por lo que comencé a trazar líneas con un lápiz en busca de la forma adecuada. No se me daba mal, el realismo había sido mi fuerte durante la carrera y el motivo por el cual había conseguido mi trabajo. Sabía de manera innata qué tono exacto se encontraba en un punto concreto, qué forma y qué sombra se correspondían, y por lo tanto, podía replicar aquello que faltaba en una obra que requería ser restaurada.
Pronto logré plasmar a grandes rasgos el rostro de aquella mujer, fruto del barroco andaluz, de expresión intensa y enérgica. Sin embargo, decidí borrar algunas líneas y dibujar otras, hasta que el rostro cambió por completo. Las líneas volaron sobre el lienzo sin un sentido claro en mi cabeza, hasta que me di cuenta de que me estaba dibujando a mí misma.
Aquello era un autorretrato.
Acudí al estuche de pinturas y sin ninguna preparación tomé un óleo naranja y lo apreté contra la tela hasta agotar el contenido. Sin pensar en usar pinceles, tomé el frasco de trementina y empapé mi mano antes de llevarla al frente. Restregué mis dedos aceitosos por toda la superficie, mientras la virgen con mi rostro se teñía de color. Volví a alejarme del caballete para comprobar que lo único que había conseguido era cubrir un lienzo nuevo de color naranja.
El tiempo pasaba entre un momento de trastorno y otro, sin medidas fijas o intervalos que pudieran darme una pista de lo que estaba ocurriendo. Durante aquellos días pensé en hablar con alguien del tema, pero no tenía amigos en la capital. Tampoco conservaba ninguna amistad del instituto o la universidad. Las pocas relaciones personales que había mantenido en mi vida se habían ido diluyendo como acuarela en un vaso de agua; estaban ahí, pero ya no se las distinguía. En el trabajo me llevaba bien con un par de personas, pero hablar de ello con ellas solo serviría para echar leña a un fuego al que todos se querían arrimar. Por otro lado, no hablaba apenas con mis padres, nunca quisieron que estudiara Bellas Artes, sino algo de provecho que me brindara un futuro estable. Me reí al comprobar que tanto ellos como yo estábamos equivocados.
De esta manera caí en la cuenta de que llevaba dos años viviendo en Madrid y ni siquiera había un solo ser con quien compartir mis problemas. ¿Tanto me había aislado en mí misma durante ese tiempo? Era poco probable, siempre había sido así en mayor o menor medida. Si bien durante los años de estudiante fue inevitable crear lazos, en la época adulta esto requirió un compromiso con los demás que no fui capaz de mantener.
Desde la intimidad de mi apartamento, pero siendo consciente de la vergüenza que me daba, busqué psicólogos en Internet a los que acudir. Por alguna extraña razón, ninguno me convencía, quizá por el nombre o por su aspecto físico; aún sigo sin tenerlo claro. Dediqué no menos de una semana a buscar clínicas y especialistas, pero como alguien que busca excusas para no hacer algo, acabé por convencerme de que aquello no era una buena idea.
Lo que no esperaba era que, el mismo día en que decidí dejar de buscar, colgara del balcón del edificio de enfrente el siguiente cartel:
DOCTOR ORANGE
Psicología
Como si hubiesen leído las cookies de mi ordenador y ahora me frieran con publicidad relacionada a mi búsqueda, alguien había decidido que el mejor lugar donde abrir una clínica era a pocos metros de mi casa. Casi podía alcanzar el cartel desde mi salón; solo la calle me separaba de agarrarlo y tirarlo tan lejos como pudiera. ¿Pero no se trataba de la señal que había estado esperando? ¿No respondía aquello a las incertidumbres que me estaban atacando día y noche?
Me detuve frente a la ventana durante tantos minutos que perdí el sentido del tiempo. Procuraba encontrar algún movimiento tras aquellas cortinas, esperaba ver a ese psicólogo con nombre tan apropiado. Pero ni siquiera cuando anocheció se alumbraron las luces de aquel apartamento. Abrí una botella de vino, pero no me gustó y acabé por tomar una lata de Fanta —del sabor que seguro que imaginas— y me senté en el sofá para escuchar algo de música. Tampoco me convencían las canciones que solía escuchar. Activé el modo aleatorio y eché la cabeza hacia atrás.
—¡Venga ya! —exclamé con un grito cuando la melodía de Rip it up de Orange Juice llegó hasta mis oídos.
A la mañana siguiente, en cuanto amaneció, salí de casa dando grandes zancadas. Crucé la calle sin comprobar si venía algún coche y busqué en el telefonillo del portal de enfrente las puertas del segundo piso, el mismo donde se situaba el cartel. Solo había una vivienda por planta, por lo que apreté el interruptor y esperé. La puerta se desbloqueó sin que nadie preguntara al otro lado del altavoz y subí las escaleras a toda prisa. Una vez llegué frente a la puerta, un hombre de pelo largo y barba espesa, vestido con pijama, batín y zapatillas de andar por casa, sujetaba una libreta con la mano libre. La luz que guardaba a su espalda, al fondo del pasillo, le confería un aura casi divina.
Jadeé por el esfuerzo mientras observaba que toda su ropa estaba teñida de un azul intenso, incómodo, insoportable. De haber sabido que acabaría enamorándome de ese hombre habría salido corriendo sin esperar un segundo más.
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