8. Un giro inesperado
Al cruzar la puerta, un ding-dong lo recibió. Aquel sonido particular que alertaba la llegada de nuevos clientes, hizo que la chica que se encontraba tras la caja levantara la mirada. Los viernes como aquel, eran días en los que poco a nada veía personas en el local, momentos que aprovechaba para leer. Entre sus manos tenía un viejo libro en cuya portada se vislumbraba el título: Mujercitas, y en letras enormes: Louisa May Alcott.
—Ah, eres tú —dijo la chica al levantar la vista, sin anteponer un «hola» o un «buenos días»: rubia con el pelo en ondas y cayendo sobre sus hombros, rostro ovalado, ojos grandes oscuros, labios gruesos y un piercing en la nariz, el cual, le daba un aire rebelde a aquella cara de muñeca.
—Se acabó la comida de Dora —respondió el hombre, cuyas facciones revelaban estar en su treintena: un par de arrugas alrededor de los ojos azabache, nariz y labios delgados; su cabello oscuro peinado con raya de lado, lo que daba un aire a James Dean.
—¿Cómo está Dorita? —preguntó la mujer, puso una chocolatina sobre la hoja en la que llevaba su lectura y se levantó de su asiento.
Hacia un par de días que su gata había enfermado; una terrible otitis que le había hecho pasar un mal rato, el pobre estuvo en un gran aprieto, dedicándole más tiempo del que disponía.
—Mucho mejor —se limitó a responderle, sin siquiera mirarla, sus ojos estaban perdidos en algún punto de la tienda.
Lo cierto era que siempre evitaba mirar a los ojos a las personas, si lo hacía, se sentía intimidado y, también, era señal de no sentirse cómodo con su aspecto, tal vez porque aparentaba más edad de la que tenía; seguramente porque le aterraba que la gente le mirara sus brazos velludos a comparación de su rostro en el que no salía ni un pelo. Solo había una forma de hacerlo y era a través de los lentes de las cámaras, pues se dedicaba a la fotografía.
Por otro lado, a la chica desde siempre le pareció un tipo raro, pero no por ello lo rechazaba o le contestaba de mala manera; había ocasiones en que sostenían largas charlas y ella podía darse cuenta que mientras hablaba, él miraba al techo o al suelo, nunca a su interlocutor; sin embargo, se caracterizaba por su amabilidad.
—¿IAMS? —preguntó la chica.
—Dieciséis libras, salmón —contestó—, le encanta el salmón —concluyó y dibujo una sonrisa torcida.
Aunque sabía que no podía costear salmón natural porque su trabajo no era tan bien remunerado; de ahí que llevara las pepitas con sabor artificial, que, de alguna forma, a Dorita le encantaban.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que viniste —dijo la chica de la tienda, llevaba entre sus manos la bolsa de comida felina—, agh, siempre olvido tu nombre, soy muy mala para recordar nombres.
—No tiene importancia —contestó casi entre dientes, odiaba compartir información con desconocidos, aunque muy en el fondo sentía cierta simpatía por la chica de tienda de mascotas y en últimas no tenía otro camino que contestar a sus preguntas, después de todo, era un rostro conocido; tampoco recordaba su nombre y no le daba muchas vueltas a ello—. He estado ocupado últimamente, Mary —continuó, habiendo recordado en el último segundo porque lo había mencionado en alguna oportunidad.
—Eres muy gracioso —respondió en su defecto y prefirió dejar el tema ahí—, ¿qué tal estás de arena?
—Solo llevaré la comida —habló caminando de un lado a otro.
Mary odiaba interrumpir sus lecturas, pero necesitaba trabajar para poder pagar la universidad y terminar el semestre, de ahí que estuviese de buen humor, o tal vez era porque el sol mañanero la ponía de esa forma.
—Sabes, el otro día tuve una pelea con el chico que salgo —dijo la chica, aunque ya le había contado a su mejor amiga lo sucedido, no obstante, decirlo a alguien más hacia que el nudo que tenía en la garganta se desatara un poco más.
—El oficial McCormick —soltó el hombre deteniéndose en la caja, pagó en efectivo y, por alguna razón, se vio interesado en su confesión.
—Tienes mejor memoria que yo —bromeó Mary, soltó un suspiro y continuó—, la otra noche me pasé un semáforo en rojo y no deja de chantajearme. —Temía que su voz se quebrara, pero se contuvo—. Si no cumplo con sus estúpidas demandas... Estoy segura de que me sacará más dinero que el que debo, sé que le gustó y me gusta, pero... A veces es un cretino.
Por fin pudo ver los ojos del cliente, tan negros como los suyos. Sonrió, era una mirada amable, de alguien que tenía el alma tan quebrada como ella, a través de ellos pudo notar que guardaba un secreto enorme, su instinto femenino se lo decía, pero prefirió callar.
—Olvídalo —profirió Mary—. Es solo que... Cuando dice que es policía me trata como la mierda y es... Abrumador.
—Ya debo irme —contestó su cliente.
—Disculpa si te asusté, necesitaba decirlo o explotaría.
Y sin más, salió de la tienda de mascotas sin proferir palabra, pero de algo estaba seguro, el oficial McCormick sería su siguiente víctima.
* * *
La noche había llegado, revisó su reloj de pulsera, había salido a esa hora para poder pasar a la tienda de mascotas donde trabajaba su chica, si bien el local estaba un poco alejado de la estación de policía, no le importaba hacerlo, disfrutaba la compañía de Mary. Sin embargo, al llegar a su destino se dio cuenta que ya había cerrado, después de todo ya eran más de las nueve, temprano para él, pero tarde para un sitio como esos.
—¡Maldita sea! —exclamó.
Y no porque la tienda estuviese cerrada, sino porque recordó que en aquella oportunidad en que buscaba darle una sorpresa, no recayó en que había sido el día libre de Mary. Se lamentaba internamente por ser tan torpe, pero después de un día ajetreado, su mente no funcionaba como se suponía que debía ser; al fin y al cabo, era el resultado de una jornada pesada.
Muy cerca del lugar había un restaurante abierto las veinticuatro horas, decidió que haría una parada para comer, pues estaba sumamente cansado para cocinar. La vida de un adulto soltero, a veces, resultaba muy difícil.
De un momento a otro, sintió un golpe en la espalda y luego se vio rodeado en llamas; había sido atacado por sorpresa con una bomba molotov. Recordaba de su entrenamiento como policía que, ante una situación como esa, debía rodar sobre su cuerpo en el suelo para evitar avivar las llamas, no obstante, una nueva botella con líquido inflamable cayó sobre él y solo podía limitarse a gritar. A pesar del dolor tan horrible que sentía, dirigió su mirada a su atacante, pero tenía su rostro cubierto con una pañoleta y en la cabeza llevaba una gorra de béisbol, solo podía ver unos ojos negros que lo miraban con tristeza.
Al ver al policía agonizando y a punto de perder el conocimiento, sacó de su morral unos tarros de spray. Siete colores de pintura. Nunca había hecho un grafiti y eso lo hacía sentir como un delincuente, y sonrió ante tal ironía. A diferencia de sus anteriores víctimas, en esta ocasión su firma sería algo muy diferente: el dibujo de un arcoíris.
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