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Comienza el viaje



Ciudadela del Castillo de Hyrule...

Zelda observó cómo los guardias que la escoltaban lentamente se marchaban de regreso al castillo dejándola sola. Ahora le tocaba seguir por su cuenta. La joven princesa aspiró profundamente antes de ingresar al pueblo, rogando porque nadie la reconociera y fuese a hacer un alboroto. Al menos durante ese tiempo, esperaba poder tener la vida de una chica normal, y no de una princesa.

El plan de Impa funcionó a las mil maravillas. Nadie se fijó en la jovencita castaña de ojos azules que entró al pueblo. Bueno, excepto por uno o dos hombres que andaban por ahí en aquel momento, pero obviamente no de "esa" manera. Zelda se sintió aliviada, y prosiguió tranquilamente su camino hacia la posada.

Impa ya le había hecho una reservación por adelantado, y por una pequeña suma había hecho prometer al posadero que no revelaría que la Princesa se encontraba ahí. No era que fuese realmente importante, después de todo, solo se quedaría esa noche.

Ya en su habitación, Zelda fue al baño para darse una ducha, quizás para terminar de quitarse los nervios. Antes de salir, se miró en el espejo. Realmente se veía distinta, con el cabello de otro color, eso sin mencionar que en su rostro no tenía nada del maquillaje que solían aplicarle todos los días en el castillo, excepto por un ligero lápiz labial rosa.

- Hmm, creo que por primera vez estoy viendo el rostro de la verdadera Zelda. - dijo sonriendo. A pesar de que le recordaran con mucha frecuencia lo hermosa que era, Zelda no era para nada vanidosa con su aspecto. Sin embargo, esta vez no pudo evitar sentirse bien al mirarse al espejo, quizás fuese porque se estaba viendo a sí misma como una chica normal, y no como la Princesa de Hyrule. - *Bostezo*, bueno, a aprovechar mientras se pueda.

Zelda salió del baño, y sacó de su bolsa su ropa interior y un camisón de dormir azul, los cuales se puso enseguida. Se dejó caer sobre la cama, pero antes de irse a dormir, sacó también un libro que le había dejado su madre. Un libro sobre leyendas antiguas de Hyrule, con historias muy interesantes. Pensó en leerlo un poco antes de dormirse.

*Hace mucho, mucho tiempo...en una época en la cual el mundo estuvo a punto de ser consumido por las fuerzas de la oscuridad...los diminutos Picori descendieron del cielo en su ayuda, entregándole al héroe de los hombres una espada y una luz dorada de esperanza... Con valor y sabiduría, el héroe derrotó a la oscuridad... Habiendo restaurado la paz, la gente guardó la espada como un tesoro...*

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Al día siguiente...

El ruido de la mañana que se hacía en el mercado del pueblo despertó a Zelda de su sueño. La joven se había quedado dormida mientras leía, el libro todavía estaba en su mano cuando abrió los ojos. Se paró de la cama y abrió la ventana para tomar algo de aire fresco.

- Bien... hoy comienza oficialmente mi viaje. - dijo. - Ahora, ¿dónde debería ir primero?

Se acordó que Impa le había dicho que comprara un caballo para su viaje. No era aconsejable tomar uno de los del castillo ya que todos tenían la marca de la familia real y los reconocerían de inmediato, y desde luego que Zelda quería permanecer encubierta. Bueno, ya habría tiempo para eso después, de momento, lo que necesitaba era desayunar algo.

Luego de asearse, sacó un vestido azul y blanco, bastante modesto (como el del arte oficial de A Link to the Past) y se lo puso, recogió sus cosas y salió de la posada. Pasando por distintos puestos compró algunas cosas para llevar por el camino antes de salir del pueblo. Las cosas estaban bastante tranquilas, hasta que oyó cerca de ahí una serie de ladridos y gruñidos, además del ruido de botellas rompiéndose.

- ¡Aléjate de mi bebé, animal endemoniado! - oyó gritar a una mujer con una voz ronca, mucha gente empezaba a aglomerarse en el lugar. - Ya, ya, mi bebé, mamá está aquí.

Zelda no pudo evitar sentir curiosidad y fue a ver lo que pasaba. Una señora gorda cargaba un perro blanco en brazos, como si fuera una madre con su bebé, mientras una joven pelirroja, más o menos de la misma edad que Zelda intentaba calmar a un caballo alazán que arrastraba una carreta con botellas llenas de leche. La carreta estaba volteada, y salvo por unas cuantas que se salvaron milagrosamente, todas las botellas estaban rotas, y el valioso líquido se había desparramado por todo el lugar.

- ¡Señora! ¡No ande dejando suelto a su perro así, mire lo que hizo! - protestó la joven.

- ¿Qué? ¡Jovencita, mi pequeño Richard no tiene la culpa! - replicó la señora gorda. - ¡El culpable es ese perro callejero que me lo asustó!

- ¡Es igual! ¡Entre los dos asustaron a mi caballo y le hicieron tirar la carreta con todas mis botellas de leche!

- Oh, y supongo que querrás que te pague, ¿no? - dijo la gorda con un tono de altivez.

Oyendo la conversación y viendo el desorden, Zelda no tardó en deducir lo que había ocurrido. Al parecer el perro de la señora se entró en pelea con un chucho callejero de por ahí, y en el alboroto que hicieron asustaron al caballo de la muchacha, haciéndole que volteara la carreta y esta perdiera toda su preciada carga, y como era de esperarse ahora intentaba que le pagaran los daños.

- ¡Ah, pero qué insolencia! Escúchame bien, jovencita, no esperes que te pague por algo que no fue MI culpa. Y ahora si me disculpas, tengo asuntos más importantes que atender, con tu permiso. - La mujer se dio la vuelta y ante la mirada atónita de todos los presentes se marchó, mientras caminaba iba contoneándose como si quisiera hacerle burla a la muchacha.

- ¡Oiga, espere! - gritó la joven, pero fue en vano, esa gorda pomposa y malhumorada se había ido ya. La pobre chica cayó de rodillas, viendo toda su mercancía destrozada, y se le notaba al borde de las lágrimas. - *Suspiro*, ¿y ahora qué voy a hacer? Las chicas me van a matar cuando se enteren de esto.

En aquel momento, Zelda no pudo quedarse mirando más. Esa mujer se había portado de una manera muy descarada con la joven, y eso era inaceptable, por si fuera poco, todos los que estaban ahí, o estaban demasiado estupefactos por lo que acababa de ocurrir, o eran demasiado egoístas, ya que no veía que ninguno moviera un dedo para ayudarla. Quería decirle una o dos cosas a esa mujer, pero como ya se había ido, lo único que quedaba era ver si podía ayudar a la muchacha, así que se le acercó.

- Disculpa... ¿necesitas ayuda con eso? - le preguntó mientras se hincaba para ayudarle a levantar su carreta.

- No, todo está bien, yo puedo sola. - dijo la joven esbozando una sonrisa.

- Esa señora se portó muy mal contigo, debería haberte pagado los daños. - dijo Zelda.

- Sí, pero qué le vamos a hacer, ya viste que se rehusó. - respondió ella, exhalando un suspiro. - Contábamos con las ventas de hoy para pagar nuestras deudas... ahora sí que estaremos en aprietos.

- Hmm... - Escuchar eso movió algo dentro de Zelda, ya que lo siguiente que preguntó fue. - ¿Cuánto?

- ¿Eh?

- ¿Más o menos a cuánto asciende toda esa leche que perdiste? -

- ¿Acaso me estás diciendo que me la vas a pagar? - dijo ella. - Eres muy amable, pero nadie tendría tanto dinero.

- Nunca se sabe. - Zelda sonrió, no parecía estar dispuesta a que declinaran su oferta.

- Hmm... bueno, más o menos unas dos mil quinientas o tres mil rupias, pero insisto, nadie... ¿qué es eso? - preguntó la joven, mientras Zelda le pasaba una pequeña bolsa. Al no recibir más respuesta que un gesto indicándole que la aceptara, la pelirroja finalmente cedió, y se quedó pasmada al abrirla para ver el contenido. - Pero... esto es...

- Adentro hay cinco mil, puedes quedarte con lo que sobre. - dijo Zelda sonriéndole.

- Pero, esto es demasiado. No... no puedo aceptarlo.

- Lo necesitas más que yo. - insistió Zelda.

- Pero no tengo como pagártelo.

- Te diré algo, ¿por qué no me das dos botellas de leche de las que te quedaron? Estoy emprendiendo un viaje, y creo que me vendrán bien para el camino. Así, estamos en paz.

Después de pensárselo un buen rato, la pelirroja se puso de pie, y le pasó dos botellas de leche a Zelda. Le agradeció amablemente lo que hizo por ella, prometiéndole que algún día le devolvería el favor, pero Zelda le dijo que no era necesario, y acto seguido se marchó.

Satisfecha por haber ayudado a la joven a salir de su problema, Zelda se dirigió hacia un puesto donde vendían caballos. Pidió que le vendieran el mejor que tuvieran. No le salió nada barato, aunque desde luego, el dinero no era un problema para ella en ese momento. Valía su precio, era un hermoso ejemplar, un caballo blanco que gozaba de una vigorosa constitución, se notaba a leguas que era de buena cría, y lo mejor de todo es que estaba bastante amansado, considerando que aceptó a su nueva dueña casi de inmediato. Zelda daba gracias a que su madre le había enseñado a montar desde muy pequeña. Compró también una silla de montar con bolsas para cargar sus pertenencias y desde luego las riendas para dirigirlo. Sin más, ensilló a su nuevo amigo y dejó las murallas del castillo, deteniéndose un momento al atravesar el puente levadizo.

- Necesitas un nombre. - dijo mirando a su semental, pensando en como podría llamarlo. - Cloud. Sí, es un buen nombre. De acuerdo, veamos a dónde ir ahora. - Zelda tomó el mapa que le dieron para orientarse. - Veamos... la Villa de Kakariko no está muy lejos de aquí. Creo que será un buen lugar para comenzar. Bueno, en marcha. ¡Yah!

Al chasquear las riendas, el potro blanco puso marcha. Esta sería la primera vez que iba a la villa, ya que su madre nunca la llevó más allá de las murallas de la ciudadela del castillo cuando era pequeña. Todo lo que Zelda sabía sobre la Villa Kakariko provenía de sus libros, y de lo que le contaban su madre e Impa. Supuestamente había sido construida hacía décadas por los Sheikah, más conocidos como "la gente de las sombras". Anteriormente no se le permitía a nadie que no formara parte del clan de los Sheikah la entrada a esa villa, pero cuando estos pasaron a servir a la familia real de Hyrule, las cosas cambiaron. De cualquier manera, el clan de los Sheikah había desaparecido casi por completo en la última guerra y por lo que se sabía, Impa era la única descendiente viva que quedaba de ellos.

Más o menos unas dos o tres horas a caballo por el campo de Hyrule, llegaron a su destino. Zelda pensó en descansar ahí unos dos o tres días para hacer algo de turismo y conocer mejor el lugar. En la entrada, se bajó de su caballo, y aspirando profundamente, ingresó a la villa. El lugar lucía muy distinto al verlo con sus propios ojos de cómo lo recordaba de sus libros.

Se dirigió a la posada para pedir una habitación, dejando a Cloud en el establo. Tuvo suerte ahí también, de nuevo nadie la reconoció. Ya en su habitación, sacó su mapa y se puso a pensar a dónde podría ir después. No le apetecía mucho la idea de visitar la Montaña de la Muerte, que sin duda se había ganado muy bien su nombre, aunque las erupciones no representaban una amenaza para el pueblo pese a la cercanía, las rocas calientes que sacaba volando eran al menos capaces de provocar quemaduras de segundo grado a quien fuera lo bastante idiota como para acercarse. Se conformaba con la vista que tenía desde el pueblo.

- Creo que después podría ir a visitar el lago Hylia. - se dijo. - No tardaría más de unas cuatro o cinco horas a caballo desde aquí.

Las aguas del lago Hylia provenían del río Zora. Hacía muchos años la familia real de Hyrule hizo un pacto con los Zoras para que estos ayudaran a mantener el agua limpia y cristalina, y a cambio les ayudaron a establecerse en lo que ahora se conocía como el Dominio Zora. Zelda se acordó que ya antes había tenido la oportunidad de conocer a la reina de los Zoras, Rutela y a su hija, Ruto, en aquel entonces tenía ocho años de edad. La Reina Rutela era una mujer bastante agradable, pero no se podía decir lo mismo de su hija, el ejemplo más claro de una princesa mimada y caprichosa. Nunca paraba de hablar de sí misma, y de lo que tenía, y esto y lo otro, al punto que Zelda terminaba por aburrirse y dejándola que hablara sola, eso sin mencionar que siempre trataba a los sirvientes de manera muy despectiva. Zelda pensaba que por ser ambas de la misma edad podrían hacerse buenas amigas, pero al final cambió de parecer. Su madre le había enseñado desde muy temprana edad a ser modesta y gentil con los demás, fuesen quienes fuesen, pero dado que Ruto compartía una perspectiva totalmente diferente a ese respecto, era obvio que no congeniaban. Luego de eso no se vieron de nuevo sino hasta años después, específicamente cuando comenzó todo aquel fiestón que se hizo para que Zelda eligiera a su futuro esposo. Zelda pudo notar que Ruto no había cambiado para nada con los años, por lo que tuvo que aguantársela y fingir que le interesaba todo cuanto le decía.

- Será mejor no pasar por el dominio entonces. - dijo soltando una risita, lo menos que quería era tener que soportar otro de los monólogos interminables de la Princesa Zora, aunque era una lástima, porque por lo que sabía, el Dominio Zora era un bonito lugar para visitar, y no a cualquiera se le permitiría la entrada. - Bueno, ya después pensaré con más calma qué hacer y a dónde ir.

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Dos semanas más tarde...

Luego de pasar tres días en la Villa Kakariko, y de hacer todo el turismo posible, Zelda decidió proseguir su viaje. Sin mayores contratiempos, fue yendo de pueblo en pueblo, deteniéndose un par de días para abastecerse y conocer los lugares. Si bien no daba pie a relacionarse demasiado con las personas de los pueblos, e intentaba mantenerse al margen, al menos estaba lo bastante cerca de su gente como para comprender mejor de primera mano sus necesidades. Eso sin duda le sería de gran ayuda cuando fuese coronada como reina. Las cosas por el camino, las plantas, los animales, también atraían su atención, no todo lo que había era como se veía en sus libros. Estar en contacto con la naturaleza, verla y sentirla de primera mano era mucho mejor que lo que pudiera decir el libro más gordo que hubiera en su biblioteca.

En este momento, Zelda y Cloud avanzaban a trote suave por el camino. Su siguiente destino era el pueblo de Ordon. Sin embargo, cuando menos se lo esperaba, se topó con que había habido un derrumbe, y unas enormes rocas habían caído sobre el camino principal bloqueando por completo el paso. Los hombres que estaban trabajando ahí le dijeron que tardarían no menos de uno o dos días más para terminar de quitarlas, y la única manera de llegar a Ordon desde ahí era tomar el sendero por el bosque. Pero le advirtieron que no fuera por ahí, ya que en los últimos días, un grupo de bandidos se había estado moviendo por la zona, esperando a viajeros indefensos para emboscarlos.

Zelda se encontró frente a un enorme dilema. Había pasado 4 horas cabalgando desde el último pueblo, y desde ahí solo necesitaría un par de horas más para llegar hasta Ordon. Ya pasaban de las dos de la tarde y no podría regresar porque ya para entonces habría anochecido y no se permitía la entrada de gente al pueblo después de que se pusiera el sol. No le apetecía mucho la idea de dormir bajo las estrellas en solitario, por lo que finalmente, haciendo acopio de fuerzas, y encomendándose a las Diosas, decidió meterse por el sendero en el bosque.

La senda de los Bosques de Ordon se hacía más oscura conforme se iba adentrando más y más. Zelda hacía un enorme esfuerzo para mantenerse calmada, aunque no podía quitarse de encima la sensación de que la estaban acechando. Su intención era atravesar el sendero lo más rápido posible, pero el avance para un caballo en los bosques era muy difícil, y en el caso de que surgiera algún peligro, era muy arriesgado salir corriendo, tanto para ella como para su montura, por el hecho de que se podía chocar o tropezar con algo.

- Por fin, ahí está el camino. - dijo aliviada al ver que ya estaba a punto de salir del bosque, luego de andar dando vueltas por una hora o algo así. Sin embargo, su alivio se vio truncado cuando de entre unos arbustos salieron dos sujetos, robustos y con muy mal aspecto, sucios, desaliñados, llenos de cicatrices en el rostro y los brazos, y armados con hachas, ambos estaban sonriendo malévolamente. Tratando de no perder la compostura, la primera reacción de Zelda fue dar la vuelta para intentar alejarse, pero del otro lado del sendero aparecieron otros tres. Lento pero seguro, la hicieron retroceder hasta un campo abierto frente a un enorme árbol, formando un semicírculo a su alrededor. La tenían rodeada.

- Vaya, vaya, miren nada más la lindura que nos encontramos. - dijo el que parecía ser el líder. - Muy bien, señorita, sea buena, y bájese de su mula... o mejor dicho, de su caballo, jejeje.

Zelda no respondió. Esos tipos tenían malas intenciones. Parte de su educación también incluía conocimiento de magia, y había aprendido algunos hechizos para utilizarlos en defensa propia. Pero eso eran algo a lo que solo aquellos que tuvieran alguna conexión con la familia real tenían acceso, o sea que hacer eso significaría prácticamente revelar su identidad, cosa que no quería. Aun así, los tipos ya se le venían encima, y si no hacía algo, no quería ni imaginarse lo que esos rufianes fueran capaces de hacerle. Su integridad física estaba en juego, así que sin meditarlo más, juntó sus manos y cerrando los ojos discretamente comenzó a recitar un hechizo en voz baja. Una pequeña esfera luminosa comenzaba a materializarse en sus manos, pero no llegó demasiado lejos ya que un agudo grito de dolor rompió su concentración.

- ¡AAAAAHHH!

- ¿Está bien, jefe?

- ¿Te parece que estoy bien, idiota?

Al abrir los ojos Zelda, vio lo que había sucedido, el sujeto había recibido un certero flechazo en el brazo derecho, con lo que había dejado caer su hacha. El tipo intentó arrancársela, pero la punta le quedó enterrada, aunque eso de alguna manera sirvió de tapón para la herida. Los bandidos estaban sobre aviso, preguntándose quien había sido. Zelda también miró a todos lados, intentando ver quién había disparado esa flecha.

De pronto, y sin avisar, una segunda flecha rozó cerca del hombro de uno de los bandidos que revisaban al jefe, apenas haciéndole un pequeño rasguño a su camiseta. El tipo cayó de sentón por el susto. Y antes que pudieran decir nada, una tercera fue a dar casi dándole al dedo gordo del pie del jefe. Por la dirección en la que venían las flechas dedujeron que su misterioso atacante les estaba disparando desde algún punto elevado. Olvidándose por un momento de su potencial víctima, el jefe de los bandidos comenzó a gritar.

- ¡Muy bien, quienquiera que seas, tiro listo, sal de donde estés, y enfréntame como un hombre! ¡No seas gallina!

Como respuesta, otra flecha más le fue a dar directo en la rodilla, haciendo que gritara aún más fuerte que antes, y Zelda tuvo que taparse los oídos para ahogar ese agonizante grito. Luego que finalmente cesó, frente a ella cayó alguien. No pudo verle la cara bien de momento, ya que le estaba dando la espalda, pero juzgando por su constitución parecía ser un hombre joven. Tenía cabello rubio, y orejas hylianas. Llevaba un gorro de color verde y vestía una túnica del mismo color con mallas blancas y botas altas de piel de ciervo. En su espalda cargaba un carcaj lleno de flechas, y colgando de su cinturón una espada. Con mano firme, el joven empuñó su arco, y preparó otra flecha, apuntando hacia el líder de los bandidos.

- ¿No recuerdas mi advertencia? Cambia de vida, o pagarás con ella.

- ¿Otra vez tú, muchachito? - exclamó el jefe de los bandidos, era obvio que lo conocía. - Grr, debí imaginarlo. Tuviste suerte la última vez, pero esta vez las cosas serán diferentes.

- No des ni un paso más. - amenazó el joven, tensando aún más el arco. - O te doy justo en medio de los ojos.

- Jeje, no, no tienes las agallas. Te voy a enseñar algo de respeto. - dijo el jefe, preparando su hacha.

El jefe de los bandidos se las quiso dar de muy valentón, pero ese mismo arrojo terminó siendo su perdición, ya que el joven no tuvo reparo alguno en cumplir sus amenazas. La flecha partió, rauda y veloz, yendo a parar entre las dos cejas del desgraciado bandido, que cayó para no volver a levantarse. El resto del grupo vio con horror el cadáver de su líder, y posteriormente vieron como el joven preparaba otra flecha, y avanzaba a manera de advertencia.

- Es la última vez que se los digo. Lárguense de aquí, y que no sepa yo que están atacando a los viajeros. Ningún bandido va a estar pillando a sus anchas en estos bosques mientras yo esté aquí, ¿entendido? - Su voz sonaba autoritaria, hablaba muy en serio. Ese era todo el incentivo que necesitaban.

- ¡Aaaaahhh! ¡Vámonos de aquí! - Los cuatro bandidos restantes dieron media vuelta y huyeron hacia la espesura del bosque, no sin caerse estrepitosamente una o dos veces por estar huyendo en desorden.

- Hmph, cobardes. - dijo el joven, guardando la flecha de vuelta en su carcaj, y volteándose comenzó a caminar hacia donde estaba Zelda. - ¿Se encuentra bien, señorita?

Zelda tardó un par de segundos en darse cuenta que le había hablado, ya que cuando finalmente pudo darle un buen vistazo a su rostro, por un momento su corazón se le paralizó. El joven era muy bien parecido, su cabello rubio le caía haciendo dos flequillos que rodeaban su amplia frente, y esa media sonrisa que le estaba dedicando en ese momento lo hacía lucir bastante encantador, pero lo que más le impactó, fueron ese par de pupilas azul oscuro, las cuales brillaban llenas de valor y al mismo tiempo con una amabilidad casi palpable.

- ¿Eh? Sí, por supuesto. Le agradezco mucho que me haya ayudado. - dijo ella, intentando ocultar su impresión.

- Lamento que hayas tenido que ver eso. - dijo el joven, volteando a ver el cadáver del bandido. - En todo caso, ¿qué andas haciendo por aquí? Es muy peligroso que una chica tan joven ande sola por estos lugares.

- Oye, no soy una niña, sé cuidarme sola. - dijo Zelda, no le había agradado el tono en que lo dijo, aunque de inmediato se disculpó. - Perdón, no quise ser grosera. Es que me dirigía hacia el pueblo Ordon, y cuando encontré el camino bloqueado ya era algo tarde para volver por donde vine.

- Ya veo. Bueno, si quieres te puedo acompañar hasta allá, solo por seguridad. - le ofreció el joven. - Oh, dónde están mis modales. Mi nombre es Link, mucho gusto.

- El mío es Zelda. - respondió ella, pero al darse cuenta de su desliz, se tensó por un momento. - "Ay no, tonta, ¿qué acabas de decir?"

- Zelda, ¿eh? Lindo nombre. Bueno, no perdamos el tiempo, mejor vámonos. *Silbido* ¡Epona, ven aquí, pequeña!

Zelda vio como Link llamaba a su propio caballo, o más bien, yegua. Una hermosa yegua, fuerte y con mucho brío. Era color caramelo, con las patas blancas, y la crin del mismo color. Link la ensilló de inmediato, y le hizo un gesto a Zelda para que lo siguiera de regreso al camino, emprendiendo ambos rumbo hacia Ordon.

Mientras trotaban, Zelda se sorprendió de que Link no hubiera reaccionado cuando ella le dijo su nombre. Bueno, quizás simplemente no supiera nada de la princesa de Hyrule, lo que quizás era bueno. Aun así, ese había sido un enorme descuido de su parte. Tuvo suerte esta vez.

De cualquier manera, ambos siguieron el camino a trote suave, y Zelda llegó a sentirse bastante a gusto con la compañía de Link, el último tramo del viaje sería mucho más ameno teniendo a alguien con quien hablar. Sin embargo, había algo en él que le resultaba extrañamente familiar, particularmente al mirarlo a los ojos, tenía la sensación de que ya lo había visto en alguna parte.

- "¿Será idea mía? No sé por qué siento que lo conozco de alguna parte..."

Finalmente, decidió olvidarlo de momento. Quizás solo fuese la impresión del momento. Realmente eso no importaba, ¿verdad?

Esta historia continuará...

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