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III

«Empezaste a florecer», había dicho la madre a Akane la noche anterior. Esa mañana, despertó sabiendo que era el día... Salió para el colegio con un peinado diferente, su uniforme bien planchado y el poncho amarillo de plástico guardado en su maleta; aunque no era época de lluvia. Caminó dos cuadras y se encontró con el gato del parche blanco alrededor del ojo que la esperaba siempre. Le dio las croquetas, se despidió y, dobló en la esquina para abordar el autobús. Con su cabeza recostada en el vidrio de la ventana vio a la gente, las casas, los árboles y el camino alejarse.

Sonaron las campanas y ella ya estaba sentada en la silla de su pupitre; lista para la clase del señor Takayama. Después en las duchas; escuchaba el agua caer y filtrarse por el caño; y la voz de Miyako preguntar: «¿Quién es?», a quién abría y cerraba la puerta, y hacía ruidos de plástico al caminar. Miyako siempre era la última en salir; porque tenía que estar «Bien, bien limpiecita», decía. Se asomó y se encontraron las miradas. Miyako rio y rio mirándola de arriba abajo; porque no sabía que era a lo que Akane daba vueltas y vueltas apoyado en su hombro; le parecía el manubrio de una bicicleta...

Siguió oyendo su risa, aunque le cercenó la cabeza; pero antes, le cortó tres dedos que no lo pudieron impedir. La recogió del cabello que escurría agua y sangre y la escondió en una bolsa. Aprovechando la llave abierta, lavó el sable y limpió las manchas que salpicaron el poncho. Dejó una hoja que había arrancado del libro de su escritor favorito. En ella estaba subrayada las palabras: "muere la narcisista".

Antes de devolver el sable a su lugar, posó erguida frente al espejo... Le gustó lo que vio.

Esa niña llamada Akane, meses antes había robado el wakizashi (que decoraba la pared del Dojo donde alguna vez practicó kenjutsu) y luego lo enterró en el jardín cerca de los baños de su colegio. Amaba los libros de Saijō Matsumoto y tenía un canal en YouTube donde enseñaba la cultura de su país al mundo. A algunos de sus compañeros, no les gustaba: «Eres fea, y las feas no deben mostrarse, nos harás mala fama». Se burlaban, en especial Miyako que los incitaba.

Aquel aniversario, se cruzó con el día que empezó a "florecer". Le pareció cursi que la madre llamara así a la menstruación. Pero en la mañana al despertar, en el relojito infantil, titilaban los números de la fecha, y lo consideró un presagio. Estaba lista. Miyako sin saberlo, zanjó su destino el día que se burló de la desgracia de Matsumoto.

Mónica no está en su alcoba, su cama sigue hecha. Luisa corre por el pasillo y baja a prisa las escaleras. Respira tranquila al encontrarla dormida en el sofá, aunque no le gusta su aspecto.

—¿Qué te pasó, dime? —suplica Luisa salariándola y la despierta.

Mónica se toca las sienes con las yemas de los dedos, piensa que tuvo el peor de los sueños hasta que se revisa la ropa y las manos.

—Me resbalé corriendo en el parque —responde sin mirarla.

—¡Tonta! —Le quita el pelo de la cara y le acaricia el rasguño en la frente—. ¿Ya te enteraste? —Y se sienta a su lado.

—¿De qué?

—Por dónde empiezo... ¡Ya! Matsumoto tenía un hermano menor, Hiromi, se llama. Contrató detectives, ¿y adivina qué?, descubrió que Matsumoto no había estado en todos esos lugares, los de las víctimas...

—¡¿Dónde leíste eso?!

—En todos lados, el mismo Hiromi lo publicó en sus redes sociales. Lástima, un poco tarde... ah, y la primera víctima, Miyako, la asesinó su compañera de clases; ¡tiene mi edad! Y lo descubrieron por mera casualidad; está en un hospital psiquiátrico desde la muerte del escritor. Eso llamó la atención del detective y la visitaron con Hiromi. Ella lo confundió con Saijō y le dijo: «Lo hice por ti»

—¡Qué horror!

—Ah, y aparecieron tus compañeros.

—¡¿Qué?!

—Sí, no te preocupes, están a salvo —Mónica busca el celular en su bolso—, ¡que sí!... Hasta el saco apareció, solo había tres cabezas, suponen que una es del escritor y las otras, de las dos víctimas de aquí... El resto, eran cráneos falsos y partes de animal muerto que hacían bulto en el saco.

Tiene varios mensajes, solo llama su atención el de un número privado. Su corazón palpita más rápido.

—Los encontraron en el Sótano, tenían heridas leves —continúa Luisa, Mónica se distrajo—. Estaban atados y sedados, bueno, Rodríguez. Méndez estaba consciente, pero tenía marcas de soga alrededor del cuello. En su declaración dijo... Espera que Juliana me la envió por wasap.

—¿Ah?, ah sí, a ver.

—Pues como tú no crees en mis fuentes —Tuerce los ojos y le muestra, ambas miran. Luisa lee—: «Sentí que me ahogaba, estaba muy oscuro, luego escuché pasos y voces y volví a respirar. Me desmayé. La luz del sol entró por una ventanilla del sótano y me despertó. Empecé a pedir auxilio y así fue como unos jóvenes nos encontraron».

—¡Es increíble! —Recupera el ánimo— ¡Qué bueno!

—Ay, pero también hay malas noticias. Encontraron un policía muerto, ¡pobre!

Mónica vuelve la vista al celular, Luisa estira el cuello para ver lo que la altera:

—Tira el perfume y borra el mensaje —lee Luisa en voz alta.

Lo borra y abraza fuerte a Luisa, le cuenta por qué debe deshacerse del perfume.

Lanzan su escaso equipaje al maletero y cuando baja el capó, ve a Ortega sonriéndole parado enfrente.

—¡Hola! ¿Llego en mal momento? —saluda él.

—No —Ríe nerviosa Mónica —Esta es mi hermanita.

—Hola —Se presenta sonriente—, soy Luisa.

—¡Uy!, ¿qué te pasó ahí? —Señala su propia frente.

—Me caí, no es nada —Esconde las manos en los bolsillos—, Y ¿a qué se debe su visita?

—Iba pasando, te vi y, di la vuelta para saludar.

—Aaaah, era eso —Cruza miradas con su hermana—. Íbamos a almorzar fuera.

—¿Con maletas? —Sonríe.

—¡No! Vamos a pasar unos días a una finquita que era de mis abuelos, no es muy lejos, a dos horas nomás.

—Sí —aclara Luisa—, no es que salgamos de la ciudad —Mónica le aprieta el brazo.

—¿Qué tal si las invito?, yo también iba almorzar.

—Bueno —Se adelanta Luisa.

—Bueno —acepta Mónica resignada—, mejor llamo para que no la traigan. Adelante —Le indica la puerta.

—Ah —advierte él— no quiero carne —se aclara la garganta y pasa saliva con una mueca de desagrado.

Ni Mónica, no la querrán en mucho tiempo y por la misma razón.

Ortega que prefiere que lo llamen Ángel, observa a Mónica y ve que tampoco puede seguir comiendo. Las pantorrillas de Luisa asoman colgadas en el espaldar del sofá donde chatea y reposa el almuerzo.

—Yo lo vi —dice el joven revolviendo el espagueti con el tenedor.

—¿A quién? —pregunta, aunque adivina a quién se refiere.

—A Rojas, ¡Dios!, y ese olor... olía a maticas, como... a flores.

«Flores silvestres», pensó decir Mónica.

—Y... a sangre. ¡A sangre y perfume de mujer! —musita— Eso es retorcido.

—Sí..., qué terrible —Retuerce el orillo del mantel con ambas manos.

—Me caía mal... Era un corrupto —calla tan pronto pronuncia las palabras—. Oye, ¿no irás a contar lo que te he dicho? —pregunta nervioso.

—No..., estoy cansada de esto, no solo de este tema..., este trabajo.

—Yo a veces... y somos novatos —Suspira.

—En la universidad, hice una investigación con mis compañeros; advertimos que iban a otorgar licencias ambientales a un país extranjero para explotación minera y de lo que esta acarrearía. Como sea, recibimos amenazas de muerte, nadie nos contrataba después de graduarnos y ¿para qué?, al principio hubo mucho ruido, pero la gente olvida. Un día les preocupa el medio ambiente y al otro, escándalos banales. Pusimos nuestras vidas en riesgo por nada. El mundo no cambia. La gente tiene lo que se merece.  

—Ya lo recuerdo... También acertaste con este tema, dijiste que: Quizás el que imitaba al coleccionista lo hacía desde antes..., que tal vez Saijō era inocente. También creo que esto del escritor les sirve a los corruptos para distraer al pueblo mientras olvidan... Hay algo que no se ha dicho a la prensa. ¿Prométeme que no se lo dirás a nadie?

Mónica asiente y toma aire. Vuelven esas punzadas en el pecho que no la dejan respirar.

—A Rojas le aplastaron la cabeza con un armario repleto de chatarra.

—Y... ¿si fue un accidente y si se lo hizo el mismo?

—No, no fue así. Lo que más me sorprendió, a todos, fue la hoja que dejaron, era de ese escritor; lo sé porque estaba su nombre y el título en el encabezado. En la página decía: que El coleccionista iba por una detective y terminó matando al policía que la resguardaba, algo irónico, porque le había salvado la vida indirectamente, ese policía planeaba matarla. La palabra policía corrupto estaba señalada con lapicero rojo.

Mónica no opina, solo lo mira esperando que él le dé alguna señal.

—Lo sé, así estaba yo y mis compañeros, con esa misma cara...

Unos golpes en la puerta los interrumpen.

—Disculpa, debe ser la vecina, le encargué mi gata —Y se retira abrir.

—¿Te cae bien mi hermana? —lo toma por sorpresa Luisa con la excusa de servirse limonada.

—Sí —contesta incómodo.

—Mi hermana es buena gente, ¿sabe?, siempre sacaba buenas notas; además, no se mete con nadie, ella no mata ni una mosca.

—Ajá —Arquea las cejas y se recuesta en el espaldar de la silla.

—Es un poco miedosita..., es que sufrió mucho de pequeña.

—Ah sí y...

—Nuestros padres murieron en un accidente cuando éramos muy pequeñas —Baja la mirada—, nuestros abuelos se hicieron cargo de nosotras. Después murió la abuela. Mónica tenía doce y yo cinco.

—¡Tenaz!...

—Eso no es todo —Sorbe la limonada y continúa—, en el velorio, el abuelo nos dijo: tóquenla para que ya no les teman a los muertos. Yo me acerqué con los ojos cerrados y me pareció tocar un madero. En ese momento escuché el grito de mi hermana, abrí los ojos y ella tenía una cara de horror, a la abuela no la alcancé a ver, nos taparon los ojos, pero mi hermana ya la había visto. Dijo que abrió un ojo, que la miraba. ¡Es raro!, porque tengo entendido que se los pegan.

—Sí, así es. ¡Pobre!

—Y, y, Mónica salió corriendo. Fueron a buscarla y la encontraron dormida, recostada al Caracolí detrás de la casa. Cuando la despertaron dijo: que no sabía cómo llegó ahí, que ella estaba sentada en las piernas de mamá, y mamá en la mecedora del patio trasero —Se queda en silencio un momento y luego prosigue—, que mamá la había arrullado y le desenredaba el pelo con los dedos (así hacía para que nos durmiéramos).

Ángel la mira boquiabierto sin interrumpirla.

—¿Sabe?, en ese árbol, la abuela regó las cenizas de mi madre... antes estuvo seco. Después de eso, empezó a florecer.

—¿En serio? —pregunta incrédulo frunciendo el ceño.

—¡Eso dijo el abuelo!, yo estaba muy pequeña —Luisa se encoge de hombros y añade—: Pero mi hermana es una santa, ella no mata ni una mosca —concluye, bebe el resto de limonada y al mismo tiempo se limpia con la mano lo que le escurre por los lados. Ve que su hermana se despide de la vecina y va cerrando la puerta. Da tres pasos largos y salta al sofá.

Mónica ve las gotas de limonada en la mesa del lado donde ella estaba sentada y mira la cara de espanto de Ortega y luego donde su hermana que ya no asoma ni los pies.

—Doña Herminda me dijo que, había visto a un policía rondando... ¿Fuiste tú?

—No, hasta ahora paso —dice levantándose de la mesa—. Ya debo regresar al trabajo... Gracias —Y se despide muy formal.

—Ah, se me olvidaba, ese día, ¿qué parte revisaste?

—Bueno, yo me quedé en el cuarto piso; Rojas revisó abajo y Jiménez arriba... 

—Ya.

—Me parecía raro, él era tan mandón, pero como soy nuevo. 

—Sí, sí, claro.

El camino a la finca de los abuelos, empieza al final de la carretera de pavimento, doblan a la derecha y entran por un trecho donde apenas cabe un vehículo. Luisa saca la cara por la ventana para sentir el viento y la mano para tocar las hojas con la punta de los dedos.

—Mira los árboles —susurra Luisa—, parecen personas abrazadas formando una hilera y se toca las cabezas con la fila del frente, y ahora que sopla fuerte la brisa, parece que bailaran... como en el cuento —Mónica gira el cuello hacia su hermana—. ¿Qué dirían de nosotros si hablaran?...

—¿A qué viene eso? —pregunta Mónica.

—Solo míralos.

Mónica vira los ojos arriba.

—Claro que los veo..., igual que los de la entrada a ese edificio, parecen acecharnos... No sabía que observaras con tanto detalle la naturaleza.

—Es que, hoy me acordé del árbol, el que según el abuelo estuvo seco hasta que le regaron las cenizas de mamá.

—Eso lo inventó el abuelo.

—Para qué?

—Pa, para consolarnos... y consolarse él y creer que mamá seguía viviendo en ese árbol.

—Pero..., lo que dijiste esa vez.

—Debió ser un sueño.

—Ya, un sueño, no lo viste así antes, ahora así.

—Ahora sí —afirma.

La cara de Luisa se torna dura y analiza a Mónica buscando la duda en su mirada. Luego vuelve a observar por la ventana, y sigue tocando las hojas.

—Las ideas no nacen de la nada, todas se basan en algo que han visto u oído... ¿sabes?, volví a leer el cuento —Sonríe—, el que escondiste (me di cuenta) y, lo entendí.

—¿Cuándo?

—Hace poco, mientras hablabas con ese policía. Está internet.

—Pues ya sabes que no hay tal maldición, solo gente aprovechando lo que empezó esa joven para cometer crímenes.

—Sí, no me lo aclares, no soy tonta.

La casa está detrás del portón grande de madera. El árbol alto sobresale, los troncos que se expande hacia los lados, parecen brazos abiertos que dan la bienvenida. Las hojas secas caen. Mónica y Luisa, lo miran perplejas.

—Míralo, se ve triste, como si llorara esas hojas secas —Se angustia Luisa.

—¿Qué te pasa? ¿Tuviste una epifanía?

—¿Una qué? —Sigue mirando el árbol.

—Deja eso. Ya tuve suficiente con lo que ha pasado.

—Lo siento.

El frío de la noche se cuela por el patio, recorre la sala y sube por las escaleras hasta la habitación de las hermanas que, tiritan entre las cobijas y se despiertan ambas en la misma cama, como cuando eran niñas y tenían miedo. Las ramas golpean la ventana y se escucha como golpes en la puerta.

—E, es el viento —tartamudea Mónica.

La rama entra rompiendo el vidrio, la cortina se curva y se ve la silueta de las ramas detrás del blanco de la tela.

—¡Vámonos! —sugiere Mónica.

—¿A esta hora?

Mónica ve un resplandor, se acerca un poco a la ventana. El árbol se balancea hacia atrás y la rama vuelve a salir despejando la vista.

—¡Fuego! —grita—. Tenemos que salir.

Luisa corre abrir la puerta y ve entrando el

humo en el corredor y la vuelve a cerrar.

—Salgamos por la ventana —recomienda Luisa—, bajaremos por el árbol, no hay otra opción.

—Sí —responde mirando el árbol que se ha quedado quieto.

Bajan entre las ramas. Mónica llega primero y recibe a su hermana. Luisa se frena, Mónica mira hacia donde mira ella y ve un hombre que se oculta entre las sombras. Da unos pasos al frente y

La luz lo va mostrando de pies a cabeza. No está usando su uniforme, pero Mónica lo reconoce.

—Era usted —recrimina Mónica—, siempre desconfío de los que dejan que hablen por ellos. De los que solo reciben órdenes.

—Usted es muy valiente con sus palabras —asevera Jiménez — y especulaciones.

—Y usted es muy valiente apuntándonos con su arma —le reprocha Luisa y Mónica se pone enfrente de ella.

—Pero tenía razón con mis especulaciones, eh, profanaron el cuerpo de ese hombre para desviar la atención de las investigaciones de corrupción del alcalde. Qué ridiculez subestimar así a la gente.

—¡Ja!, y usted los sobreestima, la gente cree lo que lo que conviene —Mónica mira la mano temblorosa que le apunta.

—Y usted es uno de esos...

—¡Cállese!, métanse a la casa.

—¡Este nos cree tontas! Tenga poder de decisión. Esos muchachos que culpa tenían. Igual nosotras.

—Ese fue Rojas —Y sostiene la mano que empuña el arma con la otra mano—. Miguel chantajeaba al alcalde, no se haga la tonta, él no era ningún inocente.

—Allá —Señala Luisa, Jiménez no voltea, pero escucha el barullo de gente acercándose.

Son los vecinos más cercanos corriendo con agua en baldes.

—¿¡Hola, están bien!? —grita uno acercándose.

Jiménez voltea y dispara sin mirar hacia a dónde, el hombre cae herido. El viento sopla fuerte y las llamas se va mitigando de costado. La arena se levanta y los ciega. De fondo se escucha los gritos de auxilio de la gente. Luisa corre del otro lado de casa. Mónica se atraviesa cuando él dispara en dirección a ella.

El camisón de Mónica se tiñe de rojo, y él le sigue apuntando, ella solo siente frío.

Jiménez escucha el sonido de madera quebrándose, vira arriba, y ve el recorrido del tronco (que parece el brazo del árbol) caer hacia él, no alcanza apartarse. Golpea su cabeza y su cuello se rompe.

Mónica aguarda a la ambulancia recostada al Caracolí, la adormece el zumbar de los grillos y la acuna el resoplido del viento. Los gritos de su hermana y de la gente, se oyen tan lejos como el ruido de la sirena. Entreabre los ojos; las luces titilantes rojas y azules traspasan entre los quicios de las ramas.


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