
Tama (3)
-Tama-
(Territorio desconocido, Fecha xx/xx/xxxx)
1
Tama mantuvo el trote durante unos cinco minutos, pero la inclinación irregular del terreno la hizo perder el equilibrio, cayendo cuesta abajo. Al detenerse, vio que se encontraba en un pequeño claro rodeado de árboles y maleza. Fue entonces cuando sintió un pedazo de metal frío bajo la barbilla. Levantó la mirada lo más que pudo y vio un objeto punzante amenazando su cuello, sostenido por un hombre. A pocos metros de distancia, otros dos sujetos lo observaban, todos llevaban sombreros Kasa y tiras de pajas de arroz colgando de sus hombros.
Ella, sin levantarse del suelo, juntó las palmas de las manos, que temblaban sin parar, y cerró los ojos con fuerza. Era una silenciosa solicitud de piedad.
De pronto se oyeron gritos entre los árboles, que captaron la atención de los tres hombres parados frente a Tama. El que la amenazaba retiró el kusarigama del cuello, tal vez al intuir que la joven estaba huyendo de aquellos sonidos. El sujeto extendió su mano para ayudarla a ponerse en pie. Uno de los hombres se acercó y se comunicó con ella por medio de gestos. Era claro que los tres varones querían mantener silencio. El más cercano a ella puso el índice en su boca y luego la cubrió con la palma, Tama asintió. Luego, le hizo más señas para que los siguiera hacia otro lugar.
Tama los siguió a través de la maleza hasta llegar a un muro cubierto de vegetación en la ladera de unos montículos. Uno de los sujetos corrió con sus manos el conjunto de lianas sobre el muro, revelando una pequeña cueva que se abría paso entre los bloques de piedra. La muchacha estaba confundida y asustada. El hombre le indicó que entrara en la cueva, y no opuso resistencia. Al cabo de unos segundos, estaba en cuclillas dentro del hueco. Los tres varones acomodaron los pastizales desde afuera, cubriendo la entrada con lianas y vegetación. Era un escondite, sin duda alguna.
Desde el interior del escondite, Tama veía a través de los huecos de la manta vegetal, y observó a sus ayudantes alejarse en silencio.
Transcurrieron unos pocos minutos hasta que consiguió ver movimientos fuera de su escondite. Aparecieron cuatro hombres, dos a pie, dos a caballo. Los reconoció al instante. Eran los mismos de los que huía desde el arroyo. Vestían las clásicas armaduras samurái, negras, con guardas y cuerdas de color naranja.
¿Por qué la perseguían?¿Querían matarla, pero por qué? Entró a atar cabos dentro de su cabeza y supuso que sus perseguidores de armaduras eran samuráis, y sus "aliados" ,con capas de paja de arroz y sombreros Kasa deberían de ser shinobis, tal vez. Estas ideas en vez de darle respuestas la llenaba aún mas de dudas ¿Había viajado en el tiempo hasta el Japón medieval?
2
Los cuatro se detuvieron a unos metros de la entrada a la pequeña cueva escondite, algo les había llamado la atención. Miraron por unos segundos al suelo, habían encontrado las marcas de pisadas grabadas en la tierra. Los dos que estaban a pie comenzaron a acercarse con paso lento y sigiloso. Sin hacer ruido desenvainaron sus katanas. Los dos que estaban sobre los caballos permanecieron inmóviles. El corazón de Tama se agitaba. Iban a descubrirla ¿Y después qué?¿La matarían?¿La llevarían prisionera?¿Cuál de todos los peores destinos le esperaba?
Un zumbido leve resonó hasta ser interrumpido por otro sonido de impacto seco, como un golpe de maza. Los dos samuráis a caballo cayeron desplomados, cada uno con una flecha clavada en la cara. El sonido de las armaduras al chocar contra el suelo alarmó a los dos que se estaban al pie de la cueva, voltearon a ver a sus compañeros con una mezcla de horror y confusión. Uno de los shinobi descendió de modo repentino desde la cima de un árbol, cayendo de pie a espaldas de los soldados. Sin demorar un instante clavó una pequeña daga en el cuello de uno de ellos, justo por encima de la armadura, y la herida salpicó chorros de sangre a borbotones. El soldado apuñalado con el rostro contraído por la sorpresa y el dolor puso su mano sobre la herida, luego cayó abatido con un leve gemido de agonía. El samurái restante no demoró en contraatacar.
El guerrero revestido de paja se movía con una precisión milimétrica, esquivando cada ataque con gritos secos que resonaban en el aire. El samurái atacaba con furia, pero su oponente estaba siempre un paso adelante en cada movimiento. Hasta que finalmente el samurái logró dar un primer golpe de espada, el shinobi apenas consiguió detenerlo con su pequeña daga. El atacante realizó un movimiento ligero y preciso, y pudo al fin desarmar a su oponente, haciendo volar la daga que se perdió entre unos arbustos. Y cuando el soldado se dispuso a acertar el último ataque un nuevo zumbido se hizo presente, una flecha provenida de entre los árboles impactó contra el rostro del samurái, matándolo al instante.
Los tres ayudantes de Tama se reunieron alrededor de los cadáveres y hablaron en japonés. Ella reconoció el idioma de inmediato. El que había perdido la daga en combate se agachó para recogerla, mientras que los otros dos portaban arcos en sus manos y aljabas con flechas sobre sus hombros. Eran hombres altos y delgados, con rostros serios y ojos intensos. Se acercaron al escondite donde la joven permanecía oculta, luego corrieron el cortinado de vegetación que lo cubría.
Ella salió del hueco y acomodando su vestimenta se inclinó para reverenciar a sus tres protectores, aunque lo hizo de manera un poco torpe. Uno de ellos tomó una de las katanas que habían quedado tendidas en el suelo, caminó hasta quedar frente a la joven y con cierta brusquedad le apoyó el mango de la espada en el pecho. Tama, lenta y tímidamente la sujetó con sus manos, su rostro reflejaba desconcierto.
—¿Ha usado katana alguna vez? —preguntó el más anciano.
—Yo... nunca... —Tama respondió en japonés, un idioma que había aprendido de niña por medio de su Ptolem, gracias a la insistencia de su madre—. Yo nunca he peleado en toda mi vida.
—Sin saber pelear se aventura a cruzar el bosque. Y sin espada. Tome la que le ofrecemos y continúe.
—¿Qué lugar es este?
—Forastero, estás perdido, estos son dominios de Tokugawa —replicó el anciano.
—¿Toku...ga? No entiendo, ¿Quiénes son ustedes?
—Protectores del sendero, custodiamos el paso a la espera de un tal Urasawa Kentaro, cuando llegue a nosotros debemos acompañarlo hasta el templo de los Asahi-Ikki. Ese es nuestro trabajo aquí.
—No...no entien... no logro comprender lo que me dice ¿Quiénes eran esos hombres y por qué me buscaban?
—Eran soldados de la armada Yukimura, deben de haberlo confundido con el joven a quien buscan para liquidar. No pierda tiempo, tome el arma que le ofrecemos y no se detenga. Si continua hacia el sur podrá llegar a un pequeño poblado antes que el sol se ponga. Pregunte por Nihei, dígale que Masamune-san lo envió. Allí le darán agua y un aposento donde dormir. Pero tenga cuidado, los soldados de la armada Yukimura deben seguir rondando la zona. Si los encuentra de nuevo, no dude en defenderse.
Tama emprendió el viaje hacia el poblado aconsejado, con la única compañía de un sable en sus manos.
3
Caminó durante varias horas en la dirección indicada, hasta llegar a una extensa planicie que terminaba en unos cerros a unos cuantos kilómetros. Al pie de los cerros podía observarse un pequeño poblado, y más adelante una construcción en forma cilíndrica protegida por una empalizada de troncos. Al ver eso supo que allí era a donde debía dirigirse.
La inmensa planicie estaba alfombrada de pastizales que llegaban a la altura de la rodilla, pero a pesar de esto no le dificultaban el paso. Ni en sus más raros sueños alguna vez habría concebido estar rodeada de tanta naturaleza, pero aún así, la angustia poco a poco fue creciendo en su interior.
Las lágrimas comenzaron a nacer en sus ojos, se lamentaba de haberse atrevido, horas antes, a fantasear con la posibilidad de volver a ver a su padre. El lugar que se extendía ante ella era el mundo real, en un tiempo diferente, en un cuerpo diferente, pero real a fin cuentas. Más real que sus tristes fantasías.
En medio de estos pensamientos un grito provino desde atrás llamando su atención, al voltear pudo ver un caballo al trote a toda velocidad. En un principio no comprendió muy bien de qué se trataba, pero con el transcurrir de los segundos el panorama fue más claro, un jinete con un acompañante se dirigían hacia ella, y detrás, como a unos doscientos metros, otros seis venían persiguiéndolos. Podía ver la desesperación en aquel jinete y su acompañante. Su mente quedó en blanco al ver la armadura que portaban los perseguidores, armaduras similares a la de los cuatro samuráis emboscados por los shinobi en el bosque.
En ese instante sintió como si algo la tomara del brazo y la jalase hacia el suelo, Miró hacia abajo y se sorprendió: estaba parada sobre un colchón blanco, con sabanas blancas. ¿Cómo había llegado allí? ¿Y qué hacía un colchón en medio de la pradera? Sintió de nuevo como jalaban de su brazo, pero no había nadie haciéndolo. Entonces, el jinete que huía repitió el grito que había llamado la atención de Tama la primera vez: —¡Kentaro sensei!
Eso fue lo último que oyó antes de caer desmayada sobre la camilla que la sostenía, la camilla que había surgido de la nada bajo sus pies
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