18. 'Solo'
Salí de la cafetería exponiéndome de nuevo al frío nocturno con el pulso algo acelerado, pero en el momento en que vi a Killian esperándome pacientemente donde le había dejado, se me disparó por completo obligándome a tragar saliva unas veinticinco veces seguidas, expectante por lo que estaba a punto de hacer.
Llegué a su altura asumiendo que no abriría la boca, por eso, y porque me salió de forma natural, terminé tendiéndole la empanadilla que había comprado recientemente.
Alternó la mirada entre lo que le ofrecía y mi cara, desconcertado porque le estuviera dando algo, y más tratándose de comida. Pero no rechistó en cuanto se la acerqué, imitando su gesto de cuando él me había prestado su chaqueta.
Aquel pensamiento me empujó a decir:
—Tengo tu chaqueta —comenté a la par que me apoyaba contra la pared del callejón sin perder detalle de sus movimientos.
Se encogió de hombros centrándose en comer la empanadilla, hasta que finalmente se animó a contestar:
—Quédatela —sonó tan indiferente hasta el punto de resultar preocupante—. Y gracias —elevó la mano que sujetaba su cena mientras caminaba sin titubear hacia el interior del callejón internándose todavía más en la oscuridad del mismo. Su esbelta pero menuda silueta se mimetizaba casi por completo con el lugar por las ropas oscuras que vestía.
No dudé en seguirle, opacando a medida que avanzaba y me alejaba de la calle el barullo que se concentraba allí. Me detuve en cuanto vi que él también lo hacía, degustando con calma su comida.
—Hay topos en la policía, ¿no? —indagué sin despegar mis ojos de su expresión en busca de alguna mueca que me desvelara algo sobre él. Pero ni siquiera se molestó en dejar de comer.
—Sí —respondió con una seguridad desoladora.
No me cabía duda alguna; Killian era un chico de pocas palabras. Desconocía si él de por sí era callado, o con todo lo sucedido en estos meses debió empezar a limitarse a responder con monosílabos o frases cortas.
—¿Cómo lo sabes?
—No hay que ser muy inteligente para notar ciertos detalles —murmuró para acto seguido llevarse a la boca el último trozo. Hizo de la bolsa de papel una bola, guardándosela en el bolsillo de su abrigo de forma mecánica.
—Por eso no había ninguna denuncia puesta —llegué a aquella conclusión tras unir varios cabos sueltos.
Asintió sin emitir palabra.
—Escucha —pronunció en un tono suave, pero tan, tan suave, que me sorprendió que saliera de él—, no puedes ayudarme.
Le miré desconcertada por aquel repentino comentario. Parecía tan convencido de sus palabras que por un microsegundo llegó a convencerme a mí misma de que no podía, pero en el fondo sabía que después de todo lo vivido había la ligera esperanza de que podría ser de ayuda para dar con su familia.
Abrí la boca dispuesta a hacerle cambiar de idea cuando decidió reducir la distancia que nos separaba.
—No puedes y no debes. Tampoco quiero involucrar a nadie en esto —volvió a adoptar una postura más distante, consiguiendo que la forma tan frívola con la que murmuró aquello me revolviese el estómago—, ¿lo entiendes? —le vibró la voz, hasta el punto en que me pareció vislumbrar como su labio inferior temblaba ligeramente, hasta el punto de hacerme pensar que se estaba conteniendo las ganas de llorar—. Estoy jodido, muy jodido. Y no entiendo nada de lo que está pasando. No sé quién retiene a mi familia, ni porqué. Lo único que sé, es que necesito encontrarles —inspiró desesperado por mantener la compostura, haciendo énfasis en cada palabra—. Yo solo.
Llevé una mano a la altura de mi boca, automáticamente. Apenas fui consciente de que me estaba mordisqueando las uñas mientras pensaba a toda velocidad.
—¿Por qué te empeñas en hacerlo por ti mismo? Te estoy ofreciendo mi ayuda por decisión propia. Porque quiero.
Echó la cabeza hacia atrás de golpe, casi bufando.
—En verdad no tienes ni idea de lo que supondría que interfirieras, ¿verdad?
—Lo sabría si me lo contaras.
Entornó los ojos hacia mí con desconfianza. Quizás la elección de mis palabras no había sido la adecuada y en ese instante estuviera pensando que algo malo me traía entre manos.
—Dos mentes son más útiles que una.
—No necesito otra mente. Sé lo que tengo que hacer —habló en tono firme.
—¿Y qué es lo que tienes que hacer?
—Impedir que te metas en el medio.
Apreté los dientes. No supe con seguridad con qué intención había dicho aquello, pero de igual forma si antes había una pequeña parte de mí que pretendía frenar mi lado impulsivo de querer involucrarme en todo aquello con tal de ayudarle, en ese instante no había ni un atisbo de ello. Verle tan vulnerable y destrozado desmoronó mi plan alternativo de dar media vuelta y huir de los problemas, dejándole como quería; solo.
—Tampoco hacía falta que lo dijeras así —gruñí.
—¿Qué?
—Sé que no te voy a ser de mucha utilidad, pero hay formas y formas de...
—No lo decía por eso —me cortó—. Me refiero a que no quiero que le pase nada a nadie por mi culpa.
Me contuve de soltar un resoplido justo cuando vi que sus ojos se apartaban de los míos y su cuerpo entero entraba en tensión. Fue en ese punto cuando fui plenamente consciente del peligro al que me exponía. Me di cuenta de que quizás nunca debí meterme en la boca del lobo. Pero era tarde, lo supe apenas los dedos de Killian me rodearon la muñeca, arrastrándome con él lo más rápido que podía a través de aquel callejón mientras a nuestras espaldas se escuchaban varios pares de pasos acelerados acompañados de voces agitadas.
De nuevo una quemazón desagradable no tardó en hacerse notar en la zona de mis pantorrillas. Corríamos a una velocidad agotadora, pero no lo suficientemente rápida como para darles esquinazo a las personas que nos perseguían.
Killian giró de pronto hacia un desvío, desequilibrándome. Casi tropecé con mis propios pies cuando volvió a girar hacia otro lado. Le seguí el ritmo como malamente pude, todavía siendo arrastrada por su mano alrededor de mi muñeca. Y cuando de repente visualicé mi moto al final de aquella calle, no dudé en hacérselo saber con un gesto. Recayó en ella, alargando todavía más las zancadas. Casi nos estampamos contra ella cuando llegamos a su altura. Nos subimos casi a la vez, alterados y con el corazón a punto de salirnos por la boca. Arranqué en tiempo récord, casi estampándole el casco en el pecho para que se lo pusiera o lo sujetara. Yo no tenía tiempo ni para pensar qué dirección tomar.
—¡Quietos! —un grito se escuchó por encima del ruido del motor en cuanto nos puse en marcha. Ignoré todo lo ajeno a nosotros acelerando bruscamente, logrando sacarnos de aquella calle ilesos.
Conduje de forma temeraria. Pese a ello, tardé un buen rato en notar sus manos entrelazándose sobre mi abdomen, debía de habérselo pensado bastante hasta que no le quedó más remedio cuando alcanzamos una velocidad vertiginosa. Por momentos advertía que su agarre se apretaba en torno a mi torso, supuse que por miedo a caerse. Consciente de que no llevaba casco y de que posiblemente nos estaban buscando, intenté evitar las carreteras principales internándome en callejuelas poco transitadas, hasta que sin quererlo terminamos en la otra punta de Canmore, a quince minutos del centro y a escasos minutos de Hoft. Fue a esas alturas cuando tuve que detenerme, tenía que hacerlo. Acabamos junto a la entrada de un parque nacional que estaba totalmente deshabitada y malamente iluminada por cuatro farolas de la zona. Reconocí en la penumbra viejos molinos repartidos por la orilla del río.
Killian no esperó a que dijera nada; se bajó rápidamente del asiento, pero no se alejó, quedando a escasos centímetros de mí. Le eché un vistazo largo mientras se quitaba el casco con una expresión irreconocible. Yo permanecí sentada, sin saber qué decir, notando como sus nudillos se tornaron blancos al instante en que afirmó el agarre sobre la cubierta del mismo.
—Ahora sí que estoy de mierda hasta el cuello, ¿verdad? —me atreví a decir.
Apretó los labios con tanta fuerza que desaparecieron por completo, hasta que finalmente hizo un gesto afirmativo con la cabeza soltando un suspiro. Se llevó las manos a la cara tras colgar el casco en el manillar, frotándose las sienes hasta descender a sus mejillas.
—Creí que no estaban por el pueblo, que se habían cansado de buscar.
Aunque quise escucharle, era incapaz de prestarle atención. Tenía la mente en otro lado. Mis ojos miraban en todas las direcciones con la tensión a punto de reventarme por dentro. La oscuridad que nos rodeaba era tan espesa que me resultaba imposible ver hasta nuestras propias sombras. Hubo un momento en que percibí la velocidad a la que estaba procesando lo ocurrido y lo que estaba por ocurrir, como si estuviese a un pestañeo de sufrir otro ataque de pánico.
—¿Qué hacemos? —una voz ahogada salió de entre mis labios, apenas pendiendo de un hilo.
Su respuesta fue darse la vuelta, ignorándome. Aquel detalle me desesperó, hasta el punto en que casi me estampé las palmas de las manos contra la cara, encolerizada. Era incapaz de mantener a raya mis emociones. Su silencio sepulcral me estaba matando, y lo único que quería hacer era arrancar la moto y abandonarle allí a su suerte.
—Nada, tú nada. Tienes que irte —volvió a encararme, topándose de lleno con mi cara probablemente enrojecida por el enfado que llevaba conteniendo desde que había evadido mi pregunta—. Ahora, vete.
—¡Me habrán visto! —casi grité.
Su expresión cambió radicalmente, asustándome.
—¡Te lo dije! ¡No necesito ayuda! —me devolvió el grito acercándose peligrosamente a mí, igual que había hecho en aquel abandono la última vez que nos vimos—. ¡Y mira ahora! —en un arranque de ira y estrés se arrancó de golpe el gorro de Ezra, dejando a la vista su pelo negro totalmente revuelto. Sus manos se enredaron entre los mechones empeorándolo.
Me quedé muda, muerta de miedo e impactada por su reacción, pese a que estaba totalmente justificada. Killian nunca pidió ayuda, de hecho nos advirtió, y ahora que indirectamente estaba más implicada, quería echarme atrás.
—Vete. Piérdete de una vez.
No había reparado en que me había incorporado sobre la moto hasta que mi cuerpo cedió sin orden alguna, sentándome de nuevo sobre el asiento. Y aunque una parte de mí le estaba haciendo caso, mi otra mitad notaba lo mal que encubría el miedo que estaba sintiendo. Y si me iba, sabía que se incrementaría. Pero pese a todo, no cambió su expresión facial, haciendo un esfuerzo sobrehumano por fruncir el ceño y apretar la boca remarcando así su supuesto cabreo.
—¡Qué te vayas! —gritó de pronto, sobresaltándome. Y fue ese rugido lo que provocó que de una buena vez me pusiese el casco con un temblor que dominaba mis manos y arrancase la moto, alejándome de él a toda prisa sin mirar atrás.
Pero de camino a casa no pude soportar las ganas de llorar. La impotencia por no poder ayudarle, el miedo por lo sucedido en aquel callejón, las consecuencias que podrían venir a continuación... Todo eso junto hizo que estallara. Y aunque fueron un par de lágrimas, el pánico que me dominó mientras conducía a toda velocidad me nubló en todo el trayecto. Unas ganas inmensas por vomitar me abordaron, obligándome a frenar bruscamente en el arcén. No me importó encontrarme prácticamente a oscuras, ni que fueran las tantas de la noche. Lo único que me urgía era quitarme el casco para poder liberarme.
La ilusa de mí creyó que una vez sacara todo afuera me sentiría —aunque fuera mínimamente— mejor, pero pasados diez minutos desde que había vomitado todo lo que había comido a lo largo del día, no sentí ninguna mejoría. Al contrario.
Suspiré alzando la vista al cielo, percibiendo el correr de la sangre por todo mi cuerpo. Seguía acelerada. Y seguía sin saber qué hacer.
Piensa Eyra, piensa...
Y pensé, pero en alguien. Me acordé de la única persona que quizás también estaría en apuros, y que de no estarlo, podría estar a punto de involucrarlo.
—Sabía que usarías mi número rápido, pero no a la hora de habértelo dado... Y menos a la una de la mañana —que soltara una risilla al final no hizo más que empeorar las cosas. Y por un fugaz momento estuve a punto de improvisar algo, fingir o incluso colgarle, pero no pude echarme atrás. Le necesitaba.
Me apoyé contra la moto en medio de aquella carretera desértica, atacada de los nervios por volver a casa temerosa por si me topaba con alguien. Repasé varias veces lo que estaba a punto de decirle. Y antes siquiera de que pudiera arrepentirme, inspiré con fuerza sin molestarme en encubrir mi desbocada respiración, verbalizando de una buena vez mi mayor temor:
—Creo que estoy en problemas.
El silencio al otro lado de la línea incrementó la inquietud que no me soltaba pie. Eider parecía haberse quedado mudo, y no le culpaba.
—¿Qué ha pasado? —tras su pregunta escuché una puerta cerrándose de fondo. Por un momento me lo imaginé en su casa, en su habitación. Y la idea de estar con él en ese instante me transmitía toda la seguridad que necesitaba—. Eyra —insistió bajando el tono, consiguiendo que su voz sonase más profunda.
Notar la preocupación que emanaba su voz hizo que me viniera abajo.
—Encontré a Killian —sentencié sin dar más detalles.
—¿Qué?
—Lo vi en la calle, y me acerqué.
—Joder, Eyra —siseó entre dientes—. ¿Cómo se te ocurre acercarte a él estando sola?
De nuevo unas ganas inmensas por vomitar me nublaron la mente, obligándome a caminar en círculos alrededor de la moto, centrando así todas mis energías en la conversación.
—El problema no es él, sino las personas que lo buscan —apreté los ojos con fuerza, temerosa por su reacción. Parecía que estaba hablando con Yerik o Ezra, en lugar de con aquel chico que conocía desde hacía un poco menos de dos meses.
Dominada por los nervios, terminé por detenerme al borde del arcén, observando desde aquella distancia la entrada a mi barrio. Reparé en que la luz anaranjada de las farolas iluminaba el cartel de bienvenida.
—¿Qué se supone que me estás queriendo decir? —lo sabía, estaba completamente segura de que Eider sabía lo que estaba a punto de decirle, pero necesitaba que saliera de mi boca para poder hacerse a la idea de que había empeorado las cosas.
—No sé cómo, pero de un momento a otro alguien comenzó a perseguirnos. Huimos a tiempo, pero nos separamos y no sé si seguirá en el mismo sitio en dónde le dejé. Y mi casa... —a duras penas deshice el nudo que me aprisionaba la garganta para poder susurrar—: No sé si ir a mi casa, tengo mie... —mi voz se entrecortó, casi atragantándome.
Del otro lado de la línea se escuchó un golpe seco, seguido de una palabrota dicha en voz baja.
—¿No estás en tu casa? —inquirió con incredulidad, sonando casi urgente—. ¿En dónde estás?
—En la entrada de mi barrio.
—¿En la puta calle?
Su reproche me enmudeció. No me esperaba que fuese a reaccionar de esa forma, pero tenía razones suficientes para hacerlo.
Respiré con irregularidad, teniendo que casi estamparme la mano contra la boca en un fallido intento por opacar los ridículos sonidos que salían de ella.
Escuché que se aclaraba la garganta.
—Lo siento.
Quería decirle que no había sido por él, pero era incapaz de hablar.
—¿Quieres que vaya a buscarte?
Quiero que te quedes conmigo toda la jodida noche.
Apartando aquel pensamiento inapropiado, mi cuerpo se subió por inercia propia a la moto.
—¿Qué? No, no —entré en pánico ante la idea de que viniera a buscarme y en consecuente molestarle. Pero no pude evitar preguntarle algo no tan alejado de su propuesta—. ¿Pero podría llamarte en cinco minutos? —contuve la respiración a la expectativa de su respuesta. Temía que se negara en rotundo, que pensase que estaba abusando de su confianza y amabilidad.
—Claro —noté el tono dubitativo de su voz—. Sí, claro —pero se reafirmó a sí mismo.
Un cántico celestial se escuchó en estéreo dentro de mi cabeza. Y aunque quise transmitirle lo mucho que se lo agradecía, me limité a murmurar un:
—Gracias —y colgué.
Encendí el motor volviendo a sentir un nudo en la garganta. Sabía que no debía temer, que no pasaría nada. Pero la sensación de angustia por acercarme a mi casa y que alguien pudiera ver en dónde vivía me aterraba, y no por mí, sino por mi familia —Heiko incluido—. Pese a ello me adentré en mi barrio con cierta lentitud mirando hacia todos lados, alerta. Para cuando llegué a la altura de mi casa apagué el motor, saqué el móvil del bolsillo y pulsé su nombre por segunda vez aquella noche. Descolgó inmediatamente.
—Creí que me preguntarías porqué querría llamarte de nuevo —me atreví a decir tras sentirme ligeramente más calmada.
—No era difícil intuirlo —de nuevo escuché un poco de barullo de fondo.
Aparqué la moto junto al portalón del garaje, despreocupándome de ella por primera vez desde que me pertenecía. Caminé hacia la puerta principal aún con la duda de qué responderle, ya que su contestación había parecido ser un amago de broma para aligerar la tensión, pero su voz había sonado tan seria...
—Igualmente creí que lo harías —concluí.
Di un respingo cuando percibí movimiento a mi costado, pero solo había sido un gato. Un jodido gato al que fulminé con la mirada por su repentina aparición.
—Y yo creí que el tema de Killian se había zanjado.
Solté un suspiro inaudible para Eider apenas cerré la puerta a mis espaldas sintiendo la calidez que desprendía mi hogar. Me permití unos segundos para pensar qué responderle, pero eso a él pareció impacientarle:
—Eres consciente de que ha sido muy peligroso acercarse a él tú sola, ¿no?
Ya parecía Yerik hablando...
—Claro que soy consciente, pero entiéndeme, joder.
—Sin el joder también te entiendo.
—Eider —largué un suspiro de lo más sonoro antes de desplomarme de golpe sobre el sofá del salón—. Deja de vacilarme mientras hablamos sobre esto.
Me quité las botas, recordando de pronto el motivo principal por el que me había ido de la cafetería. Casi tan rápido como me senté, volví a levantarme agarrando con una mano las botas y con la otra el móvil sin perder detalle de lo que podría decirme el chico al otro lado de la línea.
Y fue entonces cuando llegué frente a la puerta de mi habitación, mientras le escuchaba sermonearme sobre mis acciones, cuando vislumbré un cuerpo tendido sobre mi cama. De no haber podido encender la luz hubiera salido corriendo del cuarto chillando como una paranoica, pasando por alto que en realidad se trataba de Heiko, que dormía plácida y literalmente a pata suelta sobre la colcha. Sacudió la cola a modo de saludo sin incorporarse, mirándome de reojo con expresión inocente. «Te estaba calentando el sitio para cuando llegaras, te lo juro...», pude leer en su mirada. Le acaricié la cabeza con mimo distrayéndome ligeramente de lo que me decía Eider.
—¿Me estás escuchando?
Mi cuerpo entero se tensó al oírle preguntar.
—Sí —mentí, avergonzada por haber sido pillada después de haberle pedido si podía llamarle—. Y lo sé, ¿vale? No volverá a pasar. Es tarde y...
—¿Quieres buscarle?
Mi mano se congeló entre las orejas de Heiko, quien terminó por levantarse sobre la cama y sacudirse.
—¿Qué? —vacilé sobre qué responder.
Inquieta acabé por levantarme de la cama, imitando a Heiko. Él se detuvo frente a la puerta pidiéndome que le dejara salir. Mi mano sujetó el picaporte mecánicamente, no sabiendo muy bien lo que hacía en ese preciso instante.
Eider hizo un ruido con la boca antes de volver a preguntar:
—¿Quieres que vayamos a buscarle?
Cerré la puerta, cargando mi peso sobre ella.
¿Quería?
Paseé la lengua entre mis labios, dándome un margen de varios segundos para decidir con detenimiento mi decisión.
—Sí.
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