El ermitaño y el conejo
Cuando el castigo de Dios pesaba con ligereza sobre los hombros de la humanidad, los animales más dóciles poseían la capacidad de interactuar con los seres humanos. Cuenta una historia en ese tiempo ya olvidado que durante muchos siglos existió un regalo divino en forma de flor que representaba la bondad y la misericordia de Dios.
Según se decía en muchas leyendas, esa flor maravillosa era dueña de los siete colores del arcoíris. Colores que permitía a la humanidad recordar la promesa que Dios hizo tiempo atrás. Fueron pocos los que encontraron la flor, y de esos pocos se permitió una descripción detallada para dar hincapié a una vaga idea de su apariencia.
La flor del arcoíris era una mezcla extraña de caléndulas y Serruria Florida. Sobre sus sépalos descasaban virtuosos sus delicados pétalos que partían con unos suaves tonos pasteles, y terminaban con unos colores chillones. Sin embargo, dichos tonos brillaban en la naturaleza. Quizá porque se pretendía que iluminará nuestra conciencia, o quizá porque se quería recalcar la promesa divina que representaban los colores de dicho fenómeno. Dentro de sus filamentos no se encontraba lo que normalmente se encuentra dentro de las flores, en su reemplazo se podía observar un brillante rocío cristalizado que servía como un remedio natural que permitía alargar la vida, cumpliendo de esa forma caprichosa el deseo más egoísta que ha vivido en el corazón de la humanidad: la inmortalidad. Fuese como fuese, los hombres aseguraron que por más detalle que se preste es imposible imaginarla, ya que imaginar lo que no se conoce es algo que solo Dios puede hacer.
Conforme pasó el tiempo el corazón de los humanos se fue llenando de más maldad y avaricia, por esa razón la flor se hizo cada vez más difícil de encontrar. Tiempo después su existencia se transformó en una simple leyenda que poco a poco quedó sepultada en el olvido.
Bien, ésta historia empieza con un viejo gruñón llamado Abdón que vivió en Althiere cerca del siglo I. Abdón fue considerado por todos cómo una persona cruel y egoísta que trabajaba por el simple placer de añadir más años a su supervivencia. Sin embargo, no siempre fue así. Su personalidad truculenta no fue más que una consecuencia impía del abandono de sus hijas. Ese episodio lo afecto tanto, que su corazón lastimado quedó a la luz del remordimiento y la desesperanza. Y la sociedad hipócrita que le rodeaba no hizo más que encerrarlo en un caparazón que lo aisló del mundo. Estaba harto de todo. Dentro de él ya no existían las ganas de seguir viviendo, sobrevivía solo porque consideraba incorrecto darle la espalda a Dios acortando su vida a propósito. Cómo en su juventud se había dedicado sobre todo a los oficios propios de los campesinos, sabía de todo un poco, lo que ahora le permitía vivir de la caza y la agricultura. A menudo arredraba contra todo aquel que quería ofrecerle su compañía, es cierto que hacía mal al tomar una actitud díscola, pero es que al pobre viejo tantas decepciones lo habían arrebatado de la sociedad.
Tiempo después se hartó de la vida pueblerina. Tanta algarabía terminó por espantarlo. Una buena mañana de otoño el viejo observó las montañas, y pensó: si construyo una cabaña por allá, lejos de todo contacto humano, podré pasar mis últimos días en paz. Ni corto ni perezoso empezó a salir todas las mañanas con sus herramientas en mano con la ilusión de construir su propia vivienda.
Ese comportamiento en extremo sospechoso lo volvió el centro de atención, Muchas personas aseguraron que partía temprano a las montañas para hacer rituales paganos con brujas, y de ese modo seguir alargando su vida carente de toda compañía espiritual. Esas palabras, peligrosas para su tiempo, casi lo llevan a un juicio contra la inquisición de la iglesia. Afortunadamente el padre Gerardo se puso de su lado y afirmó frente a una turba colérica que el viejo no hacía más que divertirse en la verdadera compañía de Dios, porque Dios se halla en todos lados, en especial en medio de sus divinas creaciones. No tan convencidos decidieron asumir las palabras del padre Gerardo como verdaderas, y dejaron al pobre Abdón en paz. Más tarde él mismo iría a la iglesia a aclarar todo el mal-entendido con el padre Gerardo, pero él susodicho solo le respondió: vive como quieras, hijo, es la voluntad de Dios que seas feliz a tu manera.
Abdón ignoró las palabras del padre, y una mañana partió a su cabaña con una manta, y unos cuantos hilos de lana. Lo demás ya lo había llevado en el proceso. Cuando llegó a la cabaña sacó sus armas de caza para probar su suerte y conseguir algo de carne. Si había algo que el viejo Abdón no quería hacer era bajar de nuevo al pueblo. Luego de la falsa acusación de brujería odió Althiere más que nunca.
Al salir de la cabaña sintió el aire fresco de la naturaleza virgen, y con una melancolía placentera que le regalaba chispas de felicidad, dejó sus armas de caza y tomó un hacha para recolectar un poco de leña. Miró al cielo y predijo gracias a las nubes grisáceas, que estaba por aproximarse una tormenta. Sin embargo, poco le importó. Miró hacia el horizonte, y quedó embelesado ante la majestuosidad que la naturaleza atenta y piadosa le lisonjeaba. Por un momento toda aquella elegancia lo sumergió en un hechizo inefable lleno de emociones circundantes que de pronto decayeron de manera abrupta para dar paso a una soledad desbastadora. Desesperado hizo caso omiso a sus sentimientos negativos, y se adentró al bosque en busca de leña.
El invierno se acercaba a pasos gigantes y Abdón iba a necesitar de mucha leña para sobrevivir a los tiempos turbios. De pronto, como si fuera un acto de bondad el cielo se encendió y un sonido estruendoso le advirtió que la tormenta estaba más cerca de lo que imaginaba.
—¡Bah, que importa! Nunca he visto a nadie morir en una tormenta —se consoló.
Siguió caminando, y cuando se alejó lo suficiente para no poder distinguir su cabaña, se detuvo. Alzó su hacha para cortar la leña. Cuando terminó sacó un canasto que cargaba en su espalda, y lo llenó. Una vez concluida su tarea se dio media vuelta y se dispuso a volver, cuando un sonido que no provenía del cielo, lo alarmó.
—Entendería si fuera del cielo aquel sonido, pues sería una advertencia de Dios sobre la gran tormenta que se aproxima, pero no ¡ha sido el crujir de unas hojas lo que me ha alertado! —dijo para sí mismo.
Escuchó azorado el crujir de las hojas, y alertado, alzó su hacha. Comenzó a caminar en línea recta, pero de pronto cambió de ida ¿y sí se trataba de una serpiente? Abdón contempló la idea como una revelación divina, y comenzó a caminar en zigzag. Ensimismado repitió la misma acción algunas veces, cuando otro ruido en seco volvió a alarmarlo.
Avanzó silenciosamente hacia su destino. No sabía que le aguardaba, y tampoco le importaba mucho. Es más, la idea de la serpiente le pareció de cierta manera, encantadora. Siguió avanzando su camino hasta que se encontró con un conejo herido recostado sobre un árbol.
Con una sonrisa el viejo alzó su hacha para atacar, por un momento pensó que el conejo podía ser un cena, cuando un crujir inescrutable arruinó su hazaña. Su hombro de repente fue invadido por un detestable dolor, y el hacha, al no encontrar un equilibrio para mantenerse en sus manos, cayó. Fue así como Abdón descubrió su peor desgracia: se estaba volviendo un inútil.
Suspiró, y decepcionado dio media vuelta. Un gemido lastimero mezclado con el crujir de las hojas llegó a los oídos del viejo.
— ¿Podéis ayudarme? —musitó el conejito terriblemente asustado.
Abdón miró de reojo y observó al conejo. Era pequeño. Sus ojos brillaban a causa de las lágrimas. Su pelaje grisáceo estaba manchado a causa de la sangre que se esparcía por su pelambrera. Sus cachetes cundían a los laterales de una manera muy extraña, como sí al conejo le costara sonreír.
—¡Por favor! —gimió—. ¡Piedad!
La inocencia del conejo logró estremecerlo de alguna manera. Un relámpago rugió del cielo y el viejo recordó que debía llegar pronto a la cabaña, de lo contrario podía contraer un resfriado. Lamentó la distracción que el conejo le provocó y siguió de largo ignorándolo por completo.
— ¡Por favor! ¡Llevadme! ¡Salvadme! ¡Señor, tenga piedad! No me abandone en ésta tormenta —imploró desesperado al intuir que el anciano no le iba a salvar.
Al escuchar esas palabras el viejo detuvo su paso. Aquella dicción atacó directamente su alma. Memorias lejanas se agazapaban en su mente con rapidez. Su corazón que hasta ahora había permanecido duro, tembló. Sintió como ese caparazón se desvaneció dejando escombros de un corazón lastimado. Recuerdos que prefería olvidar, lo agredieron. Fue entonces cuando un episodio traumático acabó por asaltarle.
Ese día Abdón estaba jugando con el hijo de Virginia, cuando un dolor le invadió provocando que la taza que llevaba en su mano, cayera. Fue entonces cuando su hija tomó una fatal decisión.
—Nuestro padre se está volviendo viejo. ¡Se está volviendo una carga! Ya ni siquiera puede sostener una taza.
Su hija hablaba con su marido con total impiedad. El viejo, que por desgracia escuchó todo, saltó de su escondite y suplicó:
—Virginia ¡Hija mía! ¡Que atrocidades dices! Claro que estoy envejeciendo, es algo natural. Recuerdo aún con nostalgia mí querida hija, cuando eras tan solo un indefenso bebé. Yo te cuidé y te protegí. Te di todo mi amor, y te ofrecí todo lo que podía darte ¿Te cuesta hacer lo mismo con tu viejo padre?
— ¡Ahora me sacáis en cara todo lo que habéis hecho por mí! —añadió con amargura.
—No hija mía, yo solo pido una cosa de vuestra parte ¡No me dejéis solo! ¡Llevadme! ¡No me abandonéis hija mía!
De nada le sirvió rogar. Al final fue abandonado por Virginia, y sus otras hijas: Colette y Adelaida, se negaron a tenerlo con ellas. Abdón no entendía porque sus hijas se portaban de una manera tan despiadada. Había sido en su juventud un padre cariñoso que dio todo por ellas. Cuando su esposa falleció, él hizo todo para que a sus hijas nada les faltara, pero por desgracia, al crecer solo le mostraron ingratitud.
Ese recuerdo se reprodujo en el interior del anciano. Una lágrima cayó de su rostro, y el dolor le embistió repentinamente. Quiso ser indiferente e intentó continuar, pero algo se lo impedía ¡Ahora peleaba con su propia conciencia!
—No es lo mismo —se empezó a repetir.
Más en el fondo sabía que sí lo era. Estaba abandonando a su merced a alguien que evidentemente le necesitaba.
— ¡Maldita sea! —Gritó—: ¡No quisiera nunca ser como mis hijas!
Al final no pudo con la culpa. El recuerdo de aquel episodio infeliz, lo ablandó. Dio media vuelta y corrió dónde el conejo. Al llegar lo encontró recostado, y con las hojas ensangrentadas. Temiendo lo peor se aproximó y maldijo su testarudez. Con miedo colocó su oído en el corazón del conejo. El órgano latía, y su respiración se tornaba agitada. Eso tranquilizó un poco a Abdón.
—¿Habéis regresado para volverme su cena? —lo sorprendió el conejo.
Las palabras del animal lo tomaron por sorpresa, y de algún modo lograron herirle. Lamentó ser un desgraciado. Cayó en cuenta que el conejo era igual que él, y se encontraba solo, como él.
Con las manos temblorosas le regaló una caricia. Al mismo tiempo, esa muestra de afecto fue bien recibida por el conejito, que, por su parte, le regaló una sonrisa sincera que desprendía una gran calidez. Cerró los ojos e imaginó con cariño a sus padres.
—Pido perdón por mi indiferencia —lloró Abdón.
— ¿No vais a dejarme morir? —inquirió con sorpresa el conejo.
—No. Pido perdón de nuevo. Esta vez me disculpo por mantenerme sordo a vuestras suplicas. Prometo que desde ahora no os dejare solo nunca.
Abdón acurrucó al conejo entre sus brazos y no demoró en hacerle saber que estaba dispuesto a compartir todo con él. Se mantuvo por unos segundos en la misma posición, y luego avanzó. De pronto unas gotas de agua le anunciaron que la tormenta estaba por venir, y con una fuerza que salió de quien sabe dónde, tomó al conejo entre sus brazos y lo llevó a la cabaña.
Cuando llegó le curó la patita y le ofreció un vaso de leche hervida, queso y bastante pan remojado en agua y avena. La tormenta cayó, y el anciano vio desde la ventana con la compañía del conejo, el caer de la lluvia. Rieron como niños pequeños mientras intercambiaron miradas que delataba cierta complicidad.
Al día siguiente, el viejo tejió al conejo una mantita suave y calientita para protegerlo así del frío descomunal.
Ese día jamás se borró de sus memorias, y permaneció muy dentro de ellos como el recuerdo de una hermosa casualidad que estaba destinada a ser.
Nada volvió a ser igual para ambos. La inocencia del conejo salvó a Abdón de tanta amargura. De alguna manera el conejito logró disolver toda esa desesperanza, y le devolvió a Abdón las ganas de seguir existiendo y de disfrutar de la compañía de quienes amaba. Aun así, había veces que extrañaba a sus hijas y a sus nietos y eso lo volvía un melancólico.
Sin aguantar un día tanta tristeza, el anciano contó al conejo todo sobre sus hijas. Le narró entre risas como fue su juventud, y entre lágrimas el fallecimiento de la mujer que más amó, y el abandono de sus hijas.
—Perdón si ofendo —añadió el conejo molesto—. Pero vuestras hijas son unas desgraciadas.
El anciano pensó en defender a sus hijas. Como todo padre, había veces que se negaba a ver lo desgraciadas que eran. Pero luego pensó en que sería totalmente en vano, pues con mucho dolor admitió que el conejito tenía razón. Mejor calló, y el conejo al ver a Abdón tan taciturno, hizo también una confesión.
—¿Sabe? Ese era mi segundo día en aquel árbol. El día anterior a mi rescate caí por accidente desde las ramas de ahí, y mis padres se fueron con la excusa de traer plantas para mi pata herida. Nunca más regresaron, creo que se avergonzaban mi torpeza.
—No conejito, estoy seguro que ellos no te abandonaron.
—Entonces ¿Por qué jamás volvieron?
Abdón pensó lo peor. No era improbable que sus padres hayan muerto a consecuencia de algún animal salvaje. Quiso decírselo, pero decidió callar. Tomó al conejo en sus manos y lo elevó por los aires mientras le contó una historia feliz y emotiva para aliviar esos ánimos.
Era así como pasaban sus días. Todo se volvió más divertido para ambos. En una ocasión Abdón recogía tomates de su jardín, cuando el conejo le sorprendió con una flor. Le dijo que tenía poderes sobrenaturales que no le permitirían morir jamás.
—¡Oh conejito! ¿Qué haré contigo? La muerte es tan inevitable como el nacimiento de otro ser vivo —murmuró.
—Pero usted es una buena persona, y las buenas personas no mueren jamás.
—Claro que si mueren. Yo... tú... mis hijas. La vida se agota con el tiempo, y todos acabaremos enterrados.
El conejo intentó entenderlo, pero no podía. Simplemente le pareció inverosímil que todos acabemos enterrados ¿acaso veníamos al mundo solo para morir? ¡No podía aceptarlo! Abdón lo notó, y con una sonrisa sacó un canasto, y lo invitó al bosque a recoger naranjas. En la noche encendieron una fogata para asar sus alimentos y contaron historias de terror antes de dormir.
Con el tiempo inventaron sus propias costumbres. En invierno salían a jugar en la nieve temporada tras temporada. Siempre tenían nuevas mantas, pues Abdón tejía constantemente para salir de la monotonía. Por su lado, el conejo inventó a su propia familia en la nieve, y jugaba con ellos, aunque a veces le invadía la nostalgia. También tenía la costumbre de trepar árboles y dejarse caer. La nieve era suavecita, y la caída se sentía fascinante. El invierno era su estación favorita para cantar al sol una canción que el conejo inventó; su letra era la siguiente:
Querido sol de las montañas
Tú que en las mañanas calientas mis días
Te doy las gracias por salir al campo
Y por alumbrar los pétalos en el lago
Pero tengo también una queja señora
Poco sale en invierno y me mata de frio
Pero a la vez le doy gracias
Porque me permite jugar con nieve.
En otoño recogían leña en el bosque para el siguiente invierno. Recogían castañas que luego las devoraban con gran entusiasmo, y acompañaban sus comidas con té de naranja que hacían a base de su cascara.
Cuando la primavera llegaba salían a vislumbrar el deshielo. Abdón fabricó una butaca al pie de un lago que se encontraba a 10 yardas de ahí. El caer de los pétalos en el agua sencillamente les abrumaba. La naturaleza, siempre maravillosa, nunca dejaba de sorprenderlos. Ese espectáculo envolvía sus almas en emociones excitantes.
En verano descendían a los ríos y jugaban hasta que la luna se asomaba en el ocaso. Les dedicaban a los astros canciones de amor y de muerte. Caminaban con mucho descuido por el bosque. También exprimían unos limones gigantes que crecían cerca de la rivera impetuosa, y disfrutaban de su jugo mientras se perdían en el valle. Comían caña de azúcar y en un guarda-frío que construyeron, ingresaban las verduras en la época de calor para mantenerlas frescas.
Todo iba bien, entonces, después de cuatro años del calendario juliano, Abdón contrajo las enfermedades propias de la vejez. Sus delirios se dieron a notar en una apariencia demacrada. Con los días no hacía más que empeorar, y no demoró en verse postrado en una lucha por seguir viviendo.
Los dolores aquejaban a diario al pobre viejo, y el conejo, con el corazón partido, se vio en la obligación de ir al pueblo para llamar a un médico. Cuando llegó, la mayoría de médicos se negaron a ver a Abdón, en primer lugar, por el resentimiento que años atrás se había formado, y segundo, por la falta de dinero.
El rumor sobre la desgracia de Abdón llegó a oídos de su hija Colette, y con una tristeza que le carcomía el alma rogole a su marido la ayuda de un médico. Después de semanas al hombre se le ablandó el corazón tras las constantes suplicas de su mujer, y le habló a un buen amigo suyo para que inspeccionara a su suegro.
El conejo se sorprendió cuando vio llegar a Colette acompañada de un médico. Le hizo pasar de inmediato y les ofreció fresas que acababa de recoger. El médico aceptó, pero Colette no. Se sentía muy mal por ver a su padre tan solo. Hace algunos años ella estaba dispuesta a dejar que su padre se quedara en su casa, pero su marido se lo prohibió. La pobre mujer no pudo hacer nada más que resignarse, sabía que contrariar a su marido podía acabar en una posible golpiza.
Cuando el médico terminó de revisar a Abdón fue hacía los dos y les dijo:
—En verdad lo siento.
Ambos entendieron que el anciano estaba al borde de la muerte. Colette le mostró sus respetos al médico y salió de ahí. Ante tal acción el conejo sintió rabia. Fue a ver a Abdón y comenzó a contarle historias tal como el anciano le contaba a él años atrás.
Antes del anochecer el conejo salió a recoger leña. Se sentía muy triste y cansado. Avanzó a la rivera y vio a Colette llorando. Sin saber que hacer o decir se sentó a su lado.
—Si mi marido me lo hubiera permitido mi padre estaría viviendo conmigo —añadió, sorprendiendo al conejo.
—¿Y por qué no insististe?
—Lo hice, desde luego, pero mi marido se negó, como siempre.
—¿Y por qué no lo llevaste aún en contra de su voluntad?
—Porque me habría golpeado en su presencia, y eso mi padre no lo hubiera soportado ¡Como si no tuviera suficiente con mi infertilidad!
—¿Y por qué no te alejaste de él?
—Yo... —Colette hizo una pausa y comenzó a llorar. Después de unos momentos, continuó—: no puedo. No podría sobrevivir en el pueblo. A las mujeres poco nos pagan por trabajar. No tenemos más opción que doblegarnos a la voluntad de nuestros maridos, aunque depende también del marido, por supuesto. Por ejemplo, Gabriel, el marido de Virginia, mi hermana. Él es un buen hombre que está enamorado profundamente de mi hermana y la consiente en cada capricho. No me gustaría hablar mal de ella, es mi hermana después de todo, pero ella es una mala mujer. Es caprichosa y egoísta. Manipula a su marido a su voluntad y lo engaña. Después que nuestro padre se marchó yo la busqué, y le supliqué que no lo botara, pero ella se negó.
»—No puedo tener en casa a un inútil —me dijo con una indiferencia bárbara.
»Me sentí terrible, volví a rogar a mi marido, pero ese volvió a negarse, y me dijo que dejara de insistirle si no me quería ganar una golpiza. Fui con Virginia muchas veces, pero ella me daba la misma respuesta. Incluso Gabriel le dijo a Virginia que pensara bien las cosas, pero ella se portaba totalmente inflexible. ¡Todo este tiempo me sentí desesperada! Fui al pueblo donde él vivía y me dijeron que se había marchado ¡Me sentí tan culpable! Intenté buscarlo por todos los medios posibles, incluso subí la montaña, pero una serpiente me mordió y perdí la conciencia. Cuando desperté estaba en casa. Mi marido estaba enojado por haberme desaparecido dos días, y me puso una sirvienta para que yo no escapara. No fue hasta hace tres semanas que escuché que mi padre estaba enfermo. Triste y con el llanto acechándome le rogué a mi marido que le pague un médico, pero solo me decía —Estoy ocupado querida— me sentí tan inútil, tan impotente, y me escapé donde Virginia. Cuando le conté que mi padre estaba al borde de la muerte, me dijo:
»—¿Y? Yo no soy médico, no puedo hacer nada.
»Me sentí peor. Gabriel se sorprendió ante la actitud de su mujer, y habló conmigo. Me informó que pagaría a alguien para que diera con el paradero exacto de mi padre, y también el médico. Yo me alegré. Los días pasaron y el guardia no daba con la casa de mi padre. Nuevamente me volví a desesperar. Entonces la semana pasada el hijo mayor de Virginia contrajo una enfermedad, y el médico y la medicina salieron caras. Gabriel me dijo que no iba a poder costear los gastos del doctor de mi padre. Volví a rogar a mi marido, que después de tanta insistencia, aceptó. Hace dos días Gabriel me trajo una noticia. Había encontrado la guarida de mi padre. El señor que fue contratado nos dio un mapa que ahora mismo traigo conmigo.
Colette le mostró un mapa. El conejo se sorprendió, aunque no entendió nada. Confundido vio a Colette y sintió lastima por ella. Al parecer su odio hacía ella era un poco injustificado, la pobre sí que había sufrido.
—¿Por qué no le pediste ayuda a Adelaida? —preguntó curioso.
—Ese es un tema bastante largo también. El marido de Adelaila, Sebastián, es marinero. Por orden de la reina tuvo que viajar a la península Ibérica una temporada. Sebastián no quiso dejar sola a Adelaila, ya que sabía que, de tardar mucho, el honor de mi hermana correría peligro. Sebastián se hubiera llevado a mi padre, de no ser porque el dinero les escaseaba en extrema cantidad.
—¿Y cómo está Adelaila?
—No lo sé. Antes de marcharse prometió escribirme. Aún no recibo una sola carta suya —exclamó al borde del llanto.
—¿Y por qué te preocupa tanto eso?
—Porque son ya cuatro años desde eso... espero que este bien.
—No entiendo porque Sebastián no pidió dinero a la reina.
—Porque a la reina solo le importan los súbitos que tienen un rango de nobleza.
—Qué raro es el mundo fuera de estas montañas.
El conejo entendió todo, y mientras que el odio que tenía hacia Colette y Adelaila se desvanecía, el odio que sentía hacía Virginia, se incrementó. La joven rompió sus medias y le enseñó al conejo la mordedura de la serpiente. Vieron por un rato más el lago y se marcharon a la casa del viejo.
—Debo irme —dijo Colette colocándose su sombrero—. Si mi esposo llega a casa y no me ve, enloquece.
Cogió sus guantes y se despidió de su padre y del conejo. Al irse Abdón se levantó feliz y se sentó en la silla. Se sentía tan dichoso de volver a ver a su hija. El conejo también lo estaba.
—¿Sabe? Colette no es mala persona. Es una muchacha muy buena y sacrificada.
El viejo no entendió el motivo de esa frase, pero se alegró de que el odio del conejo hacia una de sus hijas, se debilitara. Una semana después Virginia fue a visitar a su padre, pues Colette le había comunicado el delicado estado de salud en que ahora se encontraba Abdón.
La visita de Virginia llenó el corazón del conejo de amargura. No la soportaba, la odiaba. Sin embargo, no podía hacer nada, después de todo, seguía siendo la hija de Abdón, y sí él se sentía feliz de verla otra vez, él estaba dispuesto a soportarla. Un aire sepulcral invadió poco a poco la cabaña de Abdón, típico en las personas que están a punto de fallecer. El médico subía a diario a la cabaña y Virginia le hacía siempre la misma pregunta.
—¡Doctor! ¡Doctor! ¿Verdad que mi padre se salvará?
Cabizbajo el médico hacía una señal de negación y se retiraba. Sus hijas iban siempre en la mañana y comían ahí los alimentos que el conejo recogía y el doctor preparaba. Al conejito le parecía que Virginia era el colmo de la hipocresía y el cinismo, y cada vez la odiaba más. Se volvió cada vez más intolerante con ella, hasta el punto de no dirigirle siquiera el saludo. Más un día que volvía de recoger fresas escuchó por accidente una conversación extraña.
— ¿Creéis que la flor del arcoíris podría salvar de vida de nuestro padre? — preguntó con impaciencia Colette.
— ¿Flor del arcoíris? ¿Qué es eso? —respondió Virginia.
— ¡Oh! Rumores, creo. Años atrás Adelaida me contó que hace mucho tiempo un mercader le dijo lo siguiente: cuando Dios castigó los primeros frutos de la creación por su desobediencia, lanzó a la Tierra muchas maldiciones, entre ellas la muerte. Sin embargo, cuando pasó el tiempo, Dios se lamentó, pues vio que existían hombres de buen corazón que no merecían ningún tipo de castigo. De manera que mostrando piedad dijo —he aquí a lanzar la única esperanza que puede vencer todos los males—. Los hombres vanidosos, egoístas y crueles enloquecieron buscando aquel regalo. Guerras se alzaron en vano, pues entre pueblos se culpaban de esconder el tesoro que podía alargar la vida. Según se dice en las lenguas de los viejos, el regalo que Dios obsequió al mundo, es una flor que lleva en su interior todos los colores del arcoíris, colores que eligió para recordar su promesa de no destruir con agua la Tierra. La flor aguarda en ella lo más hermoso de la creación. En su interior se halla rocío cristalizado, el remedio milagroso que es capaz de curar incluso la vejez. Me parece una linda historia, sí se me permite opinar.
—¡Boberías! De seguro solo son historias que inventan los viejos del pueblo.
Colette asintió y se fue. Mientras Virginia se retiraba, el conejito procesaba atentamente cada palabra que escuchó en el umbral de la cabaña. Todo aquello de la flor del arcoíris le pareció inverosímil. Sin embargo, esa conversación no tardó en transformarse en un hilo de esperanza entre tanto dolor. Decidido, dio media vuelta y se aventuró a encontrar la susodicha flor para salvar a Abdón.
Saltó hacía el bosque, e intentó desesperadamente buscar un arcoíris, pero no había tal cosa. Apurado, saltó hacía la montaña más alta, pero la naturaleza solo le regaló bellos atardeceres. Preocupado, siguió avanzando hasta encontrarse con un águila. Se asustó, y se vio muerto a sí mismo. La majestuosa ave podía devorarlo en un instante.
—Buenas tardes conejito —agregó la reina de los cielos—. ¿Por qué tan asustado?
—Buenas tardes señora que surca los cielos —se tranquilizó—. Me hallo en una misión. Estoy buscando la flor del arcoíris.
— ¿Flor del arcoíris? — Se burló—. Tenéis suerte conejo tonto. Si el hambre acechara mi estómago no dudaría en devorarte.
Las palabras que soltó el ave, llenó de miedo al cobayo, que corrió despavorido ante las grotescas risas del águila. Cuando se calmó, buscó un río, bebió, se tranquilizó, comió bayas y siguió. Saltó por dos días seguidos, pero no encontró ningún arcoíris. Al tercer día, agotado, decidió descansar en una cueva llena de luciérnagas. Los insectos se desplazaron majestuosamente como estrellas danzantes en el firmamento, pero el conejito no lo vio. El cansancio lo había vencido.
A la mañana siguiente despertó temprano y siguió saltando. Comió otra vez al atardecer, y continuó, pero fue en vano. Había cruzado, senderos, valles y bosques. Huyó despavorido algunas veces cuando vio depredadores dispuestos a acabar con su vida, y, aun así, no encontró nada sobre de la susodicha flor. Al anochecer del quinto día, agotado, se sentó en una piedra cerca a un anciano.
—Disculpe señor ¿Sabe usted que es la flor del arcoíris?
— ¿La flor de quién?
—La flor del arcoíris.
—No escucho conejito. Esta sed me está matando y me está dejando sordo. Mejor ve a buscarme agua del pozo que este calor me mata.
Con una decepción más a la lista, el conejo recorrió el bosque en busca de un pozo. Al ver uno se aventuró hacia él, se acercó con cautela, y tiró con fuerza de la soga, pero aquello fue en vano, el pozo se hallaba vacío. Triste sin agua y sin flor volvió al lado del anciano.
—Lo lamento señor. Me temo que no hay agua en el pozo.
—Por supuesto que no la hay. Aquí nunca llueve.
—Pero si me ha dicho que vaya por agua al pozo.
— ¡No! Yo dije que sumerjas la flor en el pozo.
—Pero si usted me dijo que no escuchaba como consecuencia de la sed ¡Y me pidió un poco de agua!
— ¡Boberías! Solo un tonto pediría agua de ese pozo. Mejor os recomiendo que vayáis a buscar la flor en un lugar que llueva. Pero no soy malo conejito, quiero disculparme por este mal entendido, por esa razón he de recompensarte. Escuché una vez decir a un ángel, que de aquí a dos millas se encuentra un valle en donde jamás deja de llover. Estoy seguro que la flor que buscas se halla ahí.
La respuesta del anciano dejó perplejo al conejo. No obstante, por primera vez desde que inició su viaje escuchó a alguien dar información sobre la extraña flor. Emocionado, avanzó; a la salida del bosque se dibujaba un camino con piedras. Eso aumentó sus esperanzas, ya que bien sabía que era raro que alguien señalara el camino, de no ser que este desembocara a un lugar importante.
Caminó por días. El lugar era solitario. Se desvió dos veces en un oasis de donde tomó agua y robó algunas frutas insípidas. Sin embargo, el camino terminó en dos millas exactas, y no vio nada, ni árboles, ni lagos, ni flor. El camino lo había vomitado en un desierto. Y no se había equivocado ¡No! El siguió las instrucciones, y el camino terminó en dos millas exactas. El conejito se sintió burlado y perdido, y en medio de tanta desesperación empezó a llorar.
Mientras el conejito se lamentaba, unos muros se levantaron. Un hombre de buena apariencia extendió los brazos y toda la vegetación creció. A sus espaldas se dibujó un espectáculo que el conejo ignoraba por estar consumido en sus propias desgracias. Se preguntó la razón del engaño del viejo. No, más bien se preguntó ¿Por qué le había creído a un loco?
—¡Vaya, me habéis ganado! —añadió el joven a sus espaldas interrumpiendo sus pensamientos.
— ¡Me habéis engañado! —reprochó el conejo al reconocer la voz.
— ¿Por qué decís eso?
—En este lugar no hay flor ni valle. Solo tierra insípida esperando a un ingenuo para abrazarlo en su tierra y cubrirlo con el manto de la santa muerte.
—De ser así ¿En dónde me hallo yo? —sonrió el joven saltando hacia un árbol.
El conejo sorprendido volteó, y encontró un espectáculo. Un valle tropical se alzó impetuoso. Frutas jugosas se elevaron en el aire y cayeron como consecuencia de la gravedad. Al caer, un sonido jubiloso revelaba el delicioso sabor. Flores coloridas también decoraban el principio de un laberinto. A su lado se veían hermosas pinturas de ángeles abrazando las paredes.
—¡Señor! —Añadió perplejo el conejo—. ¿Quién es usted?
—Quien sabe. Yo soy tu, a la vez soy Abdón, Virginia, Colette y Adelaida, soy a la vez tú familia y el mundo entero, soy la vida y la muerte misma, una existencia que no debería ser posible, una complejidad, la respuesta a todo y a la vez el principio de nada.
La rara respuesta confundió al conejo. No comprendía la incongruencia de sus palabras. No obstante, eso estaba lejos de ser importante, después de tantas decepciones se sintió por primera vez satisfecho. Estaba seguro que ahora si había hallado la flor del arcoíris. Muchos milagros le habían mostrado esa entidad extraña. Había que ser tonto para no caer en cuenta que no era humano.
—¡Quiero la flor del arcoíris!
—¡Oh lo sé! Y la tendrás ¡Por supuesto! Pero primero deberás morir.
—¿Morir?
—En efecto. Lo que te quedan de años de vida serán para Abdón.
— Pero...
—¿Creías acaso que la vida de las personas se extendía sin hallar primero un balance? —añadió en un tono burlón.
El conejo asintió. Elevó su mirada y observó como la piel del joven se encogía como una nuez volviéndose viejo al instante otra vez. Tenía exactamente la misma apariencia que cuando le conoció. Alzó su mirada al cielo en busca de una respuesta, y luego miró al anciano.
—Bien, moriré. Si eso le da más años a Abdón no me importaría cederla.
Con esa respuesta el anciano se dio por satisfecho, y rio. La figura misteriosa volvió a rejuvenecer y se perdió entre los árboles.
—Escúchame bien ahora —se escuchó por todo el valle, y el laberinto se comenzó a mover—. Debéis llegar hasta el corazón del arcoíris en el laberinto y abrir un cofre de diamantes. Dentro se encuentra la flor que tanto anhelas. En el camino hallaras también flores que son bellas como el ópalo, más de esa os recomiendo mejor ni tocar. Son solo trampas que sirven para satisfacer la vanidad humana de aquellos egoístas que lograron llegar hasta aquí.
Una lluvia arremetió contra el lugar, y la voz desapareció junto al árbol en donde momentos atrás se hallaba el joven. Arcoíris brillantes se veían pasearse encima del laberinto y todos se unían al mismo punto.
— ¡Aun no entiendo muchas cosas! —exclamó el conejo, pero de nada sirvió. El ahora-joven había desaparecido.
Entró con miedo al laberinto. Las palabras del ahora joven resonaban cándidas en su interior. Pero eso no importaba, pensó en Abdón y sonrió con su recuerdo. Ya habían pasado cinco años ¿O quizás cuatro? El conejito no lograba recordar bien, y tampoco importaba. Abdón fue el único amigo que lo había querido en su vida, fue su padre y a la vez su hermano; él era todo lo que tenía y estaba agradecido por ello.
Caminó hacia adelante por toda el área. Había en su camino flores bellas como el ópalo tal como lo mencionó esa entidad extraña. No obstante, resistió la tentación y no tomó ninguna, recordando las pocas advertencias que le dio el joven. Sin embargo, la noche cayó, y con ello la frustración del conejo aumentó. No encontró ningún corazón, solo flores regadas por toda la travesía.
— ¡Me habéis engañado! —gritó lleno de cólera al sentirse por segunda vez burlado.
—Yo no me atrevería a engañaros ¡Puedo jurarlo! —espetó molesto el ahora-anciano.
—¡Si lo hizo! Me advirtió que llegaría al corazón del laberinto siguiendo los arcoíris, pero no ha sucedido así.
—Vuestro problema es el callejón sin salida os aseguro ¿Sabéis que se hace en esos casos? Se rompe la pared y se sigue avanzando.
— ¿No bromeas?
—No bromeo.
El conejo siguiendo los consejos del ahora viejo, retrocedió. Al verlas de nuevo las vio tan altas y robustas que le pareció que derribarlas era un suicidio. Cerró los ojos —Porque sintió que era una locura lo que iba a hacer— y corrió hacia ellas impactándolas con toda su fuerza.
Para sorpresa suya todas las paredes cayeron al instante dejando al descubierto el corazón del laberinto. Emocionado, brincó de felicidad y fue a abrir el cofre de diamantes para retirar a la tan anhelada flor. Al ver el capullo, el conejo se sorprendió. En efecto era más bella que lo había podido imaginar, se acercó e inhaló el inconfundible aroma invernal.
—Ahora regresa a casa —añadió el ahora-joven de nuevo.
— ¿He de morir?
—No.
—Pero... no importa.
—Ahora ve —el ahora joven señaló un pozo que creció a lado del corazón del laberinto—. Empapa la flor.
—Pero ya está empapada. Con esta lluvia no me sorprende.
—Esta simplemente mojada, pero no empapada con el agua de la vida.
El conejo obedeció, mediante brincos fue al pozo que estaba al lado de la flor y la mojó. Cuando ya todo estaba hecho, un profundo sueño invadió al conejo; antes de perder la conciencia, escuchó decir al ahora anciano:
—¡Qué pena! Ya es tarde, pobre conejito, ya es muy tarde.
Cuándo despertó se vio en su propia cama en casa del anciano, se encontró seco y limpio. Decepcionado se levantó y sintió en su mano derecha la querida flor. Emocionado corrió al dormitorio de Abdón, pero no encontró nada más que una cama vacía con una flor en su interior.
Una amargura le traspasó el alma, y sintió con agonía como miles de dagas le herían el pecho ¡Era injusto! La persona que más amaba en este mundo se había ido. Una lágrima cayó, levantó su mano, vio la flor, y la botó. Todo fue en vano. Abdón había muerto, y lo peor, él no lo había hecho compañía en sus últimos días. Se imaginó al anciano llamarlo entre sueños, y lloró amargamente.
El entierro se produjo al mediodía en el cementerio. Pocas personas lloraban, incluidas sus hijas. Lágrimas hipócritas corría por el rostro de Virginia, la única que parecía llorar realmente arrepentida, era Colette. Parecía ser la única que en verdad lamentaba le perdida. El conejo miró todo desde una esquina, el dolor le atormentaba. No quiso separarse nuevamente de Abdón, así que desde ese día decidió vivir en el cementerio.
Se adueñó de una cueva que encontró cerca de la tumba de Abdón, y el sepultero, apiadándose del conejito, construyó una puerta y obsequió cosas básicas para asegurar su supervivencia. A Virginia la pena le duró un mes. Colette en cambio iba cada vez que su tiempo se lo permitía.
Todas las tardes, el conejito salía de la cueva y limpiaba la tumba de Abdón. Depositaba a diario flores, y rezaba por su alma. Las personas ajenas, al ver que el conejo permanecía siempre dentro, le pidieron que mantuviera limpias las tumbas de sus muertos, y en pago le regalaban alimentos y golosinas.
Sin embargo, una tarde de invierno ocurrió la última desgracia. El conejito había recogido agua del río como era la costumbre, pero no advirtió a tiempo la tormenta que se aproximaba. Aún en contra de todo pronóstico, intentó limpiar la tumba de Abdón ¡Gran error! Al tirar al agua, una ventisca volteó el balde, y él terminó empapado por el agua helada. —Debo secarme— pensó, y caminó en dirección de la cueva.
No logró llegar a su objetivo. Una lluvia de granizo interrumpió su caminata. Las patitas comenzaron a temblarle y cayó como consecuencia del frío —Si tan solo tuviera la flor conmigo, sobreviviría— se lamentó. Comenzó a arrastrarse para llegar a la cueva, pero al final hasta las fuerzas lo abandonaron. Triste, comenzó a llorar.
—Esto no es justo —musitó con una voz débil—. Si tan solo llegara a casa.... si yo no cuido a Abdón, entonces ¿Quién lo hará? ¡Que infeliz se debe sentir!
Fue justo en ese momento en donde se manifestó un segundo milagro. El granizo se derritió frente al conejo originando un charco que cundió. De ahí, una flor totalmente blanca emergió. Su centro estaba congelado, un hermoso rocío cristalizado hacía flotar los pétalos de hielo.
— ¿Por qué lloras? —gimió la flor.
—Porque creo que es hora de abandonar a Abdón. ¡No quiero morir! Si no le cuido yo ¿Quién lo hará?
—No será necesario que él siga bajo tus cuidados.
— ¿Por qué? —el conejo elevó la mirada y contemplo la bella flor que había nacido.
—Tan solo confía en mí.
—No puedo, no sin saber antes quien eres.
—¡Vaya! ¿Qué quién soy? Ya había respondido antes a ello. Yo soy tu, a la vez soy Abdón, Virginia, Colette y Adelaida. Soy a la vez tu familia y el mundo entero, soy la vida y la muerte misma, una existencia que no debería ser posible, una complejidad, la respuesta a todo y a la vez el principio de nada. Yo soy aquello que Dios regaló al mundo para detener el sufrimiento. Yo soy la flor mágica, la flor del arcoíris, el perdón, la esperanza, el odio, el rencor y a la vez el amor.
El conejo poco entendió de ese discurso, pero no importaba. La flor lo tenía embelesado. Su belleza lo embobaba, lo llenaba de paz.
—Ven conmigo —dijo la flor.
— ¿A dónde?
— A un mundo en donde no existe dolor ni maldad. Un mundo, en donde podéis hacer aquello que siempre quisiste sin pensar en que podría ser una imprudencia, un mundo en donde los muertos viven y los vivos mueren, un mundo llamado paraíso, campos Elíseos y perfección.
—Si voy contigo ¿Veré a Abdón?
—No solo lo veréis a él. Si vienes conmigo podéis ver a vuestros padres.
— ¿Mis padres?
—Sí, tus padres. Ellos están conmigo. Una serpiente los devoró. Desde entonces te esperan con impaciencia al otro lado del mundo.
El conejo se estremeció ante la última noticia. Un deleite recorrió su interior y sin decir más, aceptó a la flor dentro de sí mismo, una inefable emoción de pronto le cubrió el alma, y una sensación de paz y gozo se lo llevó hacia la eternidad.
Ese día el corazón del conejo se detuvo para siempre.
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